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MELANIE ESTABA EN UN ESTADO FÍSICO DEPLO rable. Sentía cada una de las diez libras que le estaban sobrando. Mientras corría hacia el estanque de los barquitos de motor con sus tacones altos y luchando por respirar, sentía una terrible punzada en el costado. El sendero de pavimento estaba casi desierto en medio del calor sofocante, y el aire se sentía húmedo y asfixiante y olía a lluvia. El cuerpo le pedía que se detuviera, pero tenía que seguir adelante, tenía que encontrar a Sophie Cho antes de que comenzara a llover.

Slice no estaba bromeando. Le dedicaría más tiempo a pensar en aplastar una cucaracha con el zapato que en matar a Sophie. Melanie no permitiría que eso pasara. Cualquiera que fuera su vinculación con Jed Benson, Sophie era fundamentalmente una buena persona, mientras que Slice era un animal. Cuando pensaba en la posibilidad de que Slice le hiciera daño a su amiga, Melanie sentía cómo la rabia la recorría de arriba abajo. Se sentía capaz de una violencia terrible, se imaginaba haciéndole daño a Slice, desgarrándolo con sus uñas, cortándolo con sus dientes. Melanie sentía al animal que tenía en su interior.

Cuando llegó a la plazoleta abierta en la que estaba el estanque de los barquitos, disminuyó el paso. El sudor que le corría por la espalda hacía que el vestido se le pegara a la piel. En el cielo flotaban grandes nubarrones negros. Aprovechando la penumbra creciente, Melanie se concentró al tiempo que revisaba una a una las bancas de color verde brillante que había alrededor del lago. Casi todas estaban desocupadas a causa del calor y de la amenaza de lluvia. Unas pocas personas se abanicaban, mientras esperaban inútilmente un poco de brisa, pero Sophie no estaba allí. ¿La habría atrapado Slice en el sendero desierto? ¿Estaría muerta o herida entre los arbustos que Melanie acababa de pasar? El Central Park era un lugar muy grande. Necesitaría ayuda, pero no tenía a nadie a quién llamar, nadie en quién confiar.

Al no ver a Sophie, Melanie se volvió a angustiar. El cielo se oscureció hasta ponerse de un extraño color verde grisoso. Melanie sintió los primeros goterones en el brazo y en la frente. En segundos se convirtieron en un aguacero. Todo el mundo se dispersó. Melanie subió unos peldaños azules hasta un pequeño edificio de ladrillo que alojaba un local comercial, apiñándose con otras personas debajo del toldillo de cobre verde. La lluvia sonaba contra el metal como palitos sobre una lata. Las gotas, que formaban una cortina, caían de manera oblicua aguijoneándole la piel y haciéndole arder los ojos.

Si Sophie no estaba en el estanque, ¿dónde estaba? De prisa, Melanie marcó el número del celular de Sophie. Contestaron al primer timbre.

“¿Diga?” contestó una voz de hombre, ronca y tenebrosa. Melanie la reconoció enseguida por la grabación.

“Slice,” dijo.

“¿Quién es?” preguntó Slice.

“¿Dónde está Sophie? ¿Qué le hizo?”

El teléfono se quedó sin tono en su mano.

Si antes no estaba segura, ahora sí lo estaba. Slice tenía el celular de Sophie, por consiguiente, tenía a Sophie. Melanie puso a trabajar todas sus neuronas tratando de descubrir a dónde la habría llevado. Sintió que tenía la respuesta justo en la punta de la lengua. ¿Cuál era la conexión entre Sophie, una arquitecta, y el asesinato de Jed Benson? Tenía algo que ver con la casa, con los planos que Sophie había enviado al Departamento de Planeación Urbana. Eran falsos, le había dicho Sophie por teléfono. ¿Falsos? ¡Falsos! ¡Carajo! Melanie no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta hasta que la mujer que estaba a su lado la miró con desconcierto. No, quiso decirle, no estoy loca, pero soy una completa idiota.

Melanie sacó el tubo de cartón rojo que llevaba cargando desde esta mañana, y que sobresalía de su bolso. ¿Por qué se molestaría Jed Benson en esconder los planos de su casa en la caleta de su auto? ¿Por qué iría hasta Millbrook el informante de Dan para buscarlos? Porque los planos eran valiosos, ésa era la razón. Ella había tenido los originales, los reales, todo este tiempo. Estos planos revelaban algo, escondían algo, contenían algún secreto que no tenían los falsos que estaban archivados en el Departamento de Planeación Urbana. Con base en lo que sabía, el secreto debía tener que ver con una de dos cosas: el negocio de Securilex o drogas. La evidencia señalaba que el motivo detrás de la muerte de Jed Benson había sido una de esas dos cosas. Melanie le apostaba a la segunda. Algo que tenía que ver con drogas. Drogas, drogas, drogas. ¡Sí! Melanie pensó en la calcomanía del Correcaminos en la camioneta de Benson, en la caleta secreta que tenía su auto. Todo tenía sentido. Tenía los planos verdaderos en su mano y, con ellos, la clave de todo el caso.

 

MELANIE SALIÓ CORRIENDO PARA LA CASA DE Jed Benson en medio del aguacero. Iba patinando y resbalándose sobre el piso mojado, y dijo unas cuantas groserías cuando se torció un tobillo. La gente en la calle se quitaba de su camino como si se tratara de una loca. Tenía el vestido empapado y el pelo pegado a la cara, pero no iba a detenerse. Slice debía haber llevado a Sophie a la casa para averiguar lo que estaba escondido en los planos. Cuando consiguiera lo que quería, con seguridad la mataría. Cada segundo que pasaba ponía a Sophie un segundo más cerca de la muerte.

Con la adrenalina al máximo, Melanie no le dedicó ni un minuto a pensar en su propia seguridad, hasta que de repente recordó la hermosa carita de Maya. Maya la hizo querer cuidarse, tomar precauciones. Si había un momento para pedir refuerzos era éste, pero ¿a quién debía llamar? Maldito Dan O’Reilly por hacerla sentir que no podía confiar en él. Porque sencillamente no había nadie más. Randall, Bernadette, Rommie Ramírez. Todos ellos le harían daño antes que ayudarla, ¿cierto?

En un abrir y cerrar de ojos Melanie estuvo parada frente a la casa de Benson, resoplando y observando. Las ventanas cubiertas con cartón le daban a la fachada una apariencia de abandono y misterio. La lluvia amainaba, pero el cielo todavía se veía cargado de nubes negras por la tormenta. Cuando recuperó el aliento, Melanie se dirigió con cautela hacia la entrada del sótano que estaba escondida debajo de la gran escalera de piedra que llevaba hasta el piso principal. Pedazos de cinta amarilla de la que se usa en las escenas de los crímenes ondeaban pegados a la puerta de madera tallada. Melanie manipuló la pesada perilla de bronce de la puerta. No cedería, pero no importaba. Melanie necesitaba tiempo. Tiempo para reunir valor. Tiempo para pensar en un plan de escape.

Melanie hizo la única cosa que se le ocurrió para avisarle a alguien de su paradero: le marcó a Steve al trabajo. Sin importar cómo estuvieran las cosas entre ellos, a él le preocupaba la seguridad de Melanie. Ese pensamiento le causó un agudo ataque de nostalgia por él. Pero su secretaria contestó y dijo que Steve estaba fuera de la oficina en una reunión. Melanie le dejó un rápido mensaje en el buzón diciéndole dónde estaba y colgó, mientras se preguntaba si habría logrado algo más que avisarle dónde podría encontrar su cadáver.

Melanie escondió los planos en una maceta y se arrodilló para examinar la cerradura. Tal vez podría forzarla con una tarjeta de crédito tal como había visto que lo hacían en las películas. Lo intentaría y se pondría a curiosear por ahí un poco, pero todavía no entraría. Estaba hurgando en su bolso en busca de la billetera cuando oyó ruidos detrás de la puerta.

La puerta se abrió y antes de que Melanie pudiera ponerse de pie, dos hombres salieron de la casa, uno delgado y bajito y el otro grande y corpulento, los dos con máscaras negras sobre la cara. El grande la empujó. Melanie se cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra la acera, y soltó un grito de terror.

“Y usted, ¿qué está buscando, zorra?” preguntó el bajito, con voz suave, mientras se inclinaba sobre ella de modo que Melanie podía sentir sobre la cara su fétido aliento. El hombre le clavó en la mejilla una enorme pistola plateada semiautomática. Melanie podía sentirla allí, grande y helada, tapándole la vista del cielo.

“Mira esto, Bigga. Es la fiscal. Melanie Vargas. Vino de visita. ¿No es fabuloso? ¿Tiene algo que quiera decirme, Melanie?”

A Melanie la asustó el hecho de que el hombre supiera su nombre. Obviamente ella lo reconocía, incluso bajo la máscara. No sólo por la vieja fotografía de cuando lo ficharon, sino por todo lo que sabía de él. La altura y la figura, la actitud. La aterradora energía de asesino que irradiaba a través de la máscara, y el cuerpo crispado por la adrenalina. Este sujeto tenía que ser Slice. Pero el hecho de que él la reconociera a ella, ¿qué más podía significar sino que la había seguido?

“Sé que vino por una razón, zorra, así que no se haga,” dijo Slice en voz baja, mientras le enterraba con más fuerza el arma en la mejilla. La respuesta que Slice estaba buscando reposaba en los planos que estaban a treinta centímetros de ella, en la maceta, escondidos bajo hojas oscuras, pero Melanie no iba a darse por vencida tan fácilmente. La información era demasiado valiosa. Melanie la usaría para llegar a un acuerdo, para salvar la vida de Sophie y la suya propia.

Slice le hizo un gesto a Bigga con la cabeza, y éste levantó a Melanie y le puso los brazos en la espalda, retorciéndoselos con brusquedad. Al ser levantada tan rápidamente Melanie vio estrellitas.

“¿Dónde está mi amiga?” preguntó Melanie, cuando su visión se aclaró.

“¿Oíste eso, Big? Esta zorra piensa que está al mando. Va a aprender una buena lección cuando esté muerta antes de que se acabe el día,” dijo Slice de manera casual. Matar sólo era su trabajo.

“Si deja ir a mi amiga, tengo cierta información para usted.”

Melanie oyó su voz calmada. No estaba asustada. Esto parecía un sueño. O una pesadilla, en realidad. Una pesadilla que ya había vivido antes. El hombre detrás de la puerta, la explosión, su padre en un charco de sangre, los ojos mirando al vacío, la respiración entrecortada.

“¿Qué información?” preguntó Slice.

“No. Antes muéstreme que ella está bien,” insistió Melanie.

“¿De quién está hablando? ¿De esa perra china? ¿La arquitecta?”

“Sí.”

“¿Es amiga suya? Cómo es de pequeño el mundo, ¿no? Está adentro, descansando. Entre, tendremos una agradable conversación.” Slice soltó una risa profunda que salió de su garganta, como un aullido.

Slice entró en la casa y Bigga empujó a Melanie a través de la puerta para que lo siguiera. Las luces estaban encendidas, el vestíbulo se veía igual a como estaba la noche del asesinato. Aunque olía distinto, el olor a carne quemada había sido reemplazado por una fuerte combinación de humedad, agua estancada y restos de humo del incendio. Era un olor lo suficientemente fuerte para sentirlo, pero mejor que el de la carne chamuscada. Slice caminó por el corredor hasta la oficina de Benson y Bigga empujó a Melanie para que lo siguiera.

Cuando Melanie atravesó la puerta de la oficina, vio dos pies que salían de debajo de los restos ennegrecidos del escritorio de Jed Benson y se quedó sin aliento. Los pies estaban calzados con las zapatillas negras Nike que Sophie adoraba. Melanie se lanzó hacia delante, tratando de llegar hasta donde su amiga, pero Bigga la agarró del brazo con violencia y la detuvo.

“¿A dónde demonios cree que va?” gritó Bigga.

“¡Es Sophie! ¿Qué le hicieron?” preguntó Melanie, tratando de estirar el cuello, pero sin alcanzar a ver nada más que los pies de Sophie.

“Ella está bien. Sólo le dimos a probar algo para mantenerla calmada mientras llegábamos acá,” respondió Slice, y sus diminutos ojos brillaron con sadismo.

Si Sophie estaba inconsciente desde que la trajeron aquí, pensó Melanie, ellos no debían haber podido sacarle ninguna información todavía. Era un buen signo. Porque Melanie sabía que tan pronto consiguieran lo que querían, ya no tendrían razón para mantener viva a Sophie. Ni a ella.

Slice arrojó a Melanie sobre una silla giratoria de cuero que estaba bastante averiada. Al caer, Melanie sintió cómo se le enterraban en la espalda y los muslos unos cuantos resortes reventados de la silla chamuscada. Melanie se preguntó si sería la misma silla en la que Jed Benson había sido torturado y asesinado. La idea la hizo sentir furiosa más que asustada. Slice se le acercó y la máscara húmeda de sudor despedía un olor agrio.

“Escuche, Melanie,” dijo, “podemos hacer que esto sea muy fácil o podemos hacerlo del modo difícil. Del modo fácil, usted me dice lo que quiero saber. Del modo difícil, terminará muerta como Jed.”

“Muerta como Jed,” dijo Bigga. “Suena como una canción.”

“Usted es una chica bonita. Sería una lástima mutilarla, porque ya no se vería bonita,” dijo Slice, mientras le restregaba el arma contra la mejilla y le echaba el pelo hacia atrás con el cañón. La amenaza sexual de su gesto enfureció a Melanie y le causó náuseas. Melanie afiló su rabia y se dio cuenta de que ésta le ayudaba a mantener el control.

“Si quiere hablar conmigo, Slice, quíteme las manos de encima,” ordenó Melanie tajantemente, como si estuviera en su oficina. Melanie había hablado con criminales como Slice cientos de veces. Tenía que pensar que esto no era diferente. Ella era la jefa. Melanie no se sorprendió cuando su estrategia funcionó. La seguridad en uno mismo lo era todo en la vida. Slice se rio y dio varios pasos hacia atrás, bajando el arma.

“Hay que reconocer que la perra tiene cojones,” le dijo Slice a Bigga. “Y conoce nuestros nombres, así que no hay por qué estar incómodos. Podemos andar descubiertos.”

Slice se quitó la máscara. Bigga hizo lo mismo. Melanie estaba muerta de la rabia, esta vez contra ella misma. Al llamarlo por el nombre, al mostrarle que ella sabía quién era él, había firmado su sentencia de muerte. Ahora que sabía que lo podía identificar, no había manera de que la dejara viva. La única posibilidad que le quedaba era demorarse lo más posible en darle la información que quería y tratar de encontrar una manera de escapar. Melanie no tenía la esperanza de que nadie viniera a rescatarla. Tenía que confiar en su ingenio.

“¿Qué es exactamente lo que quiere saber?” preguntó, haciendo un esfuerzo por mantener la voz firme.

“Sin juegos, maldita zorra. ¿Dónde está la mercancía?” preguntó Slice. “Sabemos que está aquí. Muéstrenos dónde.”

“Sabemos que está aquí. Muéstrenos dónde,” repitió Bigga, riendo. Slice le lanzó una mirada y Bigga se quedó callado.

Entonces su teoría era correcta. Escondida entre las paredes de la casa de Jed Benson había una elaborada caleta que guardaba un gran cargamento de drogas, y que aparecía en los planos que ella había dejado afuera. Sophie, Sophie, ¿qué hiciste? Pero Sophie, acostada en el piso profundamente dormida, no podía contestar esa pregunta. Había sido una típica violación de morada desde el comienzo. Los chicos malos estaban buscando drogas, como siempre. Cuando Jed Benson dijo que no se las entregaría, Slice lo mató, como sucede con frecuencia. La misma historia había ocurrido miles de veces en las calles de Bushwick. Sólo que Melanie no había pensado que eso pudiera ocurrir en un vecindario tan elegante.

En ese momento su celular comenzó a timbrar en el bolsillo. Melanie estaba segura de que era Steve; podía sentir su preocupación en cada timbrazo. Slice se inclinó y metió la mano en el bolsillo de Melanie, y ella pudo sentir en el muslo el movimiento de sus dedos. Slice sacó el teléfono, lo apagó y lo tiró al piso. El aparato se deslizó hasta estrellarse contra el escritorio. Melanie lo miró con añoranza, mientras oraba mentalmente para que Steve llamara a la policía.

“Supongo que le dejarán un mensaje,” dijo Slice, con una sonrisa sarcástica. “Entonces, sobre la mercancía. . .”

Melanie tenía que demorar la cosa todavía más. Tal vez alguien viniera, se dijo a sí misma. “¿Qué mercancía?”

“No se haga la que no sabe. Eso me enfurece. Y usted no quisiera ver las cosas que soy capaz de hacer cuando estoy furioso. ¿Me oyó?” dijo Slice, en voz baja e intensa. Tenía los ojos de una criatura nocturna, diminutos, brillantes e insensibles, demasiado chiquitos incluso para una cara tan angosta.

“Le voy a decir todo, ¿está bien? No quiero que me hagan daño. Sólo me estoy asegurando de que nos entendemos, eso es todo.”

“¿De qué maldita mercancía cree que estoy hablando? ¿Ropa interior femenina?” gritó Slice. Bigga se rio ruidosamente.

“¿Está diciendo que hay drogas escondidas aquí? ¿Por qué habría drogas escondidas en la casa de Jed Benson?”

Melanie ni siquiera vio lo que venía en camino, Slice era muy rápido. En un abrir y cerrar de ojos, Slice estrelló la culata de su arma contra la cabeza de Melanie. Melanie sintió una explosión de dolor en el cráneo. Saltó atrás en el tiempo. “¡Papi! ¡No! ¡Noooo!” “¡Cállate, maldita!” Un golpe enceguecedor en la cabeza, luego oscuridad. Pero un segundo después Melanie estaba de vuelta en la oficina de Jed Benson, consciente, oyendo y viendo mejor de lo que quería. Melanie se llevó los dedos hasta el sitio donde sentía el dolor. Cuando los miró, estaban untados de sangre.

Ese golpe podría haber llenado de miedo a cualquier otra persona. Pero para Melanie fue como un aviso de alerta. Le recordó que tenía que luchar o los animales ganarían. Como habían ganado la última vez. Las cosas nunca volvieron a ser iguales después del robo. Su padre nunca volvió a pasar una noche en su casa. Después de años de rehabilitación en San Juan, había terminado por abandonarlas y se había casado con su enfermera. Melanie lo había visto dos veces en los últimos diez años. Maldita sea, esta vez no permitiría que ganaran los animales. Melanie sintió furia y, en el centro de ésta, la serenidad.

“¿Cree que no le voy a hacer daño? ¡La próxima vez será una bala, zorra!”

“Está bien,” dijo Melanie. “Ya entendí. Ahí va.” Hasta que pueda encontrar la manera de matarte, miserable.

“¿Dónde diablos están las drogas? Y no se haga la que no sabe, porque yo sé que ésa es la razón por la que vino.”

“Les voy a contar. Ustedes saben que estuvimos en Millbrook esta mañana en la casa de Benson, ¿cierto?” Melanie respiraba dificultosamente y le zumbaban los oídos, pero estaba más decidida que nunca.

“¿Es verdad, Bigga?” preguntó Slice.

“Te dije que había alguien más con ese policía que mató a No Joke,” dijo Bigga.

“¿Era ella? ¿Por qué diablos no los mataste cuando los tuviste enfrente? Ellos mataron a mi perro.” Slice agarró a Melanie por el cuello y Melanie tuvo que luchar por respirar. “¡Maldita zorra, matar a mi perro! Ese perro era un guerrero. ¿Sabe cómo se llamaba? No Joke, porque no era ningún chiste. Él y yo pasamos muchas cosas juntos. Va a tener que pagar por eso.”

Slice soltó a Melanie, dio un paso hacia atrás y levantó el arma. Melanie no podía dejar que le disparara porque entonces él ganaría. En ese momento no le preocupaba si ella iba a vivir o a morir, pero sí le importaba que él siguiera vivo.

“¡Un momento!” gritó Melanie. “Encontramos la caleta. La caleta del auto. Tengo los planos de esta casa.”

“Sí, Slice, primero la mercancía, luego la matas,” dijo Bigga.

“Está bien, Big,” dijo Slice y bajó el brazo. Melanie volvió a respirar. “Si me salgo de mis casillas, no consigo la información que necesito. Tengo que concentrarme. Una sola cosa a la vez. Gracias, hermano.”

“Para eso estoy aquí,” dijo Bigga.

“Entonces encontraron los planos. ¿Dónde están? Porque esta perra no sirve de nada,” dijo Slice y señaló a Sophie, que estaba tan quieta que podía estar muerta. “Creo que se te fue la mano con esa mierda, Big.”

Melanie se sentía concentrada al máximo. Vio una salida.

“Dan O’Reilly, el agente del FBI, los llevó a mi oficina y los puso en la caja de seguridad en la que se guardan las evidencias,” mintió Melanie con tranquilidad. “Estábamos planeando mostrárselos a un experto en caletas para que nos ayudara a entenderlos.”

“Si eso es cierto, ¿qué vino a hacer aquí?” preguntó Slice.

“Quería tener una ventaja. Usted sabe, ser la primera en descubrirla.”

Slice asintió con la cabeza. Le creyó.

“Entonces ella tiene que llamar a O’Reilly y pedirle que traiga los planos aquí,” dijo Bigga.

¡Sí! Ése era exactamente el resultado que Melanie estaba buscando. Mejor Dan que nadie. Melanie creía que por lo menos Dan trataría de impedir que la mataran. Pero Slice era muy astuto.

“¿Qué carajos dices, Big? Por eso es que siempre te digo que mantengas la bocota cerrada. Eso nos dejaría atrapados. Usaremos nuestra propia gente. Ven, sostén el fierro y vigílala mientras hago algunas llamadas.”

Slice le entregó el arma a Bigga y salió al corredor. Mientras salía, sacó el celular del bolsillo. Melanie alcanzaba a oír el tono del teléfono mientras Slice colgaba y volvía a marcar. Le estaba enviando un mensaje a alguien. Melanie trató de concentrarse, pero no pudo evitar repetir mentalmente lo que Slice acababa de decir. Llamar a Dan los dejaría atrapados. ¿Entonces Dan no estaba en su nómina? ¿No trabajaba con ellos? Dios, Melanie rogó que eso fuera lo que había querido decir.

El teléfono de Slice sonó afuera, en el corredor, y Slice contestó. Su voz se oía apagada y profunda, pero claramente entendible, a través de la puerta abierta.

“Tú, maldito, no estás respondiendo a mis mensajes como deberías,” dijo Slice. “No me digas mentiras. Ahora vas a tener que probar tu lealtad. Necesito que hagas algo por mí ... Sí, ¡ahora! Me importa un culo si estás ocupado. Esto es más importante ... No me hagas pensar otra cosa ... No soy tu mujer, entonces ¿por qué estás tratando de joderme? Mejor te mueves con esto o te vas a despertar muerto ... Está bien, eso está mejor ... Bien ... Esto es lo que tienes que hacer. Los planos están en la caja fuerte de la oficina de la fiscal. Necesito que entres allá y los saques.”

Slice había hablado de usar su propia gente, pero obviamente estaba hablando con alguien de la policía, con una de las personas del equipo de Melanie, alguien que podía acceder a la caja fuerte de su oficina. Rommie Ramírez. Tenía que ser.

Mientras Slice hablaba por teléfono, Bigga estaba recostado contra el gran escritorio de madera. Tenía ese tipo de cara gorda y blandita que les da a algunas personas una expresión bondadosa. Pero en él sólo era una muestra de estupidez y glotonería. Con los brazos cruzados, Bigga sostenía el arma tranquilamente contra el pecho, mientras observaba a Melanie.

“¿Quién es el que está al teléfono con Slice, Rommie Ramírez?” preguntó Melanie.

“¡Cállese! Nosotros somos los que hacemos las preguntas aquí,” dijo Bigga.

“Quienquiera que sea, tal vez si hablo con esa persona podría darle una mejor idea de dónde buscar esos planos.”

“Vuelve a abrir la boca y se la tapo con cinta.”

Mientras Melanie observaba a Bigga con cautela, algo le vino a la cabeza. Uno más uno, dos. Bigga fue el que le disparó esta mañana en la propiedad de Benson. Entonces Bigga era el informante de Dan. Pero tan pronto como Melanie asimiló esa idea, las señales de alerta volvieron a prenderse. ¿Qué significaba para sus perspectivas de supervivencia el que Dan y Bigga trabajaran juntos?

 

POCOS MINUTOS DESPUÉS, SLICE VOLVIÓ A EN trar en la habitación. “Ya estamos avanzando. Si los planos están donde ella dice, vienen en camino. Si no, ella no vive un día más.”

“Perfecto,” dijo Bigga con admiración. “¿Y ahora qué?”

“Esperamos. La mantenemos en la mira.”

Slice apartó con el pie unos escombros para despejar un espacio en el suelo, mientras sacaba del bolsillo de sus pantalones anchos un pequeño GameBoy, se deslizó al lado de la pared que estaba al pie de la puerta y se sentó. La musiquita que emitía el juego de video le daba un aire absurdamente festivo al deprimente sótano. Bigga se quedó mirando a Slice.

“Te dije que la vigilaras a ella. ¿Qué me miras a mí?” ladró Slice.

“Nada.”

“Entonces no me mires. Interrumpes mi concentración.”

“Tengo hambre,” se quejó Bigga.

“Siempre tienes hambre. Por eso es que estás tan gordo.”

“Me estoy muriendo de hambre, hermano. Necesito comer algo delicioso. Déjame ir por un poco de comida china o algo antes de que empiece la acción. Vi un lugar cuando veníamos para acá.”

Slice levantó la vista de su juego, visiblemente molesto. “¿Recuerdas ese último trabajo que hicimos en Bushwick? No te pudiste trepar a la ventana porque estabas muy gordo, y ese maldito de Arturo se escapó. No conseguimos ni mierda.”

“Sí ¿y qué?”

“Que te estoy poniendo a dieta. No más comida para ti.”

Melanie había seguido la conversación con atención y se sintió aliviada de que Slice no dejara que Bigga se fuera. Ella abrigaba la esperanza de que Bigga estuviera en su equipo, que trabajara para Dan, y que cuando llegara el momento definitivo él la ayudaría. A pesar de sus alardes de valentía, Melanie no tenía ningún interés en quedarse sola con Slice. Ella podía ser valiente, pero no era estúpida. Slice podía matarla sólo por el placer de hacerlo, aun si no era lo más conveniente para su plan. Entonces, ¿cómo podía predecir su siguiente movimiento?

Bigga suspiró y volvió a sentarse en el escritorio. Slice volvió a su juego. Mientras esperaban, en medio de un silencio interrumpido solamente por la musiquita del GameBoy y los rugidos del estómago de Bigga, rodeados de un aire pútrido que olía a húmedo y a quemado, la seguridad de Melanie en sí misma se fue debilitando hasta desaparecer. Se dio cuenta de que estaba muy cerca de su apartamento, que su hermosa hija estaba a sólo unas cuantas cuadras. Recordó cómo había salido con el cochecito la noche del lunes, y cómo el olor a humo la había traído hasta aquí. Su estúpido orgullo la había hecho querer el caso Benson y ahora le iba a costar la vida. E iba a arruinar la vida de Maya. Maya crecería huérfana de madre, Steve tendría que educarla solo y Melanie sólo podía culpar a su propio orgullo. Ella sabía cómo era eso, crecer sólo con un padre, sintiendo siempre la ausencia del otro, y ahora ella le estaba haciendo el mismo daño a su hija, algo que había jurado que nunca permitiría que pasara. A pesar de sí misma, Melanie comenzó a temblar a causa de los sollozos reprimidos. ¡Maldita sea! pensaba Melanie, no le daría a ese bastardo la satisfacción de verla llorar. Pero al pensar en el enorme vacío que dejaría en la vida de su hija, no podía evitarlo.

“¡Carajo, cállese!” gritó Slice. En ese momento el estómago de Bigga soltó un sonoro aullido. “Tú también, ¡deja de hacer ruidos! Entre la quejadera de aquélla y tus desagradables ruidos, me están enfermando.”

“Necesito algo de comer,” dijo Bigga con calma.

“Entonces ve. No me puedo concentrar con ese maldito ruido.”

“¿Quieres que te traiga un poco de comida china?” preguntó Bigga.

“¿Estás loco? Yo no como cuando estoy trabajando.”

Bigga encogió los hombros. “Está bien, ya vuelvo,” dijo y le entregó el arma a Slice.

Un momento después se oyó cómo se cerraba la puerta de la entrada, dejando a Melanie sola con Slice.