Acá está la historia de cómo terminé vendiendo pantis para chicas, o bueno, cucos, tangas, pantaletas, como les quieran llamar.
La historia de este negocio comienza cuando estaba en la peluquería cerca de la universidad en Bogotá, donde adelantaba materias de Derecho en el 2001. La dueña de la peluquería estaba molesta porque se le estaba acabando el champú y el muchacho que distribuía los productos de belleza en el sector no aparecía. “Como es el único que trae eso, ahora se las da de importante”, decía. Yo, que no tenía ni idea de marcas de champú, le pregunté: “¿Y es muy difícil de conseguir ese champú?”. Dijo: “No tengo idea, según tengo entendido lo traen del centro, pero yo sí prefiero que me lo traigan hasta acá, porque mientras voy y vuelvo pierdo cinco clientes”. Y pues yo pensé, “Acá está el negocio, papá”, y para no quedar mal, le dije: “Yo tengo un amigo que sí sabe de productos de belleza y los distribuye, así que le voy a preguntar”. ¿Y adivinen qué? Obvio, no existía ese tal amigo, o bueno, sí existía pero estaba dentro de mí y me gritaba en la mente: “Vaya y busque dónde puede comprar el champú y póngase a vender”, jajajajaja.
Para mayor seguridad, le dije que me mostrara la marca que ella necesitaba: “De pronto mi amigo lo tenga y le pueda solucionar hoy mismo”. La señora me dio la marca y salí a buscar el dichoso champú. Después de mucho caminar y preguntar, porque dicen que el que pregunta llega a Roma, adivinen a dónde llegué. Sí, a Roma, jajajaja. Mentiras, al lugar perfecto: en toda la carrera 10 con calle 10 en San Victorino, un edificio de seis pisos en donde en el último piso venden todo lo de las peluquerías: secadores de pelo, cepillos, esmaltes y, por supuesto, ¡champú!
Bien, cuando ya tenía ubicado el producto, me acordé de que me faltaba lo más importante, el precio, así que bajé a un teléfono público de los de monedas y llamé a la señora para preguntar cuánto pagaba ella por ese champú, ¿qué tal que yo me estuviera dando por la cabeza?, y en ese local sí había con qué, jajajaja. Me dijo que ella lo pagaba a 10.000 pesos y el precio al por mayor era 5.500. Comencé llevando lo que tenía encargado, que es lo que se debe hacer en estos casos, pero obvio al ver esos productos tan baratos pensé “No solo puedo vender champú, puedo agrandar mi línea de productos de belleza”. Entonces hice una lista de todas las cosas que vendían en el local del centro y me armé un catálogo completo, jajajajaja. Como ya tenía los productos, necesitaba constituir la empresa que iba a poner a sudar a Marcel France: de una vez llamé a un diseñador porque mi nueva empresa necesitaba un nombre, un logo, papelería, recibos de caja, pues no quería que cuando fuera a cobrar a las peluquerías me resultaran tomando el pelo, jajaja. En fin, llegué con el champú y compré un poco más, pues si mi primera y maravillosa cliente necesitaba estos productos, me imaginaba que las peluquerías cercanas también, y ya con catálogo en mano era fácil tomar los pedidos.
Sucedió que en un nuevo viaje a mi casa matriz, jajajaja, estaba comprando lo de siempre y al lado había un revuelo por cuenta de un saco de tela en el que algunas personas metían la mano y sacaban prendas. Yo pregunté: “¿Qué es eso?”. Y me dijeron: “Son hilos (ropa interior diminuta) para damas a tres por mil, apenas para que le lleve a su novia”. Yo sonreí, como tantas veces cuando pensaba “Ahí está el negocio, papá”. Como lo del champú ya lo tenía resuelto, pensé “¿Por qué no probar más cosas?”. Ya con papelería le dije al vendedor que si me daba buen precio, yo le podía comprar mucho, que yo tenía una comercializadora en Bucaramanga (no era cierto, pero ellos no tenían que saberlo) y que era la más grande de la ciudad y de Santander y que iba a ensayar.
Llené de calzones y champú un morral rojo que llevaba y me di cuenta de que se veían de buena calidad, pero debía mejorar la presentación para que no lucieran baratos. En esa época no había YouTube en donde pudiera buscar en un tutorial cómo empacar calzones, así que contraté a una señora para que me hiciera unas bolsitas de tela brillante y conseguí cajas y bolsas para empacar las tangas ahí. Les puse escarcha y hasta perfume (obvio, baratico también) y así lograr que pareciera que eran de un almacén de Unicentro . Quedaron increíbles, nadie se iba a enterar de que eran de los de 3 x 1.000.
Llevé la mercancía a la universidad y empecé a mostrarla a mis compañeras sin saber ni siquiera el precio que les iba a pedir. Eran tiempos en que nadie conocía en Colombia la marca Victoria’s Secret, lo más conocido era La Feria del Brasier y Solo Cucos, Elena Frankestein (o bueno, Rubistein ) y, si acaso, El Palacio de la Pantaleta en la costa Atlántica. Empecé a vender cada tanga a 5.000 pesos (sí, ya sé que me van a decir usurero, ok) y nadie decía que eran caros, eran tangas bien hechas. Es más, yo decía que me los conseguían en Los Ángeles, y no era mentira, así se llamaba el local del centro de Bogotá donde yo los compraba, “Los Ángeles”
. Era muy chistoso que yo, un estudiante de Derecho, cargara un morral lleno de tangas. Cuando iba a los juzgados, los vigilantes me pedían que abriera el morral, y me ponía pálido. Todas las secretarias de los juzgados de Paloquemao me compraron tangas, fue un éxito ese negocio y aprendí mucho de él.
Con esto, amigos, quiero, si me lo permiten, dejarles algo que aprendí. Las cosas se venden de acuerdo a como se ven. Los pequeños detalles marcan la diferencia.
Que un producto sea barato no quiere decir que tenga que verse barato. Si es de buena calidad, tiene buenos acabados y se sabe vender, puede costar el precio que usted quiera. Estudien lo venden, enamórense de su producto, estén convencidos de lo bueno que es, no engañen a las personas con la calidad del producto. Durante muchos años vendí tangas, siempre fijándome en los detalles, poniéndolas en buenos empaques, algo que parece una bobada, pero es un valor agregado y que lo hace diferente. En el caso del champú, la presentación no se puede cambiar o mejorar, ahí solo se compite con precio y servicio, así como yo le quité el negocio a alguien que descuidó sus clientes, me terminaron quitando el negocio a mí cuando me fui a vivir a Bucaramanga. Los márgenes eran pequeños y era fácil cuando yo mismo era el mensajero, pero si tenía que pagarle a alguien era muy difícil, y los clientes hacían pedidos en cualquier momento y yo no quería que me agarraran, como decimos en Colombia, “con los calzones abajo”, jajajajaja. Igual en Bucaramanga sí seguí vendiendo cucos y ropa.
Hoy, en mis empresas, me preocupo por ese valor agregado: poner un GPS gratis en los carros, o una silla para bebé, no nos cuesta mucho pero a nuestros clientes les facilita la vida; o en la empresa de renta de yates poner una nevera con hielo y agua o una botella de champaña marca la diferencia. Esto lo aprendí vendiendo ropa interior para chicas.