35

Un día en la capital, Juan y yo habíamos oído decir que los tiznados estaban muy activos en el área montañosa entre Otoao y Lares, pero no habíamos escuchado nada más sobre ellos. Al llegar a Arecibo, sin embargo, el pueblo zumbaba como una colmena: donde quiera que íbamos la gente estaba comentando y hablando de los guerrilleros. Al principio no podíamos perder el tiempo con rumores; Madame nos había cargado de trabajo y no teníamos ni un minuto libre. Juan salía un rato todos los días a pasear conmigo por la playa cercana al pueblo, tratando de convencerme de que me tendiera “a descansar” sobre las dunas, pero no tuvo suerte.

Luego de una espera de una semana, lo que tardó formalizar el contrato con el Teatro Oliver, llegó por fin la noche del estreno de la Baccanale. Madame le había ordenado a Juan que se situara debajo de la trampa del escenario para amortiguar el golpe de la caída de los bailarines. A diferencia del Tapia, donde sólo Nóvikoff-Dionisio desaparecía por el hueco en el piso, en el Teatro Oliver Ariadna y Dionisio caerían juntos en la trampa. Madame había hecho aquel cambio en la coreografía porque le parecía más romántico. Pero nada sucedió como se había previsto. De pronto Juan se encontró rodeado por enmascarados que lo empujaron a un lado y sostuvieron una colchoneta abierta en el piso. Poco después Madame y Diamantino ambos cayeron en sus manos.

Le apuntaron a Juan con un revolver y lo obligaron a regresar al primer nivel, amenazándolo con que si los delataba lo matarían. Secuestrar a Madame en aquel momento era una locura, puesto que la isla estaba ocupada por el ejército y había militares por todas partes, pero los rebeldes estaban locos para comenzar. Eran capaces de asaltar una ametralladora con un machete, así que Juan cumplió con sus órdenes al pie de la letra.

Juan nos acompañó a las chicas y a mí de vuelta a San Juan en el tren. Ellas se alegraron mucho de que estuviera allí; estaban tan angustiadas que de seguro se hubiesen bajado en la estación equivocada y quién sabe a dónde hubiesen ido a parar. Yo no hice más que llorar durante todo el trayecto; tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para dejar de pensar en Madame. Juan me compró guarapo, marrayo de coco, ajonjolí, pasta de batata: golosinas que sabía yo disfrutaba porque me gustaba mucho el dulce. Pero no funcionó; las lágrimas seguían bajándome a mares por las mejillas. Las chicas se escurrieron en sus asientos y no tenían ánimo ni para mirar fuera de la ventana. No hacían más que criticar a Madame y discutir sobre la mejor manera de abandonar la isla. Varias de ellas tenían admiradores en San Juan, y estaban pensando llamarlos cuando llegaran para pedirles ayuda. Era obvio que la compañía estaba en las últimas.

Cuando llegamos al Malatrassi, Juan mandó a llamar a Liubovna y se reunió con ella en el lobby. “Por favor, cuídeme a Masha”, le dijo. “Está sufriendo, pero estoy seguro de que su mal tiene cura. Afortunadamente, el corazón es el único órgano humano que se regenera”.

Al día siguiente fui a visitar a Juan en la zapatería, y esa misma tarde la amazona invencible cayó rendida entre sus brazos.

Las cosas fueron bien entre nosotros desde el principio, y yo iba todos los días al taller. Estábamos más felices que un par de paticorias en calcetín de franela cuando sucedió algo inaudito. Yo acababa de salir para el Malatrassi después de nuestra cita, y Juan venía de apagar la luz del cuarto para acostarse a dormir, cuando escuchó a alguien tocar a la puerta. La abrió un dedo y se sorprendió: allí estaba Molinari, vestido con su traje de zopilote y con una pistola en la mano.

“Madame me mandó a buscarte”, le dijo con su voz de ultratumba. “Tienes que acompañarme”. Juan asintió en silencio y recogió algunas cosas que necesitaría en el viaje para meterlas en su mochila. Al último momento agarró un par de zapatillas de punta que acababa de forrar y las metió en el bolso. No se atrevió a decir nada para no suscitar controversias.

Un enmascarado sostenía un par de caballos por la brida. Los montaron y salieron a todo galope hacia Arecibo, donde agarraron el camino de Otoao que repechaba hacia las montañas.

Le dijeron a Juan que una vez que llegaran a Otoao estaría libre y podría ir a donde quisiera, lo cual lo tranquilizó, pero luego se dio cuenta de que era mentira. El campamento de los tiznados —un manojo de casuchas metidas entre los picos— quedaba tan lejos de todo que escapar de allí resultaba casi imposible. Lo dejaron sin caballo en cuanto llegaron, y era igual que si estuviera preso.

Juan mismo me contó la historia de aquella extraña aventura, y prefiero relatarla aquí tal y como la escuché de sus labios, en sus propias palabras:

“Otoao es una palabra indígena; quiere decir: ‘roca entre las nubes’ ”, dijo. “El lugar era tan escarpado que daba claustrofobia, y se hacía difícil respirar. La neblina invadía el área a ciertas horas del día, o se adhería colgada de los montes en retazos de gasa, como si la tierra estuviese herida y necesitara vendarse. En Otoao el terreno era muy rojo, y cuando llovía parecía como si de cada pico de la montaña o ventisquero agreste brotara la sangre a borbotones.

“Revisé el lugar a pie: había varios grupos de hombres con machetes cortos atados a la cintura o metidos en vainas de cuero, que tiraban los dados en el piso de tierra; un cuarteto jugaba dominó sentado en cajones de madera vacíos. Había unos dólmenes con unas inscripciones extrañas que le daban al lugar un ambiente misterioso; animales en fuga, rostros humanos que parecían salir de entre la neblina y espíritus que nos miraban como si estuvieran vivos. Me sentí conmovido al enterarme de que allí se habían refugiado mis antepasados, los últimos indígenas, de las matanzas de los españoles.

“Me puse a buscar a Madame y a Diamantino, y como no los encontré, le pregunté a uno de los hombres que estaba afilando su mocho sobre un pedernal si los había visto. Me señaló hacia una cabaña al borde del campamento, y en ese preciso momento ví a Madame salir por la puerta. Se veía cansada; tenía unas ojeras profundas y estaba despeinada. Diamantino venía detrás de ella y los ví abrazarse; entonces Diamantino se subió a su caballo y fue a reunirse con Bienvenido en un recodo del camino; ambos se perdieron en la espesura. Se oía un torrente cerca y caminé distraído hacia allí. Un chorro de espuma blanca bajaba entre las rocas, y el agua me pareció seductora; mé quité la ropa y me tiré de cabeza en una poza tranquila detrás de un peñón enorme, semioculta entre los helechos. El agua estaba estupenda, fría y transparente sobre los guijarros del piso.”

“Salí del agua, y me quedé dormido bajo la sombra de un árbol de guamá. Al rato me despertaron voces, y me asomé cauteloso por detrás del peñón: eran Bienvenido y Diamantino, que se acercaban a darles de beber a sus caballos. Estaban discutiendo y se veían alterados; jaloneaban sus monturas con la brida y éstas relinchaban nerviosas, amenazando con empinarse en las patas traseras. Por fin saltaron de sus caballos y se engramparon a pelear al borde del agua. ‘Eres un traidor’, le gritó Bienvenido a Diamantino después de escupirle en la cara. ‘Tenías que cubrirnos las espaldas y no disparaste ni una sola vez. Sigues siendo un tiznado aunque no te guste”. (Más tarde me enteré que los tiznados habían tenido una escaramuza con los federales cerca de Cerro del Prieto, y que Diamantino había rehusado pelear.) La respuesta de Diamantino fue un puñetazo al estómago de Bienvenido. Se patearon y se torcieron los brazos; se agarraron por el cuello y trataron mutuamente de sacarse los ojos.

“Entonces, haciendo de tripas corazón, Diamantino gritó: ‘¡Yo sé por qué estás aquí; porqué estás huyendo de ti mismo! ¡No es culpa mía si estás obsesionado con Ronda! ¡Estás loco si no te olvidas de ella, porque es tu hermana”!

“Cuando Bienvenido oyó esto bajó la cabeza como un toro, hinchó los músculos del cuello, y arremetió contra Diamantino con todas sus fuerzas, pero Diamantino agarró una piedra y se la arrojó al pecho. Bienvenido cayó redondo el suelo.

“La lucha se prolongó por varias horas, cada vez más lenta. Era como si estuviesen peleando en medio de un tanque de melao. La noche empezó a caer y ya no podían tenerse en pie. Peleaban arrastrándose por el piso, tirándose de las greñas y maldiciendo. Por fin perdieron el conocimiento, tendidos uno junto al otro en la oscuridad, casi como si fueran amantes. Yo fui a buscar a los tiznados, para que los llevaran de vuelta al campamento.

“Al día siguiente, cuando Bienvenido se despertó, descubrió a Molinari sentado en el piso, la mirada fija en él. Parecía más que nunca un buitre, con la ropa de lana negra salpicada de fango, pero todavía lograba proyectar un aire de confianza y vitalidad. De hecho, ahora que lo pienso, nunca recuerdo haber visto a Molinari cansado. Tenía algo —quizá su piel, que parecía de cuero, o su pelo, que asemejaba charol untado de brillantina— que lo hacía parecer indestructible.

“Molinari se estaba espantando las moscas de la cara con una hoja de malanga. ‘Ya es hora de que recobres el sentido, literal y metafóricamente muchacho’, dijo, alargándole a Bienvenido una caneca de ron. Bienvenido sentía la cabeza más grande que una casa, y todo el cuerpo le latía de dolor, pero aceptó la botella y logró pasar un buche. Yo estaba sentado en el piso, detrás del corso, entre las sombras que proyectaba la fogata moribunda, tratando de pasar desapercibido. Una pareja de tiznados se le acercó a Bienvenido y lo ayudó a levantarse del suelo. Lo habían dejado pasar la noche a la intemperie porque tenían miedo de que, si trataban de ayudarlo antes de que se calmara, los agredería a ellos también.

“ ‘¿Qué hora es?’, balbuceó, sacudiendo la cabeza para aclarar su mente. Estaba despeinado y tenía un coágulo de sangre seca sobre el ojo derecho. Se le había hinchado el labio superior, y sostenía sobre él un pañuelo mojado en ron como si fuera una compresa. Casi no podía hablar.

“ ‘Son casi las siete, según los rayos del sol entre los árboles’, dijo Molinari.

“Bienvenido no parecía sorprendido de ver a Molinari. A lo mejor esperaba que el corso diera testimonio de cómo dos hombres se habían tirado al suelo, a probar con sus propias manos que el destino se doblegaba a la fuerza. Caminó hacia la fogata buscando un trago amargo de café. Molinari estiró el pie y le hundió la punta del zapato a Diamantino en las costillas para despertarlo. El joven también estaba tendido en el piso, y soltó un quejido pero sin abrir los ojos.

“ ‘¡Váyase al infierno!’, le gritó Diamantino a Molinari al darse cuenta de quién era. Unos minutos más tarde, sin embargo, se levantó muy despacio, apoyándose en un yagrumo cercano. La cabeza le daba vueltas, pero logró alcanzar la maleza para orinar sobre unos arbustos.”