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A DOLAN REED LA IDEA DEL SUICIDIO NO LE era ajena. Tenía una de esas personalidades que no toleran el fracaso. Y aunque su falta de escrúpulos hacía que rara vez fracasara en los negocios, en su vida personal no había tenido tanta suerte. El rechazo lo hacía entrar en paroxismos de autocompasión, que a su vez suscitaban ideas de pegarse al tubo de escape de un auto o ahorcarse. Cuando la vida lo golpeaba, en lugar de aceptar el golpe Reed prefería la idea de mandar la vida a la mierda. Especialmente si podía irse de una manera que le hiciera daño a quien lo había herido. Hacerle daño a Sarah. Eso era lo único en lo que pensaba Reed en ese momento, mientras estaba sentado en su escritorio contemplando la idea de la muerte. La suya y la de ella.

Sarah merecía morir. Había algo maligno en ella, un hueco negro en su corazón que aterraba a la conciencia. Incluso él podía verlo. Lo que ella le había hecho no era sino un triunfo más en una larga y distinguida carrera de destrozar vidas. Reed no era el primero, pero quería ser el último. No sería difícil de arreglar. Tenía una escopeta en el campo que haría muy bien el trabajo. Si uno está planeando matarse, la lógica de llevarse a alguien con uno es tremendamente sencilla. No es necesario preocuparse por detalles tediosos como las rutas de escape o las coartadas.

Entonces ése era el plan. Dos fuertes explosiones en medio de la oficina, durante la tarde. Mucha publicidad horrible. Sólo lamentaba no tener copias de los videos que Sarah tenía de los dos. Los pondría en una gran pantalla frente a la puerta, para que fuera la primera cosa que la gente viera cuando entrara. Ah, a su esposa le encantaría. ¡Ja, esa bruja! Quedaría tan humillada en frente de sus amigos de sociedad. Las cintas de video la atormentarían más que su propia muerte. Cuanto más pensaba en el asunto, más esenciales para el plan parecían las cintas, una especie de nota de suicidio fabulosa y gráfica. La ausencia de ese toque especial dañaría todo el efecto. Y no sólo por su esposa, sino porque quería que todo el mundo viera la doble vida de prostituta del bajo mundo que llevaba Sarah.

Cuando se dio cuenta de que no podría obtener las cintas, Reed pensó si no habría otra forma de vengarse. No obstante, lamentaría renunciar al placer sensual de abrirle a Sarah un hueco en el pecho lo suficientemente grande para arrancarle el corazón. Aunque quizás ese plan careciera de finura. Sin duda él, con su mente de primera línea, podía ingeniarse algo más inteligente, más terrible. Algo diseñado para causarle un sufrimiento más exquisito y más largo.

En ese momento se acordó. ¡Claro! Sí, era perfecto. Se rio entre dientes. Él tenía sus propias cintas y podía usarlas. Sarah no era la única con habilidades en el discreto arte de la vigilancia electrónica. La oficina de Dolan estaba equipada con un sistema de grabación que Richard Nixon habría envidiado.

Reed sacó una llavecita dorada del bolsillo de la chaqueta, se arrodilló debajo del escritorio y retiró un pedazo de la fina alfombra, con lo cual dejó al descubierto la pequeña puerta de una caleta. La abrió y metió el brazo para sacar un sobre de manila, luego volvió a poner todo en su sitio. Un momento después estaba sentado en su escritorio, luego de haber seleccionado y puesto, en el elaborado sistema de sonido que estaba escondido en la estantería, una grabación.

Tuvo que adelantarlo un poco para llegar hasta donde quería oír.

“... nunca haría algo así!” se oyó decir a sí mismo. ¿Por qué diablos siempre se le oía la voz tan nasal?

Al recordar esa discusión, a Reed se le subió la tensión arterial. Dios, ¡como odiaba a Jed! Lo odiaba y su muerte le había parecido extremadamente grata. Dolan estaba sentado en su gran sillón de cuero, tal como estaba ahora. Jed estaba sentado al frente, perfectamente bien vestido con su traje Brioni de cinco mil dólares. Dolan recordaba los enormes deseos que tenía de agarrar una varilla y destruir la apuesta cara de Jed, hasta convertirla en una masa sangrienta.

“Desafortunadamente, Dolan, verás que es necesario para proteger tus intereses,” decía la voz de Jed.

“¿Veinte por ciento por nada? Eso es absurdo. ¡Vete a la mierda¡ ¡Sal de mi oficina!”

“Mi silencio no es una nadería. Es muy valioso, si costara el doble, seguiría siendo una ganga,” había dicho Jed con voz suave, con esa voz de barítono, con ese maldito tono de superioridad. “Con lo que sé acerca de la transacción y mis contactos en la Oficina del Fiscal General, estarías arriesgándote a una larga condena, Dolan.”

“Estás mintiendo. No creo que tengas ni la menor idea de lo que pasó con Securilex.”

“¿De verdad lo crees? Entiendo mejor que tú cómo manipularon las acciones. ¿Quieres que te haga un resumen?”

Dolan apretó el botón para detener la cinta, sentía el pecho inflado de rabia. Para su desgracia, Jed había procedido a describirle la transacción en detalle. Al mirar hacia atrás, Reed se dio cuenta de que obviamente Sarah lo había traicionado y le había contado todo a Jed. En ese momento, se había sentido totalmente desconcertado. No tenía idea de cómo se había enterado Jed. Nunca sospechó de Sarah, ni por un instante. Tenía que concederle eso, la chica era una agente doble verdaderamente talentosa. Pondría a Mata Hari en ridículo. Y, si él podía hacer algo al respecto, Sarah terminaría igual que la famosa espía. Muerta al final, pero sólo después de una larga y desgarradora condena en prisión. Haría que la acusaran de la muerte de Jed. Esta grabación era la manera de lograrlo. Reed adelantó la cinta un poco más y la puso a funcionar.

“Desde luego,” le había dicho Dolan a Jed, “lo que estás sugiriendo pone a Sarah van der Vere en un terrible peligro. ¿Te das cuenta? Ella será la víctima inocente de todo esto.”

“No tan inocente. Sería una lástima que atraparan a Sarah. Es una joven encantadora. Pero como siempre digo, no se puede tirar la piedra y esconder la mano.”

En ese momento Dolan no sabía que Jed y Sarah eran amantes. La conversación resultaba todavía más sorprendente ahora, a la luz de esa información. A Jed ella no le importaba en lo más mínimo. Todo el daño que había hecho y nunca le había importado.

“Oh, entonces creo que tú no aplicas lo que predicas,” había dicho Dolan con tono sarcástico.

“¿De qué estás hablando? Yo no tengo nada que ver con Securilex.”

Dolan sintió que una vena le palpitaba en la sien, mientras se contenía para no gritarle a Jed. Para no arrojarle a esa maldita cara de presumido toda la basura que sabía sobre él. Porque Dolan sabía bastante. Jed había sido una piedra en su zapato desde hacía mucho tiempo y Dolan lo había mandado a seguir e investigar. Sabía con certeza sobre el lavado de dinero. El resto se lo imaginaba. Pero Dolan no dijo nada en ese momento. No sería una buena jugada.

“Entonces ¿dejarás que Sarah caiga en desgracia? ¿Qué la arresten, incluso?”

“Es el precio por hacer negocios,” dijo Jed y se encogió de hombros con indiferencia.

“Bueno,” dijo Dolan, “le haré saber lo que piensas.”

Nunca le había dicho nada, pero podía decir que sí lo había hecho. Sí, eso funcionaría muy bien. Un fragmento de esa grabación, unos cuantos e-mails falsos y una larga nota de suicidio en la que confesaba todo. Rápidamente, Sarah tenía un motivo. Jed la había amenazado con hacer público el fraude, con arruinar su carrera. Sarah le había pedido consejo a Dolan. Contra su buen juicio, él le había ayudado a arreglar el crimen. Esa última parte sería más difícil de fingir. Dolan sabía muy poco sobre asesinos a sueldo. Pero mantenía los servicios de un investigador privado muy experto. Para ser efectivo, este hombre naturalmente tenía contactos con el bajo mundo. Con seguridad podría suministrarle suficiente información para manejar ese aspecto.

Dolan hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, finalmente satisfecho con el plan. Pasaría el día preparando el envío para esa fiscal. Lo pondría en el correo de entrega al día siguiente. Luego saldría hacia el campo al final de la tarde y cenaría con su escopeta. Todo el tiempo se regodeaba en la idea de que Sarah fuese arrestada. Sólo lamentaba no poder ser testigo directo. Pero podía imaginarse la escena con suficiente realismo. Después de todo, él sabía cómo se veía Sarah con esposas.