21

CUANDO MELANIE LLEGÓ A SU OFICINA, DAN Y Randall estaban estacionados al frente, esperándola. Randall se bajó del asiento del copiloto y lo empujó hacia delante.

“No sólo no quepo atrás, sino que me da miedo meterme ahí,” dijo con una sonrisa socarrona. “Y eso es después de casi veinte años de estar en este trabajo.”

Melanie observó el asiento trasero del auto, estrecho y atiborrado de ropa, periódicos y tazas de café vacías. “¡Caramba!” dijo.

“Sí. Hemos recibido informes de presencia de animales,” dijo Randall.

“Me están matando de la risa,” gruñó Dan desde el asiento del conductor. Se bajó y le dio la vuelta al auto, llegó hasta donde ellos estaban, recogió una cantidad de ropa y basura y la arrojó al baúl del auto. Estaba recién afeitado y llevaba pantalones de dril cuidadosamente planchados y una camiseta limpia. Melanie se preguntó si habría planchado él mismo los pantalones esta mañana para darle gusto. Luego Dan regresó, sonriendo.

“¿Te parece bien así? De él no me sorprende, es un cobarde remilgado. Pero tú,” le dijo Dan a Melanie, mientras la miraba directo a los ojos, causándole un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo, “pensé que tenías nervios de acero. Anoche te persiguió un asesino a sangre fría en el archivo y lo hiciste mejor que ahora.”

“Soy muy quisquillosa con la mugre.”

“¿Por qué no me sorprende? ¿No te dije que eras muy exigente?”

Randall miró a uno y a otro, una y otra vez. “¿Hay algo aquí que no sé y debería saber?”

Melanie se subió al asiento trasero mientras pensaba que lo mejor sería ponerle punto final a esto. La gente lo estaba comenzando a notar y no era bueno para ninguno de los dos.

“Oye, Randall, no estabas bromeando. Definitivamente hay pelos de animal aquí,” dijo, quitándose unos pelos amarillentos de sus pantalones negros.

“Mi perro, Guinness,” dijo Dan, cuando se subió de nuevo al auto.

“A veces creo que a O’Reilly le gusta más ese perro que la gente,” dijo Randall. “Los irlandeses son raros en eso. A nosotros los negros no nos gusta asociarnos con animales.”

“Randall, mejor será que no estés insinuando nada sobre mi perro.”

“No es sobre tu perro, hijo, eres tú el que me pone a dudar.”

“Conozco la clase cuando la veo. Guinness es un golden retriever puro. Puede que no sean los perros más inteligentes del mundo, pero son honorables y sinceros. Que es más de lo que se puede decir de la mayoría de la gente. ¿Te gustan los perros?” preguntó Dan, mientras miraba a Melanie por el espejo retrovisor.

“Síii.”

“Tal vez lo conozcas algún día.”

“Tal vez,” dijo Melanie con un tono antipático. Dan miró hacia otro lado enseguida. A Melanie le dolía mucho herirlo, pero era por su propio bien. Con anillos o sin ellos, ella todavía estaba casada y no era buena candidata para una nueva relación. Melanie se preguntó cómo había podido llegar esto tan lejos en un solo día.

“Ay, ¿podrías mirar la calle, por favor?” dijo Randall, cuando Dan se salió del camino y casi golpea a otro auto. Un incómodo silencio se instaló entre ellos y se extendió mientras se aproximaban a tomar el West Side Highway.

“Entonces,” dijo Melanie, en un intento deliberado por romperlo, “Dan, ¿le contaste a Randall de lo que encontré anoche cuando revisé sus archivos viejos? La llamada telefónica entre Jasmine Cruz y el hombre no identificado?”

Dan se quedó callado, como si la carretera requiriera toda su atención.

“Sí, O’Reilly me contó sobre todo el incidente. Veníamos hablando de eso cuando veníamos a recogerte, hace un rato, cuando él todavía hablaba.” La mirada de Randall tenía una mezcla de preocupación y de burla.

“Decídete. Hace un minuto estaba hablando demasiado y no estaba conduciendo correctamente,” dijo Dan.

“Está bien, aquí viene. Me alegra tenerte de vuelta, hijo. Ésta es mi opinión personal, Melanie: no puedo creer que haya sido Slice quien sacó las cosas de tu bolso. Estoy familiarizado con la seguridad de tu edificio y no creo que sea posible que él haya entrado. Por lo menos no sin contar con ayuda interna.”

“Eso es exactamente lo que dije. ¡Debe haber tenido ayuda interna! Deberíamos investigar eso, tal vez conseguir el libro de registro de la portería.”

“No, no. No estoy diciendo que Slice tuviera un contacto adentro, sino que no fue Slice el que estuvo anoche en el sótano. No me gustan las teorías de conspiración. Por lo general la explicación más normal es la correcta.”

“Entonces, ¿quién pegó la cinta en la cámara de seguridad?” preguntó Melanie. ¿Quién se robó la evidencia de mi bolso?”

“Algún empleado de bajo perfil del edificio, que hace pequeños robos para incrementar sus ingresos.”

“¿Y se lleva una grabación, una transcripción, Polaroids de animales torturados y treinta dólares? ¿Pero deja tarjetas de crédito y cheques? Para mí, el dinero es un pretexto. Era la evidencia lo que estaba buscando,” dijo Melanie.

“¿Por qué un empleado del edificio querría la evidencia?” preguntó Randall.

“Porque no era un empleado. Por eso digo que fue Slice, o alguien cercano a él.”

“No, no me convence. Me atengo a la teoría de Ramírez de que éste fue un golpe de venganza, simple y llanamente. Si queremos respuestas, debemos hacer exactamente lo que estamos haciendo ahora: ir a entrevistar a Delvis Díaz. Díaz es el único vínculo conocido entre Jed Benson y los Blades, así que, en lo que a mí respecta, ése es el ángulo más probable.”

Melanie miró a Dan a través del espejo retrovisor. “¿Ésa también es tu posición?” preguntó, mientras los ojos le brillaban.

“Estoy de acuerdo contigo en que vale la pena investigar lo de la grabación. Estoy tratando de encontrar una pista que nos conduzca al paradero de Jasmine Cruz. Aunque no sepa nada más, es probable que sí sepa dónde está Slice. Y el registro de las llamadas de Benson debe llegar hoy. Si había alguna relación entre Benson y Jasmine Cruz, aparecerá en ese teléfono.”

“Supongo que eso es justo,” dijo Melanie, de mala gana.

“Muy bien, entonces asunto cerrado. ¿Algo más?” preguntó Dan.

“Pues sí. Di un paseo interesante esta mañana, camino al trabajo.”

Melanie les contó sobre la cinta de video que había tomado del apartamento de Sarah van der Vere.

“Hay que adorar a una fiscal que no se complica con una orden de allanamiento,” le dijo Dan a Randall.

“¡Ay, Dios, tienes razón!” exclamó Melanie. “¿En qué estaba pensando? Estaba tan concentrada jugando a los policías y ladrones que me dejé llevar por completo.”

“También me ha pasado,” dijo Dan, con una sonrisa.

“Yo tampoco me preocupo mucho por la Cuarta Enmienda,” dijo Randall.

“¿Qué debo hacer? ¿Devolverlo?” preguntó Melanie, sintiéndose de verdad molesta consigo misma. Hacer algo tan poco cuidadoso ... ése no era su estilo.

“¿Y qué?” preguntó Dan. “¿Llamar a la puerta y decir: ‘Mira, ésta es la cinta que me llevé de tu casa. Ya terminamos con ella’? Acabarías con toda nuestra investigación.”

“¡Pero no será admisible en la Corte sin una orden!” protestó Melanie. “Y cualquier pista que derivemos de allí será fruto del árbol prohibido y también será inaceptable. Aunque sólo contra Sarah van der Vere. Y sólo si ella termina convertida en acusada.”

“¿Ves?” dijo Dan. “No hay problema. Sarah puede ser una estrella del cine porno, pero apostaría lo que fuera a que no es la asesina de Benson. Así que voto porque veamos la cinta.”

“¡Yo también me anoto para esa tarea!” bromeó Randall. “Mi mujer no me deja ver películas pornográficas en casa.”

 

RANDALL HABÍA LLAMADO CON ANTERIORIDAD, así que en Otisville los estaban esperando. Una mujer corpulenta de la Oficina de Enlace, con un corte de pelo de moda y pintado de rubio platinado, los recibió en la máquina de rayos X. La etiqueta con su nombre decía LEONA BURKETT, pero ella no se molestó en presentarse.

“Entreguen sus teléfonos celulares y sus armas,” les ordenó Leona, mientras masticaba goma de mascar. Les dio recibos por las cosas que habían entregado y les puso unas etiquetas adhesivas con sus nombres en la ropa. Luego los condujo por una serie de oscuros corredores y ascensores, y cada rato se oía el sonido de puertas metálicas cerrándose tras ellos. Los pantalones de poliéster del uniforme de la mujer resaltaban sus enormes caderas, mientras caminaba dificultosamente delante de ellos, y las llaves que llevaba en el cinturón tintineaban.

“Esperen aquí,” gruñó la mujer, mientras abría una puerta metálica de color gris y los hacía entrar en una pequeña sala de entrevistas. “El prisionero subirá pronto.” Cuando salió, cerró la puerta por fuera, dejándolos encerrados adentro.

La sala, cerrada y sin ventanas, excepto por un pequeño panel de vidrio blindado instalado a la altura de la cara en la puerta, no tenía más que un maltratado escritorio metálico sobre el que había un teléfono rojo y tres ruinosas sillas giratorias. Tenía el aire acondicionado al máximo y estaba iluminada por una luz fluorescente que titilaba.

“No hay suficientes sillas,” dijo Melanie.

“Está bien, siéntate tú,” dijo Randall y le alcanzó a Melanie una silla con elaborada cortesía. “Te debo una por venir en el asiento trasero hasta aquí.”

“Pero no crean que voy a ser tan colaboradora al regreso,” bromeó Melanie.

La réplica mordaz de Randall fue interrumpida por el sonido de otra llave en la puerta.

La puerta se abrió y entraron dos guardias fornidos y pálidos, que traían a Delvis Díaz. Díaz estaba esposado de pies y manos, pero caminaba con dignidad. Todo en su apariencia, desde la quijada cuadrada hasta los ojos entrecerrados y la postura erguida decía ¡Jódase!, a cualquiera que quisiera escucharlo. Bajito, robusto y con buen físico, Díaz todavía usaba el pelo lacio y negro al estilo de los pandilleros de la década anterior: largo, agarrado en una cola de caballo arriba y afeitado debajo. Vestido con el uniforme naranja brillante de la prisión, llevaba alrededor del grueso cuello el rosario de pepitas verdosas de plástico que se les permitía usar a los reclusos, diseñado para volverse trizas si alguien trataba de estrangular al compañero de celda.

Uno de los guardias le quitó las esposas a Díaz, le puso una mano en el hombro y lo empujó hasta sentarlo en la silla, mientras amarraba la esposa derecha al brazo metálico de la silla.

“Parece que es tu día de suerte, Delvis,” dijo el otro guardia con picardía, mientras miraba a Melanie de pies a cabeza.

“Cuidado con lo que dice, amigo,” le advirtió Dan.

El guardia se encogió de hombros, como diciendo ¿Cuál es tu problema? pero no dijo nada.

“Usen el teléfono cuando terminen. Nosotros contestaremos,” dijo el otro guardia. Luego salieron y cerraron la puerta.

“Los canallas que trabajan en estos lugares,” murmuró Dan, moviendo la cabeza.

Díaz miró a sus visitantes con beligerancia. “¿Quién demonios son ustedes?”

A manera de respuesta, Dan y Randall sacaron sus placas. Melanie se sentó al otro lado del estrecho escritorio, frente a Díaz, sacó sus credenciales del portafolios y se las pasó. Díaz las tomó con la mano izquierda, las miró despectivamente y se las tiró de vuelta.

“Digan lo que tengan que decir, porque están interrumpiendo mi hora de ejercicio,” dijo con irritación.

“Pensamos que tal vez usted querría ayudarse un poco,” dijo Melanie suavemente, inclinándose un poco en su silla para poder establecer mejor contacto visual.

“Sí, ¿cómo? ¿Entregando a esos imbéciles que se hacen mamar la pija de las reclusas de la unidad de mujeres?” El gesto que hizo hacia la puerta parecía implicar a los guardias que acababan de salir. “No me necesitan para eso. En este lugar todo el mundo lo sabe.”

“Vinimos a hablar con usted acerca del asesinato del hombre que lo acusó, Jed Benson,” dijo Melanie, mientras lo miraba a los ojos. Díaz le devolvió la mirada, desafiante pero calmado, mientras la estudiaba e inclinaba la silla un poco hacia atrás. “Por su expresión veo que no le sorprende oír que el señor Benson fue asesinado, ¿cierto?”

“Lo que se hace, se paga,” dijo Díaz y sonrió con malicia.

Melanie intercambió una mirada con Dan y Randall. Evidentemente este sujeto odiaba a Benson con pasión. Tal vez debería tomar con más seriedad la teoría de Rommie Ramírez de la venganza. Al menos debía tratar a Díaz como posible sospechoso. Melanie sacó de su portafolios un formulario y un bolígrafo y se los pasó a Díaz a través del escritorio.

“Éstos son sus derechos. Si no puede leer, el agente O’Reilly puede leérselos. Ponga una inicial al pie de cada párrafo para mostrar que entiende y firme abajo.”

“Puedo leer. Y conozco mis derechos.”

Díaz no hizo ningún movimiento para tomar el papel y en cambio comenzó a mecer la silla hacia delante y hacia atrás con suavidad. Con su larga experiencia del sistema legal, seguramente sabía que Melanie necesitaba su firma para renunciar a sus derechos. Sin la firma, cualquier confesión que hiciera podría ser descartada en la Corte. Díaz siguió meciendo la silla, como si estuviera aburrido, y no dijo nada. Melanie decidió ponerse más agresiva.

“No le voy a mentir, Delvis. Es uno de los sospechosos del asesinato de Jed Benson. Algunas personas piensan que usted lo ordenó,” Díaz se rió burlonamente. Melanie esperó con calma a que Díaz terminara de reírse y continuó hablando en el mismo tono. “Estamos trabajando en el caso y le prometo que vamos a encontrar al asesino. Y no me refiero sólo al que disparó, sino a todos los involucrados, incluyendo a quien dio la orden. Hemos designado un rato en nuestras agendas para venir hasta aquí y escuchar su versión de la historia. Debería verlo como una oportunidad.”

“Olvídense,” dijo Díaz y se rió de nuevo, mientras mecía más la silla. “Acúsenme. Me importa un culo. Ya estoy cumpliendo tres cadenas perpetuas.”

“Los tiempos han cambiado, Delvis. Hace años, cuando usted fue acusado de asesinar a los chicos de Flatlands, la pena de muerte casi nunca se aplicaba. Pero ahora es distinto. Sería bastante fácil convencer a un jurado de imponérsela a alguien que tiene tres cadenas perpetuas y sigue matando.”

La silla dejó de mecerse y las patas delanteras se apoyaron en el piso. Díaz se enderezó y miró a Melanie con intranquilidad.

“Y ahora que tengo su atención, ¿qué tiene que decirnos?”

“Yo no lo hice.”

“Volvamos a empezar. No estaba esperando una confesión completa de entrada. Obviamente usted no lo hizo con sus propias manos, ya que lleva ocho años encerrado. Entendemos eso. Pero estamos buscando a los tipos que están afuera, a los que tiraron del gatillo. Usted se podría ayudar entregándolos y diciéndonos dónde encontrarlos.”

“Ya le dije. Soy inocente. No tengo cómplices afuera, porque no cometí el crimen. Piense en esto. ¡Hace mucho tiempo! Claro que detestaba a Benson, y me alegra que esté muerto. Ese maldito bastardo me tendió una trampa. Pero si yo lo hubiera querido eliminar, ¿por qué hacerlo ahora? ¡Lo habría hecho hace años!”

Dan y Melanie se miraron. Díaz acababa de confirmar una idea que ellos habían discutido antes. La venganza normalmente tiene lugar cuando el impacto de la condena todavía está fresco. No años después, cuando la mayoría de los reclusos se han resignado a cumplir su sentencia. Ése era el mayor problema con la teoría de la venganza. No obstante, aparentemente Randall pensaba otra cosa. No creía ni una palabra de lo que había dicho Díaz.

“Supongo que ahora nos vas a decir que tampoco mataste a los chicos de Flatlands,” dijo Randall con ironía, mientras hacía sonar los nudillos. Melanie le lanzó una mirada de advertencia. Indisponer a Díaz en este punto de la entrevista le parecía contraproducente.

“De hecho, así es. Los conocía, trabajaban para mí, pero yo no los maté.”

“¡Pffft!” resopló Randall. “Todos los malditos asesinos que he conocido dicen que son inocentes. Si les prestáramos atención a estas escorias, todas las cárceles estarían vacías.”

Díaz miró a Randall con rabia, pero se quedó callado. Y Randall seguro habría seguido, pero Melanie levantó una mano en señal de silencio, pues no quería provocar más a Díaz.

“Es natural que el detective Walker se muestre un poco escéptico,” dijo Melanie, “ya que un jurado lo condenó a usted por el asesinato de los chicos de Flatlands. Pero estamos muy interesados en oír lo que usted tiene que decir sobre ese juicio. Como dije, estamos aquí para escuchar su versión de la historia.”

“Tal vez yo también esté ‘un poco escéptico,’ ” dijo Díaz. “Llevo años hablando de ese juicio y nadie me escucha. Fue un maldito complot. Si usted quiere oír sobre eso, está bien, hablaré. Si no, me voy a hacer ejercicio.”

A Melanie le pareció auténtico el tono de amargura y resignación de Díaz. Fuera cierto o no lo que había dicho, Melanie estaba comenzando a pensar que por lo menos él sí lo creía.

“No puedo hablar por nadie más,” dijo Melanie, mientras le lanzaba una mirada a Randall, con la esperanza de que captara el mensaje y se quedara callado, “pero le aseguro que quiero oír lo que tiene que decir.”

Díaz miró a Melanie a los ojos de manera inquisitiva. Claramente estaba evaluando si podía confiar en ella. Melanie le devolvió una mirada segura y pacìente, y a través de su mirada, trató de transmitirle que lo escucharía sin interrupcìón. Sin embargo, Díaz no dijo nada.

“¿Qué quiso decir cuando dijo que fue un complot?” preguntó Melanie.

“¡Oh, vamos!” exclamó Randall.

“¡Randall!”

“Esto es una maldita pérdida de tiempo. ¡Pensé que habíamos venido aquí a trabajar!”

“¡Él no quiere que yo diga nada,” dijo Díaz enseguida. “Probablemente sabe que mi condena fue una farsa. ¡Una maldita conspiración, eso es lo que es! ¿Usted sabe quién fue el principal testigo en mi juicio? No lo sabe, ¿o sí?”

“¿Quién?” preguntó Melanie. Su intuición le decía que se acercaba algo grande.

“¿Ha oído hablar de ese chico Junior Díaz? ¿Que le dicen Slice? ¿Que le gusta tirarle un perro a la gente y luego la corta en pedacitos? ¿Oyó de él alguna vez?”

“Sí,” dijo Melanie y un escalofrío le recorrió la espalda.

“Fue él. Vaya y mire las transcripciones del juicio. Fue él quien mató a los chicos de Flatlands, no yo. Él los mató y luego declaró que yo lo había hecho. El verdadero asesino es el que me encerró.”

 

LA NOTICIA DE QUE SLICE HUBIESE TESTIFI cado en el juicio de Delvis Díaz desconcertó totalmente a Melanie. Eso significaba que Slice había sido el testigo estrella de Jed Benson, que había colaborado con la fiscalía. Eso se oponía a todo lo que sabía de Slice. Y no sólo de Slice, sino del mismo Jed Benson. Apoyarse en el testimonio de un asesino como Slice era una empresa peligrosa para un fiscal ético. Y aunque la idea de que Jed Benson hubiese podido conspirar con Slice para incriminar a Delvis Díaz le parecía imposible, campanas de advertencia comenzaron a sonar en la cabeza de Melanie. No sabía suficiente sobre su víctima. Había que estudiar más de cerca a Jed Benson.

“Permítame explicarle un par de cosas, señora,” empezó a decir Delvis Díaz. “Primero que todo, quién soy yo, quién era en la calle. Yo era un traficante de drogas, un capo, muy poderoso y todo eso. Vendía drogas. Heroína, sobre todo, y un poco de cocaína aquí y allá. Tenía una organización muy bien montada. Los asesinatos no eran mi negocio. Pregúntele a cualquiera. Si alguien se metía conmigo lo jodía. No tenía otra opción. Tenía que hacerlo para mantener mi poder en la calle. Pero yo era un hombre de negocios, y la violencia es mala para los negocios. Nunca creí en ella.”

“Todas las escorias como tú dicen lo mismo,” dijo Randall, con exagerado disgusto. “Admiten lo de las drogas, pero no los asesinatos. Algunas veces el jurado es tan estúpido que les cree. Pero contigo hicieron lo correcto.”

“¡Randall, por favor!” interrumpió Melanie, que quería oír más. “Déjalo hablar.”

“No puedo creer que te convenza esta mierda,” dijo Randall y sacudió la cabeza. “Está bien, mantendré la boca cerrada. Imaginen que no estoy acá.” Dan miró a Randall con perplejidad, luego miró a Melanie y levantó las cejas interrogativamente. Melanie volvió a levantar la mano, luchando por recuperar el hilo de las palabras de Díaz.

“Está bien,” dijo Melanie. “Así que usted era un narcotraficante, no un asesino. Bien. Pero ¿cómo llegamos de ahí a la idea de que un respetado fiscal conspirara con un asesino a sangre fría para tenderle una trampa? Estoy preparada para tomarlo con seriedad, pero será mejor que tenga una muy buena explicación y pruebas que lo respalden.”

“¿Por qué hace las cosas la gente? Por codicia. Por dinero. Eso es todo. Lo vi venir, pero fui demasiado estúpido, demasiado blando para hacer lo que había que hacer. ¿Sabe? Slice estuvo conmigo desde chiquito. No tenía papá y la mamá era una vieja rara que más o menos desapareció. Se apegó a mí desde que tenía diez años, adoptó el nombre de Junior Díaz por mí. No había nacido en un hospital, así que no tenía un nombre oficial, de todas maneras. Yo lo adopté, lo eduqué, lo salvé de que se muriera de hambre, lo convertí en un personaje en mi organización. Pero después de todo lo que hice por él, mire lo que obtuve.” Díaz bajó la mirada hacia la mano esposada y movió la cabeza con genuina tristeza. “El chico se había convertido en un problema desde hacía tiempo. Me robaba, le pegaba a la gente cuando no debía, los mutilaba. Yo sé que debí deshacerme de él, era la única solución. Pero no podía hacerlo. Así que me puso una trampa, me sacó del juego, para poder convertirse en el capo.”

“Está bien, entiendo la historia de Slice. Quería sacarlo a usted del camino y apoderarse de su territorio. Pero ¿qué hay de Jed Benson? Usted no estará sugiriendo que él colaboró deliberadamente con Slice ...”

Randall le dio un puñetazo a la puerta metálica. Todos se sobresaltaron. “¡Suficiente! No puedo creer que estemos todos aquí oyendo esa basura.”

Díaz se puso pálido y achicó los ojos hasta que fueron un par de rayitas. “¿No quieren oír lo que tengo que decir? Está bien, ¡llamen a los guardias! Ya terminé,” gritó.

“¿Qué? No, ¡por favor!” rogó Melanie.

“¿Cree que no conozco mi derecho a permanecer callado? No voy a decir ni una palabra más delante de este desgraciado. ¿Quiere hablar conmigo otra vez? Vuelva sin él. Y que venga mi abogado.”

Melanie quedó impotente. No podía convencerlo de cambiar su decisión, porque una vez que un prisionero invoca sus derechos, es ilegal interrogarlo más. Díaz sabía eso. Randall había llevado a Díaz hasta el extremo y había desviado la entrevista con su abierta hostilidad. Hasta cierto punto Melanie estaba de acuerdo con él. Si uno les presta atención a los reclusos, las prisiones estarían llenas de gente inocente, cada uno de ellos con una historia de mala suerte. Un policía viejo como Randall tenía muy poca paciencia para ese tipo de conversación. La mayor parte del tiempo ella tampoco le creyó. Pero había demasiadas preguntas sin respuesta en este caso ... acerca de Slice, acerca de Jed Benson, acerca de la relación entre los dos. Existía la posibilidad de que Delvis Díaz diera algunas pistas sobre esas preguntas. Ahora Randall lo había echado todo a perder, y Melanie estaba molesta y sorprendida. No era lo que esperaba de él. No era un buen trabajo policial.

 

MELANIE SE SINTIÓ BASTANTE IRRITADA, Y con razón, durante la larga caminata a través de los corredores grises de regreso hasta los cajones donde habían dejado sus cosas. Sólo la presencia de su escolta pelipintada le frenaba la lengua. No iba a criticar a Randall delante de la desdeñosa señora Leona Burkett, pero ya tendría que oírla tan pronto llegaran al auto.

“A propósito,” dijo Leona mientras les entregaba los celulares y buscapersonas, “la próxima vez por favor tengan la cortesía de apagar sus aparatos de comunicación antes de guardarlos. Han estado haciendo un escándalo atroz ahí adentro y me produjeron un dolor de cabeza que no se imaginan.”

Como si estuvieran sincronizados, el buscapersonas de Dan y el celular de Randall comenzaron a pitar al mismo tiempo, y el teléfono de Melanie vibró enérgicamente en su mano, sorprendiéndola. Todos se miraron entre ellos por un instante antes de contestar, con la misma terrible convicción: tenían que ser malas noticias.