Prólogo

 

 

Hace algunas semanas, buscando entre mis viejas carpetas unos papeles que necesitaba para ultimar ciertas gestiones, fui a dar con una pequeña caja de cartón que no recordaba haber visto anteriormente. Estaba descolorida y arrugada, llena de manchas de humedad, pero exhaustiva y cuidadosamente cerrada con unos cordones.

La miré por todos los lados, esperando encontrar una inscripción que me diese alguna pista sobre su contenido, pero no había ni una letra. La agité y me pareció que quizás podría tratarse de papeles.

“¿Qué será esto? ¿Tal vez alguna reliquia de mi época de colegial?”, me pregunté.

Y como el autor de estas líneas ya ha llegado a una edad en la que los recuerdos se han convertido en uno de los pocos placeres de la vida, decidí dejarla aparte para echarle un vistazo y satisfacer mi curiosidad cuando terminara con mis obligaciones.

Por fin, ya de noche, me senté trabajosamente en mi vieja butaca, permitiendo que mis cansados ojos se acostumbrasen a la luz de la vieja lámpara que reposaba sobre la también vieja mesita; me arropé las rodillas con una manta, y me dispuse a desenterrar aquel secreto tan cuidadosamente guardado bajo las capas del polvo y los años.

No tenía ni idea de lo que encontraría, y casi estaba emocionado ante el misterio.

—Un misterio… —susurré para mis adentros, riendo por lo bajo—. A estas alturas de la vida un misterio, doctor Watson... ¿Quién te lo iba a decir?

Me aclaré la garganta y deshice con paciencia los nudos del cordel.

Aunque mi pulso se mantenía firme a pesar de la edad, noté cómo me temblaban ligeramente los dedos al desempaquetar aquel tesoro que, por el simple hecho de haber superado la barrera del tiempo, parecía digno del Museo Británico.

Por fin, conseguí retirar todo el cordelillo y procedí a levantar la tapa de la caja. Al hacerlo, un intenso olor a humedad salió de su interior y, por un momento, temí que el contenido se hubiese estropeado demasiado; sin embargo, cuando pude verlo, comprobé con alivio que todavía estaba en unas condiciones aceptables. Incluso podía leerse algo sobre la cubierta de lo que parecía un cuaderno.

Tuve que colocar la lamparita en el extremo de la mesa, justo al lado de la butaca, y ponerme los anteojos para poder distinguir las letras. Sin duda, se trataba de mi caligrafía de niño.

—Vaya… —me dije, divertido—. Parece que hemos dado con una colección de diarios o algo así. Veamos. —A continuación, cogí el primero de los cuadernos, me lo acerqué un poco más a los ojos y leí en voz alta y majestuosa—: “Weirdo y John en: El misterio de los niños desaparecidos. Por John H. Watson.”

Inmediatamente un escalofrío me recorrió la espalda, sentí que se me erizaba el vello de la nuca y que mi pulso se aceleraba.

¿Qué era aquello?

Me detuve un instante y miré a la pared de enfrente, sin ver nada en concreto, con los ojos encogidos, queriendo atisbar a través del tiempo, a través de mi memoria.

Weirdo... Aquel nombre me resultaba familiar, pero no conseguía saber por qué; como cuando intentas recordar una melodía y no lo consigues.

Sabía que significaba algo, que había significado algo importante. Pero ¿qué?

—Doctor Watson —me dije en voz alta, riéndome de mí mismo—: tienes la respuesta delante de tus narices. Haz el favor de empezar a leer.

Y así lo hice. Solo que no me limité a empezar porque, una vez hube leído los primeros párrafos, la historia me cautivó sin remedio y me vi sumido en una espiral de emociones tan intensas, tan increíblemente arrebatadoras, que no pude parar.

Apenas consciente de la realidad presente, pasaba las páginas una tras otra, devorando sus líneas con un entusiasmo febril.

Las emociones eran tan intensas, que en más de una ocasión me sorprendí a mí mismo conteniendo la respiración ante los peligros narrados en los relatos, o bien sonriendo ampliamente al leer las ocurrencias de Weirdo, e incluso enjugándome alguna que otra lágrima de añoranza.

A medida que los recuerdos se agolpaban en mi memoria, cada vez me parecía más increíble que hubiera olvidado semejantes aventuras y, sobre todo, a aquel joven tan peculiar que habría de acompañarme en las que fueron algunas de las mejores temporadas de mi niñez.

Hasta que llegué al final del último de los manuscritos, donde…

—Dios mío, es cierto. Se tuvo que ir y jamás volví a saber de él. No lo recordaba...

En ese instante comprendí el motivo por el que había olvidado aquella etapa de mi vida.

Recordé el dolor de perder a mi mejor amigo.

Recordé que, movido por la rabia de la pérdida, escondí los cuadernos en aquella caja.

Y rememoré también el vacío que me dejó, un vacío que no volvería a llenar ninguna otra amistad hasta que, muchos años después, siendo ya adulto, conocí a...

—¡Sherlock Holmes! —exclamé de repente, dejando caer el cuaderno al suelo—. ¿Será posible que...?

La idea me tuvo ensimismado un buen rato.

¿Podría ser que los dos mayores amigos que he llegado a tener en mi vida hubieran sido, en realidad, la misma persona? Su aspecto físico, su mirada, su peculiar comportamiento, su inteligencia... ¡Todo coincidía, excepto el nombre!

No sé cuánto rato estuve allí, sentado en mi butaca, pensándolo, repasando los escritos en busca de detalles que confirmasen mi teoría hasta que, de pronto, me di cuenta de que estaba empezando a amanecer y que, sin embargo, no tenía sueño.

Todo aquello me había trastornado como ninguna otra cosa lo había hecho desde que corriera mis últimas aventuras junto al famoso detective. ¡Y qué maravillosamente bien me estaba sentando aquel trastorno!

—Esto no puede caer en el olvido —murmuré, dirigiéndome a mi escritorio con más agilidad y ánimos de los que había sentido desde hacía años—. John Hamish Watson, ahora mismo vas a reescribir estas historias para que quede constancia de ellas, antes de que la humedad y las polillas las destruyan por completo.

Así que, aquí os las presento, copiadas casi literalmente de los cuadernos de mi niñez, salvo algunas correcciones de los errores que un niño puede cometer al escribir, y con la esperanza de que todos vosotros disfrutéis tanto leyéndolas, como yo al escribirlas.