PARA CUANDO MELANIE REGRESÓ AL CENTRO, LAS calles alrededor de su oficina estaban llenas de automóviles y buses. Era la hora pico, todavía había amenaza de lluvia y todo el mundo parecía ir camino a casa, excepto ella. Atrapada en el tráfico, Melanie esperó con paciencia la oportunidad de entrar al estacionamiento para devolver el auto. Sentía un nudo en el estómago a causa de la angustia. ¿Qué había hecho todo el día? Ni siquiera había llamado a Elsie para pedirle que se quedara más tiempo.
Mientras entraba al edificio, demasiado irascible para conversar, Melanie fingió no ver a Shekeya Jenkins que venía directo hacia ella. Pero Shekeya la vio y la llamó por su nombre.
“¡Oye, Melanie! ¡Mira, me las hice a la hora del almuerzo!”
Melanie no pudo evitar una sonrisa. “Qué bien, déjame ver.”
Estiró la mano y Shekeya le puso la suya encima, con los dedos abiertos. En cada uña había una calcomanía de una paloma blanca que volaba encima de un arco iris multicolor, sobre un cielo azul perla decorado con estrellas.
“¡Uf! Shekeya, ¡son fantásticas!”
“Niña, esa mujer es una artista. Se queda con la mitad de mi salario, pero vale la pena cada centavo.” Shekeya se rio, pero luego se puso seria. “Escucha, tú eres una persona decente, así que te voy a hacer un gran favor. Un consejo: Cuídate de la jefa hoy.”
“¿Más de lo normal?”
“Le pasó algo contigo hoy, niña, definitivamente.”
“¿Por qué?”
“Ni idea, pero acaba de ir a tu oficina como si tuviera un volador en el culo.”
“Ah, grandioso. Justo lo que necesito. Gracias, chica,” dijo Melanie y le apretó el brazo a Shekeya.
Melanie se sintió angustiada todo el tiempo mientras subía en el ascensor, y con razón. El guardia de seguridad activó la puerta blindada para dejarla entrar a su piso. Se abrió directamente frente a su oficina, dejando ver a Bernadette de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, esperándola. Dos colegas de Melanie, Joe Williams y Susan Charlton, estaban cerca de la máquina de fax en la mitad del corredor. Cuando Melanie entró, la miraron con una combinación de conmiseración e incomodidad. Todo el mundo en la oficina parecía saber antes que ella que estaba a punto de recibir un tremendo regaño.
“Hola, Bernadette, ¿cómo está todo?” preguntó Melanie y se notaba algo de molestia en su voz. Lo único que su jefa hacía era dificultar más las cosas.
Bernadette señaló con la cabeza la puerta de Melanie. Melanie entró. Bernadette la siguió y cerró la puerta de un golpe. El histrionismo hacía parte de su repertorio habitual, pero aun así alarmó a Melanie. ¿Cuál podría ser el problema?
“¿Qué demonios crees que estabas haciendo con Amanda Benson?” preguntó Bernadette, mientras las dos se ponían frente a frente en el estrecho espacio que había entre los archivadores y el escritorio. El agotador día, después de una noche sin dormir, había hecho mella en Melanie. Caminó hacia su escritorio y se dejó caer en la silla.
“¿Y bien? Contéstame,” dijo Bernadette, plantándose con firmeza frente al escritorio de Melanie y mirándola desde arriba.
“Randall Walker y yo fuimos a entrevistarla. ¿Cuál es el problema?”
“¿Cuál es el problema?” ¡El problema es que amenazaste a una víctima mientras estaba en una cama de hospital! Por favor, dime que realmente no dijiste que llevarías a esa chica ante el gran jurado.”
“Su madre no quería dejar que nos acercáramos a la niña. Tú habrías dicho lo mismo.”
“No, no lo habría dicho. ¿Cuando la chica tiene ideas suicidas y la madre está tan bien conectada como Nell Benson? ¡Por favor! ¿Crees que eres una heroína? Lo único que estás haciendo es provocarnos una costosa demanda. Usa la cabeza.”
Ya había comenzado, exactamente el tipo de presión que temió Melanie cuando aceptó esta asignación. Estaba acostumbrada a llevar sus casos sin interferencias y eso le gustaba. Normalmente Bernadette no cuestionaba sus tácticas de entrevista. Estaba demasiado ocupada para administrar cosas tan pequeñas como ésa. La verdad es que normalmente Bernadette ni siquiera sabía a quién entrevistaba Melanie.
“¿Acaso Nell Benson te llamó o algo así?” preguntó Melanie, con curiosidad por saber cómo se había enterado Bernadette. “Acabo de salir del hospital hace apenas un rato, y pensé que habíamos llegado a un acuerdo.”
“Pensaste mal. Llamó al teniente Ramírez y armó un alboroto.”
“Pensé que el teniente Ramírez estaba fuera del caso. ¿Qué hace entrometiéndose?” Justo lo que necesitaba: Ramírez todavía tratando de llevar el caso e interfiriendo a través de Bernadette.
“¡Cuidado con lo que dices! Romulado es amigo de la familia y está muy molesto con tu comportamiento. Tu supuesta entrevista fue tan delicada como paso de elefante. ¡Tienes que echarte para atrás, amiga! Si me haces quedar mal, te reasignaré por mal desempeño y eso te seguirá por el resto de tu carrera. ¿Eso es lo que quieres? Porque sabes que no hago falsas amenazas.”
¿Por qué diablos se había hecho esto a sí misma, y en un momento en que su matrimonio era un caos? se preguntó Melanie. El trabajo era su refugio, su salvación, especialmente en momentos de crisis personales. Necesitaba mantener su carrera por buen camino, o nunca podría manejar sus otros problemas. Aun si le costaba trabajo, tenía que apaciguar a Bernadette.
“Mira, Bernadette, entiendo que el teniente Ramírez esté preocupado por el bienestar de los Benson. Yo también lo estoy. Ese maniacol de Slice todavía está suelto. Tiene la reputación de asesinar a los testigos. Acepté esperar a que el psiquiatra de Amanda estuviera presente, pero si espero demasiado, Amanda puede terminar muerta. No tengo intención de dejar que maten a un testigo que está bajo mi vigilancia. Si conoces una mejor manera de manejar esto, por favor, dímela.”
“Más me vale, o todos estaremos en problemas,” dijo Bernadette. “Primero, tienes que calmarte. La chica tiene un guardia veinticuatro horas junto a su puerta, así que deja la histeria acerca del asesinato de testigos. Ella está absolutamente segura. Segundo, tienes que manejar mejor a la familia. Es un asunto de relaciones públicas. Haz un gran alboroto de tu retractación para así hacer parecer que le estás dando a Amanda la oportunidad de fortalecerse un poco y todo lo demás. Como si les estuvieras haciendo un enorme favor. Luego, en uno o dos días, vuelve a intentarlo. Si Nell Benson vuelve a darte problemas, ahí es cuando amenazas con la citación.”
“Lo que digas, Bernadette. Siempre y cuando las dos sepamos que el retraso fue tu decisión. Uno o dos días pueden ser un tiempo muy largo en una investigación como ésta. No quiero que me hagan responsable de las consecuencias.”
La franqueza de Melanie le sonó a Bernadette a insubordinación. Se puso roja como un tomate. “Obviamente no te das cuenta,” siseó Bernadette. “Estas quejas acerca de tu desempeño son muy inconvenientes para mí. Mejor que no me den más o no te gustarán las consecuencias. Así que haz lo que te dije.”
“Está bien.” De repente, el deseo de pelear abandonó a Melanie. Se daba cuenta de que hay batallas que no se pueden ganar ... como cualquier batalla con Bernadette.
Satisfecha, Bernadette giró sobre sus tacones y salió de la oficina.
Melanie se desplomó en su escritorio y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados. Quería llorar, pero tenía miedo de que, una vez que comenzara, no fuera capaz de parar. Cerró los ojos, respirando rítmicamente, tratando de calmarse, pero un fuerte golpeteo en la puerta abierta interrumpió su intento de tener un momento Zen. Levantó la cabeza rápidamente. Maurice Dawson, el guardia, estaba en la puerta con un carrito cargado de cajas.
“Melanie, tengo una gran entrega para ti aquí. Esto no es ni la mitad. Tengo como veinte cajas.”
“¿Qué es?”
“No sé. Viene de 26 Federal.”
El cuartel general del FBI. Debían ser los archivos de la interceptación telefónica que Dan y Randall habían hecho de los C-Trout Blades. No importa. El trabajo era su mejor refugio, se recordó a sí misma otra vez.
“Está bien, gracias, Maurice. Déjalas en el suelo, donde encuentres lugar.”
“Si hago eso, no podrás salir por la puerta.”
“No importa. Como van las cosas, parece que hoy no voy a salir de aquí de todas maneras.”
Maurice se rió, pero Melanie no estaba bromeando.
DESPUÉS DE QUE MAURICE TERMINÓ DE APILAR las cajas y se fue, Melanie miró el reloj. Faltaba un cuarto para las seis, casi la hora a la que Elsie se iba. Aun si Melanie salía en ese momento, ya llegaría tarde. Así que tomó el teléfono y marcó.
“Residencia Hanson,” respondió Elsie.
“Hola, Elsie, soy yo.”
“Vaya, ¿por qué me está llamando a esta hora? ¿No se supone que usted ya debe estar en el metro? No me gusta esto.”
“Realmente lo lamento, pero estoy retrasada. Estoy atrapada en el trabajo. No puedo hacer nada. Steve está en Los Ángeles hasta mañana, así que esperaba que usted se pudiera quedar hasta un poco más tarde.”
“Esta noche no puedo. Necesito que me avise con más anticipación. ¿Quién les va a servir la comida a mis hijos?” Tres de los hijos de Elsie todavía vivían en casa. El menor tenía veintiún años.
“Me da mucha pena pedirle esto, pero ¿no sería posible que pidieran una pizza?” preguntó Melanie.
“A ellos les gusta mi comida.”
“Por favor, Elsie. Se lo voy a compensar y le pagaré el tiempo extra.”
“Así debe ser. Pero aun así no me puedo quedar. No estoy acostumbrada a esto. Si la Sra. Hanson alguna vez tenía un compromiso, me avisaba por lo menos con una semana de anterioridad.”
“Esto no es un compromiso social. Tengo que trabajar. Tengo a mi jefa encima. No es mi culpa.”
“¿Qué manera de tratarme es ésa? La Sra. Hanson nunca me trató de esa manera.”
“Mire, Elsie, de verdad lo lamento. No está en mis manos, créame. Haré algunas llamadas. Los padres de Steve están en Maine, pero trataré de buscar a mi hermana o a mi madre. Tal vez alguna de ellas esté libre hoy. Sin embargo, tenemos que hablar. Estoy bajo mucha presión en el trabajo y voy a necesitar ayuda extra de su parte en las próximas semanas.”
“Ummm,” gruñó Elsie, sin comprometerse a nada.
Melanie colgó, roja de la angustia. Nunca antes había hablado con Elsie acerca de quedarse más tiempo. No había habido necesidad porque Melanie había evitado juiciosamente quedarse hasta tarde desde que había regresado de la licencia de maternidad. Corría a casa para estar con Maya a la hora de acostarse. Pero su horario de oficinista estaba a punto de terminar. Antes de que Maya naciera, Melanie solía trabajar hasta las ocho o nueve de la noche. Cuando tenía un juicio o tenía que entregar un memorial, se quedaba en la oficina hasta las once o más tarde, a veces toda la noche. El trabajo lo exigía. Obviamente Bernadette había notado que ella había bajado el ritmo, y ahora, con el caso Benson, no había manera de que siguiera así. Melanie suspiró profundamente, pues sabía que sus problemas con la niñera apenas estaban comenzando.
Se moría por renunciar y correr a casa a donde Maya. Pero eso no sería justo con su trabajo. Era hora de llamar a su madre o a su hermana. Había estado evitándolas en los últimos días porque no quería que supieran que Steve se había mudado. Ya sabían que la había engañado y no podía soportar más su compasión, pues tenía un cierto matiz de la satisfacción que da ver cómo caen los poderosos. Algo así como, tal vez ella tenía un elegante diploma, pero no era capaz de manejar su propia vida. Como si ellas sí pudieran hacerlo. Casi deseó no haberles contado, pero esa horrible noche en que se enteró, o hablaba con alguien o se volvía completamente loca.
Se merecía el premio a la peor manera de averiguar que el marido la engañaba. De esto hacía casi un mes. Maya tenía cinco meses y por primera vez la niña estaba realmente enferma: tenía fiebre y vómito y estaba ardiendo. Steve estaba en Los Ángeles por su trabajo y Melanie estaba sola con la bebita, preocupada y a punto de llevarla al hospital. Necesitaba que Steve le dijera que estaba bien. Llamó al hotel y le pidió a la operadora que le pasara la llamada. Ya era pasada la medianoche en L.A., pero el teléfono sonó y sonó. Todavía debe estar trabajando, pensó. Así que trató de llamar a la sala de conferencias de la oficina de su firma en L.A., donde él había estado acampando en los últimos días. Contestó una mujer. Melanie nunca supo quién era, pero esta chica tenía sus propios intereses. Lejos de tratar de encubrirlos o proteger los sentimientos de nadie, ella quería que Melanie supiera.
“Ah,” dijo, “usted es la esposa de Steve. Steve y Samantha salieron hace horas. Si no los encuentra en la habitación de él, ensaye en la de ella,” dijo y luego deletreó con cuidado el apellido de Samantha.
Melanie se quedó fría. Las manos le temblaban con violencia mientras marcaba de nuevo el número del hotel y pidió que la comunicaran con la habitación de Samantha Ellison. Cuando ella respondió, Melanie preguntó por Steve con voz tranquila y controlada. Esa puta le alcanzó el teléfono. Él le dijo que la llamaría en un minuto desde su propia habitación. Ella se quedó inmóvil, como una piedra, apenas respirando, hasta que el teléfono sonó minutos después.
Por lo menos él tuvo la dignidad de no mentir ni inventar excusas. Le dijo que había pasado antes una vez, que sólo era sexo, que Samantha no significaba nada para él y que terminaría con ella enseguida. Le dijo que la amaba a ella y a Maya más que a ninguna otra cosa en el mundo y que se odiaba por portarse de esa manera. No podía explicar por qué lo había hecho. ¿Estrés, tal vez? Las cosas estaban difíciles en el trabajo, el nuevo bebé, Melanie ocupada, irritable e inaccesible. Samantha se le había arrojado a los brazos; estaban lejos de casa. Nada de esto lo excusaba, lo sabía. Le dijo que nunca se perdonoría a sí mismo, pero que si ella podía perdonarlo en su corazón, él sería el mejor marido por el resto de su vida. Le dijo que no sabía cómo podría seguir adelante si lo dejaba.
Melanie no pudo perdonarlo. Steve regresó a casa al día siguiente y literalmente se arrojó a sus pies. Ella sólo lo miró, sin derramar ni una lágrima, incapaz de sentir nada, mientras él lloraba. Él salió y le compró un costoso brazalete de diamantes. Ella lo miró con desprecio y le dijo que lo devolviera a Tiffany’s. Después de varios días de este sufrimiento, Melanie se dio cuenta de que necesitaba estar un tiempo sola. Le dijo a Steve que se fuera a casa de sus padres por un tiempo. Él se llevó algunos de sus trajes. Luego volvieron a enviarlo a L.A. Ya hacía casi tres semanas de eso. Desde entonces, él sólo había estado en Nueva York un fin de semana. Ella lo dejó quedarse en el apartamento para que pudiera ver a Maya, pero lo hizo dormir en el sofá. Casi no le habló. Después de que él regresó a L.A., ella filtró la mayoría de sus llamadas. Tenía por los menos cinco mensajes grabados, y la última vez que había revisado, diecisiete mensajes de correo electrónico sin abrir, que estaba pensando borrar. Melanie sabía que no podía seguir aislándose para siempre. Tenían una hija y una hipoteca en común. Ella tenía que tomar una decisión. Pero no podía pensar en el futuro. Todo lo que podía hacer era sentir pena por lo que habían perdido. No podía soportar verlo, pero lo único que deseaba era estar con él, como si nada hubiera pasado.
Podría sentarse aquí y revolcarse en el fango para siempre, pero tenía cosas que hacer. Melanie pensó en llamar a su madre, pero luego rechazó la idea de plano. Su madre quería que ella arreglara las cosas con Steve. No podía enfrentarse a eso ahora. Su madre era a veces demasiado perspicaz para su gusto. Crece, Melanie, los hombres son así. ¿Quién lo sabe mejor que yo? Agradece que él quiera compensarte en lugar de salir corriendo. Si yo fuera tú, tomaría ese brazalete y todo lo que pudiera conseguir de aquí en adelante, y lo haría pagar por cada uno de sus movimientos: No, ella no podía prestarle atención a ese venenoso cinismo. Además, su madre estaba muy ocupada para cuidar niños. Estaba viviendo su segunda juventud, con un lindo apartamento en Forest Hills y un buen empleo como contadora de un floreciente consultorio de dermatología. Se había pintado el pelo de rubio, después de pasar toda la vida con el cabello oscuro. Tenía por lo menos dos novios de los que sabía Melanie y era adicta a las clases de danza. No, Melanie sólo la llamaría en una terrible emergencia.
Sin pensarlo dos veces, Melanie marcó el celular de su hermana.
“¡Diga!” contestó Linda, sin aliento. Se oían pitos de autos al fondo.
“Lin, soy yo. Necesito un favor.”
“Sí, claro, los Manolos.”
“¿Manolos? No, no, soy Melanie.”
“Oh, Mel. Casi no te oigo. Pensé que era Teresa. Esta noche va para una cena de beneficencia y quiere que le preste mis zapatos nuevos de tacón alto con cristales. ¿Puedes creerlo? Pagué quinientos Washingtons por esas bellezas. ¿Cómo está todo?”
“Oye, tengo un problema. Tengo líos en el trabajo, Steve todavía está en L.A. y la niñera está a punto de renunciar si la hago quedarse hasta tarde.”
“Déjame adivinar. ¿Quieres que cuide a Maya?”
“Sí. ¿Lo harías?”
“Oye, querida, no creo que sea una buena idea. Tal vez la deje caer o algo así. Además, más tarde voy a salir con un tipo que me puede conseguir una cita con los programadores de Telemundo. Tú sabes, para desarrollar mi programa.”
Linda trabajaba como periodista de modas y entretenimiento para una cadena de noticias por cable. Era muy buena en lo que hacía. Hacía la tarea, llevaba el mismo estilo de vida que llevaban sus entrevistados, sabía hacer relaciones. Y hablando de eso, Linda nunca salía antes de las primeras horas de la madrugada, y Melanie lo sabía.
“¿A qué hora te vas a encontrar con él?” preguntó Melanie.
“A medianoche, en el centro.”
“¿Medianoche? Llegaré a casa antes de eso.”
“Pero necesito arreglarme el pelo.”
“Usa mis rulos eléctricos.”
“Ummm. Me gustan esas cosas. Le dan volumen a mi pelo. Pero, ¿intentaste con mamá?”
“Está tan brava conmigo en estos días que no soporto ni pensar en verla.”
“Te entiendo, chica.”
“Además, podría demorarse una hora mientras toma el tren. Por favor, Lin, di que sí ... quedaré en deuda contigo.”
“Esto no se va a volver una costumbre, ¿cierto? Porque sabes que no soy muy maternal.”
“¡Es la primera vez que te lo pido!”
“Acompañas a mamá las dos próximas veces a Costco y es un trato.”
“Tú nunca la acompañas, de todas maneras.”
“¿Eso es un no?”
“Está bien, está bien. Vete para mi casa. Elsie está esperando.”
“No es bueno que una mujer le tema tanto a sus colaboradores. Deberías despedirla.”
“Sé amable con ella, por favor. Te quiero, hermanita.”
“Sí, claro que sí,” dijo Linda, se rió y colgó.
MELANIE ENCARGÓ UN EMPAREDADO DE PAVO Y dos tazas de café a la cafetería de enfrente, luego se puso de rodillas y comenzó a leer las etiquetas de las cajas. Tenía sólo una vaga idea de lo que estaba buscando. . . algo, cualquier cosa que la pudiera llevar a una dirección de Slice o Bigga. En el pasado había hecho algunas interceptaciones telefónicas y sabía cómo debían estar organizados los archivos. Pero ésta era una investigación enorme, más grande que cualquiera en la que ella hubiese trabajado, con varios teléfonos interceptados. Descubrir qué teléfonos podrían tener alguna conexión con Slice sin pasar semanas leyéndose todos los documentos era algo que parecía estar más allá de las capacidades de su cerebro recalentado.
Dio un brinco cuando el teléfono sonó. Era el guardia de seguridad del vestíbulo para avisarle que el chico de la cafetería iba subiendo con la comida. Activó ella misma la puerta de seguridad y se quedó esperando junto al ascensor, mientras el estómago le rugía. Ésta sería su primera comida desde el cereal del desayuno. El caso Benson era bueno para su dieta, en todo caso. Había perdido veintisiete libras desde que Maya nació, pero cuando se miraba al espejo, lo único que veía eran las diez que todavía tenía que perder. Y no iban a desaparecer si no comenzaba a aguantar el hambre, para lo cual no era buena, o iba al gimnasio, para lo cual no tenía tiempo.
El chico de la cafetería salió del ascensor y le entregó una bolsa de plástico mojada; ya debía haber comenzado a llover. Melanie le pagó y regresó adentro. Varios colegas estaban por ahí, cerca de la máquina de fax, conversando. Brad Monahan, un fiscal alto y de quijada cuadrada, que tenía un pelo perfecto, como el del muñeco Ken, lanzó una pelota de fútbol directo a la cabeza de Melanie. Ella la desvió con la mano que tenía libre y la pelota rebotó en el piso y cayó debajo de un escritorio cercano.
“Tenías que atraparla, Vargas,” le dijo, de buen humor.
“Tiene las manos ocupadas, tonto,” dijo Susan Charlton, una pelirroja bajita y de cuerpo atlético que estaba recostada contra la mesa del fax, con los brazos cruzados sobre el pecho. Susan era una antigua nadadora olímpica y la única mujer abiertamente homosexual de la oficina. Los mismos policías que le decían en secreto la “Señorita estilo de vida alternativo” le rogaban que trabajara en sus casos porque era como una fiera en los tribunales. Melanie, Susan y Joe Williams—que estaba junto a Brad y Susan—habían comenzado a trabajar en la oficina más o menos al mismo tiempo y habían recibido el entrenamiento básico juntos. Brad era más joven que los otros tres, y era tan ambicioso y competitivo que los demás lo molestaban por eso sin piedad, pero era entusiasta y divertido.
“Estás perdiendo el toque, Vargas,” dijo Brad. “Si no puedes atrapar una maldita pelota de fútbol, ¿cómo vas a dominar una corte judicial?”
“El juego favorito de Brad no es el fútbol,” observó Joe. “Es llevar la cuenta de quién es más macho.”
Melanie sonrió, se agachó y recogió la pelota. Qué carajo, podía tomarse un pequeño descanso, quedarse por ahí un minuto, como en los viejos tiempos. Una cosa que extrañaba desde que Maya nació era la camaradería de esas noches de trabajo hasta tarde en la oficina. Melanie y sus colegas vivían muy ocupados durante el día para conversar. La única oportunidad de verse—de pedir consejo e intercambiar historias—era al final del día, cuando la Corte estaba cerrada y los teléfonos dejaban de sonar. Al salir corriendo todos los días a las cinco y media, Melanie se había apartado de ellos. Ése era el precio que pagaba por ser mamá, un precio que ninguno de ellos entendía. Melanie era la única mujer de la unidad que tenía hijos. Casi ninguno de los fiscales hombres tenía familia tampoco. El trabajo era muy intenso. Era para gente joven, ambiciosa y soltera. La gente que tenía otros compromisos además del trabajo simplemente no podía manejar la presión. Melanie trataba de no pensar en eso, en cómo las dos cosas de su vida que eran buenas—el trabajo y Maya—parecían estar en conflicto.
Melanie hizo el amague de lanzarle la pelota a Brad en la cara; él se rio y fingió que se tapaba con las manos. Ella se le acercó y le entregó la pelota.
“Por lo que he oído, vas ganando el concurso de quién es más macho,” dijo Brad con envidia. “¡El sospechoso de Melanie tiene como veinte muertos encima!” les dijo a los otros.
“¿De verdad?” preguntó Susan. “¿El asesino de Jed Benson cometió veinte asesinatos?”
“Eso es lo que dicen los informantes,” contestó Melanie.
“Y pensar que yo creí ser el mejor cuando trabajé en el juicio de Viad, el Empalador,” dijo Brad. “Sólo mató a cuatro personas. Aunque cortándoles el estómago con un machete, eso debería dar puntos extra, ¿no?”
“Olvidémonos del asesino de Benson. Es la ‘Bruja mala’ la que me asusta,” dijo Joe. “Vimos cómo te emboscó hace un rato, Melanie.”
“¡Cuidado!” dijo Brad, mirando a su alrededor con nerviosismo.
“No te preocupes, yo la vi salir de la oficina,” dijo Susan.
“¿Qué pasó? ¿Estás bien?” preguntó Joe.
“Está encima de mí por el caso Benson,” dijo Melanie.
“Mejor que te haya tocado a ti,” dijo Joe, y la miró con amabilidad a través de sus gruesos lentes. Realmente Joe era un tipo decente. Melanie estaba segura de que debía haberle molestado que ella hubiese obtenido una tarea tan importante, pero Joe nunca le iba a guardar resentimiento. Hijo de un prominente concejal afroamericano, Joe venía de una familia que esperaba que él entrara en la política algún día, pero carecía de la personalidad despiadada para trabajar en eso. Él era un intelectual refinado, tranquilo, casi al borde de la mansedumbre. El momento más famoso de Joe en la Corte fue cuando se desmayó durante un terrible ataque del antipático juez Warner por llegar tarde al tribunal. Él y Melanie se ayudaban con frecuencia, él compartía sus conocimientos en precedentes legales y ella lo ayudaba con los puntos clave de la investigación y la estrategia en el juicio.
Brad miró el reloj. “¿Alguno de ustedes querría ir conmigo a Burger y Brew? ¿A planear la estrategia de mi juicio tomando una cerveza?”
“Suena bien,” dijo Susan. “Estoy lista para recoger mis cosas por hoy y, además, me estoy muriendo de hambre.”
“Lo siento,” dijo Joe, “me están esperando mis papás.”
“¿Y tú, Melanie?” preguntó Susan.
“Nop. Me encantaría, pero tengo mucho trabajo.”
“¿Qué pasó con la Vargas que conocíamos y queríamos? Jamás la vimos rehusar un margarita, ¿verdad?” dijo Brad.
Melanie se rió. “Me estás confundiendo con alguien más. Nunca fui tan divertida.”
“Bueno, no hay mejor momento para empezar que el presente, ¿no es así?”
“Oigan, inútiles, déjenla en paz,” dijo Susan alegremente y le dio con el puño a Brad en el brazo. “Tal vez si dejaras de andar siempre de fiesta, conseguirías los grandes casos. Vámonos.”
“Salgo con ustedes,” dijo Joe.
La puerta de seguridad se cerró detrás de ellos y la oficina quedó más silenciosa y triste que antes.