Con el corazón encogido por tener que abandonar Weirdo en las garras de aquellos desalmados, di la vuelta y empecé a correr escaleras arriba como alma que lleva el diablo.
—¡Smith, que no escape! —Oí gritar al alemán a mis espaldas.
Por suerte, pensé, el celador estaba todavía ligeramente afectado por el cloroformo y no podía correr demasiado. Pero tuve la mala fortuna de que, al ir a abrir la puerta que daba a la sala de hospitalización de mujeres, se me enganchó la manga de la chaqueta en el picaporte, y perdí unos segundos preciosos durante los cuales el mastodonte me ganó terreno. Por fin, conseguí soltarme y atravesar la puerta.
El revuelo que se organizó entonces en la sala fue tremendo: las pacientes, alarmadas al verme pasar corriendo, gritaban y se incorporaban en sus camas, asustadas, y las dos enfermeras se quedaron paralizadas ante el nuevo escándalo.
Mientras tanto, yo seguía corriendo, con el niño a cuestas sobre mi hombro, por el pasillo que quedaba entre las filas de camas, y con el celador tambaleante pisándome los talones.
—¡Atrápenlo, señoritas! ¡Es un malhechor! —gritó a las enfermeras.
Una de ellas no tardó en reaccionar y se plantó en medio del pasillo para intentar detenerme. “¡Qué a propósito!”, pensé cuando llegué a su altura y me intentó agarrar estirando los brazos hacia delante. Pero no fue a mí a quien cogió:
—¡Cuídele! —le dije, y solté en sus brazos al pequeño, confiando en que el malvado médico tardaría en poder hacerle algo si lo internaban en la planta de hospitalización infantil.
La pobre mujer se quedó con un palmo de narices, sin saber reaccionar al encontrarse de repente con una criatura medio agonizante en brazos. Por mi parte, pude empezar a correr mucho más deprisa al verme libre de aquel peso extra.
Cuando llegué a la puerta principal de la sala, bajé la escalera ancha por la que un rato antes habíamos subido Weirdo y yo, y salí del hospital por la entrada principal, desapareciendo rápidamente entre las sombras de los callejones cercanos.
Estuve unos minutos agachado en un oscuro portal, intentando tomar una decisión sobre lo que debía hacer a continuación.
La situación era extrema, y me cegaba la angustia por haber visto a mi amigo en manos del asesino, haciendo que me pareciera imposible de resolver. Pero no; no podía dejarme llevar por el pánico. ¡No podía darme por vencido porque la vida de Weirdo dependía de mí!
—¡Piensa John, piensa! —murmuré, golpeándome la cabeza con la palma de las manos y, al decirlo, recordé las dos veces que había visto a mi amigo concentrado, pensando...
¡Sí! ¡Eso era lo que tenía que hacer! Concentrarme, aislarme de aquellos sentimientos negativos que no me dejaban ver con claridad, y encontrar la solución… Rápidamente.
Me senté en el suelo, cerré los ojos y respiré hondo; me relajé, dejé atrás la desesperación y noté que mi cerebro empezaba a funcionar a toda velocidad y las ideas fluían tan rápidamente que apenas daba abasto para ponerlas en orden.
“Muy bien”, pensé, “la situación es esta: el niño pequeño estará a salvo durante un buen rato, mientras el alemán esté distraído con Weirdo, que en estos momentos seguramente estará en la cama del sótano. Pero ahora el médico y el celador deben de estar furiosos y asustados. Seguro que desean con todas sus fuerzas echarme el guante; ojalá la policía se lo echase a ellos... No, no pienses en eso, John; debes centrarte en salvar a Weirdo y, después, ya veremos lo que hacemos con esos asesinos. Oh... Ahora que lo pienso, ¿la policía podría ayudarme. No, la policía no me hará caso porque tampoco se lo hicieron a Weirdo cuando acudió a ellos. Y a mi padre no puedo decirle nada de esto porque, sencillamente, me encerraría sin más contemplaciones. Así que estoy yo solo ante el peligro. No me queda más remedio que volver a entrar en el hospital y conseguir sacar a Weirdo de allí. ¡Dios mío! No sé ni por dónde empezar... Sin embargo, tengo que conseguirlo sea como sea. Necesito un plan, al menos para el principio. Veamos, ¿de qué dispongo? Tengo mi maletín escondido en el otro callejón, aunque lo único que tal vez me podría resultar útil de él sería el bisturí; bien, iré luego a cogerlo. ¿Qué más? Tal vez un poco de cloroformo me podría servir otra vez para volver a dormir al celador; pero ¿de dónde podría sacarlo? ¡Ya sé! ¡De los quirófanos o de algún laboratorio! Y tal vez allí encuentre más cosas interesantes. Entonces, lo que haré será entrar por el mismo sitio de antes, colarme en un quirófano, coger de allí todo lo necesario, y volver al sótano como pueda... ¡Oh, no! No me había dado cuenta, no tengo llaves ni ganzúa. Sin eso estoy perdido ¿Cómo diablos voy a entrar allí?”.
Me quedé en blanco unos instantes. ¿Qué hacer? Me empecé a poner nervioso otra vez y tuve que hacer un esfuerzo para relajarme y seguir pensando.
“Llaves, llaves, necesito unas llaves...”. Y de pronto apareció en mi memoria la imagen de un manojo de llaves que había visto hacía poco, muy poco… Pero ¿dónde? Me concentré de nuevo y, por fin, acudió a mi memoria la imagen del momento en que las había visto:
—El celador que salió a beber —susurré.
Sí, uno de los celadores que salieron a tomar un trago llevaba unas llaves colgando del bolsillo de la bata. Lo había visto porque iba detrás de Weirdo, justo cuando él ya estaba dentro del hospital y yo todavía a punto de cruzar el umbral de la puerta.
—¡Bien! ¡Ya tengo plan! En marcha, pues —dije en voz alta, y me levanté rápidamente para dirigirme a buscar mi maletín.