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LAS SIETE CUADRAS QUE SEPARABAN LA CASA DE los Benson del apartamento de Melanie Vargas se le hicieron largas y angustiosas a Sophie Cho. Agarrando fuertemente el cochecito en busca de consuelo, caminó con dificultad, inclinada hacia delante, tratando de apartar de su mente la visión de los rostros de los Benson. Tenía que pensar en la bebé. Ella se preocupaba mucho por Maya. Trató de prestarles mucha atención a los semáforos.

La culpa y la angustia eran emociones familiares para Sophie, como viejas amigas, pero ella nunca las había sentido con una intensidad tan paralizante. Sophie formaba parte de esa primera generación de inmigrantes que tiene que luchar contra las limitaciones de su vieja cultura y pelear para adaptarse a la nueva. La vida no era fácil. Pero aun así, siempre había dado lo mejor de sí misma. Podía mirarse al espejo sin vergüenza cuando se peinaba cada mañana. Nunca antes había tenido esta sensación, como si hubiese hecho algo malo, algo que tendría terribles consecuencias.

Sophie descansó un momento en la esquina de la calle de Melanie. El portero, Héctor, estaba parado debajo del gran toldo verde que cubría la acera, abanicándose con la gorra en medio del calor húmedo. Ella pensó que la había visto, pero luego Héctor dio media vuelta para mirar dos perritos que ladraban salvajemente, mientras sus dueños los tiraban de la correa para separarlos. Héctor era un hombre amable, que tenía una sonrisa alegre y una abultada barriga y que siempre le estaba ofreciendo arreglarle una cita con su hijo contador. ¿Podría, acaso, ver la culpa en sus ojos ahora? ¿Acaso le daría la espalda por la desilusión, por el desagrado?

“¡Ay, Srta. Cho! ¿Dónde se encontró a esta chiquita?” preguntó Héctor, cuando la vio con el cochecito.

Sophie logró sonreír tímidamente a medida que se acercaba, siempre la hija cortés, incluso cuando estaba bajo estrés.

“Melanie tenía que trabajar. Me pidió que trajera a Maya a casa y que la cuidara.”

“¿A esta hora? Demasiado trabajo para una madre. No está bien.”

Normalmente ella habría discutido con él brevemente acerca de la importancia de que las mujeres trabajaran, pero esta noche cualquier conversación normal le parecía forzada. No podía hacerlo. Se quedó allí como pasmada, incapaz de musitar palabra, ahogada por la humedad del aire. Por debajo de la camisa, ríos de sudor le corrían la espalda. El silencio se hizo más largo.

“Tengo las llaves,” dijo de repente, con un tono inusualmente agudo. Héctor la miró con curiosidad.

“Claro, mi niña, es tarde. Debes estar cansada. Sube.”

Sophie se bajó del ascensor en el piso de Melanie y mientras estaba en el pequeño corredor, metió las llaves en la puerta con facilidad. Era lógico, ella misma había elegido la cerradura. Se abrió paso hasta el vestíbulo iluminado, mientras empujaba el cochecito por el umbral con una mano y mantenía la puerta abierta con el hombro. Cuando entró, no pudo evitar sonreír, a pesar de su infelicidad. Melanie había dejado encendidas todas las luces, algo que Sophie era demasiado obsesiva para hacer. Sophie sintió una gran oleada de afecto por su amiga, su bebita y este apartamento que ella había remodelado y en el que había pasado horas muy felices.

El apartamento de Melanie había sido uno de los primeros trabajos de arquitectura de Sophie, después de que se había independizado; un voto de confianza, un primer contrato que le había dado el impulso para arrancar. Sophie observó ahora el vestíbulo con los ojos llenos de lágrimas y recordó lo felices que habían sido las tres mientras trabajaban juntas y lo orgullosas que estaban del resultado. Con un poco de buen gusto, se puede hacer rendir el dinero. Elegante pero no ostentoso, agradable y acogedor. Sophie miró hacia el techo, rogando que nada tuviera que cambiar, que Melanie jamás se enterara de lo que ella había hecho, que siempre fuese bienvenida en esta casa con los brazos abiertos. Pero se estaba engañando. Las cosas habían cambiado. ¿Acaso no, después de lo que había visto esta noche?

Un suspiro se atoró en su garganta, amenazando con convertirse en un gemido. Tiró las llaves sobre una mesita de madera, al lado de una pila de correo sin abrir dirigido a Steve, y agarró un marco de plata en el que había una fotografía de Melanie, Steve y Maya. La foto había sido tomada cerca de seis meses atrás, poco después de que Maya llegara del hospital. En ella, la niña tenía la cara enrojecida y contraída de los recién nacidos, tan distinta de la deliciosa redondez de ahora. Sophie levantó la capota del cochecito y observó el dulce rostro de la niña, con sus torneadas pestañas descansando sobre sus gordas mejillas. Con ese pelo tan negro que casi podría ser una niña coreana. Que casi podría ser su hija.

Esta bebita, ésta y ningún otro bebé, ni siquiera sus propias sobrinas y sobrinos, había despertado en Sophie el deseo de tener un hijo, antojo sobre el que antes sólo había leído en las revistas. Sobre todo ahora que parecía cada vez menos probable que ella tuviera hijos propios. Sophie había sido educada en una cultura esquizoide, como una niña americana en el colegio y una clásica niña coreana en la casa, y se esperaba que se mantuviera alejada de cualquier relación con hombres hasta que sus padres le arreglaran un matrimonio apropiado con el hijo de algunos amigos. Cuando llegó el momento, ella estaba en la facultad de arquitectura, triunfando como nunca lo había soñado, pero destinada a arruinar los sueños de sus padres. Los pocos jóvenes coreanos que estaban dispuestos a estudiar cuidadosamente su currículum desfilaron todos por su casa, tomaron té y se marcharon después de ver su falta de interés en ellos y en criar a sus hijos y trabajar en sus tiendas de víveres y en sus salones de manicure. A estas alturas, ya habían encontrado otras esposas más adecuadas, y Sophie había sobrepasado por varios años la edad de casarse. En cuanto a los americanos ... bueno, ella nunca había tenido una buena relación con ellos. Además, ellos no la perseguían de la misma manera como perseguían a otras chicas coreanas que conocía. Era demasiado rolliza, su baja estatura no sugería el exotismo que ella creía que buscaban sino más bien una tendencia a la gordura en el futuro.

Maya se movió en el coche e hizo un ruido al respirar, despertando una oleada de verdadero amor en el corazón de Sophie. Sophie llevó el cochecito con cuidado hasta la habitación más pequeña, que brillaba con la luz dorada de la lamparita, y se detuvo con reverencia en el centro de la habitación, respirando profundamente. Olía a bebé, el olor a talcos de la mesita para cambiarla y un débil toque de amoniaco proveniente de los pañales. Un lindo cuarto para una niñita especial, con muebles blancos y, en la pared, un desfile de conejitos rosados que caminaban por toda la habitación.

Maya se veía tan cómoda que Sophie decidió dejarla dormir en el cochecito hasta que Melanie regresara, en lugar de arriesgarse a despertarla al pasarla a la cuna. Tomó una suave manta rosada que estaba cuidadosamente doblada sobre el espaldar de una mecedora blanca, pero tan pronto se inclinó para ponérsela encima a Maya, una enorme ola de angustia la sacudió. Sophie se sentó cansada en la mecedora, abrazando la suave manta contra el pecho y reteniendo lo mejor que podía los sollozos para no despertar a Maya. Con la visión borrosa, no vio a Maya sino la atractiva cara de Jed Benson. ¿Cómo se vería ahora?