LOS BRUÑIDOS AZULEJOS DEL TÚNEL LINCOLN relampagueaban a la velocidad del rayo mientras Melanie volaba hacia New Jersey en un auto oficial, con destino al hotel donde el ama de llaves que había presenciado el asesinato de Jed Benson estaba bajo protección. Pocas horas después de salir de la oficina de Melanie con la lista de cosas por hacer, Dan la había llamado desde el hotel para decirle que se fuera para allá rápido.
“Tenemos un gran problema con Rosario Sangrador,” dijo y su voz tenía un tono de urgencia. “No quiere quedarse escondida más tiempo mientras buscamos a los asesinos, pero no puede regresar a su apartamento mientras ellos estén sueltos. No sólo se niega a declarar, está amenazando con huir.”
“Eso no puede suceder. Necesitamos su testimonio.”
“Mejor vienes para acá enseguida y la haces entrar en razón. O tendré que encadenarla a la puerta y no le va a gustar eso.”
El cielo estaba cubierto de nubes negras cuando Melanie llegó al estacionamiento del hotel. El moderno edificio de ladrillo quemado sobresalía, levantándose como una colina chata de entre el desierto de rampas que subían y bajaban. Mientras tomó su maletín y cerró la puerta, sintió una brisa caliente que olía a asfalto y lluvia. Venía armada con una citación a nombre de Rosario mecanografiada a última hora. La usaría si tenía que hacerlo, pero siempre era mejor si el testigo declaraba motu proprio.
Melanie llamó con firmeza a la puerta del hotel. Un ojo apareció en la mirilla. Dan abrió la puerta, sacó la cabeza y revisó el corredor de un lado a otro antes de dejarla entrar.
“No le dijiste a nadie a dónde ibas, ¿cierto?” preguntó.
“Sólo a Bernadette, para que me firmara la orden para el automóvil.”
Dan arrugó el ceño. “¿Llenaste una forma? Eso va a la oficina de archivo. Cuando regreses mejor recuperas la orden y borras el destino.”
“¿De verdad? Me parece un poco paranoico.”
Él se encogió de hombros, se dio vuelta y la guió a través de un vestíbulo estrecho hasta una pequeña habitación que tenía alfombras color rosado salmón, tapicería rosada y verde y muebles en madera clara. Olía a rancio, una combinación de humo de cigarrillo de hace varios días y ambientador. Una filipina bajita y de mediana edad, que tenía el cabello corto y unos lentes de metal estaba sentada en la cama mirando vagamente la televisión que estaba sobre el escritorio. Se dio vuelta y Melanie quedó boquiabierta. Abuelita. La mujer era la viva imagen de su abuela, que vivía con su familia cuando Melanie era pequeña. Pero el lado izquierdo de la cara del ama de llaves tenía una mancha oscura, horribles moretones acentuados por los puntos negros con los que le habían cosido una cuchillada. Cierta rigidez en su postura hacía pensar que sentía dolor.
Rosario Sangrador se quedó mirando a Melanie de mal talante. En la hostil vaguedad de su mirada Melanie pudo ver el miedo.
“Rosario, quiero que conozca a alguien,” dijo Dan. “Ésta es la señora Vargas, la fiscal. Ella va a poner a los asesinos de Jed Benson tras las rejas.”
Rosario miró a Melanie. “No testifico. De ninguna manera. Mándeme a casa ahora,” dijo Rosario e hizo caso omiso de la mano extendida de Melanie.
Melanie dio unos pasos y apagó la televisión. Corrió un pequeño sillón desde el escritorio hasta los pies de la cama y se sentó frente a Rosario. Dan acercó otro asiento.
“Sra. Sangrador, ¿correcto?” Melanie usó un tono de deferencia, de empatía.
“Ésa soy yo.” Rosario volteó la mirada deliberadamente hacia la ventana, aunque las cortinas estaban cerradas y no había nada que ver. Melanie corrió la silla para colocarse directamente en la línea de visión del ama de llaves.
“Mire, Sra. Sangrador, puedo ver lo asustada que está. Créame, entiendo lo que está sintiendo.”
Rosario miró a Melanie a los ojos con furia, la furia de alguien que ha sido atacado. “¿Cómo puede entender? ¡Esos hombres iban a matarme! Uno de ellos me dijo que si hablo con ustedes, regresa y me corta en trocitos.”
“¿Quién le dijo eso?”
“¡El hombre que mató al Sr. Jed!” Rosario dejó caer la cara entre las manos y alzó los hombros. “¡Yo no les importo a ustedes! ¡Testifico y ellos me matan,” dijo con voz ahogada mientras sollozaba.
Melanie se levantó y le trajo un pañuelo de papel y un vaso de agua. Rosario tomó el pañuelo y bebió el agua a sorbos, mientras se secaba los ojos suavemente, teniendo cuidado de no tocar las puntadas que le surcaban la mejilla. Después de unos momentos, se calló y levantó la mirada.
“Tengo un plan para que esté segura,” dijo Melanie con gentileza. “Podemos sacarla de aquí y llevarla muy lejos, donde ese hombre no pueda encontrarla.”
“¿Ustedes me pagan el pasaje? Porque no tengo mucho dinero.”
“Sí, y no sólo la llevamos sino que pagaremos sus gastos mientras dure el juicio.”
Rosario la miró con una sombra de sospecha. “¿Qué tengo que hacer para eso?”
Melanie la miró a los ojos. “No le voy a mentir, Sra. Sangrador. Tendrá que declarar. Frente al gran jurado ahora y después en el juicio.”
“No. De ninguna manera,” dijo Rosario y negó con la cabeza enfáticamente.
“Mire, estamos en un país libre. Si usted nos pide que la dejemos en paz, lo haremos. Pero entonces no podremos pagar el hotel ni la vigilancia de veinticuatro horas. Ese tipo de protección es sólo para gente que testifica. Si ésa es su decisión, mi caso se verá afectado, pero yo me iré a casa en una sola pieza. Para usted, en cambio, será una sentencia de muerte.”
Rosario se quedó sin aliento y abrió los ojos con horror, sin embargo Melanie sólo le estaba diciendo la verdad. Le estaría haciendo daño si no lo hiciera. Las dos se miraron. Obviamente Rosario sentía pánico. En medio del silencio, el buscapersonas de Dan comenzó a pitar con un aullido lacerante. Dan saltó enseguida y se excusó, y salió al corredor para devolver la llamada.
Cuando regresó, unos minutos después, Rosario tomó aire y dijo: “Está bien. Testifico. Pero usted promete, señorita, me promete, ¿no es verdad? ¿Me promete que estaré segura?”
“¡Sí!” dijo Melanie y luego se inclinó y tomó las manos de Rosario entre las suyas. “Estará bajo protección todo el tiempo. Estará totalmente segura. Tiene mi palabra.”
MELANIE LLAMÓ A LA OFICINA DEL GRAN JU rado desde el hotel y reservó el primer turno disponible, deletreándole al funcionario el nombre de Rosario con cuidado. Rosario rendiría testimonio en la tarde siguiente, a las tres. Entretanto, necesitaba prepararse.
“Muy bien, Sra. Sangrador,” dijo Melanie y apoyó el lápiz en su bloc de páginas amarillas, “dígame qué pasó. Cuéntemelo todo, paso a paso.”
“A las nueve de la noche de anoche, un hombre timbra a la puerta. La Sra. Benson no está y el Sr. Benson está abajo, en la oficina, así que yo contesto.”
“¿Le vio bien la cara?” preguntó Melanie.
“Ah, sí. ¡Nunca voy a olvidarlo!”
Melanie miró a Dan, que se inclinó y sacó de su gastado maletín de lona la carpeta con las fotos de los dos convictos. Antes de que pudiera abrirla, Melanie lo detuvo con la mano.
“No se permiten fotos individuales,” dijo Melanie. “¿Las mezclaste con otras?”
“No es momento para aficionados, querida,” dijo Dan y la miró a los ojos. Después de registrar con claridad lo cálida que sentía la piel de Dan, Melanie retiró la mano. Dan sacó una hoja de papel de la carpeta y se la entregó. Era una fotocopia a color de seis fotografías numeradas, todas de muchachos adolescentes de pelo corto y negro, sin barba y con rasgos finos. La fotografía de Slice estaba en el número cuatro.
“Para nada delatadoras,” dijo Melanie y asintió. “Aprobado. Adelante.”
“Muy bien, Rosario,” dijo Dan, leyendo la fórmula impresa en el reverso de la serie de fotografías, “usted está a punto de ver una serie de seis fotografías que pueden o no contener la foto del individuo en cuestión. El corte de pelo, la barba y el tono de piel pueden variar con el tiempo y la calidad de la foto. Estudie cada fotografía con cuidado y dígame si reconoce a alguien. Tómese todo el tiempo que necesite.”
Melanie contuvo el aliento mientras Dan le entregaba la serie de fotos a Rosario. La fotografía de archivo de Slice era muy vieja. Si Rosario no lo reconocía, eso no significaba que no fuera él, pero podría estropear el caso.
Rosario le arrebató la hoja a Dan, la miró y apuntó el dedo hacia la foto número cuatro. “¡Es éste! Excepto que mucho mayor ahora.”
Melanie soltó el aire. “Muy bien. ¿Qué pasó cuando atendió la puerta?”
“Hablo con él a través del circuito de televisión. Dice que viene a entregar flores para la Sra. Benson. Yo digo: ¿por qué tan tarde? Luego veo que lleva una chaqueta con el nombre de una floristería, así que abro la puerta. Lo dejo entrar. ¡Qué estúpida!” Los ojos de Rosario se llenaron de lágrimas otra vez y éstas comenzaron a correr lentamente, recordándole a Melanie el pasado. Abuelita llorando cuando salió hacia el aeropuerto. Melanie llorando. No, dijo Abuelita, mija, no te sientas mal. No es tu culpa. Tu mami, ella es quien me manda lejos.
“No, Sra. Sangrador, ¡no fue su culpa!” exclamó Melanie. “¡No se culpe! ¡Cualquiera habría hecho lo mismo!” No se culpe, le había dicho a Rosario, aunque ella se culpaba por todos sus problemas. “¿Qué pasó después?” preguntó Melanie en voz alta.
“Empuja la puerta y me agarra. Siento un arma en la mejilla y grito. Luego, pum, me golpea con el arma. Así me hace esto,” dijo Rosario y señaló la cuchillada suturada.
“¿Le dijo algo cuando entró?” preguntó Melanie.
“Dice: ‘Armas problemas y te mato.’ Luego me patea los pies y yo caigo. Me ata las manos con una cuerda, como de bolsas de basura. Muy apretado. Me duele. Luego regresa a la puerta y la abre. Sus amigos entran. Todos llevan máscaras negras, no puedo verles la cara. ¡Ay, Dios mío! Y llevan un perro grande.”
Rosario comenzó a respirar con dificultad y a retorcerse las manos. Melanie le dio unos golpecitos para tranquilizarla y la miró a los ojos, tratando de transmitirle valor. “Está bien. Siga así.”
“Cuatro o cinco sujetos, tal vez, y un gran perro negro. El perro me salta encima, chasqueando los dientes, así.” Con la mano, Rosario imitó el movimiento de unas mandíbulas mordiendo. “Ellos se ríen. Dicen que ya olió mi sangre.”
“¿Estaban armados?” preguntó Melanie.
“Ah, sí. Armas. Todos llevan armas grandes. Como ésa,” dijo y señaló la Glock que sobresalía del cinturón de Dan.
“¿Seguro?” preguntó Dan y sacó su arma y se la mostró a Rosario.
“Sí.”
“Nueve milímetros, semiautomática,” dijo Melanie y anotó algo en su bloc. “Coincide con el casquillo encontrado en la oficina de Benson. Sra. Sangrador, ¿se dio usted cuenta de que llevaran guantes?”
“Ah, sí, y una era noche muy caliente, sí que lo sé. No querían dejar huellas, ¿cierto?”
“Así es. Y ¿qué pasó después?” preguntó Melanie.
“Luego me levantan para que el jefe me haga preguntas. Quiere saber dónde está el Sr. Benson.”
“¿Preguntaron por Benson por su nombre?”
“Ah, sí. Parece como si lo conocen. A veces dicen Jed, a veces, Mighty Whitey.”
“Lo llamaron ... ¿qué? ¿Dijo Mighty Whitey?” preguntó Melanie y anotó algo.
“Sí. Y conocen la casa. El jefe me pregunta: ‘¿Jed está abajo en la oficina?” dice. Pero yo estoy tan asustada que no puedo hablar. Me orino en los calzones. Él se pone furioso y me empuja de nuevo. Me patea, me insulta.” Las lágrimas corrían de los ojos de Rosario y Melanie le apretó el hombro.
“Lo está haciendo muy bien,” dijo Melanie. “Siga así.”
“Está bien. Luego oigo a Amanda. Está gritando. Dicen que van a violarla. Yo estoy en el suelo. Con los calzones mojados, tengo mucho frío. Estoy tan asustada que me pongo a pensar en otra cosa. Mi iglesia. Me pongo a rezarle a Jesús. No recuerdo nada por un rato.”
Melanie guardó silencio por un momento y permitió que Rosario recobrara fuerzas. Luego preguntó con suavidad: “¿Qué es lo que recuerda después?”
“Todo está en silencio. Todos se fueron excepto el grandulón.”
“Hábleme acerca del grandulón. ¿Cómo era?”
“Muy alto, muy gordo. Se llama Bigga. Pero lleva máscara. Nunca le veo la cara.”
“¿Oyó algún otro nombre?”
“Sí. El primero que timbra en la puerta, lo llaman Slice. ¡Después veo por qué!” Rosario dejó escapar un sollozo, los hombros le temblaban.
“¿Por qué?” preguntó Melanie.
“¡Por la manera como corta a Amanda!” Rosario temblaba de arriba abajo.
“¿Eso ocurrió en la oficina? ¿Abajo, en el sótano?” preguntó Melanie.
“Yo no vi. Cuando llego, ¡ya le han quitado los dedos!”
“¿Cómo llegó usted al sótano?”
“Slice llama a Bigga por el walkie-talkie. Dice que le llevan Clorox porque quiere hacer el mismo truco que hizo con el colombiano esa vez.”
“¿Qué truco?”
Rosario sacudió la cabeza con violencia y se cubrió los ojos con las manos, como si así pudiera dejar de ver.
“Está bien, vamos paso a paso. ¿Bigga le pidió que buscara el Clorox?”
“Sí. Me levanta. Le muestro el Clorox en el lavadero. Luego volvemos abajo, pero llega otro hombre.”
“¿Llegó otro hombre? ¿Otro asesino?” preguntó Melanie.
“Sí. Oímos golpes. Está golpeando la puerta con un arma. Bigga abre la puerta y le dice: ‘¿Por qué llegas tarde? Slice está furioso. Cuídate.’ Así fue.”
“Y el otro hombre, ¿dijo algo?”
“Dice: ‘Que se joda ese imbécil. Le diré que yo arreglo el problema, ahora miremos qué está haciendo.’ ”
“¿Llevaba una máscara? ¿Le pudo ver la cara?” preguntó Melanie.
“Se la está poniendo cuando entra. Así pude ver que tiene cabello castaño. Una buena melena color castaño. Como él,” dijo Rosario y señaló los rizos espesos, ondulados y oscuros de Dan. “Así que nos lleva abajo. Conoce el camino. Recuerdo que empuja la puerta de la oficina con el pie. No lleva guantes como el resto.”
Melanie hizo otra anotación. “Eso es buenísimo, Rosario. Detalles como ése realmente nos ayudan mucho. ¿Qué vio cuando entró a la oficina?”
Las lágrimas se rebosaron y nuevamente comenzaron a correr por las mejillas de Rosario.
“Adentro veo al Sr. Jed atado a la silla. ¡Ay, Dios mío, cubierto de sangre! ¡Hay sangre por todas partes! Huele como a los mercados de mi país cuando matan los pollos. El perro también tiene sangre en la boca, así que sé que mordió al Sr. Jed.”
“Ahora dígame: ¿Qué hicieron con el Clorox?”
Las lágrimas comenzaron a correr más rápido. “El Sr. Jed tiene los ojos cerrados. Así que Slice lo cachetea una, dos, tres veces, como para despertarlo, ¿sabe? Le dice, mira esto y luego vas a hablar. Saca una jeringa del bolsillo. Una jeringa grande, como de médico. La llena de Clorox, luego agarra el brazo de Amanda y se la clava. Pone el pulgar en jeringa como si fuera a desocuparla. Luego dice: ‘Oye, Jed, ¿sabes lo que hace el Clorox en las venas? Hablas o la inyecto.’ ”
“ ‘¿Hablas o la inyecto’ ¿Qué significa eso, Sra. Sangrador? ¿Por qué dijo eso Slice? ¿Le estaba pidiendo a Jed Benson alguna información?”
“No sé. No oí esa parte.” Rosario se miró las manos, dobladas sobre las piernas, y respiró profundo. “Le clava la jeringa. Luego veo el brazo de Amanda. Sus dedos.” Habló de manera casi inaudible, casi para sí misma. “¡Ay, Dios mío. Amanda no tiene dedos! Y hay tanta sangre.”
“¿Luego qué pasó?”
“El cuarto empieza a dar vueltas. Veo manchas.”
“¿Vio quién le disparó al Sr. Benson?”
“Tal vez me desmayé. Por lo menos me sentí mareada, cierro los ojos. Así que no veo, pero oigo. Oigo disparo.”
“¿Oyó un tiro?”
“Sí. Sí, estoy segura.”
“¿Alguien dijo algo? ¿Antes o después del tiro?”
“Recuerdo que están discutiendo. Discuten mucho. Luego, ¡bum!”
“¿Qué pasó después?”
“Yo voy corriendo por el corredor, hasta la puerta del sótano. Hay humo por todas partes.”
“¿Vio a alguien más? ¿A Amanda? ¿A Slice? ¿Alguien? ¿Vio cómo salieron o a dónde fueron?”
“No, nada. Lo siguiente que recuerdo es un amable policía ayudándome. Eso es todo. Todo lo que recuerdo.”
Rosario miró a Melanie y suspiró, temblando. Melanie se inclinó y la abrazó. Luego sintió la venda alrededor de la cintura de Rosario, debajo de la ropa. El ama de llaves dio un brinco.
“Ay, lo siento,” dijo Melanie y se apartó.
“Tengo una costilla rota.”
“¡Oh, por Dios, pobrecita! Pero usted es asombrosa. Fue tan valiente. Estoy orgullosa de usted.”
“Está bien, entonces mañana le cuento al gran jurado. ¿Usted va a estar ahí?”
“Por supuesto. Soy yo quien le estará haciendo las preguntas. Igual que hoy.”
“Si usted está allá, no se preocupe, lo haré bien. Ahora quiero descansar. Tal vez tome más analgésicos, veré un poco de televisión.”
“Claro. Y el detective O’Reilly le traerá lo que quiera del restaurante.”
“Me gusta el pescado. ¿Tienen pescado?”
“Rosario,” dijo Dan, “si no tienen, yo mismo voy y le pesco uno.”
DAN ACOMPAÑÓ A MELANIE HASTA EL ASCENSOR, que estaba justo frente a la habitación de Rosario. Melanie presionó el botón. Dan se recostó contra la pared y la miró. Él era más alto de lo que ella había pensado. Llevaba jeans y una camiseta vieja que enfatizaba sus musculosos brazos y los hombros.
“Estuviste increíble allá adentro,” dijo Dan. “No sólo eres otra cara bonita. Realmente convenciste a Rosario.”
“Nunca me subestimes, amigo,” dijo Melanie. Dan olía a limpio, como a jabón. ¿Qué estaba haciendo fijándose en detalles como ésos? Melanie dio un paso hacia atrás.
“Rosario nos dio buena información. Pero esto no me parece una venganza. No tiene sentido,” dijo Dan.
“Estoy de acuerdo. Podría ser que los asesinos conocían a Jed Benson. Querían reclamarle algo o querían algo de él. Tal vez Benson representó a los Blades como abogado y estaba en medio de algo, totalmente independiente del caso de Delvis Díaz. Hablaré con su firma de abogados. Trabajaba con Reed, Reed y Watson.”
“Nunca los oí mencionar.”
“Oh, son de los más grandes. Muy elegantes. También deberíamos entrevistar a la esposa de Benson. No estaba cuando todo ocurrió, pero puede saber algo. Si alguien lo mandó a matar, tal vez hay algún motivo obvio que simplemente no vemos todavía.”
“Lo que me recuerda,” dijo Dan, “que la esposa está en el hospital Mount Sinai con la hija. El que me llamó hace un rato fue Randall. La hija recuperó la conciencia. Deberíamos ir a entrevistarla enseguida.”
“Muy bien. Yo iré, pero tú no puedes dejarla sola a ella,” dijo Melanie y señaló hacia la puerta de la habitación de Rosario.
“Lo sé. Randall lleva veinticuatro horas tratando de conseguir a alguien de la Policía. Con la amenaza terrorista y todo eso, el Departamento no va a enviar a alguien simplemente a cuidar a un testigo de homicidio.”
“Es fundamental tenerla vigilada a toda hora. Está en peligro. Además, se lo prometí.”
“Sí, la vi allá adentro haciendo muchas promesas con mis recursos, señorita.” El tono de voz de Dan era despreocupado, casi coqueto. Dan dio un paso más hacia ella, mirándola, y Melanie se sintió desconcertada por su cercanía. El ascensor se estaba demorando demasiado. Ella volvió a presionar el botón. No te quedes ahí simplemente mirándolo, di algo, cualquier cosa, se dijo a sí misma.
“Ella es la viva imagen de mi abuela. Rosario,” dijo Melanie de repente.
“Ah, entonces ésa es la razón por la que te preocupa tanto protegerla. Te recuerda a tu querida abuelita.”
“No, la quiero proteger porque ella es nuestro testigo. Casi no conocí a mi abuela.”
“¿Murió cuando eras pequeña?” preguntó Dan lentamente. Era evidente que no tenía ninguna prisa por regresar a la habitación.
“Vivía en Puerto Rico. Bueno, vivió un tiempo con nosotros aquí, pero mi mamá la envió de regreso a San Juan de una manera vergonzosa. Dijo que se estaba robando el dinero de la tienda para jugar a los caballos.”
“Ése es el problema de los puertorriqueños. El juego,” dijo Dan. “Con nosotros los irlandeses el problema es la bebida.”
“¡Oye, cuidado, compadre!”
“No te ofendas, princesa, sólo estaba bromeando. No me puedes tomar muy en serio. Pero, mira, no te preocupes. Cuidaré bien a Rosario por ti.”
El ascensor por fin llegó y ella se apresuró a subirse, pero Dan se apoyó contra la puerta para que no se cerrara.
“Y ¿qué más?” preguntó Dan, con tono de charla, como si planeara quedarse allí todo el día.
“Nada, y deja ir el ascensor antes de que actives la alarma. Te veré cuando puedas ir al hospital.”
“¿Qué, no podemos charlar un minuto? Éste es un trabajo muy intenso, tú sabes, y soy más productivo cuando tengo descansos.”
Ella se rió, a pesar de sí misma. Lo necesitaba. “Suficiente. De vuelta a su puesto, soldado.” Melanie empujó la mano de Dan y vio cómo éste le sonreía mientras la puerta del ascensor se cerraba. Un momento, ¿estaba coqueteando? ¿Eso era un coqueteo? Melanie sacudió la cabeza para quitarse de la mente la cara de Dan, pero esta imagen se quedó en sus ojos como cuando uno mira mucho tiempo al sol.
En el estacionamiento, el cielo se veía negro verdoso y el aire se sentía denso y perezoso. Melanie pensó que ojalá ya estuviera lloviendo. Pero el insistente desasosiego que sentía en el estómago no se debía al clima.
Mientras metía la llave en la puerta del auto, se detuvo y miró hacia el horrible hotel que se alzaba frente a ella. Contó cinco pisos y localizó la que debía ser la habitación de Rosario. El hotel estaba prácticamente desocupado; la habitación de Rosario era la única que estaba encendida en el quinto piso. Cualquiera que se parara aquí podría ver eso y hacerse una buena idea de dónde encontrarla.
Melanie revisó el estacionamiento con nerviosismo. Parecía vacío, pero la penumbra creciente y el cambiante viento no le permitían estar tranquila. Sintió olor a humo y miró a su alrededor para localizar la fuente. Una colilla de cigarrillo yacía en el suelo unos autos más allá, todavía prendida. Alguien debía haber pasado por allí hacía pocos minutos. Pero ¿dónde estaba ahora? Melanie no había visto a nadie acercarse al vestíbulo mientras salía. Con el corazón latiendo como loco, abrió la puerta del auto con fuerza, entró y le echó seguro a la puerta. Entonces se quedó con las manos en el volante, diciéndose a sí misma que se calmara. Alguien arrojó una colilla de cigarrillo, pensó mientras le daba vuelta a la llave en el arranque. ¿Y qué? No había razón para pensar que había sido Slice. Probablemente ni siquiera fumaba. Además, Dan estaba vigilando a Rosario. Melanie confiaba totalmente en Dan. Ojalá tuviera razón en eso. Porque no podía imaginarse qué haría, cómo se sentiría, si alguien encontraba a Rosario. Si le fallaba a Rosario. No podía ni pensarlo. Eso no podía pasar.