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EL AVISO DE NEÓN AZUL METÁLICO QUE HABÍA AL frente de la tienda titilaba como un ojo que se abría y se cerraba. ENVÍOS, LLAMADAS, BÍPERES. Entre y envíe su dinero, llame a su contacto en casa sin que los federales lo escuchen, consiga un nuevo buscapersonas para sus negocios importantes. En este hervidero peligroso de la Avenida Corona, todo el mundo necesitaba los servicios de esa tienda. A las nueve de la noche normalmente el lugar estaría repleto, pero hoy estaba cayendo un aguacero.

Dan O’Reilly se detuvo frente a la ventana y dejó el motor andando, mientras observaba a través de la lluvia quién estaba trabajando. Un sujeto robusto y con la cabeza rapada estaba detrás de la registradora. Pepe, el dueño. Bien. Confiaba suficientemente en Pepe como para tener la cita aquí. Dan manejó varias cuadras hacia el norte y después al oeste antes de encontrar un espacio lo suficientemente oscuro para estacionar y luego corrió de nuevo hacia la tienda, cubriéndose de la lluvia con un ejemplar del Daily News. No tenía un paraguas. Hacerle ese tipo de concesiones al clima, como protegerse de cualquier inclemencia del tiempo, le parecía una debilidad. Era la clase de sujeto que se golpeaba la cabeza contra una pared de ladrillo, luego retrocedía, evaluaba los daños y volvía a golpearla con más fuerza. Toma lo que la vida te da, mantén la boca cerrada, sigue adelante, así es como se comportan los hombres. La recompensa llega cuando uno está en el cielo.

Corrió a través del callejón que había detrás de la tienda y se deslizó por los resbalosos escalones de cemento que conducían al sótano, mientras maldecía. Húmedo y sucio, el sótano sólo estaba iluminado por una única bombilla desnuda que colgaba en medio de la habitación. Dan hizo caso omiso de los ruiditos que salían de las esquinas en penumbra y atravesó, con la cabeza gacha. Desafortunadamente, entrar por la puerta delantera no era posible. En su cara, en su contextura y en la manera de moverse se notaban los rastros de tres generaciones de policías, como si estuviera cargando un arma aunque no llevara una. En este vecindario la gente se daba cuenta de todo eso con una sola mirada. Si lo veían entrar por la puerta del frente, el negocio de Pepe estaría acabado a la mañana siguiente, y Pepe muerto.

Dan subió las escaleras hasta el primer piso y se de–tuvo a buscar algo en su pesado llavero. Encontró la llave correcta al tercer intento y entró a una oficina grande que ocupaba todo el ancho de la tienda. La oficina servía como depósito de aparatos electrónicos. Cajas abiertas y artefactos en distintos estados de deterioro ocupaban cada centímetro. Un escritorio de metal arrimado a una esquina crujía bajo el peso de una montaña de facturas y papeles. Dan caminó a través de la basura hasta la puerta que llevaba a la parte delantera de la tienda.

Entreabrió un poco la puerta para espiar a Pepe, que estaba sentado en una banca, de espaldas a él y frente a un mostrador de vidrio que contenía teléfonos celulares y buscapersonas. La mujer desnuda que Pepe tenía tatuada en la nuca se movía sobre gruesos rollos de grasa, mientras Pepe miraba un programa en español en una pequeña televisión y sacaba algo de una bandeja de papel de aluminio que tenía bajo la quijada. La comida olía bien. Dan se estaba muriendo de hambre, pero no había nada que pudiera hacer al respecto en este instante. Tal vez saldría de esto rápido y podría comer algo después. Sólo tenía un par de dólares en el bolsillo después de haber pagado en el hotel el servicio a la habitación de Rosario, pero por aquí uno podía comer algo decente con ese dinero.

El hecho de que no hubiese nadie frente al mostrador no quería decir que las cabinas telefónicas estuviesen desocupadas. No había vigilado tanto tiempo como para estar seguro. Así que abrió la puerta con cautela y susurró:

“Oye, Pep.”

Pepe giró rápidamente y saltó de la banca, mientras buscaba con la mano en el cinturón y la comida se caía al piso haciendo un estruendo.

“¡Dios mío, hermano, me asustaste! ¡Casi saco mi fierro y te quemo!”

“Lo siento.”

“De verdad que lo sentirías si te mato. ¡Mierda! ¡Mira mi empanada!” Pepe sacó unas toallas de papel de un cajón y comenzó a limpiar el reguero del suelo, mientras sacudía la cabeza. “¡Maldita sea, ésa era toda mi comida!”

“Oye, no me jodas. Yo te mandé un maldito mensaje para avisarte y tú no me devolviste la llamada. ¿Qué tipo de cooperación es ésa?”

Pepe era lo suficientemente perspicaz como para hacer caso omiso del tono de agresividad en la voz de Dan. Dan no estaba loco como algunos de ellos, pero haría lo que fuera necesario para mantener el control de la situación. Y Pepe no necesitaba problemas.

“¡Cálmate, cálmate, hermano, calmémonos! Estoy un poco eléctrico, eso es todo. Tuvimos unos atracos en la cuadra. ¿Estás aquí por el cuarto?”

“Sí, lo necesito tal vez por un par de horas.”

“Claro, no hay problema. ¿A quién estoy esperando?”

“A un puertorriqueño, corpulento. Usa el pelo en rastas amarradas con un pedazo de tela.”

“Listo.”

Dan cerró la puerta, se devolvió y se sentó en la gastada silla de cuero giratoria que estaba detrás del escritorio. Se acurrucó en la silla para guardar su calor corporal, tratando de calentarse un poco. Tenía los pantalones y la camisa empapados. Se pasó las manos por el pelo mojado para quitarse de encima el exceso de agua. Había tirado el periódico empapado en una caneca al entrar, así que no tenía nada que leer mientras esperaba. Pero no le importó. Todo el día lo habían perseguido, como perros del infierno, ciertos pensamientos. Ahora se entregó a ellos, aliviado de rendirse por fin.

Esta mujer que acababa de conocer lo había impresionado y simplemente se sentó allí a pensar en ella. Cómo era, su voz, las cosas que decía. Su olor. El perfume que usaba olía a rosas. Hacía un rato, cuando estaban esperando el ascensor, se sorprendió cuando casi se inclina sobre ella para sentir el aroma de su pelo. Al recordarlo, Dan se rio en voz alta en medio de la habitación vacía. Patético, ¡qué imbécil tan grande! Tan pronto la conoció, quedó impresionado simplemente por su apariencia. Esas chicas latinas de pelo negro eran las más hermosas. Lo asustaban, pero lo dejaban fuera de combate. Luego leyó los diplomas que colgaban de la pared y la escuchó hablar, y se sintió perdido. ¡Carajo, cómo era de inteligente!

Esto nunca le había pasado. Las mujeres lo perseguían, pero desde Diane se sentía más cómodo solo. Iba al gimnasio, sacaba al perro, trabajaba como un maldito loco, ése era más o menos un resumen de su rutina. De vez en cuando se emborrachaba y terminaba en la cama con alguna chica que había conocido en un bar. Se deprimía tanto después que no era capaz de mirarla a la cara. Y si ella lo localizaba, si llamaba, él enseguida la trataba con indiferencia, antes de que la relación llegara a alguna parte. No podía evitarlo. Estaba comenzando a pensar que se quedaría solo para siempre, aunque se veía con una linda esposa y una casa llena de niños en alguna parte, tal vez en Jersey, o Rockland.

Y de repente, de la nada, la encuentra. Sólo tenía un día de conocerla y ya estaba inventando excusas para pasar más tiempo con ella. ¿Estaría trabajando hasta tarde hoy? ¿Podría darse una vuelta por allí después y decir que quería ver si las cajas con la información de la interceptación telefónica habían llegado bien? Sabía que era una locura. Estaba casada y tenía un bebé, por Dios. Aun si no había pisado una iglesia desde el divorcio, todavía era católico de corazón. Debía actuar como tal, esforzarse más por resistir. Pero no creía que fuera capaz. No eran sólo su apariencia y su inteligencia, había algo más en ella que no se sentía capaz de resistir. Algo en sus ojos que reconoció cuando se conocieron, como la soledad que veía en los suyos cada vez que se miraba al espejo. Esa sensación de que ella lo necesitaba era lo que lo había atrapado.

Dan se sentó allí a pensar en Melanie Vargas, y ni siquiera trató de contenerse, así estaban de mal las cosas, la idea lo había superado por completo. Cuando miró el reloj, supo que ese idiota no iba a aparecer. Suspiró y se sacó del bolsillo un pedazo de papel húmedo. Hizo a un lado algunas carpetas para destapar el teléfono que había sobre el escritorio. Marcó el número de buscapersonas que tenía escrito en el papel, luego marcó el número de la tienda, seguido de su código personal y 911. Para su sorpresa, a los pocos minutos sonó el teléfono. Dan levantó el auricular.

“Oye, Bigga,” dijo, “¿dónde diablos estás?”