Por un instante, llegué a pensar que tal vez hubiera sido mejor que el policía me hubiera atrapado.
Al comprobar que la señorita Mary ya no estaba en el banco y que se había dejado allí los dos libros, me la imaginé, sofocada, gritando angustiadísima, e intentando correr a toda prisa, hecha un mar de lágrimas por haberme perdido.
No quería ni pensar en el drama que se podía desencadenar si...
“¡Dios mío!”, pensé, “¡Tengo que llegar a casa antes que ella o no sé lo que puede suceder!”.
Cogí los libros y salí corriendo de nuevo como alma que lleva el diablo, escrutando todas las calles que atravesaba por si la veía, pero no fue así.
Finalmente, llegué a casa sudado, sucio, despeinado, con la ropa descolocada, sin gorra y, sorprendentemente, contento.
Ni yo mismo entendía por qué, pero ya no estaba en absoluto preocupado ni asustado por el castigo que con toda seguridad me iba a caer. Lo único que en aquel momento me importaba era que me había sentido libre durante unos minutos. ¡Libre!
Desde luego, a pesar de mi euforia, todo había sido un desastre, según me explicaron más tarde.
La señorita Mary había llegado a casa con un terrible sofoco, y se había desmayado al enterarse de que yo no estaba allí. El mozo de los recados había corrido al hospital para avisar a mi padre de mi desaparición, y él, a su vez, había alertado a la policía después de abandonar el quirófano, en medio de una intervención, para ir a buscarme.
Cuando llegué a casa, mi padre todavía no había regresado y la señorita Mary, recuperada parcialmente de su desmayo, ordenó a la doncella que me preparase de inmediato un baño para que, al menos, cuando él llegara no me viese en aquel estado lamentable. Mientras tanto, Peter, el mayordomo, salió corriendo a buscarle y a dar parte a la policía de que yo ya había aparecido.
Durante el baño, me asaltó de nuevo la preocupación por las consecuencias que podría tener mi comportamiento. Aunque, pensándolo bien, a estas alturas tampoco tenía nada que perder.
Ya había perdido la libertad. Y a mi madre. ¿Qué más podía pasar?
Terminé de bañarme y subí a mi dormitorio. Abrí la puerta, entré y cerré de nuevo, pero no fui a sentarme ni a meterme en la cama. Me quedé allí plantado, contemplando los lujosos muebles, las paredes empapeladas a la moda, las mullidas alfombras que cubrían el suelo, la chimenea y las modernas luces de gas que Peter había encendido mientras yo me bañaba…
Tenía todas las comodidades que se podrían desear, al igual que el resto de la casa. Pero no era mi habitación. No era mi casa.
Recordé mi antigua habitación, la verdadera, la de la casa del campo, tan sencilla y acogedora a la vez, donde solíamos pasar mi madre y yo las tardes de invierno, jugando a los soldaditos de plomo, a las cartas o al ajedrez, mientras mi padre pasaba la mayor parte del día visitando a los enfermos en el consultorio o en sus domicilios.
Una lágrima se me escapó. La sequé con el puño del pijama y sorbí los mocos. No quería llorar. Me había comprometido conmigo mismo y ante Jane a seguir adelante y apoyar a mi padre.
Jane era mi anterior aya. Se había encargado de cuidarme y de la casa desde que mi madre falleció hasta que nos tuvimos que mudar a Londres.
Cuando a mi padre le ofrecieron una plaza de médico en el Hospital de St. Bartholomew, y me anunció que nos iríamos a vivir a la ciudad, me sentí desesperado y, en el momento de marchar, Jane me dio los ánimos que necesitaba.
—Escúchame atentamente, John —me dijo en la penumbra de la habitación, con todos los muebles cubiertos por sábanas, como si fuesen los fantasmas de mi pasado—. ¿Recuerdas cuando sacaste tú solo al hijo pequeño de los Smith de aquel pozo? Fuiste tú el que logró encontrarle. Cuando ya todos lo daban por perdido después de dos días de búsqueda, tú continuaste y, después, cuando nadie se atrevía a bajar allí por miedo a los desprendimientos, tú lo hiciste. No lo dudaste ni un solo instante. Ese niño te debe la vida, John, y su familia, la felicidad de que volviese con ellos
Yo asentí, todavía lloroso y cabizbajo. Ella me levantó la cabeza y me miró fijamente a los ojos antes de continuar.
—Y ¿sabes por qué? —Negué con la cabeza y me encogí de hombros—. Porque eres un chico muy especial: inteligente, sensible, generoso, valiente, fuerte... Tu madre, con todas las horas que pasó contigo, te enseñó a ser así, a no rendirte y a ayudar a los demás. Ella no habría querido que ahora estuvieses de esta manera; ella habría querido que apoyaras a tu padre. Él es bueno, y te quiere, aunque necesita tiempo para aprender a acercarse a ti. ¿Lo comprendes? ¿Le vas a apoyar?
Volví a asentir, algo más tranquilo. Ella sonrió.
—Y ya verás —prosiguió—: la gran ciudad acabará gustándote también. Piensa que allí hay gente de todo tipo, personas muy interesantes que también te harán crecer, y de las que podrás aprender. Ve a Londres, John; haz nuevos amigos con quienes pasarlo bien. Es lo que habría querido tu madre.
El ruido de un carruaje deteniéndose delante de la puerta de la casa me sacó de mi ensimismamiento y me devolvió al presente.
—Padre —murmuré, con un nudo en la garganta.
Corrí hasta la ventana y miré a la calle.
En efecto, era él. Le vi bajar del carruaje, sin sombrero ni pañuelo en el cuello, lo cual indicaba que se había vestido a toda prisa y, aunque no conseguí verle la cara desde allí, por su manera de andar me di cuenta de que estaba exhausto. Me acerqué a la puerta de la habitación y escuché sus susurros y los del mayordomo, sin entender lo que decían.
Al cabo de pocos segundos, Peter me avisó de que debía presentarme de inmediato en el despacho de mi padre.
Tenía claro que él iba a ser muy severo conmigo, pero también que quería explicarle lo que había sucedido e intentar que me comprendiera.
Caminé por el pasillo, en pijama y con el cabello todavía húmedo, y bajé despacio las escaleras que conducían a la planta baja.
La puerta del despacho estaba entornada y, por la rendija que quedaba, vi a mi padre de espaldas poniéndose el batín. Lucy, la doncella, salió llevando consigo, para recogerlos, el abrigo y la bata blanca, que todavía lucía en el bolsillo el nombre “Dr. H. Watson” bordado por mi madre.
La joven me miró con cara de circunstancia. “Mala señal”, pensé, y seguí aproximándome despacio al estudio, preguntándome a mí mismo cómo enfocar el tema para que mi padre me comprendiera.
Llamé a la puerta.
—Adelante —dijo con calma, aunque secamente.
Entré y cerré. Me gustaba el olor de aquella habitación, a libros y medicamentos. Sin embargo, en ese momento solo me pude fijar en su rostro descompuesto; estaba pálido, tenía unas marcadas ojeras y los ojos ligeramente enrojecidos. Su mirada, que poco después de llegar a Londres había recuperado parte de la vitalidad perdida al fallecer mi madre, era la de un hombre agotado y preocupado.
—Siéntate, John —dijo, mirándome desde la butaca de detrás de su escritorio, a la vez que me señalaba una de las sillas que había delante, donde solían sentarse los pacientes que atendía en casa.
Yo obedecí. Él entrelazó los dedos sobre el escritorio, se inclinó hacia adelante, y empezó a hablar con voz suave, aunque severa, mirándose las manos.
—Cuando murió tu madre, que en paz descanse, sentí una pena infinita y dejó en mi interior un vacío enorme. Pero no solo eso; también me dejó una gran preocupación —Levantó la mirada y clavó sus ojos castaños en los míos—: tú, John —Hizo una pausa y tomó aire—. Siempre he pensado que eres un buen chico, a pesar de tu conducta impulsiva. Sin embargo, ya no estamos en el campo. Allí podía permitirte ciertos comportamientos; podía, incluso, tolerar que pasaras demasiadas horas jugando, en lugar de aprender cosas de provecho.
Abrí la boca para explicarme, pero la dureza en su tono de voz y su mirada me hizo comprender que interrumpirle sería peor.
—No obstante —continuaba él, sin percibir en apariencia mi intento frustrado de intervención—, las cosas han cambiado. Debes aprender a ser un hombre; no puedes andar por ahí jugando por las calles, ni pasar las horas dejando volar tu imaginación... He visto tus dibujos y las historias que escribes; son demasiado imaginativas, inapropiadas para un caballero, que es en lo que debes convertirte.
Hizo una pausa y se levantó de la butaca; dio unos pasos por la habitación, pensativo, y volvió a mirarme con el ceño fruncido.
—La decisión está tomada —dijo—. El mes que viene ingresarás en uno de los internados más prestigiosos de Inglaterra. Allí aprenderás todo lo que un caballero debe saber y, hasta que llegue ese momento, tu profesor no solo vendrá por las mañanas, como hasta ahora, sino también todas las tardes.
—Papá, por fa…
—¡Silencio, John! Aún no he terminado —Tomó aire y me miró con una expresión de dolor que no había visto nunca antes en sus ojos—. Como castigo a tus faltas de hoy, permanecerás sin salir a la calle, y te serán retirados tus cuadernos de dibujo y de escritura libre. Podrás salir al jardín de casa a tomar el aire, y también podrás leer y dedicarte a otras actividades intelectuales y académicas en tus ratos de ocio.
Hice ademán de decir algo; seguía queriendo que me comprendiese, que alguien, que mi propio padre, me entendiera. Pero él me cortó sin contemplaciones.
—He dicho que la decisión está tomada, John —dijo, levantando apenas la voz, y perdiendo parte de la calma que había conservado hasta el momento—. Es lo mejor para ti. Ahora, vete a la cama.
No cabía réplica alguna. Vi claramente en sus ojos que no podría convencerle de ninguna manera, que sería incluso peor intentar establecer cualquier tipo de diálogo, así que agaché la cabeza, me levanté de la silla, murmuré un lacónico “sí, padre”, y me dirigí a la puerta del despacho. Cuando la estaba cerrando, todavía alcancé a verle por una rendija, y no sabría decir si fue solo una impresión mía o si realmente, en aquel momento, su expresión era de profunda tristeza.
Una vez en mi habitación, me senté en el borde de la cama, y las palabras que había pronunciado mi padre hacía unos instantes cayeron sobre mí como una losa. ¡No podría volver a salir a la calle, ni dibujar, ni escribir!
Había estado tan preocupado por intentar explicarle las cosas, que no me había dado cuenta de ello hasta el momento.
Corrí al escritorio y lo abrí. ¡Mis cuadernos ya no estaban!