SOPHIE CHO IBA EMPUJANDO EL COCHECITO POR un sendero cubierto de frondosos árboles. Con el sol de las once de la mañana en lo alto del cielo, la temperatura marcaba noventa grados a la sombra en Central Park. El aire olía a ozono y a pavimento derretido; el sendero estaba totalmente desierto, excepto por un cuidador de perros profesional que escoltaba a un letárgico grupo de terriers y poodles. Sophie se preguntaba a dónde iban las mamás experimentadas en una mañana tan sofocante como ésta. Estaba segura que debían tener un lugar de reunión secreto, un museo con aire acondicionado, tal vez, o un café.
Se dirigía a una escultura que había visto y admirado muchas veces en el pasado, una extraña representación en bronce de los personajes de Alicia en el País de las Maravillas que a menudo había visto cubierta de pequeños escaladores. Sophie se imaginaba a sí misma allí, mientras le gritaba a un niño que tenía su mismo pelo y sus mismos ojos que tuviera cuidado de no caerse. Pero a medida que se sentía languidecer cada vez más, y Maya comenzó a lloriquear, Sophie comprendió que había tomado una mala decisión. Esa escultura era mejor en un día fresco y claro. Ir allá en medio de este calor, como tantas cosas sucediendo en su vida últimamente, era un error.
En el ambiente se respiraba una calma chicha, y no soplaba ni la más mínima brizna de brisa en los árboles. Sophie se inclinó sobre el cochecito y le sopló suavemente en la cara a Maya, quien le obsequió una deliciosa sonrisa de agradecimiento por su preocupación. ¿Cómo podía huir a Vancouver y dejar a esta bebita? El trabajo de Melanie era muy exigente y su matrimonio estaba en la cuerda floja. Con el tiempo, el papel de la tía Sophie en la vida de la pequeñita iría creciendo y creciendo. Sophie se imaginó comprándole ropa, llevándola al Plaza a tomar el té, escuchando sus confidencias infantiles. Renunciar a esos sueños era como arrancarse las uñas de los dedos. Sin embargo, había llegado a un punto donde no veía otra salida.
Tal vez si se lo hubiese dicho a Melanie esa primera noche, cuando Jed fue asesinado y tuvo lugar el fuego. En ese momento no habría parecido que tuviera algo que esconder. Pero ¿acaso, sería diferente? ¿Había cometido un crimen o no? Sophie no sabía con precisión cuál era la respuesta legal a esa pregunta, y la única persona en la que podía pensar para preguntárselo era Melanie. Pero el hecho de preguntarle, por supuesto, implicaría revelar su secreto, y entonces Melanie nunca le permitiría volverse a acercar a Maya. Aunque si se iba a Vancouver tampoco volvería a ver a Maya, de todas maneras. Sophie le daba vueltas y vueltas a lo mismo.
Cuando llegó hasta la escultura, se sentó en una banca, sacó a Maya del cochecito y la sentó en su regazo. Tal como lo había temido, eran las únicas personas que estaban allí. Sophie sentía el sol en la cabeza mientras sacó un biberón con una mezcla de una medida de jugo de manzana por dos medidas de agua, tal como le había dicho Melanie. Las había medido con enorme cuidado. Sophie le sostuvo el biberón a Maya, quien comenzó a chupar con alegría, sin pensar en el calor, ahora que estaba disfrutando de lo que más le gustaba.
“Buena niña. ¿Ves? Mira allá, Maya. ¿Ves todas esas extrañas criaturas? La tía Sophie te va a contar una linda historia acerca de ellas. Había una vez una pequeña niña llamada Alicia.”
De repente, Sophie y Maya ya no estaban solas. Un hombre joven vino a sentarse en la banca del frente. Sophie le sonrió, sintiéndose orgullosa de que la vieran cuidando a esta niña, y preguntándose si el hombre también tendría hijos. Porque, a pesar de su apariencia intimidante—rasgos calculadores y fríos y muchos tatuajes—parecía estar escuchando la historia con gran interés.