LA CASETA DEL ENCARGADO DEL ESTACIONA miento estaba cerrada con llave. Melanie se puso las manos alrededor de los ojos y miró por la ventana, como si alguien pudiera estar escondido en el interior oscuro y estrecho de la caseta. El aviso de la puerta decía que el estacionamiento abría a las nueve y apenas eran las ocho y quince. Melanie se quedó allí, sudando en su vestido camisero, tratando de pensar qué podía hacer para no tener que esperar cuarenta y cinco minutos más. Esperar no era una buena opción a estas alturas del partido.
Un sedán gris desteñido de cuatro puertas giró para entrar al estacionamiento y se detuvo al lado de la caseta. El reflejo de las ventanas impidió que Melanie viera quién iba conduciendo. Luego se abrió la puerta y Joe Williams, su colega de la oficina, salió del auto.
“Joe,” dijo Melanie, con genuina alegría por el hecho de verlo.
“¿Por qué estás aquí tan temprano? ¿Tienes cita en los tribunales de Long Island o algo así?” preguntó Joe, achicando los ojos a través de sus gruesos lentes a causa del sol ardiente.
“No exactamente.”
Joe la miró con atención. “¿Todo está bien? No te ves en muy buena forma.”
“En realidad no estoy bien. Todo es un desastre. Otro testigo asesinado anoche. La hija de Benson. Parece que no somos capaces de atrapar a Slice y no sé qué hacer. Tengo que ir enseguida a Otisville para entrevistar a un prisionero. Pero no podré conseguir un auto sino hasta dentro de cuarenta y cinco minutos. A menos que estés devolviendo ése,” dijo Melanie con voz esperanzada.
“Sí, lo estoy devolviendo, pero me temo que no está funcionando bien. Tiene un ruido curioso, como si algo se estuviera deshaciendo.”
“Oye, no me importa. A caballo regalado no se le mira el diente. Sólo dame la llave,” dijo Melanie y extendió la mano.
“¿Estás segura? No sé mucho de autos, pero éste no está sonando bien.”
“Joe, es una emergencia.”
“Está bien,” dijo y le entregó la llave. “Si quieres, llenaré la solicitud por ti cuando llegue el encargado.”
“Eso sería genial. Eres un buen amigo.”
“Claro, lo que se te ofrezca. Cuando te veo sufrir con este caso me siento un poco culpable al pensar que te lo dieron a ti en lugar de a mí.”
“Oh, vamos, los dos sabemos que me lo merezco. Enséñame a tratar de hacer progresar mi carrera,” dijo Melanie y abrió la puerta del auto, se deslizó detrás del volante y puso su bolso en el asiento del copiloto.
“Ah, y hablando de carreras, tengo noticias,” dijo Joe y luego hizo un gesto con la mano. “Pero no importa. Estás de prisa.”
“No. ¿De qué se trata?”
“Estoy evaluando una oferta de Fogel, Bingham y McGuire. Es posible que me vaya de la oficina.”
Melanie quedó desconcertada. Sus amigos la estaban abandonando. Y no era que tuviera muchos. Steve tenía razón en eso.
“¡Oh, Joe! No puedes. ¿Cómo voy a sobrevivir sin ti?”
“Me encanta escuchar eso. Yo también te voy a extrañar. Pero la verdad es que no nos vemos tanto, tú sabes.”
“Pero nos vamos a ver, cuando las cosas se calmen.”
“Como si eso fuera a pasar algún día. El asunto es, Melanie, que necesito un trabajo que implique un desafío intelectual y, sin importar lo que le diga, Bernadette sólo me asigna casos relacionados con operaciones encubiertas.”
“Cuando tenga un minuto, Joe, te voy a sacar esa idea de la cabeza.”
Joe sonrió. “Oh, bueno, gracias por el interés,” dijo y dio un paso hacia atrás, mientras Melanie cerraba la puerta. “¡Buena suerte!” gritó Joe, pero Melanie había prendido el aire acondicionado y no lo escuchó.
MELANIE TENÍA LA PIERNA ENCALAMBRADA POR la tensión de mantener el pedal presionado hasta el fondo.
“¡Maldito auto!” gritó, y le dio un golpe al volante. El maldito auto cada vez iba perdiendo más potencia. Melanie tenía que llegar hasta donde Delvis antes de que el motor se rompiera. Necesitaba oír la respuesta. Ya no se trataba sólo de atrapar a Slice. Si la gente que la rodeaba estaba metida en algo sucio, ella necesitaba oír el resto. Lo que estaba sucediendo era demasiado evidente para pasarlo por alto. La evidencia perdida. Las puertas sin vigilancia. Rosario. Jasmine. Ahora Amanda. Alguien de adentro estaba trabajando con ese animal, dándole información. Melanie necesitaba averiguar quién era. Tenía que acabar con los asesinatos. Y tenía sus propias razones para querer saber la verdad acerca de Dan O’Reilly.
Cuando atravesó las puertas de alambre de púas de la prisión, volvió a respirar normalmente. Había logrado llegar hasta allí. Ya no le faltaba mucho para saber. Melanie apagó el auto e hizo un gesto de molestia por el terrible ruido que hizo el motor. Luego tomó su bolso y corrió a la entrada, taconeando con sus zapatos altos.
Leona Burkett, la rubia desteñida de caderas anchas que Melanie recordaba de la visita del otro día, estaba en la máquina de rayos X. Melanie le enseñó sus credenciales, mientras pensaba en qué le iba a preguntar a Delvis Díaz, temblando de frío pues el aire acondicionado estaba al máximo. Era asombroso cómo la calmaba el trabajo, cómo se concentraba. Melanie volvió a sentir que tenía los pies bien puestos en la tierra.
“¿Y usted sólo se presenta así, sin una cita?” preguntó Leona con tono agresivo.
“Lo lamento,” dijo Melanie. “Pero esta investigación se está moviendo muy rápido y la necesidad de volver a hablar con Díaz surgió de manera inesperada.”
“Tome asiento mientras verifico en el computador. No sé si se pueda hablar con él hoy.”
“Por favor, le agradeceré cualquier cosa que pueda hacer. Es urgente.”
Leona señaló con la cabeza una pequeña sala de espera que estaba a la izquierda de la entrada y luego se alejó.
Melanie comenzaba a ponerse nerviosa y a mirar el reloj, cuando Leona regresó, cerca de quince minutos después.
“Parece que perdió el viaje,” dijo Leona. “Por eso es que siempre les digo que deben llamar antes.”
“¿Por qué? ¿Qué pasa?”
“El prisionero acaba de ser transferido a Leavenworth. Salió en el vuelo de las cinco de la mañana.”
“¿Leavenworth, Kansas?”
“Correcto. La actitud de ese maldito finalmente lo metió en problemas. Seguramente molestó mucho a alguien para que lo hayan enviado allí. En Leavenworth saben cómo tratar los casos más difíciles. Dudo que volvamos a ver a Díaz, pero si vuelve, será más cooperador,” dijo Leona y se rió.
“¡No! Eso no puede ser. Hablé con él sólo ayer. Nunca dijo nada sobre un traslado.”
“No lo sabía. Lo despertaron, le dijeron que cogiera sus pertenencias y lo pusieron en el avión.”
Algo se le ocurrió a Melanie. “¿Exactamente cuándo fue ordenado el traslado?”
Leona pasó rápidamente varios de los papeles que tenía sujetos a una tablilla.
“Veamos,” dijo y sacó uno de los papeles. “Aquí están los documentos del traslado. ‘Díaz, Delvis, número A6452-053, traslado, puente aéreo, LV.’ LV es Leavenworth. Esta información fue metida en el sistema anoche a las 18:07, poco después de las seis de la tarde.”
Delvis había llamado a Melanie al final de la tarde, entre las cuatro y las cinco. Si Melanie tenía alguna duda acerca de que el traslado fuera una coincidencia, la hora se lo confirmó. Delvis había sido transferido por una razón y solamente una razón: para impedir que ella volviera a hablar con él.
“¿Quién ordenó que lo transfirieran?” preguntó Melanie.
Leona señaló una columna en la hoja de papel. “¿Ve lo que dice aquí? Sólo dice D, que significa A discreción. Eso significa que fue una decisión de la Oficina de Prisiones y no una orden judicial. Así que alguien de arriba la ordenó.”
“¿Puedo averiguar quién fue? ¿Preguntar por qué lo trasladaron?”
“Ya le dije por qué. Ese maldito era una piedra en el zapato de todo el mundo. Podría nombrarle a diez sujetos que lo querían fuera de aquí. Pero el computador no registra quién fue el que dio la orden final.”
“¿Cómo puedo hacer que vuelva?”
Leona frunció el ceño y volvió a poner la hoja en su lugar. “¿Hacer que vuelva? Se acaba de ir.”
“Pero yo necesito hablar con él.”
“Si lo quiere de vuelta, tiene que hacer una solicitud judicial formal. Pero créame, la gente aquí no se va a poner muy feliz de volver a verle la jeta a ese sujeto.”
“Bien, ¿cómo hago la solicitud?”
“Consiga una orden y hágala firmar por un juez federal. Preséntela en el Servicio de Alguaciles con treinta días de anticipación a la fecha en la que necesita ver al prisionero.”
“Pero necesito verlo ahora.”
Leona encogió los hombros. “Bueno, en ese caso, creo que está de malas. Oiga, si no le importa, tengo mucho trabajo.”
“Ah, claro. Gracias, Leona. Ha sido de gran ayuda.”
“Para servirle, querida.”
MELANIE RECORRIÓ EL ARDIENTE SENDERO DE pavimento hasta donde había estacionado. Por la manera como iba desarrollándose su día, tenía el claro presentimiento de que el auto no iba a arrancar. Y eso fue antes de ver el charco de líquido oscuro y aceitoso que había debajo del auto.
Abrió la puerta del conductor y sintió una oleada de aire caliente y un olor acre. Desde luego, no se le había ocurrido estacionar en la sombra. Entró en el auto de todas maneras y se estremeció cuando la falda se le subió y la parte posterior de sus muslos quedó en contacto con el vinilo del asiento, que estaba hirviendo. Dejó la puerta abierta para que circulara el aire, buscó la llave dentro del bolso, la metió en el arranque y le dio vuelta.
El motor emitió un ruido extraño, como una especie de zumbido, pero cuando Melanie metió el cambio y pisó el acelerador, nada sucedió. El auto se negó a moverse. Melanie volvió a pisar el acelerador hasta el fondo, pero nada.
“Vamos, vamos, precioso,” dijo Melanie.
El zumbido se volvió un crujido y después un chillido, pero sin importar cuánto lo acelerara Melanie, el auto no se movió. Apoyó la cabeza contra el volante, con los ojos completamente secos. ¿De qué serviría llorar? Además, estaba demasiado cansada.
“¿Problemas con el auto?” dijo una voz junto a ella.
Melanie levantó la cabeza. Allí estaba Dan O’Reilly, mirándola, mientras el sol se reflejaba en su melena negra y espesa y una sonrisa iluminaba su apuesto rostro.