El día siguiente transcurrió más o menos como el anterior: fingiéndome enfermo para poder dormir. De momento, el engaño funcionaba, aunque sabía perfectamente que no lo podría alargar muchos días más.
Ya de noche, cuando todo el mundo se durmió, volví a ponerme la ropa vieja, cogí mi maletín, el material necesario del despacho, un paquete con arroz, y algo de comida para compartir con Weirdo. Después, amarré el hatillo con una cuerda, que sujeté también a mi muñeca por el otro extremo, y salí por el ventanuco de la despensa, mientras me preguntaba qué habría sido de mi amigo durante el día. ¿Habría conseguido comida? ¿Habría dormido? ¿Y la niña? ¿La habría podido cuidar? ¿Habría sobrevivido?
Distraído con aquellos pensamientos, caí de bruces al suelo, aunque un poco mejor que la noche anterior. Tiré de la cuerda para recuperar mis cosas y, cuando estaba sacudiéndome la ropa, una voz me sorprendió:
—Si haces un poco más de ruido, tal vez consigas que acudan todos los guardias de la zona.
—¡Weirdo! ¡Qué susto me has dado! Un momento, ¿qué haces aquí? No era necesario que vinieras.
—Nuestra enferma está mucho mejor, así que me he atrevido a dejarla sola para venir a buscarte. Felicidades, doctor John Hamish Watson —dijo remarcando la palabra doctor, y alargó su mano para estrechármela, mientras me miraba con su sonrisa sincera—: has curado a tu primera paciente.
Me costó darme cuenta de lo que realmente estaba escuchando y, cuando por fin sus palabras cobraron sentido en mi cerebro, no pude contener la emoción y abracé a mi joven compañero.
—¿De verdad? —exclamé casi levantando la voz—. ¿Ya está mejor? ¿Está consciente? ¿Ha podido comer?
—Eh, tranquilo, no hables tan alto... Vámonos y te lo explicaré todo por el camino.
El recorrido fue más lento que la noche anterior, ya que el carruaje que tomamos se detuvo mucho antes de llegar al East End, y tuvimos que esperar a que pasara otro. Sin embargo, se me hizo corto, extasiado como estuve todo el rato con el entusiasmo de haber salvado una vida. Creo que fue en aquel momento de mi existencia cuando decidí que estudiaría medicina...
Mientras caminábamos o esperábamos a los coches, Weirdo me fue explicando todo lo sucedido durante ese día y los anteriores.
Kathy, así se llamaba nuestra pequeña paciente, había recuperado la consciencia a media tarde, después de que su eficiente enfermero le estuviera dando pequeñas dosis de agua de arroz cada poco rato, tal como yo le había señalado; todavía tenía fiebre, se encontraba muy débil y seguía durmiendo la mayor parte del tiempo, pero había logrado articular unas pocas palabras y responder preguntas sencillas, como su nombre y que no tenía familia.
—Pero Weirdo, no entiendo todavía de qué va todo esto... Me dijiste que ella era una de las víctimas, pero ¿de qué son víctimas, y qué es...?
—Está bien; escucha —me interrumpió—: desde hace unos meses están desapareciendo niños huérfanos que viven en las calles y que conozco de verlos por el barrio. En total, han desaparecido cinco, más o menos uno cada mes.
—¿No podría ser que se hayan ido a vivir a otro sitio?
—Al principio yo también creí que sería eso, porque estos chicos no están durante demasiado tiempo en el mismo sitio: siempre se mueven por la ciudad o, incluso, se marchan a otras poblaciones. Sin embargo, después de tres desapariciones seguidas sin que avisaran a ninguno de los demás, la cosa empezó a parecerme rara.
—Podrías haber ido a la policía y…
—¡Fui a la policía! —dijo, indignado—. Y les expliqué todo: mis observaciones, mis deducciones… Pero, como son niños sin familia y nadie los había reclamado, no les importó lo más mínimo y me echaron de allí a patadas, así que empecé a buscarlos por mi cuenta, aunque sin éxito.
—¿Los buscabas tú solo?
—No, yo solo no habría acabado nunca; otros chicos de las calles me ayudaron. —Hizo una pequeña pausa y luego continuó con aire misterioso—. De todas maneras, lo que realmente me alarmó y me hizo ver que el caso podía llegar a tener consecuencias graves, fue encontrar a Kathy en ese estado lamentable.
—Entiendo...
—John, creo que estamos ante algo muy peliagudo. Cuando Kathy despertó la primera vez, estaba aterrorizada. No podía moverse, pero parecía querer huir de algo con todas sus fuerzas. Me costó tranquilizarla y que entendiese que ya estaba a salvo y, cuando quise que me explicara lo que le había sucedido, no fue capaz de contestar a causa del pánico.
—Pobrecilla… ¿Y qué hiciste?
—Le insistí para que hablase, pero al cabo de unos segundos volvió a dormirse sin remedio, agotada. Por eso tenemos que conseguir que mejore rápidamente, para que nos explique lo que le ha pasado.
—Espera, espera... ¿Has dicho que hay que conseguir que se ponga bien para que nos explique lo sucedido?
—Sí, eso he dicho, claro.
—Vamos a ver, Weirdo, que se recupere es un fin, no un medio; lo importante es que vuelva a vivir con normalidad, no que nos explique lo que sea.
—Te equivocas, John. Lo importante es que nos diga todo lo que sabe para que podamos evitar...
—¿Cómo puedes estar hablando tan fríamente? —le interrumpí—. ¿Es que no te importa su sufrimiento? Tal vez ni siquiera tenga ganas de explicar nada en semanas. No podemos forzarla ni utilizarla como si solo fuera una fuente de información, Weirdo. ¡Es una persona, no una... prueba judicial!
—¿Qué? —Su rostro expresaba que no entendía nada de lo que yo decía—. Pero ¿qué más da? El caso es que se tiene que poner bien, ¿no?, y que es vital que nos dé toda la información posible para evitar que otros niños desaparezcan y, tal vez, mueran. Compadecerla no va a servir de nada, John.
—No la compadezco, solo me preocupo por ella y la trato como a una persona.
—¡Sí la compadeces, y eso es un error! —De pronto, su mirada se volvió triste y su voz distante—. Es un error dejarse llevar por los sentimientos: interfieren en el razonamiento y...
Se calló y giró la cabeza para que no le viese la cara. Era evidente que lo que había querido decir a continuación le resultaba demasiado duro para pronunciarlo en voz alta.
—¿Y qué, Weirdo? —pregunté, con suavidad, dándome cuenta de que algo le hería profundamente.
Me miró otra vez. Tenía los ojos brillantes y enrojecidos, como si hubiese estado a punto de llorar, pero su expresión era dura.
—Y nada —contestó secamente y entre dientes.
En aquel momento, oímos a lo lejos el sonido del segundo carruaje que íbamos a tomar aquella noche, y el resto del camino lo hicimos en silencio.
Cuando llegamos al refugio de Weirdo y vimos a Kathy, pronto dejamos de lado nuestra discusión de hacía unos minutos.
Al oírnos entrar, la niña abrió los ojos y levantó la cabeza. Su aspecto había mejorado mucho.
—Tranquila, Kathy, soy yo —dijo mi amigo con voz dulce.
Cuando ya estuvimos agachados al lado de la cama, le colocó la manta con cuidado y, mientras le retiraba con delicadeza un mechón de pelo de la cara, me presentó—. Este es John, mi... amigo; él es quien te ha curado.
Me llamó la atención la manera en que Weirdo dijo que yo era su amigo, igual que cuando había reconocido, dos noches antes, que necesitaba un ayudante, y también como cuando me había dado las gracias de madrugada, antes de marcharme: como si le costase.
—Hola Kathy —saludé—. Weirdo te ha cuidado muy bien.
—Hola... —dijo ella, con voz débil y haciendo un leve gesto con la mano. Pareció que iba a añadir algo, pero yo le puse un dedo en la boca, y le empujé suavemente la cabeza para que la volviera a apoyar en el colchón.
—Debes descansar —le dije—. Nosotros cuidaremos de ti.
Mi amigo ya estaba cogiendo el agua de arroz y el cuentagotas para seguir dándole de beber, como había hecho durante el día.
En ese momento, me di cuenta de que su aspecto, el de Weirdo, había empeorado en las últimas horas. Estaba más pálido, con los ojos hundidos y enrojecidos, pero no por un llanto inminente, como en la calle hacía unos minutos, sino por una gran falta de sueño; incluso, parecía que hubiera adelgazado, si es que eso era posible, pues su delgadez era ya extrema el primer día que le vi.
—Estás agotado, Weirdo —le dije—. ¿Has dormido y comido hoy?
—Estoy bien —contestó, sin mirarme.
Entonces, recordé que le había llevado comida y saqué un pequeño paquete de mi hatillo.
—Toma, te he traído esto.
Él me miró con una mezcla de incredulidad, agradecimiento contenido y... ¿ofensa? ¿Era posible que se sintiese ofendido porque alguien le ayudara? Sí, me temí que Weirdo, el arrogante y autosufiente niño detective, podía muy bien sentirse así.
Reí para mis adentros mientras abría el paquete y se lo ofrecía.
—Venga, cógelo ya; ¡si estás hambriento!
Finalmente, la necesidad pudo más que el orgullo, y se lanzó como una pequeña fiera sobre el pan con carne cocida y la manzana que le ofrecí.
Le contemplé unos segundos mientras engullía casi sin respirar y, después, cogí yo mismo el agua de arroz para dársela a la pequeña Kathy con el cuentagotas.
—Veo que te la tomas muy bien —le dije—. ¿Te apetece comer alguna otra cosa? He traído un poco más de pan con carne y otra manzana.
Los ojos se le abrieron como platos al oír la palabra carne, y susurró:
—Sí, sí, por favor.
Así que tosté un poco el pan en el brasero y se lo fui dando a miguitas con la carne desmenuzada. Ella se lo comía despacio, pero a gusto y con buen apetito.
—Mira, Weirdo, es buena señal que coma tan bien — comenté, sin apartar la vista de la niña; pero él no contestó—. ¿Weirdo?
Entonces, le miré.
—Conque te encontrabas bien, ¿eh? —susurré para mis adentros, al ver que se había quedado dormido al lado del papel que había contenido la comida—. Cabezota.
Me levanté y le arropé con su propio abrigo, que se había quitado al entrar en la habitación y, cuando volví al lado de Kathy, resultó que ella también se había quedado dormida como un tronco.
De pronto, allí, solo ante aquellas dos criaturas, me gustó la idea de cuidarles, la sensación de resultar útil, de tener alguien de quien ocuparme y a quien ayudar. Sonreí, y pensé que lo mejor sería ir a buscar más agua limpia a la fuente para pasar el resto de la noche, así que dejé una nota escrita a Weirdo en el papel de la comida, cogí la llave de su bolsillo, con cuidado de no despertarle, y salí con el cubo en la mano.
Ya en la calle, tuve que dar unas cuantas vueltas hasta encontrar la fuente.
Aquel barrio era lo más tenebroso y tétrico que había visto en toda mi vida. Los callejones, estrechos, apenas iluminados por la luz de la luna entre la niebla, estaban sucios y olían mal. Todo eran edificios medio ruinosos, de cuyas ventanas colgaban ropas andrajosas puestas a secar, y regueros de líquido maloliente recorrían el deteriorado pavimento, en ocasiones inexistente.
En dos momentos escuché voces apagadas, como si hubiese un pequeño grupo de hombres escondidos tras alguna esquina, hablando quedamente para no ser oídos y, he de confesarlo, en esos instantes tuve miedo y cambié de trayectoria para alejarme de ellos.
Sin embargo, mi excursión nocturna terminó sin incidencias, y pude llegar de nuevo al refugio de mi amigo con el cubo lleno de agua.
Cuando llegué, los dos continuaban durmiendo como troncos. Después de comprobar que Kathy todavía tenía algo de fiebre, y de colocarle un paño húmedo en la frente, empecé a deambular por la habitación. Descubrí entonces que había un infiernillo y una caja de cerillas en un rincón.
—Perfecto —murmuré, y lo encendí para calentar agua y hervir el arroz.
Luego, me senté al lado del brasero y me dispuse a esperar mientras mis pensamientos se sucedían sin rumbo unos tras otros, y mi vista vagaba a la deriva por la habitación.
En un momento dado me quedé mirando a Weirdo; pensé en cómo se comportaba siempre, de aquella manera tan distante y arrogante, como si quisiera negar a toda costa la existencia de sus propias emociones y su necesidad de estar con otras personas.
¿Qué le había sucedido? ¿Por qué quería aparentar tanta frialdad?
Yo intuía que, en realidad, era una persona muy sensible, pero que algo le había herido tan profundamente en el pasado, que ahora pretendía evitar el sufrimiento que le pudieran causar otras posibles decepciones, huyendo de sus propios sentimientos.
Recordé entonces cómo había tratado a Kathy cuando entramos en la habitación, con cariño, incluso con dulzura. Sí, decididamente, toda aquella frialdad no era más que una pesada máscara de sufrimiento, tras la que se ocultaba una persona excepcional, no solo por su inteligencia, sino por su gran corazón.
—¿Qué podría hacer yo para ayudarte a superar todo eso? —susurré en voz inaudible, mirando a mi nuevo amigo.
En ese momento, el agua empezó a hervir y removí un poco el contenido de la olla, como había visto hacer cientos de veces a mi madre en la cocina de nuestra antigua casa.
A continuación, me acerqué a Kathy y le toqué la frente. Todavía tenía fiebre, pero no alta. Le refresqué el paño y ella abrió los ojos.
—¿Por qué? —preguntó, de pronto, extrañada.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué me estáis cuidando?
Intentó incorporarse, pero seguía demasiado débil, a pesar de que sus mejillas habían cobrado algo de color.
—Todavía debes descansar. No hagas esfuerzos, yo te ayudaré. —La sujeté para que se pudiera recostar en la pared—. Te estamos cuidando porque Weirdo te encontró medio muerta en la calle, y queremos que te cures. Y, hablando de curar, voy a revisarte la herida.
Ella permaneció callada mientras le retiraba el vendaje y comprobaba que el tobillo había mejorado de aspecto.
—Nadie ayuda a nadie por nada —dijo, recelosa, cuando terminé de hacerle la cura.
—Kathy, nosotros queremos ayudarte para que te pongas bien. ¿Quieres más comida?
Ella cogió el pan y la carne con sus manos y empezó a mordisquearla, mirándome de reojo.
—¿Qué te pasó? ¿Recuerdas algo? —pregunté, como quien no quiere la cosa.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Bueno, Weirdo y yo queremos...
—Descubrir a los que están secuestrando niños como tú —me interrumpió de pronto la voz de mi amigo a mis espaldas—; queremos atraparlos y entregarlos a la policía.
—¡Weirdo, ya te has despertado! —comenté, mirándole—. Tienes mejor aspecto.
Él pareció no escucharme y continuó hablando, agachado al lado de Kathy.
—Tienes que explicarnos todo lo que te pasó, quiénes te secuestraron, qué te hicieron... —La emoción y la impaciencia se reflejaban en su rostro—. ¿Puedes decirnos algo del lugar en el que estabas?
—¿Lo ves? —dijo ella, mirándome con la boca torcida—. Nadie da nada a cambio de nada.
—Te hemos cuidado para que te pongas bien, no por interés —le contesté y, luego, miré a Weirdo con cierto reproche—. Si puedes recordar algo, mejor y, si no, no pasa nada; te seguiremos cuidando igual.
Mi compañero se le acercó, haciendo caso omiso de lo que yo estaba diciendo, y continuó:
—Kathy, tienes que explicárnoslo todo. ¿No entiendes que así conseguiremos que dejen de secuestrar a otros niños como tú?
—¿Y a mí qué me importa? Mañana mismo me voy a ir de esta ciudad y a mí ya no me encontrarán —contestó ella con frialdad y desprecio, con la dura mirada de quien ha sufrido una vida extremadamente difícil—. Lo que les pase a los demás no es problema mío.
Weirdo se levantó, malhumorado por la repentina obstinación de la niña, y golpeó la pared con un puño. Ella se sobresaltó ligeramente, pero fingió no importarle y continuó comiendo, con la mirada baja.
—Un momento —intervine, suavizando la voz, al ver que la cosa iba de mal en peor—. Kathy, ¿qué es lo que pasa? ¿De qué tienes miedo?
Ella levantó la cara y me miró. Su aparente dureza de hacía unos segundos se desvaneció, y una lágrima empezó a recorrer su sucia mejilla. Parecía querer hablar, pero no podía debido a sus desesperados y vanos intentos por contener el llanto.
—Está bien, está bien. —Dudé un momento y la abracé con cuidado, temiendo que se soltase, pero no fue así—. Tranquila...
De repente, y cogiéndome por sorpresa, la chiquilla también me abrazó con fuerza y liberó su llanto. Permanecimos abrazados unos minutos, mientras sollozaba desconsoladamente.
Vi por encima de su hombro cómo Weirdo nos miraba, extrañado, y empezaba a pasearse a grandes zancadas por la habitación.
Por fin, los espasmos de la niña fueron cediendo y se soltó de mis brazos poco a poco.
—Es cierto, me secuestraron —dijo, todavía con la voz tomada por el llanto, contemplándose las manos con mirada ausente.
Weirdo se detuvo y se apoyó en un rincón, dispuesto a no perderse detalle del relato.
—Una tarde salí a buscar agua —prosiguió ella—. Ya había oscurecido y no se veía casi nada porque no había luna. Fui caminando hacia la fuente y, de pronto, noté que alguien me cogía en brazos desde atrás y me tapaba la boca con un trapo. Recuerdo un olor fuerte y después creo que me dormí o me desmayé.
Entonces, se calló como si no quisiera o no pudiera continuar.
Weirdo hizo un gesto para empezar a hablar, pero yo le miré fijamente, haciendo un leve movimiento con la cabeza para que se quedara como estaba: callado y quieto.
Ella me miró. En aquel momento entendí lo que había dicho mi amigo mientras esperábamos el segundo coche: tenía el terror dibujado en la cara.
—Kathy —susurré, cogiéndole la mano con delicadeza—, hablar te ayudará a superarlo, pero, si quieres descansar, puedes hacerlo. Nosotros estamos aquí para cuidarte, y te vamos a proteger a toda costa, así que tómate el tiempo que necesites.
Vi cómo Weirdo echaba la cabeza hacia atrás y ponía cara de impaciencia y exasperación.
—No —contestó ella, volviéndose hacia donde estaba él—. Tenéis razón. Hay que atrapar a esos asesinos. Os explicaré todo lo que recuerdo y os ayudaré en lo que pueda. Tienen que pagarlo caro.
—De acuerdo —Miré a mi compañero y levanté una ceja con un leve gesto de arrogancia, procurando que no se me notase demasiado el entusiasmo del triunfo en la voz—; así se habla. Somos todo oídos.
Ella se volvió a recostar en la pared y bebió un poco de agua que le ofrecí. Por su parte, Weirdo puso cara de fastidio porque él no había sido capaz de que Kathy hablase y yo sí, pero enseguida se acercó a la cama y se dispuso a escuchar, mirando a la niña con aquellos ojos inteligentes que absorbían todo detalle de cuanto había a su alrededor.
Sonreí ante la estampa y me levanté a apagar el fuego de la cacerola del arroz, que ya estaba listo, y a separarlo del agua mientras escuchaba el relato de nuestra pequeña paciente.
—Fue terrible… —dijo ella con la voz temblorosa a causa de un escalofrío—. Recuerdo cosas sueltas, como imágenes borrosas. Sé que todo el mundo iba con batas blancas… sí, como si fuesen médicos... —Hizo una pausa, esforzándose por aclarar sus confusos recuerdos.
Weirdo me lanzó una mirada significativa al oírla hablar de médicos.
—Cuando desperté —continuó ella—, estaba en una cama, atada; me habían sujetado los pies y las manos a los barrotes, y lo único que podía mover era la cabeza. Tenía puesta una aguja en un brazo, conectada a un tubo de goma que salía de una botella con líquido, colgada de un palo alto. Me puse a gritar, a gritar… a gritar...
Kathy empezó a temblar, con la mirada perdida, como si estuviese en medio de una pesadilla, respirando con dificultad y aterrorizada.
Dejé inmediatamente la cacerola y me acerqué a ella.
—Tranquila, Kathy, tranquila, ya no estás allí —le susurré mientras la abrazaba—. Ahora estás con Weirdo y conmigo. Tranquila, ya pasó.
Mientras que yo decía esto, Weirdo me hizo señas dándome a entender que aquello era lo que le había sucedido cuando él había intentado hacerla hablar. Yo le contesté moviendo los labios, pero sin voz: “está traumatizada”. Él se levantó y volvió a pasear por la habitación, con impaciencia.
Al cabo de un par de minutos, la niña volvía a respirar con normalidad y había recuperado el dominio de sí misma.
—Tal vez sea mejor que descanses —le dije, y Weirdo me lanzó una de sus miradas cargadas de exasperación e incredulidad.
—No. Tengo que seguir. Voy a seguir, tenéis que saber lo que hacen allí —murmuró—. Al cabo de un rato de estar gritando, apareció un hombre. Mi cama estaba rodeada de cortinas, así que yo no podía ver lo que había más allá, pero oía las voces de más hombres. El que entró a mi cubículo era joven, y no fue la única vez que le vi; a todos los vi varias veces, y miraban la botella, o me traían algo de comer, pero yo apenas comía. Algunas veces cambiaban la botella y, otras, me ponían una inyección... Yo no sabía por qué. Les preguntaba, pero no me lo decían, no hablaban nada conmigo, solo entre ellos.
—¿Qué decían? —preguntó mi amigo.
—No lo sé... no les entendía, pero no parecían contentos. Cuando me pinchaban, me dormía al cabo de poco rato y tenía pesadillas espantosas, horribles; veía monstruos y arañas, o ratas, animales terroríficos y bichos asquerosos que subían por las paredes y me rodeaban por todas partes... Al despertar, muchas veces me daba cuenta de que me habían cambiado la aguja de la botella al otro brazo, o a un tobillo.
—Un momento —interrumpí—. ¿El tobillo infectado fue el último que tuviste pinchado?
Ella intentó recordar.
—Sí... Sí, ese fue el último.
—Así que la infección era bastante reciente... Supongo que por eso reaccionó tan bien al tratamiento. De acuerdo, sigue, sigue.
Weirdo me miró con el ceño fruncido, como si le hubiese llamado poderosamente la atención aquel comentario, pero no dijo nada.
—No recuerdo mucho más... Solo eso, las inyecciones, las pesadillas, los gritos, el estar atada...
Kathy, que había permanecido sentada hasta ese momento, se dejó caer despacio en el colchón, agotada tras el esfuerzo realizado.
—Espera —exclamó Weirdo acercándose a ella—. Solo una cosa más: ¿no tienes ni idea de cómo era el lugar en el que estabas? ¿Se trataba de una sala grande?
—No lo sé, no vi nada de lo que había detrás de las cortinas...
—Pero… ¡el techo! ¿Lo viste? ¿Era muy alto? —La cogió por los hombros, intentando hacerla reaccionar—. ¿Se oía eco al hablar?
—No lo sé... Sí, eco… puede que sí que hubiese un poco de eco, y el techo sí que pude verlo muchas veces... Estaba encalado, pero se había desconchado y se veían los ladrillos. Tenía bastante humedad, y las vigas... Sí, había vigas entre los ladrillos...
La niña empezaba a respirar otra vez con dificultad, pero en esta ocasión era debido al agotamiento, no al pánico.
Apoyé una mano en el hombro de Weirdo y estiré con suavidad y firmeza para que dejase a Kathy. Él cedió a regañadientes y se apartó después de arroparla cuidadosamente con la manta.
—Hay que dejar que descanse; ha hecho un gran esfuerzo esta noche —le dije.
Mi amigo hizo un gesto de aprobación con la cabeza y se quedó sentado, pensativo.
—¿Qué deduces de todo lo que ha dicho? ¿Alguna idea? —le pregunté—. A mí me ha parecido todo un poco extraño, aunque ahora está muy claro que las heridas son de haberle administrado medicinas o líquidos por las venas.
Weirdo tardó en contestar, como si no se hubiese enterado de que le había hablado.
—No lo sé —respondió, por fin—. Todavía no quiero decir nada definitivo. Tengo alguna idea, pero necesito pensar.
En ese momento, me di cuenta de que empezaba a tener sueño y que debía de ser ya la hora de marcharme, así que me puse en pie, recogí mis cosas y me despedí de mi amigo hasta la noche. Él se levantó a cerrar la puerta, con la mirada ausente, ensimismado en sus pensamientos, sin pronunciar palabra alguna.