AFUERA EL CIELO ESTABA NEGRO Y LA CORTINA de lluvia seguía la dirección del viento. El golpeteo del agua contra la ventana era lo único que se oía mientras Melanie buscaba en la caja más cercana algo que leer mientras comía. Sacó al azar la transcripción de una interceptación y la puso sobre el escritorio, donde la bolsa plástica de la comida dejaba escapar un fuerte olor a pepino. Luego de desenvolver el emparedado, le dio un mordisco y masticó la carne seca y sin sabor del pavo. ¡Qué asco! Melanie detestaba la comida desabrida, pero estaba haciendo un esfuerzo por portarse bien. Pensó con nostalgia en las sobras de arroz con pollo que había en su refrigerador. Por suerte no estaban aquí, o las devoraría en diez segundos y se sentiría gorda el resto de la noche.
Melanie buscó la última página de la transcripción para ver la fecha. Certificada casi cuatro años antes por el agente especial Daniel K. O’Reilly, de la Oficina Federal de Investigaciones, decía. Era un nombre tan bonito, Daniel. ¿Qué querría decir la K? ¿Algo irlandés? ¿Kevin? ¿Kieran? Tal vez le preguntaría alguna vez. No, no lo haría. Tenía que tener cuidado con Dan, ella lo sabía. Estaba pasando por una época de crisis en la vida y él era demasiado atractivo. Y dulce. Ay, Dios, cómo era de dulce. No. Deja de pensar en él. La última cosa que necesitaba era un nuevo hombre en su vida. Melanie quería resolver las cosas con Steve, aunque fuera por Maya. Fuera lo que fuera, Steve era un buen padre. Sí, piensa en Maya. Piensa en Maya, piensa en el trabajo. Mantén la concentración. Además, Dan era tan apuesto que probablemente tenía millones de mujeres. Probablemente ella ni siquiera le gustaba.
La transcripción comenzaba con una sección de antecedentes que detallaba el horrendo caso de asesinato contra Delvis Díaz, el fundador de los C-Trout Blades. Melanie la leyó y finalmente entendió la cronología. Hacía ocho años, cuando todavía era fiscal, Jed Benson había encerrado a Díaz por tres asesinatos. Le habían dado tres cadenas perpetuas consecutivas por torturar, mutilar y asesinar a tres adolescentes miembros de la pandilla, a quienes había atrapado robándole drogas. Díaz estaba en la cárcel desde ese entonces. Rebosante de éxito, Jed Benson se había retirado de la oficina y se había ido a trabajar independiente, se había hecho rico y esperaba vivir feliz para siempre. Esperaba nunca volver a saber de Delvis Díaz. Fin de la historia, o por lo menos eso era lo que todo el mundo pensaba hasta anoche.
Entretanto, los C-Trout Blades, ese monstruo de muchos tentáculos, se reagrupó y volvió más fuerte bajo un nuevo liderazgo. Manejaban un gran mercado de heroína que tenía su base en la esquina de Central y Troutman, en Bushwick, en Brooklyn, con armas, cometiendo asesinatos callejeros, robos a mano armada y toda la maquinaria de los carteles de drogas modernos. Dan y Randall habían perseguido a esta nueva generación de C-Trout Blades y habían hecho cantidades de arrestos, con lo cual habían llenado suficientes cajas para colmar su pequeña oficina. Ese caso terminó hacía cuatro años, con interceptaciones, órdenes de allanamiento y redadas que lograron atrapar a cerca de cuarenta miembros de la pandilla. Incluso si Slice y Bigga no eran miembros de la banda hace ocho años, cuando Delvis Díaz fue encerrado, es posible que sí estuvieran involucrados hace cuatro años, cuando Dan y Randall los arrestaron. Si lo estaban, de alguna manera lograron escapar. Pero Melanie esperaba que hubiesen dejado algún rastro enterrado en una de las cajas que tenía al frente.
Melanie recogió las tazas vacías de café y la envoltura del emparedado, las metió dentro de la bolsa plástica y se puso de pie haciendo un esfuerzo. Luego salió al corredor y arrojó la bolsa en el cubo de basura que había junto a la fotocopiadora, para deshacerse del horrible olor a pepino que invadía su oficina. El corredor estaba en completo silencio, el único cuadrado de luz era el que salía de su propia puerta. Regresó a la oficina y se tiró al piso, frente a las cajas, dándole la espalda a la puerta abierta.
Si aprendía más sobre la estructura de la banda, tal vez podría encontrar un atajo hasta los archivos correctos. Revisó varias cajas llenas de documentos con información hasta que encontró una buena descripción general de la banda. El tráfico de drogas de los C-Trout Blades era enorme. Los proveedores, la mayoría de los cuales eran colombianos y dominicanos, llevaban cientos de kilos de heroína pura a bodegas establecidas en su mayoría por los Blades puertorriqueños en apartamentos vacíos ubicados en toda el área de Bushwick. Los Blades operaban ocho o diez bodegas al mismo tiempo, y constantemente cambiaban de lugar para evadir a la policía. En esos apartamentos había grupos de mujeres que trabajaban varios turnos durante todo el día y la noche, bajo la supervisión de un gerente, y que se encargaban de mezclar la heroína pura con ripio y preparar dosis individuales en bolsitas de papel celofán selladas con etiquetas diseñadas especialmente.
Los Blades vendían dos conocidas marcas de heroína. “Poison,” que tenía una etiqueta decorada con una temible calavera en blanco y negro, con el nombre escrito en letras rojas sobre la frente, y “Uzi,” que ostentaba una calcomanía bastante realista de una Uzi, con el nombre escrito en letras negras sobre el cañón plateado. Los drogadictos tienen preferencias de marca, como todo el mundo, y los distribuidores venían de lugares tan distantes como Virginia y Ohio para conseguirles a sus clientes estas famosas marcas.
Cuando había un lote listo, el encargado de la bodega llamaba a varios drogadictos de confianza para que probaran la droga. Si era muy suave, no se vendería, si era muy fuerte, los clientes se irían muriendo como moscas por las sobredosis. Si el lote pasaba la prueba, era enviado a los expendios de los Blades para ser vendido. Los Blades manejaban lugares de venta por toda Nueva York, siendo el más famoso el de Central y Troutman, en Bushwick, donde los vendedores callejeros vendían bolsitas de a diez centavos a miles de adictos. También tenían sitios de venta al por mayor, donde los traficantes de fuera de la ciudad podían comprar paquetes de cien bolsitas para vender en sus mercados. Las enormes ganancias de los Blades por esta gran operación estaban alrededor de los doscientos mil dólares al días, 365 días al año. ¿A dónde habría ido todo ese dinero? se preguntó Melanie.
Dan y Randall habían descubierto la operación por completo. Habían comenzado con un soplón, alguien a quien habían arrestado una noche con drogas y un arma. Camino a la estación, le habían dicho al tipo que tendría que enfrentar una condena obligatoria de diez años o más sólo por posesión de drogas, y cinco años más por el arma. Sus opciones eran limitadas: o soltaba la lengua o se pudriría en la cárcel por el resto de sus días. El sujeto cantó. Lo soltaron bajo fianza y enseguida estaba de nuevo en la calle. La única diferencia era que ahora trabajaba para los federales.
Con el soplón suministrándoles información clave, Dan y Randall solicitaron permiso para interceptar varias líneas telefónicas. La línea más importante era la ubicada en la bodega principal, un apartamento en Evergreen Avenue, en Bushwick, alquilado a nombre de Jasmine Cruz. Jasmine Cruz era una figura de bajo perfil, probablemente la novia de alguien. Aparte de prestar su nombre para alquilar el apartamento y el teléfono, no aparecía mucho en los documentos. Pero el teléfono de Jasmine Cruz era la línea principal de toda la jerarquía de los Blades. Gerentes de alto nivel la usaban todo el día y toda la noche para darle órdenes a toda la organización de los Blades que trabajaba en la calle. Si Slice y Bigga eran miembros de los C-Trout Blades hace cuatro años, pensó Melanie, debían haberlos interceptado hablando por esa línea.
Con esa idea en mente, Melanie se puso de pie y comenzó a buscar en las cajas más información sobre el teléfono de Jasmine Cruz. Encontró una caja marcada TELÉFONO DE JASMINE CRUZ–FOTOGRAFÍAS Y EVIDENCIA DE LA INVESTIGACIÓN y la abrió enseguida. Las primeras carpetas contenían fotografías tomadas por el equipo de investigación después de allanar el apartamento. Melanie ojeó las pilas de fotografías tamaño ocho por diez. Todas mostraban diferentes ángulos de una sala grande en la que sólo había una fila de mesas plegables que iba de lado a lado, formando una burda línea de producción. El apartamento se veía sucio y deteriorado, con las paredes a medio pintar y los bombillos desnudos colgando del techo. En las fotos se veían sillas plegables atravesadas por ahí o tiradas en el suelo, que mostraban lo que había ocurrido. Los ocupantes habían tratado de huir cuando irrumpieron los federales. Algunas fotos mostraban de cerca los materiales de empaque para la heroína: diminutas bolsitas de papel celofán, rollos de etiquetas, dispensadores con codiciadas “cucharas,” las mismas cucharas plásticas blancas de mango largo de McDonald’s para el café, que Melanie recordó de su infancia. McDonald’s las había descontinuado hacía años, pero en el mercado negro siguieron siendo un producto codiciado; las cucharas tenían el tamaño perfecto para una dosis individual y servían para echarla con facilidad en la bolsita. Sobre una mesa en la esquina de la habitación había varias pesas digitales y por lo menos veinte “ladrillos” de un kilo de heroína pura, todavía envueltos en cinta en espera de ser procesados.
Melanie sacó otra carpeta de la caja, marcada FOTOS INCAUTADAS EN EL APARTAMENTO DE JASMINE CRUZ. A diferencia de las fotos grandes y uniformes tomadas por los policías, éstas eran instantáneas de distintos tamaños y calidades, tomadas por los mismo miembros de la banda. Estaban regadas por el apartamento y fueron incautadas como evidencia durante el allanamiento. Melanie se sintió esperanzada ante este típico descuido. A los traficantes de drogas y a los asesinos les encantaba registrar sus hazañas. En incontables ocasiones ella le había mostrado al jurado fotografías del acusado, posando con su arma favorita o sentado frente a una montaña de dinero. El corazón le latía aceleradamente mientras hojeaba con rapidez el contenido de la carpeta, barajando fotografías como si fueran naipes. Aquí podía haber algo.
La mayor parte eran fotografías de hombres jóvenes que ella no reconoció, vestidos con ropa holgada y cubiertos de tatuajes hechos en casa. Algunos aparecían haciendo gestos característicos de la pandilla y otros blandiendo sus armas. Ninguno de ellos era Slice, pero ella no esperaba encontrarlo. Por lo que había oído, nunca había caído en el descuido de dejarse tomar una fotografía. Melanie pasó rápidamente esas fotos, impaciente por encontrar algo mejor.
Luego, cuando iba como por la mitad, encontró varias Polaroids de animales torturados. Primero un gato y un pollo, los dos cuerpos mezclados, en pedazos. Algo en la violencia de esas imágenes le pareció sugestivo, pero no podía decir por qué.
Las Polaroids de un conejo estaban enterradas en el fondo de la carpeta, fueron las últimas que encontró. En la primera, no pudo identificar al animal. La cantidad de sangre la despistó, pedazos de piel en estiércol colorado, imposible de reconocer. Pero la siguiente no dejaba lugar a dudas. La cabeza cercenada del conejo, con una oreja arrancada, encima de un charco de sangre en el piso del apartamento de Jasmine Cruz. La siguiente Polaroid era todavía más clara: el cuerpo diezmado del conejo, sin algunas extremidades. Y en la esquina inferior derecha de esa foto, Melanie por fin vio lo que estaba buscando. Las patas y el hocico untado de sangre de un perro negro que estaba jugando con la cabeza del conejo. El mismo perro. Tenía que ser. El mismo perro negro que Rosario Sangrador había visto, el que había atacado a Jed Benson y le había cortado la garganta. Ese perro estaba en el apartamento de Jasmine Cruz. Alguien allí lo había enseñado a matar y había tomado estas fotos a manera de recuerdo de esas lecciones. Melanie le dio la vuelta a la foto. En el reverso, garabateada en marcador negro, con una letra torcida e infantil, estaba escrita la frase NO JOKE. Melanie la interpretó como un mensaje de perversas intenciones y sintió un escalofrío de miedo que la recorrió de arriba abajo.
¿O tal vez el escalofrío fue real? Inclinada hacia delante, con el pelo cayéndole sobre los hombros, Melanie sintió que una suave corriente de aire le rozó la nuca. No oyó ningún ruido ni percibió cambio alguno en la luz. Pero el movimiento del aire le dijo que había alguien parado en el umbral de su puerta abierta, observándola en silencio. Conocía esa sensación. Era una sensación inolvidable. Quedarse congelada, paralizada, mientras algo peligroso la acechaba por detrás. Su papá hizo lo que pudo para advertirle. “¡Corre, Melanie! ¡Tiene una pistola!” Ella trató de huir, pero el hombre era demasiado rápido. Antes de que se diera cuenta, sintió que las piernas le salían volando y la alfombra le embestía la cara. El relámpago, el trueno del balazo. “¡Papi, noooo!”
En ese momento, ella sabía que había alguien detrás. Quien quiera que fuera debía haber estado allí desde hacía rato, mientras ella estaba absorta examinando las fotos. Ella sabía que la mejor opción era enfrentarlo espontáneamente. ¿Para qué proclamar su miedo haciéndose la que no se había dado cuenta? Lenta e intencionalmente, Melanie hizo acopio de valor y se dio la vuelta para ver a la persona que estaba parada detrás de ella.