III. La verbalización de un acto político: hacia una política del discurso1

Propongo que en este capítulo hablemos de la verbalización de un acto político y de la verbalización como acto político. No puedo negar que siento cierta simpatía hacia quienes consideran que ya hay demasiadas palabras flotando por ahí y que la noosfera corre el riesgo de acabar tan polucionada como la atmósfera, la biosfera y la geosfera. Una persona de Los Ángeles me dijo un día: «¡No está usted obligado a verbalizar su estilo de vida!». Años más tarde se me ocurrió que la respuesta adecuada hubiera sido: «Me siento fuertemente impulsado a hacerlo y sospecho que Thomas Hobbes lo consideraría incluso una obligación». Ha habido escuelas de filosofía política que abogaban por el rechazo de la palabra; conozco dos ejemplos de la antigua China. Los confucianos sostenían que los modelos compartidos de conducta ritualizada transmitían los valores más armónicamente y ayudaban a internalizarlos mejor al no estar a merced de las contradicciones de los imperativos verbales. Los taoístas, por su parte, se distanciaban de construcciones «monstruosas» como las ficciones, confusiones y mentiras contenidas en las palabras, y se dedicaban a la búsqueda de una antipolítica de la trascendencia2. Parece que ambas escuelas reaccionaban, desde extremos diferentes, contra la idea de que no había afirmación que no pudiera refutarse o distorsionarse. Para los confucianos, la refutabilidad era un obstáculo en el camino y, para los taoístas, una idiotez. Pero había leído lo suficiente a Karl Popper en mi juventud como para suscribir su idea de que la refutabilidad macht frei. En su momento intentaré demostrar que es, precisamente, ese carácter imperfecto de las declaraciones verbales el que las convierte en proposiciones criticables, permitiendo la comunicación entre humanos. Además, creo que se puede afirmar que tengo algo así como una obligación hobbesiana de verbalizar mis actos para que mi prójimo pueda opinar y criticarlos. Inscribiré todo lo anterior en el marco de la política entendida como un sistema lingüístico y del lenguaje entendido como un sistema político en sí mismo. También me veo obligado a reconocer en este punto que no me considero competente en lingüística teórica y quisiera invitar a los que sí lo son a corregirme si me equivoco. Empezaré a hablar de política como de una estructura clásica de poder compartido pero, para dejar claro que lo que se comparte es poder, comenzaré por analizar las palabras como una forma de acción: como actos de poder ejercido sobre las personas.

El Bruto de Shakespeare exclama (y no es casualidad que sea un soliloquio):

Entre la ejecución de un acto terrible

y su primer impulso, todo el intervalo es

como una aparición o una horrorosa pesadilla

(Julio César, II.I.63-65)

R. G. Collingwood3 afirmaba, con su característico ingenio, que «el primer impulso» hacía referencia a la concepción inicial y, «la ejecución», al primer paso de la realización real del acto. En realidad, lo que nos interesa en este punto es el hecho de que la intención es parte del proceso de actuar. En la regulación jurídica inglesa de la traición, en la que tal vez pensara Shakespeare, se afirmaba que «concebir o imaginar» la muerte del rey era un acto de traición equiparable al de matarle. No dejaba de tener su sentido, pero el derecho exigía asimismo dos testigos que confirmaran que se había concebido o imaginado la traición. La complejidad de nuestro problema reside precisamente en que, a veces, las palabras prueban intenciones. El caso es que, a no ser que un agente celoso estuviera espiando en el jardín donde Bruto declama su soliloquio, no podemos afirmar que esté actuando al comunicar sus intenciones a otros; se limita a hablar consigo mismo. Teniendo en cuenta lo ambiguo que es el lenguaje, medio de expresión y de comunicación a la vez, puede que lo mejor sea que iniciemos el estudio de la verbalización política contemplando a un hombre en un momento de introspección.

Las palabras citadas nos dicen lo que está haciendo Bruto. Intenta escapar de una horrorosa pesadilla verbalizando sus actos para sí mismo, lo que implica dos cosas: verbaliza su intención de actuar y verbaliza el carácter del acto que pretende llevar a cabo, pues hablar en voz alta ayuda, entre otras cosas, a racionalizar. En el primer caso la verbalización es performativa. Al decir: «¡Voy a matar a César!», Bruto lo confirma, da su forma definitiva a esa intención, y su actuación es una de la serie de actuaciones que integran la totalidad del acto de asesinar a César. Parte de la pesadilla de Bruto consiste en que no tiene la certeza de que vaya a matar a César, de que realmente desee asesinarle; no lo sabe hasta que no se oye así mismo decirlo. Por eso habla consigo mismo, la comunicación forma parte de la realización del acto. Pero, si tenemos en cuenta el carácter del acto, la verbalización resulta mucho más compleja aunque siga siendo parcialmente performativa. En este caso Bruto podría decir: «Voy a matar a César porque es un tirano», y esta afirmación es algo más que una explicación o una justificación. «César es un tirano» es una declaración, un acto de definición, no el mero recitar de un dato previamente aceptado. Cuando Bruto define a César como un tirano, no solo está justificando sus intenciones, las define. Afirma que matar a César es matar a un tirano, de manera que lo que intenta decir cuando proclama «pretendo» es «matar a un tirano». Ahí están, tanto la afirmación: «César es un tirano», como la consecuencia: «es correcto matar a los tiranos», listas para su análisis y articulación posterior. Pero también pueden pasarnos desapercibidas porque, al estar inmersas en la estructura de las palabras, nos resulta cada vez más difícil rastrearlas y examinarlas. Puede que el subconsciente de Bruto no se lo quiera poner fácil, pues el monólogo parece dirigido a quemar sus naves. Pero no hay distancia alguna entre lo que afirma y asume y el momento en que la intención adopta su forma definitiva a través de su verbalización. Definir la intención contribuye a convertirla en lo que es, de modo que pasa a formar parte y moldea, tanto la acción inmediata como la futura, aunque nada de eso se exprese en un lenguaje performativo.

Tanto la intención como la ejecución del acto requieren de un sentido que se extrae de ese contexto que evocan las palabras, por razones más profundas incluso que la necesidad de justificación. Cuando Bruto usa una palabra tan poderosa como «tirano» invoca todo un mundo de estructuras de referencia que arrojan luz sobre el resto de sus palabras, su pretendido acto y la verbalización de su estado de conciencia. De modo que «César», «matar», «pretendo» e incluso «yo» van adquiriendo nuevos significados, «retropredictivamente», a medida que entran en el universo que evoca «tirano». Es muy posible que los mundos que evocamos aparezcan de repente ante nosotros, porque el lenguaje es mágico. Resulta difícil revocar estos speech acts, o actos de habla, incluso cuando, como en el caso de Bruto, se pronuncian como parte de un soliloquio. Porque lo verbalizado se erige en una nueva y terrible realidad reemplazando a una pesadilla horrible.

Bruto utiliza el lenguaje. Se comunica con un oyente que resulta ser él mismo. Actúa sobre sí mismo, sobre la primera persona, «yo», dando forma definitiva a su intención por medio de un acto de verbalización. Lo hace, comunicando información sobre esa intención a una segunda persona, a sí mismo como oyente, sobre la que actúa convirtiéndola en receptora de una información que acabará modificando intencionadamente su percepción del mundo. En el inglés arcaico y formal a veces se introducía la comunicación de información con el verbo imperativo «know that» («sépase que»), tras el cual seguía el mensaje. El imperativo no dejaba duda alguna de que informar podía ser actuar e incluso impartir órdenes. Si nos intentamos imaginar a Bruto comunicando su intención a una segunda persona, a su mujer por ejemplo, la situación se complicaría debido a que sus respuestas espontáneas le permitirían percibir su visión del problema y llevarle a modificar sus intenciones. Pero no conviene exagerar las dificultades. En primer lugar, Bruto podría haber diseñado su mensaje para predeterminar la respuesta de Porcia. Y, en segundo lugar, yo impartí una serie de conferencias que llevaban por título «Playback or you never know who is listening» («Escucha o nunca sabes quién está escuchando») en las que afirmaba que, siempre que emitíamos un mensaje, había al menos un oyente, el emisor mismo, capaz de prever o determinar sus propias respuestas. Además, se actúa a distancia sobre una tercera persona, César, de dos formas. Primero se la define de acuerdo con las percepciones de la primera y de la segunda persona como a) el objeto de un acto que se pretende llevar a cabo, se le quiere «matar» y b) como a un «tirano», lo que cualifica al acto y definirá, en lo sucesivo, lo que se entiende y lo que se pretende. Como vemos, la verbalización actúa sobre las personas y, por lo tanto, es un acto de poder en, al menos, dos aspectos: por un lado informa y nos ayuda a modificar las propias percepciones y, por otro, define y transforma el modo en que perciben los demás. Cualquiera de estos actos de poder puede ser totalmente unilateral y arbitrario, es decir, depende solo de la voluntad de una persona.

Al plantearnos si la verbalización de un acto es parte del acto realizado, tendremos que pensar, a continuación, si la verbalización es un acto o una actuación, incluso una afirmación de poder, por derecho propio. Es decir, al analizar la intención como parte de la acción nos movemos en el terreno de los medios y los fines. Veremos con mayor claridad la relación entre «teoría» y «praxis» si nos imaginamos a Bruto, tomándose un instante, como efectivamente hace, para explorar y aclararse sobre los significados e implicaciones de las palabras que utiliza. Pero, para que esa relación se convierta en un problema que nos resulte de interés, debemos dar por supuesto que este proceso de aclaración lingüística puede convertirse en un acto intencionado distinto al acto que se verbalizaba a través del lenguaje. Si aceptamos que la primera verbalización de la intención constituye una forma de praxis, la teoría sería la vuelta al universo de la verbalización, la intención, la comunicación y la acción que conforma eso que denominamos práctica. Pero, al introducir una diferenciación entre verbalizaciones de primer y segundo orden, nos enfrentamos a otro problema de la misma importancia, si no mayor.

Bruto no recurre a un lenguaje propio. No podría hablar de ello si su discurso se compusiera exclusivamente de sus declaraciones de intenciones. Las afirma, las define, define su papel y la función que habrían de cumplir segundas y terceras personas y actúa, con la ayuda de un lenguaje que no ha creado, sino que se ha ido formando a partir de la sedimentación e institucionalización de actos de habla realizados por otros, que actuaban sobre otras personas con otras intenciones4. Este lenguaje se ha convertido en una estructura dada a través de complejísimos procesos de asunción, mediación y convencionalización y, por lo general, ya no podemos saber qué efectos buscaban los autores del acto de habla, qué quería decir quién. Esto es lo que explica que Bruto no se explaye en un lenguaje propio. Él no lo elaboró y no sabe quién lo hizo y, si una serie de razones nos llevan a aceptar que hay mucho de implícito en el lenguaje que solo aflora a la superficie en su uso, debemos extraer una consecuencia inevitable en el caso de Bruto que, al intentar imponerse a sí mismo y a los demás una diversidad de roles, descubre que está entrando en una compleja ficción de colaboración con coautores de cuyos nombres, intenciones y dispositivos de comunicación le separan una serie de mediaciones que desaparecen y se le escapan. Cada uno de nosotros habla con muchas voces, como el chamán de una tribu en el que se manifiestan todos sus ancestros. Cuando hablamos, no estamos seguros de quién habla o de lo que estamos diciendo y nuestros actos de poder en el ámbito de la comunicación, no son totalmente nuestros. Podemos definir a la teoría como el intento de responder a esta clase de cuestiones, de decidir qué tipo de poder se ejerce sobre nosotros cuando intentamos ejercerlo.

Creo que en este punto podemos acusar a Bruto de mala fe, aunque solo sea desde presupuestos platónicos, puritanos, románticos o existencialistas. Afirmar su intención, rol o identidad en un lenguaje compuesto por las afirmaciones de intención, roles e identidades de otros, es permitir que sean unos fantasmas los que ejerzan ese acto de poder, aunque Bruto simule haberse apropiado de su fuerza. Está aceptando una identidad falsa, sometiéndose a un poder ajeno y simulando que ese poder no es más que su yo activo. Es lo que sucede cuando tendemos a reducir los actos de habla a actos de poder porque, resulta muy difícil reconciliar al poder con una ficción o la identificación con otra persona. No puedo decir que el poder de otro sea mío. Tal vez crea que debo actuar como si ese poder de otro fuera mi propio poder, pero la forma correcta de hacerlo es uno de los mayores misterios del Leviatán (I.16). Bruto dice, «el poder es mío» cuando, en realidad pertenece a otro. Representa una ficción. Pero, solo podemos acusarle de mala fe si no sabe o no quiere admitir que finge o que las condiciones de habla hacen que la ficción que quiere representar no pueda ser la ficción que está representando. No usa su lenguaje, usa el de otros. Pero si es plenamente consciente de la intención de ese otro, si fuera capaz de plegar sobre sí mismas todas las mediaciones en una metáfora única captando así todos los matices de lo que quiere expresar al utilizar ese lenguaje, en ese caso sabe perfectamente lo que significa la acción que pretende emprender. Por otro lado, lo más probable es que desconozca la carga implícita en el lenguaje que usa y, por lo tanto, sabe que no captará completamente el significado del acto que va a emprender. En este caso, la teoría explora honestamente los límites de su intención y sus acciones se convierten en un saber que, como el socratismo y el confucionismo, solo busca «saber lo que no sabemos». No es fácil llegar a adquirir conciencia de la propia aportación a este proceso pero, aferrarse al antiintelectualismo porque muy poca gente es consciente de este proceso, sería puro esnobismo intelectual.

Lo cierto es que, a este nivel, lo que parecía una apropiación del poder de otros por parte de Bruto, bien pudiera ser la mera aceptación de que el poder de los demás define y limita el suyo propio. Quisiera proponer un modelo en el que el lenguaje fuera un sistema de comunicación bidireccional, capaz de transformar la afirmación unilateral de poder en el ejercicio conjunto de ese poder en el seno de una comunidad política. Existe una comunidad política cuando hay comunicación entre las personas, es decir, cuando se enuncia y replica una afirmación, y crítica y contra-crítica se formulan en un entorno que ofrece cierta continuidad. Más adelante me referiré a cómo, cuando las circunstancias son otras, las situaciones tienden a «retorizarse» fácilmente.

Los seres humanos se comunican entre sí por medio de un lenguaje que está formado por una serie de estructuras fijas e institucionalizadas. Encarnan actos de habla y nos permiten realizarlos pero, lo que moldea las intenciones del usuario son palabras surgidas de la sedimentación e institucionalización de lo que expresaran otros cuyas intenciones e identidades puede que ya no conozcamos bien. Por lo tanto, cuando digo que las palabras que constituyen mi acto no son mías, hay que entenderlo en dos sentidos diferentes. En primer lugar, son palabras de otros que yo solo tomo prestadas y, en segundo lugar, están tan institucionalizadas que no las podemos asociar a actos de habla llevados a cabo por individuos conocidos. Mis actos están preinstitucionalizados y debo hacerlos realidad recurriendo a medios institucionalizados. Pero todo el mundo puede recurrir a las estructuras lingüísticas institucionalizadas, y podemos necesitarlas para más de un propósito y en más de una situación. Siempre son ambiguas en el sentido de que no cabe reducirlas a la realización de las intenciones de una persona concreta. Para realizar mi acto de habla, he de apropiarme del de otro que tenía mi mismo problema: toda acción verbal está mediatizada. La institucionalización pone el lenguaje a disposición de aquella persona a la que hablo o de la que hablo para que pueda replicarme y refutarme: me puede contestar en mis propios términos. La comunicación se basa en la ambigüedad. Lo que podemos deducir de la premisa de la institucionalización es que, aunque en realidad nunca llegamos a entendernos plenamente (ni siquiera nos entendemos del todo a nosotros mismos), siempre podremos contestarnos unos a otros (en un soliloquio podemos incluso respondernos a nosotros mismos). El lenguaje existe en un medio un tanto refractario y recalcitrante que asegura que el lenguaje que yo moldeo para realizar mis propios actos pueda ser utilizado por otros contra mí sin que deba renunciar a utilizarlo para expresar una contrarréplica. El lenguaje me da un poder que nunca puedo controlar del todo y del que no puedo excluir a los demás. Cuando realizo un acto de poder verbalizado, entro a formar parte de una comunidad política de poder compartido.

Podemos poner de ejemplo dos incidentes que tienen lugar en A través del espejo (capítulos 4 y 9). Como es sabido, Humpty Dumpty afirma: «Cuando uso una palabra quiere decir lo que yo quiera que diga, ni más ni menos… la cuestión es quién manda, eso es todo». Este pobre ser se encuentra en un estado de naturaleza hobbesiano. No se le ha ocurrido que las palabras sujetas al control arbitrario de una única persona, pueden no resultar inteligibles para los que las oyen, por lo que son de escasa utilidad para imponer el dominio. A medida que se va desarrollando la conversación con Alicia, va siendo cada vez más incapaz de controlar la situación y tiene que recurrir a la confusión: «¡Impenetrabilidad! A eso es a lo que me refiero!». Al final, cuando Alicia se acaba cansando de él, decide marcharse sin más y, en ese momento, Humpty Dumpty se cae de su muro. En un momento posterior de la historia la Reina Roja afirma: «Cuando dices algo lo fijas y debes aceptar las consecuencias…». Sin entrar a fondo en el significado de la palabra «fijar», podemos interpretar que lo que quiere decir es que, para usar el lenguaje, hay que aceptar ciertas reglas. No has actuado solo sobre ti mismo. Es inevitable que tu actuación se vea limitada por una aceptación de las palabras que depende de los demás. Has actuado sobre ellos, pero los medios que has utilizado en cierto modo no están en tu poder sino en el suyo. Desde este punto de vista, un acto de poder verbalizado es un acto de poder mediado y mitigado.

Esta propuesta tiene un defecto evidente al que quisiera referirme. Pero antes debo explorar las implicaciones teóricas de la idea de que el lenguaje no puede ser controlado por un agente único. Nos basamos en la premisa de que el lenguaje es institucional. La institucionalización crea ambivalencia o, más bien, polivalencia. Humpty Dumpty comete el error de decir que las palabras que pronuncian significan lo que él quiere que signifiquen, ni más ni menos. Porque, cuando recurrimos al lenguaje sabemos que tendremos que conformarnos con decir más y menos de lo que queremos. Menos, porque el lenguaje nunca expresará nítidamente lo que queremos decir ni encarnará a la perfección nuestros actos de poder. Mas, porque siempre hay mensajes implícitos y nos envuelve en procesos no deseados. Queremos asumir esas consecuencias indeseadas y nos entregamos a lo que los demás puedan hacer con nuestras palabras, nuestras intenciones, nuestros actos y nuestro esse como percipi, que hace posible la comunicación e incluso la acción. No creo que le lenguaje sea un medio neutral y objetivo, aunque me vea obligado a partir de la premisa de que se pueden llevar a cabo operaciones neutrales y objetivas con él. Esta teoría del lenguaje es, esencialmente, clausewitziana. Clausewitz se percató de que lo que hacía concebible que la guerra pudiera ser una conducta inteligente, inteligible, comunicativa y política, era la escasa conductividad relativa del medio en el que se desarrollaba la violencia. Como se apreciaba la existencia de fricciones entre las intenciones y la realización de los actos (y como yo no soy Humpty Dumpty), me resultaba muy difícil poner en relación medios y fines. Una forma inteligente de resolver el problema sería partir de que mi adversario, percibiendo e interpretando mis actos procurará inferir, a partir de ellos, qué fines persigo y con qué medios. Yo puedo actuar contra él por medio de cierto tipo de mensajes diseñados para influir sobre su voluntad y él puede intentar lo mismo conmigo. Empezamos una partida de ajedrez en la que buscamos y aplicamos estrategias, que también son actos de poder por medio de una comunicación simbólica. Nada de esto hubiera sido posible si alguno de nosotros hubiera podido llevar a cabo inmediatamente sus intenciones. Nos vemos obligados a aceptar que nuestros actos estén mediados precisamente porque hay fricciones en el medio. Como ambas inteligencias, que se perciben mutuamente, observan y utilizan los actos y las fricciones, estos se acaban convirtiendo en una forma de comunicación, de manera que ya ninguna de las dos inteligencias es capaz de aislar al adversario ni del medio, ni de la mediación.

Podemos considerar, que la verbalización es un dispositivo singularmente eficaz para introducir fricciones en un medio haciéndolo comunicativo. Desde este punto de vista, el lenguaje es una forma de comunicación política y de acción muy eficaz, no porque sea neutral, sino por lo relativamente incontrolable que es y lo difícil que resulta monopolizarlo. Por muchos prejuicios que introduzca en el medio no podré evitar que otros hagan lo mismo, e incluso que usen mis prejuicios para formular y difundir los suyos. Por lo tanto, tenemos que elaborar estrategias, y es analizando las estrategias de los demás como empezamos a comunicarnos. Cuando hablamos sobre el medio, sobre las fricciones y nuestras estrategias para aprovecharlas y no nos limitamos a mover ficha, hacemos afirmaciones aclaradoras que ambos jugadores utilizan simultáneamente. En este caso nos movemos en el reino de la teoría: ese conjunto de afirmaciones sobre otras afirmaciones que, al gozar de cierta objetividad, pueden cumplir una función mediadora y comunicativa. Las estructuras lingüísticas institucionalizadas que la comunidad lingüística nos exige que usemos, comprenden también una serie de afirmaciones secundarias de este tipo que se han institucionalizado.

Lamento que a algunos les suene conservadora la importancia que doy a la necesidad de obstaculizar la acción con fricciones porque mis intenciones son conservadoras, solo incidentalmente. Lo que considero deseable es una ralentización de la acción hasta el punto en el que estemos en condiciones de conceptualizarla y criticarla para poder interactuar con ella. No me gusta McLuhan y si eso es ser conservador, así sea. Pero lo que más me interesa es preservar una estructura de comunicación bidireccional, porque creo que es necesaria para garantizar cualquier tipo de libertad humana. Por eso hablo de lo útiles que son las fricciones en el medio y defiendo la posibilidad de ralentizar todo acto de poder de modo que deje de ser directo y no-mediado. Por eso prefiero que la política se verbalice. Puede que también se me acuse de pluralista al afirmar que la mediación debe atravesar un medio regido por una estructura de autoridad que cambia muy lentamente, pero creo que el paso del tiempo ha demostrado que no me engaño al decir que la autoridad institucionalizada tiende a irse de las manos y a convertirse en poder: el de alguien o el de nadie. Hasta aquí he hecho referencia a una comunidad lingüística y he hablado en términos de la política clásica, porque es el vocabulario adecuado cuando creemos que tenemos pares. Los participantes en mi juego son el equivalente lingüístico del «gobernar y ser gobernados» de Aristóteles. Este parece el momento oportuno para analizar la lingüística del poder no compartido.

Cuando decía que la teoría de la comunidad lingüística tenía un defecto, pensaba en que Humpty Dumpty no es, necesariamente, un excéntrico sentado solo sobre un muro. Puede convocar a todos los hombres y caballeros del reino. Y puede recurrir a ellos para obligar a la aceptación de los actos de habla que arbitrariamente decida. La comunicación dejará de ser bidireccional cuando algunos acepten que otros decidan el significado de las palabras por ellos y, en todo caso, repliquen a los actos de habla de los usuarios del lenguaje en los términos decididos por estos últimos, sin agregar nada suyo. Parece un ejemplo de laboratorio, y quizá debamos preguntarnos si se da esa pureza en las definiciones del mundo real. Lo cierto es que contamos con una amplia selección de retórica que nos recuerda que se dan situaciones reales que se acercan mucho a la descrita. De modo que conviene que entendamos tanto la lingüística de esta situación como la que podría sacarnos de ella.

Cuando se alcanza ese punto en el que creemos existir exclusivamente tal como nos definen los demás, puede que sintamos algo muy similar a lo que siente un esclavo. Mis amos pueden ser visibles o invisibles, personales o impersonales. Es posible que logremos identificar a algún Humpty Dumpty con el poder suficiente para fijar o alterar el lenguaje a voluntad. Puede que parte del lenguaje institucionalizado no dependa de voluntad presente alguna, pero aun así permite a unos realizar actos de habla y a otros solo experimentar sus efectos. O quizá ocurra como en 1984, que estamos sometidos a una burocracia, invisible pero muy eficaz, de manipuladores que mantienen su poder a base de alterar toda la estructura lingüística reconduciéndola en diversas direcciones cuyo momento y ocasión nunca podemos determinar. Lo único que sé es que se ejercen actos de poder sobre mí y que yo no realizo ninguno. Asumamos que soy capaz de intentar librarme de esa esclavitud y que, en parte, lo hago llevando a cabo actos de habla que empiezan a ser míos en el sentido de que encarnan unas intenciones que quiero hacer realidad. El proceso me obligará a plantearme una pregunta importante: ¿Cómo adquirir las habilidades lingüísticas necesarias para realizar actos de habla y a quién van dirigidos?

Según la mayoría de las teorías debo encontrar los medios lingüísticos que me ayuden a librarme de mi amo. Y debo adquirirlos usando en el mundo de la experiencia al que me ha arrojado, los medios de verbalizar la experiencia que me ha impuesto, y usando esos medios desencadenaré consecuencias conceptuales indeseadas e imprevistas incluso para él. Algo cambia, en contra de la voluntad del amo, en el mundo material que verbaliza mi discurso. Intentamos elaborar una teoría que explique ese cambio que tuvo lugar como consecuencia de la relación existente entre mi amo y yo, y dé cuenta de este resultado inesperado. Ahora bien, ese acto de habla autoliberador mío no es más que la inversión de los actos de habla que me dirige a mí. Lo que hago es hacerme con el lenguaje gracias al cual me define para definirme a mí mismo, e intentar atrapar al amo en nuestra relación de forma que no pueda deshacerla ni redefinirla; es evidente que su lenguaje le apresa con tanto rigor como a mí cuando él me lo impone. Puede que busque nuevas formas de convencerme para que me siga considerando su esclavo o tal vez me mienta directamente diciéndome que no soy un esclavo con la intención de manipularme para que no intente liberarme. Pero, si es capaz de realizar un acto de habla cuya consecuencia sea que yo deje de ser un esclavo, ya no me libero a mí mismo limitándome a negar el lenguaje que me esclaviza. Por otro lado, cuando me comporto así, no establezco con él una comunicación bilateral. Básicamente me hablo a mí mismo sobre mí y, si le dijera algo, probablemente lo haría para oírme a mí mismo denunciándole. Si lo que quiero es destruir los medios que utiliza para realizar actos de habla, difícilmente podré entablar un diálogo con él porque le estaré destruyendo o transformando en algo diferente. Al dejar de ser un esclavo, dejo de ser un objeto y pueda que descubra que ahora puedo tratar a mi antiguo amo como a un objeto o como a una tercera persona o alter.

Imagino que la expresión «El amo debe ser el amo para dejar de serlo» es una tautología dialéctica. Pero, en el marco de la relación amo-esclavo es mucho más que una tautología porque, sin dejar de ser real, no refleja toda la realidad. Es decir, no es cierto que los gobernantes estén atrapados en algún tipo de categorización de la relación gobernante-gobernado; siempre puede actuar, realizando incluso actos de habla, al margen de esa categorización. Es más, a menos que sea capaz de controlar todo el universo comunicativo en cuyo seno actúa, hablaré al margen de ese rol y, algunas de sus palabras llegarán a los gobernados de formas no previstas por los gobernantes ni deseadas por los gobernados. Los gobernados replicarán en un contexto que modificará unos intercambios lingüísticos que se esperaba fueran de otra manera. Cuando esto sucede entramos en una relación en la que se ejerce el poder de las palabras de forma muy diferente a la que se da en una dialéctica simple como la del amo y el esclavo. El amo ya no es un amo absoluto ni el esclavo un esclavo cabal desde el mismo momento en que el que supuestamente manda ya no goza de autoridad lingüística plena para definir al esclavo. Y, por otra parte, el exesclavo ha perdido el derecho a aniquilar completamente a un adversario al que ya no puede definir como a un no-amo (o ci-devant). El amo pierde y gana algo. Deja de ser un prisionero del poder absoluto y unidimensional. Admitir que no es solo un amo le ha permitido adquirir una mayor libertad de acción. Puede que el trato le interese, sobre todo si retiene el noventa y nueve por cien de las ventajas que le brindaba ser el amo. Al exesclavo aún le queda mucho camino por recorrer. Pero, en el mismo momento en que ambos aceptan mitigar la relación amo-esclavo que existía entre ellos, toda inversión o cambio de su relación sustituye al modelo de negación dialéctica por el de la comunicación clausewitziana. Ambas partes disponen de estrategias y contraestrategias para manipular la voluntad del otro. Cuando lo que se enfrentan son dos voluntades que intercambian mensajes, estamos ante una comunicación en segunda persona.

Hay teorías que niegan lo anterior basándose en que la libertad de maniobra que adquieren las partes es ilusoria debido a la influencia ejercida por fuerzas sociales que les coartan procurando llevarles de vuelta a la relación amo-esclavo. Puede que sea cierto; el modelo dispara alertas a las que deberíamos dedicar mucha atención. Pero, la teoría de que no puede dejar de ser prisionero de ciertas categorizaciones, de que no tengo alternativa, se parece mucho a ese tipo de afirmaciones holísticas que me enseñaron a considerar irrefutables e inmunes al análisis. En el mejor de los casos no es más que una introducción retórica a una afirmación analizable, y la retórica operativa y performativa a veces produce ingenuidad metodológica. Me recuerdo a mí mismo echando mano de algún tratado marxista de la época mala y hallar en las primeras páginas la idea de que las sociedades burguesas creían basarse en leyes inalterables. Como era una afirmación que consideraba errónea, pasé a las últimas páginas del libro donde encontré algo sobre la eterna viabilidad de las leyes del marxismo-leninismo. Puede que la primera falacia tuviera algo que ver con la formulación de la segunda.

Los expertos en ideología se habrán dado cuenta de que he cambiado los papeles, de modo que ahora hablo como si fuera el receptor de una declaración liberadora. Si alguien insiste en convencerme de que soy el prisionero de una estructura compuesta por mis propias reificaciones y lo sigue diciendo aunque yo, tras un profundo autoanálisis y mucha reflexión, esté convencido de que no es verdad, puedo llegar a pensar que será imposible convencerle de que no lo soy. Puede que, más allá de la idea sometida a discusión me pregunte sobre el carácter performativo o no de su declaración y sobre sus intenciones. ¿Comete un error, formula un mito, elabora una estrategia? Puede que algún tipo de bloqueo intelectual le impida ver que no estoy prisionero. Puede que imagine que estoy envuelto en una relación amo-esclavo porque, de ser así, tendría más poder sobre mí y yo menos libertad para solucionar el problema. O puede que, al realizar todos esos actos de habla esté intentando apresarme en la relación, mantenerme en el papel de amo por razones relacionadas con su propia noción de lo que es una estrategia revolucionaria. Estamos empezando a hablar de la política de polarización. Los gobernantes unidimensionales pueden elegir entre seguir siendo lo que son o dejar de ser gobernantes. Los gobernantes prudentes procuran no tener que elegir y eso les puede llevar a aceptar la alternativa de ser gobernantes a los que también se gobierna, es decir, de integrarse como ciudadanos en una comunidad política. Pero el revolucionario estratega le devuelve a la opción unidimensional sin dejarle otra alternativa. En este ejemplo se supone que puede lograrlo recurriendo a los actos performativos de habla5. O bien quiere forzar al mundo a verse como es en realidad o sino reducirlo a una única dimensión para cumplir sus propósitos unidimensionales. Los cambios van aumentando proporcionalmente desde el mismo momento en el que se abre un espacio que le permite decidir si el mundo es o no como él lo describe. Lo cierto es que resulta sumamente difícil construir afirmaciones performativas irrefutables, sobre todo si actúan más sobre el oyente que sobre el hablante. Si alguien dice, en sentido performativo, que soy lo que no soy, ¿cómo voy a replicarle? Si alguien lleva a cabo actos de habla capaces de escapar a todo control y de romper la comunicación entre nosotros, ¿a qué actos de habla puedo recurrir para hacerle frente y seguir comunicándome con él en contra de su voluntad?

De la mano del problema de la legitimidad de la polarización surge otro: el de la posibilidad de distinguir entre revoluciones falsas y auténticas. Si el gobernante realmente es un amo o se engaña pensando que no lo es, no tiene sentido intentar mediar entre amo y esclavo sin destruir antes la falsa estructura de comunicación bilateral. Hablamos de una falsa revolución cuando un revolucionario de mala fe intenta imponer una unidimensionalidad que no logra recurriendo solo a factores externos a sus actos de habla. En principio parece que debería ser fácil diferenciar entre unas y otras pero, en la práctica, resulta muy difícil. Sobre todo si entendemos que se trata de distinguir entre lo absoluto y lo relativo, entre situaciones en las que las partes realmente son amo y esclavo y situaciones en las que ser «amo y esclavo» es parte de su verdad pero no toda. Alguna vez he sugerido que se trata de distinguir entre lo real y lo ideal, por lo que no pueden darse situaciones revolucionarias y nunca se puede justificar una estrategia revolucionaria en la vida real. Pero no es justo y no es lo que realmente quiero decir. Lo que creo es que hay revoluciones auténticas y otras que no lo son, así como situaciones en las que resultará durísimo decidir si la revolución que propugnamos es real o no. Muchos de nosotros hemos tenido que enfrentarnos a pequeñas Antígonas desagradables que quieren que nos comportemos como Creonte para sus propios y viles propósitos que no son otros que crear una situación ficticia. Y de ahí, no hay más que un paso hasta esa situación en la que Antígona, haciendo gala, por supuesto, de la mayor integridad, está tan convencida de que somos Creonte, que empezamos a dudar, y puede que reaccionemos tan enérgicamente que parezcamos darle la razón. Si se equivoca y no somos Creonte precisamos con urgencia de los medios que nos permitan trocar la tragedia en comedia. Carecer de ellos puede ser una tragedia innecesaria, porque solo precisamos la tragedia si Antígona tiene razón.

Vivimos en un mundo abarrotado, hipercomunicativo e intersubjetivo en el que la gente se convence rápidamente de la mala fe de los demás. A veces, esas sospechas están justificadas y otras no son más profecías que tienden a cumplirse por su propia naturaleza. Hemos creado una política basada en la mala fe que consiste en la realización de actos de habla en los que te defino como un agente de mala fe, de forma que la única forma que tengas de demostrar tu buena fe es dándome lo que quiero (tal vez tu rendición o tu autoaniquilación). Si de verdad actúas de mala fe mereces ser tratado así y no tienes escapatoria. Si no, debes hallar la forma de replicar a mi afirmación que, recordemos, es más performativa que descriptiva. Como no creo en tu buena fe te pongo en la situación de quien no la tiene realizando un acto de poder pensado para reducir tu libertad de acción. Tu respuesta deberá ser igualmente performativa (por eso me esfuerzo por reducir tu libertad de acción), tanto para ti, como para mí. Pero un discurso de este tipo tiende a redefinirse automáticamente y a intensificarse. El problema es que la intensificación resulta contraproducente y acaba con la comunicación bilateral. En una conversación como la nuestra, en la que intentamos negar legitimidad a los argumentos del contrario, debemos comprobar si hemos de seguir negándolos porque, dependiendo de si la batalla es dialéctica o clausewitziana, será bueno o no dejar que la escalada siga su curso. ¡Venga, deslegitimemos juntos! Lo crucial es saber si los actos de habla que ejerzo sobre ti pueden permitir, o seguir permitiendo, que me respondas con otros actos ejercidos sobre mí, etcétera. Mientras pueda hacerlo será porque sigue habiendo una comunidad lingüística que ha sabido preservarse encarnándose en estrategias intercomunicativas mutuamente percibidas. Esta es, al parecer, la política del diálogo performativo. A continuación debemos echar un vistazo a aquellas teorías que parten de la idea de que el discurso puede tener efectos anti o interperformativos.

Hemos afirmado que todo discurso es performativo, en el sentido de que tiene efectos sobre las personas. Redefine la percepción que tienen de sí mismas, la forma en que las perciben los demás y de los universos conceptuales en los que son percibidas. La premisa de la intersubjetividad también es importante porque nos permite ser conscientes de que no existe nada parecido a un acto de habla totalmente autodefinido. Se ha publicado recientemente un libro sobre la sublevación que lleva por título, The Right Way to Say We6. Pero no puedo decir «nosotros» sin redistribuir a cierto número de seres humanos en las categorías «nosotros», «vosotros» y «ellos». puede hacerlo a través de un acto autónomo y tiene consecuencias significativas para la gente. Hasta la liberación, una imagen tan potente para la sensibilidad actual, implica un acto de poder sobre otros. Yo realizo un acto de habla en el que me redefino y sus efectos alcanzan el universo de otro redefiniéndole a él tanto como a mí mismo. El lenguaje que hablamos nos asigna roles de forma directa e indirecta. Cuando reformo el lenguaje para reformarme a mí mismo no puedo evitar transformar también el yo de otros, tanto alterando el modo en que aparezco y actúo en su universo, como modificando sus posibilidades de autodefinición. A medida que nuestro universo común se va haciendo más intersubjetivo y se centra en la segunda persona, me va resultando paulatinamente más difícil redefinirme sin lanzar un ataque directo (pero no necesariamente en segunda persona) a la definición que mi adversario da de sí mismo. El problema radica en cómo ofrecerle los medios que necesita para contra-actuar.

Creo que Henry Kariel ha publicado recientemente un estudio en el que se adentra en esta problemática7. Desarrolla con gran ingenio, aunque desde un punto de vista que considero bastante radical, el concepto de juego como medio para contener las tendencias represivas implícitas en los lenguajes. La estructura lingüística hegemónica nos sitúa en universos en los que representamos nuestro papel; lo hace sin consultarnos y de formas que probablemente calificaríamos de represivas. Pero los márgenes y las raíces ocultas del lenguaje son una mina de ambigüedades, absurdos y contradicciones que podemos explotar. Tenemos la posibilidad de recurrir a los actos de habla, a otros actos comunicativos, e incluso a formas de comunicación que tienen la consideración de actos, no solo para elaborar sátiras, sino también para liberarnos de los estilos de vida que se nos han impuesto. Actuamos como nos dicta el lenguaje y, aún así, nuestros actos no siempre son previsibles: intercambiamos roles, descubrimos contradicciones y negaciones. Creamos ecos cuyas ondas subversivas alcanzan el corazón del sistema, y descubrimos que podemos adoptar roles dentro de los roles que el lenguaje intenta imponernos. Es la imagen del payaso como liberador y ha habido algunos payasos bastante siniestros en los últimos tiempos. Cuando el payaso de la contracultura se vuelve malo, suele deberse a su gusto por la conducta antinómica y a que olvida que estos actos antinómicos son actos de poder unilaterales e ilimitados que afectan a la vida de otros. La polis no es un circo; está garantizado un alto nivel de participación de la audiencia. Creo que Kariel nos brinda una forma eficaz de defendernos de este peligro, aunque puede que el precio que hubiera que pagar fuera demasiado alto.

La estrategia que describe es una forma muy eficaz de moverse en el seno de un universo lingüístico concebido en términos ajenos, impersonales o en términos de tercera persona: como cuando nos referimos al «Otro». El sistema es una estructura de poder en la que no soy todo lo libre que podría llegar a ser y otras personas, grupos o instituciones impersonales pueden usar el lenguaje para imponerme roles y universos. Así que me dedico a sacudir, parodiar y, en general, a desconcertarles a «Ellos» y a «Ello». Pero, para suscitar la cuestión del «Tú» debemos permitir que emerja el payaso malvado. ¿Qué te hago y cómo respondes? No basta con que te pida, te imponga o te obligue a formar parte de «Nosotros» con mis actos. No puedes evitar ser el objetivo de alguno de mis actos y el sujeto de algunos de los cambios que introduzco.

Creo no haber distorsionado el concepto de lenguaje de Kariel, pues se parece al que he estado defendiendo en estas páginas. Reconoce que actúa sobre nosotros distribuyendo la autoridad y los papeles que debemos cumplir en el seno de esa estructura. También compartimos la idea de que está formado por sedimentaciones que producen consecuencias deseadas e indeseadas que siempre son reversibles o, mejor dicho, son la fuente de la que extraer los medios para revertir los roles asignados. Si logramos perforarlo podremos introducirnos en él. Es un denso tejido de contextos que, en principio, siempre se deben poder abrir. A no ser que ocurra algo que creo poco compatible con la idea de juegos de lenguaje, a saber, que algún tipo de rigurosa dialéctica histórica lo divida en una parte inane y otra viva que crece, se puede iniciar el juego en cualquier punto y jugar. Si juego es para escapar del rol que el lenguaje me asigna. Para hacerlo, debo asignar al otro un papel en la implementación de la estructura lingüística, el de gobernante o el de mediador pero siempre el de manipulador que, a veces, estará justificado objetivamente. Y, al asignarle el nuevo papel que le corresponde tras mi cambio de rol, estoy haciendo mucho más que labrar mi propia libertad. El otro se ve obligado a responder porque no puede aceptar pasivamente los roles que quiero asignarle. Supongamos que, tal como le defino, esté más interesado que yo en mantener la estructura de asignación de roles; de hecho, será más duro para él si de verdad no es como yo asumo que es. Y supongamos, por último, que quiero aprisionarle en ese rol para que se rinda. ¿Qué puede hacer?

Si hablamos el mismo lenguaje y yo exploto su contenido en contra de su voluntad, ninguno de los dos tendrá la última palabra porque no habrá última palabra. Propongo un juego que se pueda jugar entre dos. Si yo soy capaz de descubrir en su lenguaje posibilidades inesperadas, puede intentar hacer lo propio con el mío. Si logro desempeñar los roles que me impone el lenguaje de forma novedosa, él pude actuar de forma que sea incapaz de prever desde los roles que le asigno. Recordemos la distinción entre revoluciones reales y ficticias; puede que un gobernante esté tan apresado en su papel que reaccione con el grado de brutalidad que se esperaba. Pero como decía Auden en August 1968, refiriéndose a Brezhnev y Daley: «El ogro no controla el discurso». Si no ha perdido el control sobre el lenguaje que hablamos, el otro entenderá mis juegos. Y, aunque sea yo el que tome la iniciativa y le haya pillado con la guardia baja, sigue disponiendo de un montón de contramedidas. Si quien tiene el poder es el otro, el lenguaje en el que formulo mi ataque será más suyo que mío. Al descubrir la ironía latente o algo absurdo en el papel que me asigna, invierto el juego de lenguaje e intento enrocarle en el papel que le adscribo. Pero debería ser capaz de descubrir las ambigüedades latentes en el lenguaje que utilizo para hacerlo y de maniobrar entre el papel que no quiere y otros que el lenguaje pone a su disposición. Nos interpelamos a partir de la compleja red de ambigüedades que se da en la atribución de roles. En el medio en el que se desarrolla la comedia de las estrategias hay fricción.

Por lo tanto, la idea que tiene Kariel de los absurdos inherentes al lenguaje, parece requerir únicamente de una dialéctica impura y ser totalmente compatible con un conservadurismo inteligente. Después de todo, fue Michael Oakeshott quien definiera el diálogo político como «un intento de desentrañar el interior de una tradición de conducta», algo muy parecido a lo que hacen el payaso y el contrapayaso. Cualquiera que haya vivido en Inglaterra entiende que se pueda considerar al gobernante un cómico en vez de un ogro ya que, en ese país, la comedia se usa como herramienta para gobernar y controlar el nivel de adaptabilidad de la clase gobernante. Puede que se sobrevalore su valía, pero ahí está. Quizá hiciéramos bien en recordar el truismo de que un conservador puede mostrarse tan irrespetuoso con las estructuras de autoridad rígidas como cualquier radical. Conoce las ventajas de la libertad de movimientos y no está dispuesto a convertirse en el prisionero del sistema que quiere conservar, no lo defiende para eso. Quiere convertir a la política en un juego jugado con entusiasmo y aprecio, aunque no sea muy limpio. Si Creonte lograra convertir el asunto en una broma, ¿qué sería de Antígona, que en absoluto cree que se trate de una broma? En algunas de las versiones del relato, pide la muerte para ambos con tal de que no ocurra. Pero, ¿y si Creonte la hace elegir en sus términos?8. Aún está a su alcance el arma mortal pero puede herir a otros aparte de sí misma. Si busca un final en términos de valores finitos (de la comedia, de la comunidad política), debe encontrar la forma de burlarse de Creonte, no sirve de nada querer ser más auténtica que él y siempre le deja la opción de aceptar o no el resultado9.

En realidad, al afirmar que el lenguaje es un sistema de comunicación bidireccional que no casa bien con la revolución entendida como un acto de poder unilateral, estoy ahondando en el truismo de que la revolución no es un juego para dos. De hecho, la estrategia verbal adoptada por los revolucionarios es la de reducir todo a una elección entre «Nosotros» y «Ellos», o incluso «Ello». Se justifica aludiendo al hecho de que ellos se dirigían al él con un «Tú» que, en realidad, era «Ello». Sabemos por experiencia que eso puede ser más o menos cierto, pero eliminar completamente a la segunda persona de un sistema de lenguaje compartido resulta extremadamente difícil. El sedimento profundo del lenguaje se encarga de que así sea. Cuando los gobernantes cosifican a los demás reduciendo el «Tú» al «Ello», lo hacen por una especie de ceguera deliberada, como cuando el Señor endureció el corazón de Faraón. Sin embargo, los revolucionarios lo hacen con los ojos bien abiertos. A los gobernantes la autenticidad les importa poco, pero a los revolucionarios, mucho. Es su búsqueda la que les lleva a decir «Nosotros», pero la autenticidad no es lo único que les impele a decir «Tú» y, es sabido, que de las revoluciones no suelen surgir comunidades políticas o juegos para dos. Para averiguar por qué, debemos analizar el carácter de la comunidad lingüística. Humpty Dumpty quería poder pero, ¿le hubiera ido mejor si hubiera querido un lenguaje en el que poder expresar sus intenciones con absoluta pureza? Es el lenguaje lo que nos humaniza, permitiendo que nos comuniquemos con los demás en el seno de la comunidad política. Al parecer, el medio es necesariamente impuro.

1 [Publicado en Political Theory 1.1 (1973), pp. 27-44. Escribí una versión anterior para la Conference for the Study of Political Thought de la City University de Nueva York en abril de 1971.]

2 J. G. A. Pocock, Politics, Language and Time: essays on political thought and history, Nueva York, Atheneum, 1971; Chicago, University of Chicago Press, 1989, cap. 2.

3 R. G. Collingwood, The New Leviathan, Oxford, Clarendon Press, 1942, p. 97.

4 P. L. Berger y T. Luckmann, The Social Construction of Reality, Nueva York, Doubleday, 1966 (ed. cast.: La construcción social de la realidad, Buenos Aires, Losada, 2003).

5 No uso el término «performativo» en el sentido de Austin. Lo que digo es que sobre el hablante, oyente o referente, puede actuarse por medio de actos basados en una afirmación verdadero/falso o con la ayuda de uno de los actos performativos de Austin, para modificar sus circunstancias. Se trata de hacer cosas con palabras.

6 R. Zorza, The Right Way to Say We, Nueva York, Praeger, 1970.

7 H. S. Kariel, Open Systems: arenas for political action, Itasca, Il., F. E. Peacock, 1969; «Creating Political Reality», American Political Science Review 64.4 (1970), pp. 1088-1098.

8 Un ejercicio político y literario: «Creonte: Muy bien, ve y entiérralo; yo haré una declaración y ya lo arreglaré de alguna manera». Completar la obra a partir de este punto.

9 Evidentemente la comedia no es incompatible con el hecho de que Antígona defienda muy en serio su juicio de valor.