Solsticio de invierno, veinticinco grados a mediodía: toda la humedad continental chorrea sin recato ninguno, en completa desvergüenza extravagante sobre la pobre ciudad, que discurre acomplejada bajo peso semejante. ¿Es normal? ¿Qué dicen les científiques? Consultas pedestres de gente decente.
Las cosas se hacen, igual que siempre, pero con transpiración y bufido, cachetes se hinchan y chupan alternando, enlazan ritmo de fuelle. Un poco desorientadas, debido a que no se termina de entender en qué estación están, si sonó ya el silbato del guarda, la partida pronta, o en cambio se encuentran inexplicablemente estancades, ahí, en ese calor incoherente.
La humedad es lo peor, lo repiten como un mantra idiota y se reconocen parte de ese colectivo entre asado y asolado por climática nefandez. Ya no hay estaciones –razonan, se quejan–, todo ha sido deconstruido. La culpa es de Derrida.
Aparece luego la lluvia, frío de la mano. Y es en verdad peor, en real pésimo. El cielo gris mañana tras otra, figurita repetida para un languor que penetra huesos y aniquila alegría de ser doquiera la encuentra.
Por último, sobre el grisor otra vez calor, humedad.
El acabose.