Weirdo

 

 

—¡No puede ser! ¡No! —murmuré entre dientes para contener la voz, a la vez que golpeaba la mesa de pura impotencia y rabia.

Era evidente que mi padre se había encargado de que alguien del servicio se llevara mis cuadernos, mientras yo estaba en su despacho.

“Tengo que hacer algo para recuperarlos”, me dije, y justo entonces sentí una presencia extraña a mi espalda. Me quedé inmóvil un instante.

Era la segunda vez en el mismo día que tenía la sensación de ser observado de cerca. La primera había sido en el parque, al descubrir a aquel muchacho espiándome, al que después perseguí.

Me di la vuelta y casi grité del susto al ver que, en efecto, había alguien de pie apenas a un metro y medio de de donde yo me hallaba, mirándome en silencio con sus grandes y expresivos ojos.

Reconocí al instante al pequeño espía del parque, con su abrigo raído, su bufanda sucia, su gorra roñosa, de la que sobresalía el cabello ondulado y demasiado largo, y sus holgados zapatos.

Ahora pude observar, además, que el resto de su ropa estaba igualmente falta de un buen lavado y remendada en varios puntos, y que sus marcadas ojeras, su piel pálida y su delgadez le conferían un aspecto ligeramente enfermizo, en contraste con la energía que desprendía su mirada.

—¡Dios mío! —exclamé, sin dar crédito a lo que veía—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?

—He pensado que tal vez necesitarías esto —contestó sin inmutarse, y me mostró un paquete que había sujetado tras su espalda hasta ese momento.

Cogí el pequeño envoltorio de papel de periódico y lo deshice.

—¡Son mis cuadernos!

—Los he recuperado de la basura hace cinco minutos —repuso con absoluta naturalidad, como si estuviese hablando del tiempo—. Si los guardas bien, no se enterarán de que los vuelves a tener.

No daba crédito a mis sentidos. De pronto, había un niño en mi habitación; un niño al que no conocía de nada, que se había colado allí y me estaba devolviendo los cuadernos que me habían arrebatado como castigo, precisamente, por perseguirle.

—¿Quién er...? —intenté preguntar, fascinado.

—¿Quién soy? —me interrumpió, con voz decidida, mientras empezaba a deambular por el cuarto—. Eso no tiene importancia; puedes llamarme Weirdo. Lo que sí es importante es por qué estoy aquí. Tendrías que haber preguntado eso.

Se detuvo ante mí, expectante.

—Hmmm... Está bien —balbuceé, todavía preso del asombro—. ¿Por qué estás aquí?

—Estoy investigando una serie de delitos a los que nadie ha prestado la más mínima atención. La policía no quiere saber nada de ellos, y yo estoy seguro de que puedo desvelarlos. Pero... —titubeó un instante, como si le costase decir lo que venía a continuación—. Pero necesito un ayudante —soltó, al fin, mirando al techo.

—¿Qué? —Yo no entendía nada.

Él se me acercó, clavó su penetrante mirada sobre mis ojos y susurró:

—John Harry Watson, te he observado; sé que puedo confiar en ti, y también que eres inquieto, fuerte, valiente y... que necesitas desesperadamente vivir una aventura. Además, tu padre es médico en el hospital. Eres justo la persona que necesito.

—Un momento —le dije, empezando a salir de mi aturdimiento—. ¿Cómo sabes todo eso?

—Elemental —continuó, volviendo a su tono despreocupado y a caminar por la habitación—. Hace unas semanas viniste a vivir a la ciudad, procedente de algún pueblo o zona rural, a juzgar por tus ropas y el color de tu piel los primeros días que fuiste al parque.

» Tu padre sale cada mañana de casa con el maletín propio de los médicos; tiene la piel de las manos muy deteriorada, en ocasiones manchada de nitrato de plata, y se dirige al hospital, donde pasa todo el día.

» Tú siempre sales de paseo con el aya, nunca con tus padres, ni si quiera los domingos; esto, junto a la expresión melancólica que tenéis los dos, me hace pensar que tu madre debió de morir hace poco.

» Además, está la palidez y las ojeras que últimamente se han apoderado de tu rostro. Al principio pensé que tal vez estuvieras enfermo, pero, al ver que, en realidad, no leías tu libro en el parque y mirabas con avidez a los otros chicos que jugaban, no tardé en darme cuenta de que estás viviendo una pesadilla, de que te sientes prisionero en esta pequeña mansión, cuando estabas acostumbrado a pasar gran parte del día libremente en el campo.

» Por último, solo con ver tu comportamiento de esta tarde, ayudando al chico desvalido que cayó al estanque, y persiguiéndome a mí después, los rasgos de tu personalidad resultan evidentes.

Cuando acabó su perorata, se detuvo delante de mí y me miró satisfecho, como si esperase que le aplaudiera por su habilidad deductiva.

—¡Sorprendente! —Me oí decir a mí mismo, mientras él sonreía con satisfacción.

A pesar de la impertinencia y descaro con que había dado toda su explicación, no pude evitar sentir una gran admiración por aquel niño, más pequeño que yo, pero con una inteligencia muy superior a la de cualquiera que hubiese conocido hasta el momento.

La seguridad en sí mismo y la energía que irradiaba habrían sido motivos suficientes para arrastrar a cualquiera a seguirle hasta el infierno y, además, había dado en el clavo conmigo: yo necesitaba desesperadamente salir del entierro en vida al que estaba sometido.

Por supuesto, su petición entrañaba un riesgo y no tenía ni idea de qué diablos podría suceder, aunque, por algún motivo desconocido, supe en aquel mismo instante que podía confiar en él. Y no sólo podía, sino que quería.

—¡Hecho! —contesté de inmediato, al escucharle—. Seré tu ayudante.

—Perfecto.

Sonrió de nuevo con satisfacción y alargó su mano. Yo hice lo mismo y nos las estrechamos efusivamente.

—Bien, ahora debo irme. No puedo entretenerme más aquí esta noche. Mañana volveré a la misma hora que hoy, así que procura no dormirte. Entraré por la ventana de la despensa, que es menos arriesgado, y subiré aquí cuando todo el mundo esté dormido.

Se dirigió a la puerta de mi habitación y, justo antes de que la abriera, le dije:

—Por cierto, no es Harry, sino Hamish; me llamo John Hamish Watson.

—Oh, vaya. Pensé que la H sería de Harry —contestó con una sonrisa torcida. Y, guiñando un ojo, salió como una exhalación.

Yo me asomé al pasillo y le vi marchar, silencioso y ágil como un gato. Luego volví a mi habitación y miré por la ventana. Entonces, mientras veía su sombra escabullirse por la calle, supe que aquello era el principio de una gran amistad.