DAN O’REILLY SUBIÓ LOS EMPINADOS ESCALONES del frente de una de las casitas adosadas e idénticas de Brooklyn. Hacía años que no venía, desde el funeral del hijo de Randall. La calle era hermosa, tal como la recordaba, pero ahora estaba más deteriorada. La pintura de la casa de Randall se estaba cayendo a pedazos. Había basura y graffiti por todas partes, y afuera de la bodega de la esquina había un grupo de adolescentes que parecían estar vendiendo droga. Se quedaron mirando a Dan con cautela, y él les hizo un gesto con la cabeza. Hoy no estoy aquí por ustedes, chicos. Hace unos años esta ciudad brillaba como una tacita de plata. Incluso esta zona de Fort Greene. Pero ya no era así. La maldita economía de estos tiempos estaba arruinando a todo el mundo.
Randall vivía en el apartamento del tercer piso. Dan localizó el timbre en el panel del intercomunicador y lo presionó, mientras miraba al cielo. Parecía que en cualquier minuto iba a llover. Lo podía oler.
“¿Quién es?” dijo una voz de mujer después de un momento. Era una voz ronca, cansada.
“¿Betty?” preguntó Dan, inclinándose para hablar por el intercomunicador.
“¿Sí?”
“Dan O’Reilly. Necesito hablar con Randall. ¿Anda por ahí?”
A manera de respuesta sonó un timbre y Dan empujó la pesada puerta de madera.
Dan siempre se fijaba en la arquitectura y se tomó un segundo para admirar el vestíbulo, que alguna vez debió ser espectacular. Olía a repollo o a algo por el estilo que estaban cocinando. El piso de parquet estaba negro de mugre y se estaba rompiendo en algunas partes, y la escalera de caoba, a la que le hacían falta barandillas, estaba cubierta con una alfombra sucia. Era una lástima que no tuviera mantenimiento. Él podría ofrecerse a venir un fin de semana para pelar la madera y darle una mano de laca. En otra época había trabajado bastante en construcción y era bueno para eso. No es que no tuviera nada mejor que hacer con su tiempo. Pero ¿quién sabía? ¿Quién podía saber si él y Randall se volverían a hablar después de esto?
Dan oyó una puerta que se abría en un piso de arriba y se apresuró a subir los tres pisos. Cuando llegó al tercero, Betty Walker estaba esperándolo con la puerta abierta. Estaba muy demacrada, y a Dan le impresionó ver todo lo que se había envejecido en los últimos años. Betty solía ser una mujer atractiva. Siempre elegante y con el pelo arreglado. Ahora parecía que nunca se quitaba la vieja bata que tenía puesta.
“¿Cómo estás, Betty?”
“Gracias a Dios estás aquí,” dijo Betty en voz baja, con un tono de desesperación. “Sea cual sea el problema, está más allá de mis capacidades. Tal vez puedas hacerlo entrar en razón.”
“Cuéntame qué pasó.”
“No tengo idea. Pero estuvo bebiendo toda la noche y ahora está diciendo locuras. Está hablando de hacerse daño.”
“¿Dónde está?”
“En la segunda habitación. Solía ser la habitación de Damell. Derecho, al fondo.”
Betty tenía la puerta abierta y se hizo a un lado para que Dan entrara. El apartamento era alargado, como un vagón de tren. Dan entró directamente en la cocina, que ostentaba gabinetes de metal gris de los años cincuenta y una mesa de fórmica que debió ser nueva cuando los autos tenían aletas. Hoy día se podía obtener buen dinero por esas cosas, tenía que decírselo a Randall. Dan siguió hacia el pequeño salón, que tenía dos sillas reclinables cubiertas de plástico frente a una pantalla grande de televisión, y continuó hacia las alcobas. Detrás de la puerta de la última, Dan oyó un ruido. Tal parecía como si estuvieran rompiendo cosas.
La puerta estaba entreabierta, así que Dan la empujó. Randall acababa de sacar un cajón de la cómoda, lo había volteado y había regado todo su contenido encima de la estrecha cama que estaba contra una de las paredes, debajo de un enorme afiche de Tupac Shakur, en el que aparecía con la cara enterrada entre las manos llenas de anillos. Randall estaba escarbando frenéticamente entre la ropa y otros objetos, sin percatarse de la presencia de Dan.
Dan se quedó mudo. Había venido hasta aquí, pero no sabía qué decir.
Randall parecía haber encontrado lo que estaba buscando: un montón de papeles metidos dentro de un sobre de manila. Se sentó en la cama para revisarlos, cuando vio a Dan.
“¡Qué diablos ...”
Randall dio un salto y sólo en ese momento Dan se dio cuenta de que estaba borracho. Dan sólo lo había visto borracho una vez, en esta casa, de hecho, en el funeral de su hijo. A Randall no le gustaba beber. Dan siempre lo sermoneaba a propósito de eso, le decía que cómo era posible que su compañero fuera el único policía de todo el Departamento que no se tomara una cerveza con él el viernes por la noche. Pero ahora que veía a Randall todo desarreglado y con los ojos embotados, a Dan se le rompió el corazón. Las cosas estaban muy mal.
“Oye, oye, cálmate,” dijo Dan, levantó las manos y dio un paso hacia Randall.
“¿Qué demonios haces aquí?”
“Tu esposa me abrió. Está preocupada por ti.”
“Ah, ¿de verdad? Se cambiaron los papeles, para variar,” dijo Randall con amargura.
“¿Pasa algo entre Betty y tú?” preguntó Dan, confundido.
“No te importa.”
“¿Qué sucede? ¿Qué hay en el sobre?” preguntó Dan.
Dan avanzó otro paso y Randall escondió el sobre detrás de él, como si temiera que Dan fuera a quitárselo de las manos.
“¡Dije que no era de tu incumbencia!” dijo Randall.
“Oye, vamos. Hemos sido compañeros durante años. Vine aquí porque sé que algo está pasando y quiero ayudar. Sea lo que sea, cualquier cosa que necesites, quiero ayudar.”
“¿Quieres ayudar? ¡Entonces lárgate y déjame en paz!” gritó Randall, mientras Dan alcanzaba a sentir el tufo a alcohol.
“Tarde o temprano vas a tener que decírselo a alguien. Conmigo, por lo menos, puedes tener la seguridad de que pondré primero tus intereses.”
“¿Ah, sí? Pues no. Te conozco muy bien,” dijo Randall, arrastrando ligeramente las palabras.
“¿Qué quieres decir con eso?”
Randall dio un paso hacia atrás y murmuró algo inaudible.
“¿Qué estás diciendo? ¡Habla alto!” le exigió Dan.
“¡Tú y tu maldito código!” dijo Randall.
“¿De qué código estás hablando?”
“Yo también solía tener un código,” dijo Randall con la mirada vacía, como si estuviera hablando para sí mismo. “¿Y para qué me sirvió? Tú no sabes un carajo sobre mi vida últimamente.”
“Intenta explicarme. Tal vez soy más comprensivo de lo que piensas.”
Randall le arrojó el sobre de manila a Dan. “¿Quieres saber qué hay ahí? Mi seguro de vida. Lo estoy leyendo para ver si tiene una exención por suicidio. Porque si no la tiene, estoy pensando en pegarme un tiro para que Betty pueda recibir el dinero.”
“Todos la tienen. La exención por suicidio, quiero decir,” dijo Dan.
“¿Incluso los de los policías?”
“Sí, claro. Especialmente los de los policías. Esas compañías de seguros son inteligentes. Si no estarían pagando a diestra y siniestra.”
Randall miró a Dan durante un momento y luego comenzó a reírse entre dientes. Se dejó caer en la cama, con una risa descontrolada hasta que las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas.
“¡Los de los policías tienen una exención por suicidio! Ay, hermano, eso es excelente,” gritó Randall, meciéndose. No obstante, después de un momento se detuvo, enderezó los hombros y miró a Dan, mientras se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano.
“Sé que debe haber una razón para que hubieras abandonado el hospital,” dijo Dan serenamente. “Cuéntame y buscaremos a dónde acudir. Lo solucionaremos para que no afecte tu pensión. Sé que estás preocupado por eso.”
“Ay, estoy preocupado por mucho más que eso en este momento.”
Dan estudió el rostro de Randall con seriedad.
“¿Qué pasó?” preguntó de nuevo.
“Me mandaron a hacer una diligencia.”
“¿A propósito?” preguntó Dan.
“¿Que si me di cuenta de que trataban de quitarme del camino? No. Pero tal vez no quise pensarlo.”
“¿Quién te mandó?”
“Ramírez.”
“Dios mío. ¿Qué tiene contra ti?” preguntó Dan con incredulidad.
Randall tenía la cara chupada, como la de un anciano.
“Es una larga historia, mi amigo. Una larga historia de hace mucho tiempo.”
Dan acercó un asiento de plástico del escritorio que había en la esquina y se sentó a horcajadas, con los ojos puestos en Randall.
“Será mejor que empieces a contarme,” dijo Dan. “Cuando conozca la magnitud del problema, pensaré en la manera de solucionarlo.”
SARAH VAN DER VERE SE PASEABA ALREDEDOR de la entrada principal de la Fiscalía General, mientras le daba una última chupada a su cigarrillo. Estaba a punto de llover y ella se había puesto su vestido preferido. Sarah compartía el espacio de mala gana con una secretaria pobretona que estaba en su descanso de la tarde y que aparentemente no se había enterado de que su corte de pelo había pasado de moda hacía treinta años. La mujer le sonrió y Sarah le lanzó una sonrisa compasiva y le dio la espalda. ¡Malditas leyes contra el cigarrillo, realmente hacían que uno se juntara con la chusma! Si necesitaba un poco de nicotina antes de hacerlo, ¿no tenía derecho a tener un poco de privacidad? Aun a los condenados a muerte les permiten fumarse su último cigarrillo en paz.
Tiró la colilla al piso y la aplastó, pero todavía no se sentía lista para entrar. Se demoró un poco más, mientras contemplaba el tráfico. Taxis y camiones pasaban a toda velocidad, arrojando nubes de humo negro en el ambiente húmedo. Todas esas personas y sus patéticas vidas. Aun estando en un momento tan malo de su vida, Sarah se sentía tan superior que no las envidiaba. Aunque estuviera a punto de ser arrestada, todavía era mejor ser ella misma. Arrestada. Bueno, eso sería incómodo. Pero no había manera de denunciar a Dodo sin incriminarse ella misma, y había llegado a la conclusión de que tenía que entregarlo por su propia seguridad.
Pero decidió tomarse otro minuto, pensarlo una vez más. ¿Se habría olvidado de algo? ¿Alguna otra salida, una válvula de escape? No tenía prisa. No es que tuviera una cita. Era posible que Melanie Vargas ni siquiera estuviera en su oficina.
Si sólo no se tuviera que preocupar porque Dodo la matara. Estaba pensando en eso desde el asesinato de Jed. Para comenzar, ésa era la razón por la que se le había acercado a esa fiscal en el ascensor. Pero cuando Melanie Vargas estuvo en su apartamento, Sarah se acobardó. De repente se dio cuenta de que entregar evidencia contra Dodo sacaría a la luz su vinculación con el asunto de Securilex. Así que hizo toda una escena para hacer que la mujer se fuera de su apartamento. Lloró y sollozó, como si alguna vez hubiera llorado de esa manera por un hombre. ¡Ja, ni en sueños! Pero funcionó. La fiscal la había dejado en paz. Sólo que después de ver lo furioso que estaba Dodo ayer, Sarah había cambiado de opinión.
La situación era realmente exasperante. Si ella no hubiese sentido la necesidad de defenderse lanzando un ataque anticipado contra Dodo, estaría disfrutando de una tarde normal. Sentada en su escritorio, mientras se tomaba un capuchino helado y trabajaba en una investigación, o se hubiera escapado de la oficina y estuviera comprando ropa interior. Haciendo cualquier cosa agradable y corriente. Pero en lugar de eso estaba a punto de confesarse culpable de un importante fraude. Lo cual era interesante, sin lugar a dudas, pero horriblemente incómodo. Aunque tal vez podría salir en televisión. Eso le gustaría. Tendría que pensar un poco en lo que se pondría cuando la arrestaran, tal vez debería arreglarse el pelo y hacerse un maquillaje con anticipación. Se conseguiría un abogado que tuviera buenos contactos con la prensa, alguien conocido, ojalá fuera apuesto. Tal vez hasta podría firmar un contrato para escribir un libro.
Pero ella debería al menos considerar la posibilidad de que estuviera reaccionando de manera exagerada. Después de todo, su miedo a que Dodo le hiciera daño no tenía mucho fundamento. Sólo se basaba en la creencia de que Dodo había mandado matar a Jed. De no ser por eso, Sarah no tendría razones para pensar que Dodo fuera capaz de matar a nadie. Nunca había sido violento con ella en el tiempo que llevaban juntos. Bueno, tal vez excepto cuando jugaban juegos sadomasoquistas, pero ahí era de común acuerdo. E incluso en esos momentos, Dodo era patético. Ella había conocido hombres mucho peores. De hecho, le gustaban los más duros, los más violentos. Ésa era la razón por la que había terminado por dejar a Dodo de últimas, porque no podía soportar la manera tan infantil como la azotaba. Hace un rato, en su oficina, realmente parecía que la iba a golpear. Pero a Sarah no le sorprendió que no lo hiciera. Se sintió decepcionada, pero no sorprendida. Incluso cuando estaba furioso, no podía. ¡Pobre diablo! Ella realmente había sido mezquina, pero no podía evitarlo. A veces Dodo era tan pesado.
Entonces, ¿qué la hacía pensar que Dodo había mandado a matar a Jed? ¿En qué se basabá? Tenía que admitir que no tenía ni una prueba de eso. Todo se reducía a que alguien había mandado a matar a Jed y ¿quién podía ser? Dodo tenía un motivo, tenía dinero y odiaba a Jed lo suficiente como para hacerlo. Pero ¿acaso eso probaba algo? Conociendo a Jed, Sarah estaba segura de que probablemente había muchas otras personas que también lo querían ver muerto. Jed era exquisitamente corrupto, la única persona que Sarah conocía que tenía un aura más oscura que la de ella. A Sarah le había dado mucha pena su muerte. Pero sólo porque ella no sabía quiénes eran esas otras personas no significaba que no existieran. Tal vez Dodo era inocente.
Si sólo hubiera una manera de averiguarlo, antes de tomar la drástica decisión de incriminarse. Tal vez simplemente debería preguntarle a Dodo si había matado a Jed. Probablemente se lo diría. Era el tipo de cosa de la que ella podía imaginarlo vanagloriándose, si en realidad lo había hecho. Desde luego, también podía imaginarlo vanagloriándose aunque no lo hubiese hecho. Pero no, en el fondo Dodo era un abogado. Al igual que ella, no le gustaba exponerse innecesariamente a una acusación. Realmente Sarah no creía que Dodo fuese a hacer una falsa confesión.
Sarah abrió su bolso. Era el bolso Louis Vuitton de flores rosadas y broche dorado que Dodo le había regalado. A ella le encantaba el color rosa. Pensándolo bien, Dodo le había comprado cosas muy bonitas. Valía la pena darle otra oportunidad. Sarah sacó su teléfono.
“Dodo. Celular,” dijo Sarah, vocalizando con claridad para que el dispositivo reconociera su voz. Timbró tres veces. Sarah estaba a punto de colgar cuando Reed contestó.
“Sarah,” dijo Reed. Por la manera como pronunció su nombre se notaba que estaba muy acongojado. Pero Sarah no estaba interesada en el estado de ánimo de Reed en este momento.
“¿Entonces, Dodo?”
“¿Sí?”
“Tengo una pregunta para ti.”
“¿Qué?” dijo con voz ahogada, casi como si estuviera llorando.
“¿Mandaste matar a Jed Benson o no?”
Sarah decidió que los resoplidos y gruñidos que provenían del otro lado de la línea eran sollozos. Francamente, ¿no podía limitarse a contestar la maldita pregunta? El llanto podía ser signo de que era culpable, o simplemente mostrar que Dodo era un sujeto patético. Ahora tendría que sacarle la información con paciencia, y ya estaba cansada de estar parada allí.
“Dodo, por favor. No te pongas así. ¿Dodo?”
“Me voy a suicidar,” farfulló Reed. “Voy para el campo. Estoy en el auto ahora mismo. Y cuando llegue me voy a pegar un tiro con mi rifle de cacería.”
“¿Por qué diablos harías una cosa tan estúpida?” preguntó Sarah, con auténtico desconcierto. Sarah no podía entender el suicidio. Su instinto de supervivencia era demasiado fuerte.
“Porque,” dijo Reed entre dientes, “te odio. Te odio y quiero hacerte daño.”
Sarah se rió, con una risa ligera y cantarina.
Reed dejó de llorar inmediatamente. “¿Qué tiene eso de gracioso?” preguntó.
“Que en ese raciocinio hay una falacia lógica. ¿Qué te hace pensar que el hecho de que te suicides me hará daño a mí? En realidad resolvería muchos de mis problemas.”
“Oh, te hará daño, ya verás, maldita desagradecida. Me he asegurado de eso.”
Reed hablaba con tanta convicción que Sarah se puso nerviosa.
“Ah, ¿y cómo?” preguntó.
“Tal vez yo mandé a matar a Jed. Pero tal vez fue a instancias tuyas.”
“¿De qué estás hablando?”
“Melanie Vargas está a punto de recibir por correo un interesante paquete. En él encontrará explicada la manera como tú me persuadiste de mandarlo a matar, para que no divulgara lo que habíamos hecho en Securilex. Lo que los dos hicimos, Sarah. Y tengo pruebas. Pruebas muy persuasivas.”
“Eso es ridículo, Dodo. No tuve nada que ver con el asesinato de Jed.”
“Yo tampoco. Pero cuando la fiscal lea lo que le envié, pensará otra cosa. Feliz aterrizaje, Sarah. Te estaré esperando en el infierno.”