En un primer momento, cuando vi a mi padre, no supe qué hacer ni qué decir. No tenía la certeza de que él me fuese a ayudar; más bien, pensaba que me llevaría a casa sin escucharme, y me encerraría en mi cuarto hasta que llegara el día de irme al internado. Por ese motivo, mi primera reacción fue la de intentar huir.
Fue entonces cuando reparé en su mirada. Para mi sorpresa, no se mostraba enfadado. Al contrario. Parecía que estuviera contento de verme. Aquello me dio la confianza que necesitaba y, antes de que la muchedumbre de personal del hospital se abalanzara sobre nosotros, conseguí decirle:
—Padre, el doctor Scharner es un asesino, tiene usted que creerme.
Apenas pronuncié aquellas palabras, noté que él, viendo que la gente se nos echaba encima, empezaba a caminar hacia atrás, sin entender lo que sucedía. Un par de celadores fueron los primeros en llegar y, mientras me arrebataban de sus manos, le dijeron atropelladamente:
—¡Menos mal que lo ha atrapado usted, doctor!
—No sabe lo que ha hecho este rufián: ¡Casi incendia el hospital!
A pesar de que mi padre no entendía nada de todo aquello, forcejeó contra los dos hombres para que me dejasen en paz.
—¡Estense quietos! —les gritó con su profunda voz—. Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué hacen ustedes? ¡Este muchacho es mi hijo! Mi hijo, John Hamish Watson. ¡Suéltenle inmediatamente!
Ante aquellas palabras, pareció como si el mundo se hubiese paralizado. Todos se detuvieron y se callaron de golpe; los dos hombres se quedaron de piedra, como estatuas, y me soltaron poco a poco, poniendo cara de bobalicones, mirándose el uno al otro sin saber ya qué hacer.
Mi padre recuperó la compostura. Recogió su maletín, que había dejado caer al suelo al verme, y se dirigió al público:
—Yo decidiré lo que hay que hacer con él.
Luego, me cogió de un brazo y pasamos los dos con decisión por en medio del gentío, oyendo cómo se levantaba un leve murmullo de comentarios a nuestro alrededor.
—Padre, por favor... —empecé a decir cuando ya estuvimos dentro del hospital.
—Silencio, John —sentenció, con voz severa—. Vamos a mi despacho y allí hablaremos. Me debes una explicación, pero este no es el lugar adecuado.
—¡Pero no podemos esperar! —levanté la voz sin ser capaz de contenerme más—. ¡El doctor Scharner matará a Weirdo si no nos damos prisa!
—El doctor Scharner es una eminencia —repuso con dureza, empezando a perder la paciencia—. ¿Estás seguro de lo que estás dic...?
No le dejé acabar la frase. No había tiempo que perder. No podía darle más explicaciones, ni allí, ni en el despacho, ni en ningún sitio. Tenía que verlo con sus propios ojos, y necesitaba su ayuda para detener a aquellos monstruos.
—Venga conmigo y lo verá —le dije, soltándome.
Salí corriendo otra vez en dirección al sótano, perseguido por mi pobre padre, que no debía de entender lo que sucedía pero que, por algún extraño motivo, había decidido confiar en mí.
Era la tercera vez en pocas horas que hacía el mismo recorrido, y deseé que ya fuese la última.
Subimos la escalera ancha; atravesamos en esta ocasión la sala de hombres, para ahorrar trayecto; corrimos por el pasillo de entre las camas, ante los sorprendidos pacientes y las estupefactas enfermeras, y llegamos a la puerta que daba a la escalera estrecha. Allí, nos detuvimos y cogí el manojo de llaves para intentar abrirla.
—¿De dónde has sacado esas llaves, John? —me preguntó, con incredulidad.
—Se las quité a un celador...
—No me debes una explicación, jovencito, me debes muchas. Aparta.
Y, dicho esto, sacó unas llaves de su bolsillo y abrió la puerta en un instante.
—John —me agarró del brazo antes de atravesar el umbral, y me miró fijamente a los ojos—, más te vale que todo esto sea por un motivo justificado.
—Sí, padre; lo es, te lo prometo —respondí, manteniendo la mirada—. Vamos, no hay tiempo que perder. Pero...
—Pero ¿qué?
—Tal vez sería mejor que alguien avisara a la policía, padre. Ese hombre es muy peligroso; antes me apuntó con un revólver.
Mi padre me miró con cierto recelo, pero, al fin, se volvió hacia los curiosos, que se habían agolpado a pocos metros de nosotros, y les dijo a dos celadores:
—Ustedes dos, acompáñenme. —A continuación, mirando a una enfermera, añadió—: Y usted, hermana, encárguese de avisar a la policía ahora mismo.
Mientras tanto, uno de los celadores cogió una lámpara de aceite que le tendió otra enfermera, y bajamos sin perder tiempo y en silencio, hasta el sótano.
La puerta volvía a estar cerrada con llave, así que le di a mi padre la que todavía conservaba en el bolsillo.
—Tú quédate detrás de mí; si es verdad la mitad de lo que dices, ya has corrido bastantes peligros por hoy —me dijo, y luego se dirigió a los dos hombres que nos acompañaban—. Ustedes entrarán conmigo y, si las cosas se ponen feas, usted se llevará a mi hijo, y usted se quedará para ayudarme. ¿Entendido?
—Sí, doctor —corearon, aunque no se les veía muy convencidos.
—Padre —susurré tirándole de la manga del abrigo—, tenga cuidado.
Él me miró y asintió levemente con la cabeza. Después, abrió la puerta con cuidado y entramos.
Se oía la voz del alemán tras los armarios, y Smith debía de estar con él, porque no le vimos atado en el suelo. También oí la voz de mi amigo, que gemía como si todavía estuviera semiinconsciente.
—No hace falta que le ate más—decía el doctor Scharner a su cómplice, refiriéndose, sin duda, a Weirdo—. Antes de que pueda moverse por sí mismo, habrá dejado de ser un problema para nosotros. Limítese a preparar la droga e inyectársela.
Noté que la respiración y el corazón se me aceleraban al escuchar aquellas palabras. ¿Llegaríamos a tiempo?