28

RANDALL WALKER CRUZÓ LA CALLE, EN DIREC ción al ruinoso bar que había a mitad de la siguiente cuadra. En la enceguecedora luz de la tarde, parecía un local desocupado, a juzgar por las ventanas sucias, cubiertas con rejas de hierro.

Cuando pisó la acera, Randall vaciló. Venía caminando de prisa, casi como si pensara que si se movía lo suficientemente rápido, no tendría tiempo de pensar en lo que estaba haciendo. Pero debía pensar. Todavía no era demasiado tarde. Todavía podía librarse del asunto. No entrar al bar. Seguir caminando, como si fuera para otra parte, dar la vuelta para regresar al auto y seguir adelante con su vida. Pretender que las cosas estaban bien, que este desastre no tenía nada que ver con él.

Los pies de Randall se fueron deteniendo incluso antes de que se diera cuenta de que había dejado de caminar. Al recordar cómo era la vida antes de que terminara tan envuelto en sus problemas, se sintió confundido por un minuto. Un error años atrás había acabado con toda su vida. Pero ahora no había manera de retroceder y cambiar las cosas. No, ése era el problema con el tiempo, se movía en una sola dirección.

Se tranquilizó y miró a su alrededor con nerviosismo, pues no quería que la persona con la que había quedado en encontrarse lo viera todavía. Aún estaba pensando en no entrar. El callejón que había entre el bar y el siguiente edificio estaba lleno de vidrios rotos y Randall se sumergió en él por un momento. El callejón apestaba a basura por las montañas de bolsas de basura fermentándose al calor del sol. El sonido de sus pasos hizo que una gorda rata gris saltara de una de las montañas, atravesara el callejón y luego desapareciera. ¿Qué diantres estaba haciendo ahí?, se preguntó Randall.

Con el fin de recordarlo, sacó su teléfono celular y marcó un número.

¿Aló?” contestó su esposa.

“Sólo llamaba para saludarte, mi amor.”

“Estoy bien. No tienes por qué estar preocupado por mí.” Había en su voz una cierta languidez e inseguridad que le indicó a Randall que seguramente su mujer se había tomado una dosis mayor de antidepresivos hoy.

“Está haciendo un bonito día,” dijo Randall. “Deberías salir de la casa.”

“No, hoy hay aviso de alerta por la contaminación. Me voy a quedar en la habitación, con el aire acondicionado prendido.”

“Entonces baja y hazle una visita a Della.”

“Hace mucho calor en el apartamento de Della. Además, estoy cansada de escucharla.”

“Pero no es bueno quedarse sola en casa, Betty.”

“Estoy bien aquí, Randall. Ahora vete a atender tus asuntos.”

“Por lo menos levántate. Prepárame algo rico para la comida.”

“Oh, vamos. Ni siquiera sabes si vas a venir a comer hoy.”

Randall se rió con una risa tonta. “Eres una chica muy astuta.”

“Eso es cierto,” dijo ella, también riendo. La risa de Betty parecía natural y le elevó un poco el ánimo a Randall. Sólo un poco, en todo caso. A él le parecía que ella estaba peor cada día, en lugar de estar mejorando.

“Está bien. Te llamo más tarde y será mejor que te levantes de la cama, ¿de acuerdo?” dijo Randall.

“Ummm,” dijo ella con voz letárgica y colgó.

 

CUANDO ABRIÓ LA PUERTA DEL BAR, RANDALL encorvó los hombros; después de salir de la luminosidad de la acera, el bar parecía muy oscuro. En el interior el ambiente era sofocante, pues el aire acondicionado estaba dañado y el lugar apestaba a orines y cerveza. Randall mantuvo la cabeza baja, pues no quería mirar a su alrededor, no quería ver hacia dónde iba y lo que estaba a punto de hacer. Sin mirar a la izquierda ni a la derecha, se dirigió en línea recta hacia la cabina del fondo, donde lo esperaba su cómplice.

“Llegas tarde,” dijo el otro, mientras le daba la última chupada a un cigarrillo y lo apagaba.

“Sí, bueno, ésta no es una buena hora para mí.”

“¿Dónde está tu compañero?”

“Déjate de charla, ¿bueno? Terminemos con esto.”

El cómplice buscó algo debajo de la mesa. Randall se quedó rígido, mientras llevaba la mano hasta el arma que tenía en el cinturón. Pero el cómplice simplemente sacó un grueso sobre blanco y lo tiró sobre la mesa. El sobre se detuvo frente a Randall con un sonoro golpe.

“¿Qué carajos es eso?” preguntó Randall, con voz cautelosa.

“¿Qué carajos parece?”

“Estás muy equivocado. Hago esto porque me estás obligando, no por dinero. No soy como tú. No creas que lo soy.”

El cómplice tomó de nuevo el sobre y frunció el ceño.

“Este discurso de ‘hombre honesto’ se está volviendo muy trillado, Randall. Para ti, como para todo el mundo, la clave es el dinero.”

“¡Tengo derecho a mi pensión! Llevo veinticinco años en este empleo de mierda. Me he ganado cada centavo.”

“Sí, bueno, pero conozco a unas cuantas personas que no lo verían de esa manera si supieran lo que yo sé de ti.”

Randall se puso de pie, pálido. “Llevas años amenazándome con ese error. Pero, ¿sabes? he estado pensando. Si tú me delatas, también quedas en entredicho. ¿Por qué tengo que creer que hablarás?”

El cómplice miró a Randall a los ojos, con expresión fría e insensible.

“Créeme, amigo. Esa mierda ya no significa nada para mí. Tengo cosas mucho más urgentes por las cuales preocuparme.”

Era claro que así era. Randall se quedó un momento de pie, mirándolo, y luego se sentó.

“No me llames amigo,” dijo Randall, pero los dos sabían que ya había cedido.

“Si eso te hace feliz.”

“Como dije, no tengo todo el día.”

“Bueno, entonces,” dijo el cómplice, mientras encendía otro cigarrillo, “será mejor que empieces a hablar.”