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EN UNA SITUACIÓN NORMAL, MELANIE VARGAS jamás se habría imaginado que estaría empujando el cochecito de su hija en medio de la escena de un crimen. Sin duda, ella era una fiscal muy dedicada, que creía en aquello de poner a los malos tras las rejas, pero también era una mamá que sobreprotegía tremendamente a su hijita de seis meses. Sin embargo, no corrían tiempos normales. La vida de Melanie estaba totalmente fuera de control. Por no hablar del carácter de la pequeña Maya. Es más, casi se podría decir que Maya orquestó toda la situación. Algo terrible estaba pasando frente a su ventana y ni Maya ni Melanie querían perdérselo. Esa chiquitita llevaba en la sangre la necesidad de hacer cumplir la ley.

Eran las diez de la noche de un lunes caluroso y húmedo. Melanie y Maya estaban en su apartamento y Maya gritaba como una loca, con la cara enrojecida, mientras Melanie la paseaba de un lado a otro, bailaba con ella y la mecía haciendo todo lo posible para que se durmiera, pero nada funcionaba.

De repente, en un momento de silencio, mientras Maya tomaba aire, Melanie oyó las sirenas. No sólo unas cuantas sirenas, sino el pito claro y característico de patrullas de policía, ambulancias y carros de bomberos. Una gran reacción. Llevaba suficiente tiempo como fiscal y conocía la diferencia de cada uno de esos sonidos y qué significaban. ¿Un alboroto como ése en un vecindario tranquilo y elegante como ése? Muy inusual ... y grave. Alguien tenía problemas más graves que ella esa noche.

Maya se demoró una eternidad en tomar aire, pero lo devolvió en la forma de un llanto penetrante.

“Maya, escucha,” le rogó Melanie, mientras se dirigía hacia la ventana tratando de imponerle a su paso un ritmo tranquilizador. “¿Oyes eso? Sirenas. Sirenas, oye.”

Melanie le dio la vuelta a Maya de manera que quedara de frente al rectángulo de la ventana que estaba encima del aire acondicionado que no dejaba de zumbar, y comenzó a mecerla de arriba abajo. Durante un instante de dicha, la distracción funcionó. Maya se calmó y enfocó sus húmedos ojos cafés en la luz brumosa y tenue que se veía a través de la ventana. En ese momento, un nuevo grupo de patrullas de policía bajaron por Park Avenue. Las sirenas resonaban estruendosamente, pero era imposible verlas desde ese ángulo. Melanie estiró el cuello para alcanzar a ver toda la avenida por encima de los techos de los edificios más bajos de la calle de al lado. Demasiado tarde. Ya habían pasado. Maya golpeó la ventana con su puño regordete y comenzó a gemir de nuevo. Sin duda, motivada por la frustración.

“Sí ya sé, ya sé, nena. La vista no es la ideal.” Melanie abrazó a Maya y apoyó su mejilla en el pelo sedoso de su hija, negro brillante como el suyo, tratando de consolarla con caricias. Pero no sirvió de nada. Maya comenzó a luchar y a moverse para liberarse.

“Tú no te vas a dormir, ¿cierto?” dijo Melanie, mirando a su hija a la cara. “Muy bien, niña. Nos vamos.”

Melanie dio media vuelta con decisión y se dirigió al cuarto de Maya. Sacó el cochecito del armario con una mano, instaló a Maya en él y le ajustó el cinturón de seguridad. La lámpara de conejito que había sobre la cómoda arrojaba una luz cálida sobre las mejillas húmedas de Maya, mientras Melanie le ponía unas medias en los piecitos. Los gemidos de la niña rápidamente se convirtieron en hipos. No había duda, esta chiquilla estaba feliz de salir a pasear.

No obstante, cuando llegaron al vestíbulo del edificio, el portero tenía otra opinión. Héctor era puertorriqueño, como ella, y el dejo español de su acento siempre le recordaba a su padre. Claramente, el sentimiento era mutuo, pues Héctor se preocupaba por Melanie igual que un papá protector que está convencido de que su hija no puede cuidarse por sí sola.

“¡Ah, no! ¿A dónde creen que van? Algo muy feo está pasando allá afuera. Sirenas y todo eso.”

“Héctor, soy fiscal. Puedo manejar unas cuantas sirenas.” Melanie casi le dice que en realidad le gustaban las sirenas. Eran interesantes. Más que asustarla, la atraían.

“Y ¿qué hay de esta chiquita? ¡Ella no quiere salir!” protestó Héctor.

Maya se inclinó hacia delante con entusiasmo, apoyada sobre el abultado pañal, y agarró el juguete que estaba amarrado en la parte delantera del cochecito. Para ese entonces, había dejado de llorar por completo.

“Ah, ¡claro que quiere salir! Debiste oír cómo lloraba hace cinco minutos. Voy a pasearla hasta que se duerma.”

“¿Sola, a esta hora?”

Melanie encogió los hombros. Héctor la miró con atención.

“¿Cuándo vuelve el señor Hanson, hija? ¿Todavía está de viaje? Hace días que no lo veo.”

Steve Hanson era el marido de Melanie. Y hacía días que no venía porque Melanie lo había echado por mentiroso. Sólo que todavía no había tenido el valor de contarle a Héctor. Ni a nadie más. Contarle a la gente haría que la situación se volviera real y ella no quería que eso ocurriera. Las últimas semanas habían sido un mal sueño del que quería despertar.

El teléfono de la portería comenzó a timbrar.

“Contesta el teléfono, Héctor. Y no te preocupes por nosotras. Estaré de vuelta en diez minutos con esta niñita profundamente dormida. Prometido.”

Tan pronto Melanie dejó el fresco vestíbulo con aire acondicionado, sintió en la cara el calor y el bullicio de las sirenas. Respiró profundamente y sintió un olor acre. El mes de agosto en Nueva York siempre era insoportable, pero esto era diferente. El aire olía a humo. Dudó por un momento y miró a Maya. Lejos de parecer molesta, su hija dio un gran bostezo y se acomodó en el coche. Asunto resuelto. Melanie comenzó a empujar el cochecito hacia el sur por la Avenida Madison y se dirigió hacia donde se veían las luces intermitentes.

Unas pocas cuadras adelante, la gente se arremolinaba frente a unas barreras azules de la policía y estiraba el cuello para tratar de curiosear. Melanie comenzó a sentir picazón en los ojos debido al humo que impregnaba el aire, pero la multitud le decía que había algo que valía la pena ver. Se detuvo un momento para mirar a Maya. ¡Ja! Ya estaba profundamente dormida, sus negras pestañas descansaban sobre las sedosas mejillas y había una serena sonrisa en sus labios rosados. Melanie le acarició la cara. Era asombroso cómo podía verse de angelical cuando estaba calmada. Melanie bajó la capota del cochecito para protegerla y se dirigió en línea recta hacia las barricadas de la policía.

Dos cuadras más abajo, finalmente logró el otro lado de la calle y la fuente de toda la conmoción. La exclusiva y elegante calle residencial era un embrollo de autos de policía. Parqueados de manera extraña frente a una imponente casa de ladrillo y piedra situada en el costado sur de la calle, había dos grandes carros de bomberos con la bandera americana colgando de atrás. Enormes mangueras corrían por entre las grandes puertas talladas de la mansión y por las elegantes ventanas del primer piso aplastando las flores en las macetas. Bomberos equipados con todo corrían de un lado a otro gritando, mientras el agua entraba a chorros por la puerta delantera y rodaba sobre las escalinatas de piedra. Melanie pensó en irse, pero definitivamente estaba a una distancia suficientemente segura para su bebé. Además, ahora que había visto de qué casa se trataba, no podía irse de ninguna manera.