Para poder cerrar la puerta del sótano, había dejado el mechero en el suelo y, después, tuve que agacharme para volver a cogerlo. Fue entonces cuando vi algo que casi acabó con mi valor: unos elegantes zapatos de hombre detrás de mí. Los zapatos del doctor Scharner.
La sangre se me heló en las venas. ¿Cómo podía ser que tuviese tan mala suerte? Aquello parecía una pesadilla de esas que se repiten y se repiten. Pero no lo era. No era ningún sueño terrible, sino la realidad, y me iba a tener que inventar algo para escapar otra vez de aquel hombre perverso.
Al quedarme parado, de espaldas todavía a él, se dio cuenta de que ya le había visto y dijo con su voz gélida:
—Dame la llave que tienes en el bolsillo, chico, y procura no hacer ninguna tontería porque te estoy apuntando con un revólver.
Reaccioné sin pensar. Me di la vuelta tan repentinamente que casi perdí el equilibrio, y arrojé el mechero contra sus ojos con todas mis fuerzas, antes de empezar a subir la escalera lo más rápido que podía, con Weirdo encima, haciendo uso de toda la energía que me quedaba.
Aquello ya no formaba parte del plan, fue pura improvisación del momento: lo único que se me ocurrió para lograr escapar.
Mientras subía, oí que el alemán gritaba de dolor a causa de la quemadura que le había provocado la llama, y también cómo el mechero caía al suelo y se rompía.
Enseguida llegué a la planta baja y vi que la puerta del cuarto del médico estaba abierta, pero no me entretuve en mirar dentro y seguí ascendiendo hasta la planta de hombres. Allí, intenté abrir la puerta, pero seguía estando cerrada por dentro y no tenía tiempo de probar todas las llaves del juego hasta dar con la correcta.
Iba a seguir subiendo a todo correr, cuando hubo algo que me detuvo un instante: me di cuenta de pronto de que Scharner no me perseguía, y que continuaba gritando en el rellano del sótano. Miré hacia abajo y vi lo que estaba sucediendo: el mechero, al estrellarse contra el suelo, había provocado un pequeño incendio y había prendido en los pantalones del alemán, que ahora intentaba sofocar el fuego utilizando su chaqueta.
Aquello me daba ventaja. Empecé a llamar insistentemente a la puerta de la sala de hombres y, en breve, la abrió un practicante que me miró extrañado, con cara de pocos amigos.
—¡Hay fuego en el sótano, señor! ¡Bajen a ayudar al doctor Scharner, rápido, antes de que arda todo el hospital!
Dicho esto, salí corriendo por la sala, gritando “¡Fuego!”, a pesar de que el incendio era muy pequeño y no supondría un gran problema. Sin embargo, todo el mundo se alarmó muchísimo.
Los practicantes y enfermeras de aquella sala se dirigieron rápidamente a las escaleras del sótano, mientras los enfermos que estaban en condiciones de caminar se levantaban de sus camas y avanzaban hacia la salida principal de la planta, siguiendo mis pasos.
Bajé los escalones lo más rápido que me permitían las piernas, ya agotadas de tanta carrera y de cargar con mi amigo. Notaba que las rodillas amenazaban con doblárseme en cualquier momento y hacernos caer a los dos escaleras abajo, pero debía ponernos a salvo.
Cuando llegué al vestíbulo, continué corriendo, sacando fuerzas de flaqueza, mirando al suelo porque iba encorvado bajo el peso de Weirdo, hasta que, de pronto, vi algo que fulminó momentáneamente mi voluntad: los zapatos del médico alemán, medio chamuscados, al igual que el bajo de sus pantalones, estaban allí plantados ante mis propias narices, en medio del caos que se había extendido ya por todo el edificio.
¿De dónde había salido ahora aquel individuo? ¿Es que había otro camino para llegar al vestíbulo? Era obvio que sí: Weirdo ya me había advertido que el edificio era como un laberinto.
En aquel instante, y ante aquella visión, estuve a punto de dejarme caer de rodillas al suelo, pero me sostuve como pude y, haciendo de tripas corazón, me incorporé para poder verle la cara, que tenía también quemada junto al ojo derecho.
—Estos son los dos pillastres que han montado todo el embrollo —dijo a dos celadores que estaban detrás de él, y me miró con aquellos ojos envenenados por la rabia—. Cójanlos y llévenlos a mi despacho ahora mismo.
Intenté huir otra vez, dándome la vuelta y empezando de nuevo a correr, pero los dos hombres fueron más rápidos que yo y, mientras uno de ellos me agarraba por un brazo y me levantaba en volandas, el otro cogió a Weirdo, que ya trataba de moverse por sí mismo, y se lo cargó sobre el hombro. Después, echaron a andar los dos detrás del alemán, ante las atónitas miradas de todos los que habían salido de las salas por la alarma de fuego.
La impotencia y el pánico, entonces sí, se apoderaron de mí. Grité como un poseso mientras intentaba soltarme por todos los medios de las manazas de aquel nuevo mastodonte, dándole patadas y sacudiéndome como una lagartija.
—¡Maldita alimaña! —profirió el celador y, harto de mi empeño por escapar, me retorció el brazo produciéndome un dolor tan intenso que pensé que me lo habría roto.
Grité; las lágrimas se me saltaron de los ojos sin que pudiera evitarlo. Dejé de forcejear y el hombre me cargó sobre su hombro izquierdo. Estábamos perdidos.
Ya no había nada más que hacer, ya no quedaba esperanza alguna de podernos salvar. Avanzábamos implacablemente hacia una muerte segura. Aquel salvaje desalmado nos mataría a los dos y nadie se enteraría. Y lo peor: él continuaría con sus experimentos, acabando con la vida de otros pequeños inocentes.
Miré a Weirdo, que ya tenía los ojos abiertos pero la mirada perdida. Habría querido pedirle perdón por no haber conseguido rescatarle. Recordé cuando nos vimos por primera vez, y cuando fui la noche siguiente a su refugio y curé a Kathy... Y ese recuerdo, el de mi mano manejando el bisturí en el pie de la niña, me cortó de pronto la respiración.
“¡El bisturí!”, pensé. “¡Todavía lo llevo en el bolsillo! ¿Podría...?”
Sin darle más vueltas, poco a poco, me llevé la mano derecha al bolsillo y extraje con sumo cuidado la afilada cuchilla enfundada. Sin perder un solo instante, lo saqué de la funda y se lo clavé en el glúteo izquierdo al celador. El hombre dio un grito y me soltó de inmediato, de manera que caí al suelo y pude huir corriendo antes de que nadie reaccionara hasta que, por fin, salí del hospital con intención acudir a la policía en un último intento desesperado por salvar a mi amigo.
El aire frío y húmedo de la mañana se me antojó maravilloso y me proporcionó nueva energía, pero no podía detenerme a disfrutar de él. Oía a mis espaldas cómo gritaban: “¡Atrapen a ese chico! ¡Es un malhechor!”.
Continué corriendo, mirando hacia atrás para comprobar si les ganaba terreno cuando, de repente, me choqué con algo o, más bien, con alguien.
—Lo siento —dije sin mirar si quiera a la cara del hombre al que había atropellado.
Quise continuar mi camino sin detenerme. Sin embargo, para mi desesperación, él me agarró con fuerza por el brazo y me retuvo, cogiéndome la cabeza con su otra mano y levantándomela para verme el rostro.
Supongo que, si alguien hubiese podido retratarnos en aquel momento, habría resultado una fotografía de lo más interesante, incluso cómica, por la cara de sorpresa que debimos de poner los dos en un primer instante.
—¡Padre! —exclamé, sin saber si alegrarme o aterrorizarme.
—John —dijo él, a la vez.
Su voz fue de alivio, y lo que vi en sus ojos no fue otra cosa que alegría.