V. LA RECONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO: HACIA UNA HISTORIOGRAFÍA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO1

I

En este artículo2 intentaré describir cómo reconstruye el historiador el discurso en el que se expresa el pensamiento político, entendido como una secuencia de actos de habla realizados por los agentes en un contexto de prácticas sociales y situaciones históricas, y expresados en unos lenguajes políticos imprescindibles para llevarlos a cabo. Debemos tener en cuenta que estos actos de habla se ejercen sobre (1) los oyentes o lectores a los que se transmite el discurso, (2) el orador o escritor mismo3 al que siempre afectan sus propios actos y (3) la estructura lingüística que el acto de habla y las condiciones en las que este se lleva a cabo, confirman o modifican. Voy a diferir, pero en ningún caso a ignorar la cuestión (4) de cómo y en qué medida modifica el acto de enunciación la situación histórico-política o las estructuras políticas y sociales. Empezaré por definir el concepto de discurso como una serie de actos realizados en lenguajes específicos; para hacerlo tendré que explicar de alguna forma la noción de «lenguaje político».

Estoy dando por sentado que el historiador se ocupa de las acciones de agentes que no son «él» mismo. Un agente no puede actuar al margen de esquemas, relaciones o estructuras que enmarquen su actuación, de un contexto que dota a la acción de significado e inteligibilidad. También podemos describirlo metafóricamente, como ese espacio en el que se sitúan otros agentes activos y pasivos en el que rigen reglas que condicionan y presiden la acción. Un espacio poblado por cierto número de actores es un espacio público y conocemos formas de cargar la palabra «público» hasta que acaba siendo prácticamente un sinónimo de la palabra «político». Podemos considerar que el uso del lenguaje mismo, ese intercambio de actos de habla que las reglas de la lingüística intentan mantener bajo control, es un acto de poder que el orador ejerce sobre el oyente y no deja de tener sus consecuencias. Lo que digo puede considerarse un acto de poder por otras vías porque puedo dotar a mis afirmaciones de una fuerza ilocucionaria que los demás saben cómo contrarrestar. Podemos usar los verbos «oír» o «saber» en imperativo, como en: «¡Escucha, oh Israel…!» o «Que todos sepan por la presente…». En realidad exijo a otros que escuchen y sepan lo que les estoy contando. Pero en el mismo momento en que otra persona recibe mi mensaje empieza a entender, interpretar, recibir, rechazar y responder. La ilocución se convierte en una perlocución y empieza a desplegar efectos que no siempre estoy en condiciones de controlar y pueden modificar mi propia perlocución. Dicho en otras palabras, el acto final es el resultado de actos que orador y oyente ejercen sobre la ilocución y sobre el otro. En este punto, orador y oyente se encuentran en una situación análoga a la que describiera Aristóteles en el caso de los ciudadanos de la polis que gobiernan y son gobernados. Actúan uno sobre otro a través del lenguaje, los actos de cada uno modifican los actos del otro pero, el uso del lenguaje implica, que en el seno de la relación que se establece, el otro puede «gobernarme» mientras intento gobernarle a «él». Hay un punto en el que podemos empezar a decir que el discurso es político y, en ese momento, vislumbramos la posibilidad de que los actos de habla tengan su propia historia. Nuestro siguiente paso será procurar encontrar las «reglas» que rigen esta forma de gobernar y ser gobernados.

Me aproximo a eso que se denomina la «política del lenguaje» por una senda plagada de argumentos del individualismo clásico. Como el término «liberal» ha adquirido sorprendentemente connotaciones ominosas4, este enfoque cuenta con muchos y notables detractores. Puede parecer que he estado sugiriendo que orador y oyente fueron creados libres e iguales en algún equivalente lingüístico al estado de naturaleza, en el que cada cual sería tan libre para modificar aquellos actos realizados por otros que le afectan como los demás de modificar los suyos. Evidentemente no estoy sugiriendo nada de eso. Podemos concebir universos en los que el lenguaje en uso en una sociedad dada, las premisas y valores que lo conforman, las reglas que rigen el juego, parecen haber sido diseñadas por y para una clase de gobernantes e impuestas a los gobernados (pensemos en el caso del amo y el esclavo o de la relación entre hombres y mujeres) que acaban aceptándolas y poniendo en práctica la ideología de los primeros. Lo que nos resulta mucho más difícil de concebir es un universo en el que los esclavos o las mujeres no sean usuarios de un lenguaje, o en el que los amos no pretendan que les comprendan o les respondan. Todos sabemos que la relación amo-esclavo dota de un patetismo especial (al igual que las relaciones de género) al papel del oyente o intérprete pues convierte a la ilocución en una perlocución. Resulta muy difícil construir una relación amo-esclavo en la que el esclavo no utilice el lenguaje de su amo para desbaratarlo y construir un mundo que articule personalmente. Hablaremos sobre la medida en que puede explotar el lenguaje de su amo para transformarlo e inventar un nuevo universo de relaciones. Por el momento, lo único que quiero dejar claro es que podemos hablar de ello desde el paradigma de un mundo poblado por usuarios del lenguaje. Y lo digo porque la idea de que estudiar la historia de los sistemas lingüísticos implica obviar las luchas entre grupos sociales que tienen lugar en el seno de estos sistemas lingüísticos, se ha convertido en un lema de moda.

II

No deja de ser cierto que los lenguajes están prejuiciados a favor de los grupos gobernantes que son los que más los usan y contribuyen más a su desarrollo. Para entender este proceso debemos pasar de la política individualista del acto de habla, a la política general y segmentada del sistema lingüístico. Hemos dicho que un acto de habla implica una relación entre dos o más actores: el orador y el oyente, el que interpela y el interpelado. También hemos afirmado que estas personas actúan la una sobre la otra a través de la comunicación oral (lo que implica que entender, malinterpretar, interpretar o ignorar mis intentos de comunicación es una forma de actuar sobre mí). Pero existe una relación entre el actuar y la información. Cada vez que alguien me manda un mensaje, me afecta con su acto; lo que transmita el mensaje determinará qué tipo de acto es. Evidentemente, la información contenida en determinada locución («La capa de hielo es fina.») no cubre necesariamente la ilocución que quiere realizar («¡Cuidado idiota!»). En este conocido ejemplo la locución se convierte en ilocución con ayuda del tono de voz o algo más complejo como el uso de diversas convenciones verbales y no-verbales que transmitan el mensaje: «Soy ese tipo de funcionario que está autorizado a advertirle de que se encuentra en peligro porque la capa de hielo es fina». Por lo tanto, «le advierto de que está en peligro y le explico por qué». En este caso, el orador se sitúa a sí mismo en una posición de autoridad, con buena fe e intención política que traspasa al oyente la responsabilidad de su acción: «Le he advertido, ¿va usted a darse por aludido? Si no lo hace no solo está en peligro sino que tendrá la culpa de lo que le pase». Lo que no sabemos y probablemente nunca sepamos con certeza es hasta qué punto tiene éxito el orador.

En los sistemas normativos complejos (y voy a permitirme recurrir a un poco de teoría política) en los que existen relaciones intrincadas y ambiguas entre hechos, valores y roles, la transmisión de información puede tener consecuencias normativas y políticas complejas. Al comunicar o recordar al oyente una serie de hechos reales o supuestos, intento obligarle a actuar en relación a ese conjunto de hechos y a los valores que las normas convencionales adscriben a esos hechos. Le obligo a actuar en referencia a esas normas, valores y actos y, al hacerlo, puedo estar atribuyéndole un rol y adjudicándome a mí mismo cierta autoridad ya que, los hechos que le recuerdo conforman la situación en la que yo nos sitúo a ambos como actores. Puedo elegir el contexto en el que voy a actuar pensando en mis intereses y puede que esté mejor situado que «él» por la estructura del contexto o por mi ubicación en ese contexto. Con mi acto de habla intento modificar su situación y la mía y él, a su vez, debe procurar modificar nuestra situación con la respuesta que me dé. Daré por sentado que orador y oyente disponen, en alguna medida de los vastos recursos del lenguaje. Ambos maniobran en una estructura de normas y convenciones y podemos suponer que existen una serie de normas y convenciones que regulan la forma en que debe desarrollarse este intercambio de discursos. Es decir, habrá dispositivos lingüísticos para seleccionar y transmitir la información y para definir las normas, roles y adscripciones de autoridad que cada orador quiere imponer al otro. Sin embargo, cuando asumimos que el oyente puede convertirse, a su vez, en orador tenemos que dar por sentado que los dispositivos lingüísticos: la textura verbalizada de valores, roles, etcétera, está a disposición de ambos interlocutores para que hagan buen uso de ella en el diálogo. Si ambos son agentes, ninguno de ellos es solo un amo o solo un esclavo. Lo que no está claro es si existen lenguajes amo-esclavo en los que ni el amo ni el esclavo se puedan definir a sí mismos de modo distinto a lo que son. Tampoco sabemos si el amo puede modificar la relación y permitir que el esclavo deje de actuar como tal por el mero acto de entablar un diálogo con él y permitirle usar el lenguaje. No analizaré este ejemplo extremo aunque no deberíamos olvidarlo. En este punto lo que me interesa resaltar es que el estudiante del discurso político suele estudiar diálogos que tuvieron lugar entre oradores, oyentes e interlocutores capaces, en cierta medida, de explotar los recursos del lenguaje y realizar actos de habla dentro de los límites impuestos por los modelos y permitidos por el diálogo. Estos interlocutores gobiernan y son gobernados por turnos, pero no debemos ignorar la posibilidad de que los esclavos o mujeres consideren que una comunidad de gobernantes gobernada no deja de ser una comunidad o clase de gobernantes.

He empezado a utilizar el término «lenguajes» en plural y cualquier «lenguaje» es, en el sentido que doy al término, un dispositivo lingüístico que permite seleccionar, de entre la información compuesta de los datos y las consecuencias normativas que implican estos datos, lo necesario para espetárselo a un interlocutor. Se supone que este «lenguaje» está igualmente a disposición del interlocutor que lo modificará usando unos recursos para formular sus enunciados que no son los que el orador desea que use. Todos los lenguajes están a disposición de más de un agente y facilitan la realización de más de un acto. Pero, para investigar las formas que adoptan, debemos averiguar qué características tienen. He señalado que son mecanismos selectos para elegir y transmitir información y producir consecuencias políticas y normativas. Si hay más de un dispositivo lingüístico de este tipo, debemos asumir que varios de estos lenguajes pueden coexistir e incluso introducirse, armónica o disonantemente, en el discurso público de una comunidad. Por lo tanto, estos «lenguajes» en plural, no son abstractos ni tienen el significado que en griego, o en inglés, se atribuye a «lengua». Quizá deberíamos denominarles «sublenguajes» o buscar un nombre que incite menos a la confusión. Se ha propuesto el término «vocabularios» pero me suena demasiado léxico. La forma de hablar a la que hacemos referencia no consiste en un mero nombrar cosas, sino en la transmisión e imposición de una idea muy concreta de lo que debe ser la actividad política en general; es una forma de actuar y de determinar los actos de los demás. No me importaría hablar de «retórica» o de «idiomas» si estos términos tienen mayor aceptación. Pero llevo usando el término «lenguajes» desde hace ya tanto tiempo que, como su uso ofrece ciertas ventajas, me resisto a renunciar a él. Es importante que podamos hablar, tanto de la «política del lenguaje» (lo que hemos descrito hasta ahora), como del «lenguaje de la política», reducible a una serie de «idiomas» o «sublenguajes» que pueden coexistir, converger, divergir o entrar en conflicto, y no siempre son traducibles entre sí. El término «lenguajes» me permite expresar todo esto, precisamente porque se desliza fácilmente de un nivel de significado a otro.

III

Hace mucho tiempo, un día en el que debían alternar las nubes y los claros, decidí denominar a estas entidades «paradigmas». No merece la pena mencionar muchos de los problemas que me planteó esta iniciativa carente de gusto artístico ni gran parte del debate que se desató. Pero sí puede tener su utilidad que indique que algunos usos de ese término5 siguen pareciéndome valiosos, al igual que ciertas funciones que le adscribo. Tal como lo defino, un paradigma es una forma de estructurar un campo de investigación u otro tipo de acción intelectual que da prioridad a ciertas estructuras y actividades excluyendo otras. Alienta la presunción de que estamos situados en un entorno relativamente real en el que debemos actuar, hablar y pensar de determinada manera y no de otra. Ejerce la autoridad y la distribuye para favorecer ciertas formas de acción y a los que las realizan. Es una actividad intelectual o política y puede estar cargada de prejuicios éticos o estéticos. Está históricamente condicionado pero tiende a ocultar la conciencia de las condiciones que rigen su existencia. Cuando en el curso de los sucesos se ve reemplazado por un nuevo paradigma, se está exigiendo una nueva ordenación de la realidad que puede decantarse o no por aumentar la conciencia de la condicionalidad histórica del paradigma. En mi opinión, lo que desata ese proceso de sustitución de un paradigma desintegrado por otro, son actos de pensamiento, realizados con arreglo a ciertas reglas y sometidos a una autoridad que reconoce al nuevo paradigma la capacidad de integrar elementos de la realidad que el anterior no podía ordenar o expresar y de exponer los defectos del orden de la realidad.

No puedo ocultar que he utilizado muchas de estas características del «paradigma» para referirme a los lenguajes políticos. Entender la forma en que se desintegra un paradigma desde dentro, es crucial para entender cómo se realiza un acto de habla, legitimado y dotado de significado por las reglas del juego lingüístico, sin salirse del ámbito del juego pero modificando, no obstante lo que se puede decir. Esta relación entre el discurso y el lenguaje, el texto y el contexto, es una pieza fundamental de mis teorías sobre la historia del pensamiento político. Reconozco que, aplicar tan rigurosamente la noción de «paradigma» en un contexto de lenguaje y de retórica puede causar muchos problemas a otros, por no hablar de mí mismo. Por ejemplo, si la retórica fuera una «ciencia normal», su paradigma sería una condición previa a la posibilidad de cualquier retórica y siempre la precedería; lo que puede plantear dificultades es una descripción del paradigma como algo que actúa en todo momento sobre un discurso en el que se le define y consolida. Quizá, puesto que la retórica absorbe al paradigma, me resulte más fácil utilizar la palabra en su forma adjetival o adverbial. Cuando digo más fácil me refiero a que es más sencillo explicar que ciertas convenciones verbales funcionan «paradigmáticamente» que identificar unos «paradigmas» que, supuestamente, conforman el andamiaje en torno al que se crea la retórica. Cuando llego a ese punto el sustantivo se desliza entre mis dedos y no me importa demasiado mientras quede lo suficiente de él que se pueda expresar con un adjetivo o un adverbio.

El hecho de que, en los primeros tiempos de la teoría de los paradigmas, se entendiera que definía a una comunidad de usuarios así como al ámbito de actividad al que se dedicaban, fue una dificultad añadida. Se suponía que cada comunidad que se dedicaba a un campo de investigación poseía y era poseída por el paradigma que definía su actividad así como los problemas por analizar y la forma de resolverlos, legitimando sus actos y distribuyendo la autoridad en el seno del grupo. De haber una de esas «revoluciones científicas» en las que un paradigma reemplaza a otro, habría que redefinir la actividad, la autoridad y, en último término, a la comunidad misma. De ahí que los cambios de paradigma se entiendan plenamente revolucionarios. Al menos eso es lo que creíamos los investigadores de mi campo que afirmaban desde otros ámbitos del saber. Puede que no estuviéramos correctamente informados; era bastante evidente que un modelo de este tipo difícilmente podría aplicarse a una comunidad, según Oakeshott una societas, en la que pueden operar varios paradigmas retóricos a la vez que se miden en el debate y la interacción mutua. Si la función de un paradigma fuera la de excluir la conciencia de otro paradigma, difícilmente podríamos usarlo ni en nuestros argumentos ni en la retórica en general. No se hablaba de su función, y la historia de lo que no se dice o imagina es uno de los aspectos más complicados de la historia de lo real. Solo llevando la historia del debate hasta sus extremos podemos reconstruir el diálogo en términos de lo que no se debatía y dar una caracterización de la comunidad de diálogo refiriéndonos al paradigma que decreta aquello de lo que no se puede discutir. La palabra hablada parecía atribuir autoridad y la no pronunciada solo era parte, si bien una parte importante, de lo que legitimaba todo el proceso. Tanto en la política del lenguaje como en los lenguajes de la política que componen el discurso de las comunidades políticas, los oradores utilizan estructuras paradigmáticas para actuar sobre los oyentes. Los interlocutores se ven forzados a observar las mismas estructuras, modificándolas para que encajen en sus propósitos. Puede que nos hallemos ante grupos de oradores e interlocutores que debaten enérgicamente oponiendo una estructura a otra, iniciando incluso un debate de segundo orden sobre sus méritos relativos. Evidentemente, esas estructuras que denominamos paradigmas por pura comodidad no eran monolíticas, ni se excluían unas a otras, excepto en esos casos, al margen de la política, en los que no hubo discurso y no tuvo lugar debate alguno. El debate puede formularse entre estructuras o en el seno de cada una de ellas, y hemos ido descubriendo la existencia de complejas relaciones de disonancia y consonancia. Por lo tanto, tal vez debamos modificar o abandonar el término «paradigma», pero no acabamos de tomar una decisión. En este punto, la estructura de la societas empieza a parecer pluralista.

IV

Hemos dicho, por lo tanto, que los lenguajes de la política no son definitivos sino plurales y flexibles. Cada uno de ellos debe permitir que se interpele a quien los formula. Los actos de habla de otros los modifican desde dentro, al igual que las diversas formas de interacción con otras estructuras de lenguaje los transformarán desde fuera. Como he diseñado un modelo para historiadores, me he asegurado la enemistad de los filósofos porque los lenguajes de la cueva no bastan para cubrir nuestras necesidades. Mi siguiente paso será ofrecer ejemplos del tipo de «lenguaje» al que me refiero para entender mejor cómo se generan y usan. Intentaré hacerlo refiriéndome a mi propia experiencia, obtenida, sobre todo, a través del estudio del discurso político de la Inglaterra renacentista. Creo que merece la pena correr los riesgos que haya que correr en relación a las posibles distorsiones introducidas por el observador al hacer la selección. Cuando empecé a investigar quería a desvelar y explicar el lenguaje de la Ancient Constitution que parecía haberse elaborado a partir de la terminología y las premisas que utilizaban los juristas para defender la propiedad en Inglaterra, su gobierno y su historia6. Hallé que Edmund Burke, buscando referencias en los días de Sir Edward Coke, señalaba que los ingleses solían reafirmar sus libertades en ese lenguaje marco en el que se articulaba la herencia de las propiedades7. Las críticas que se vertieron desde la teoría del derecho feudal sobre la Ancient Constitution o constitución antigua y las premisas lingüísticas y mentales en las que se basaba, fueron mis notas a la hora de reconstruir críticamente, con ayuda de la filología comparada, la terminología y la historia del derecho común o common law inglés. Han tenido que pasar unos veinticinco años para que critiquen mis tesis aquellos que se preguntan si el lenguaje del derecho común estaba tan volcado sobre sí mismo y se había generado a partir de la nada como yo sugería. También cabía plantear si no era mayor la influencia, en aquella época, de la filología germánica y del vocabulario y los principios del derecho civil romano8. ¡Ya era hora de que se plantearan este tipo de preguntas!

Cuando empezaba mi labor investigadora estaba muy de moda resaltar la obsesión isabelina y jacobina con el «marco de orden», así como el uso que hacían del lenguaje para reflejar la imagen de un universo que constaba de diversos niveles llamados a funcionar en armonía y correspondencia. Este tema parece haberse agotado. Nunca se ha explicado por qué cobró tanta importancia o por qué desapareció y todos estamos tan cansados ya del Ulises de Shakespeare como de la «Nueva Filosofía» de John Donne por el otro. Lo que sí se ha explorado abundantemente ha sido el lenguaje que hace referencia a la «Nación Elegida» lo que, personalmente, creo que se debe al estudio que realizara William Haller sobre John Foxe9. Era una retórica que describía las instituciones inglesas primero y las crisis revolucionarias después, como hechos de un profundo significado escatológico y milenarista. Toda una serie de especialistas como William M. Lamont, Cristopher Hill y Margaret C. Jacob10, analizaron cómo se usó este lenguaje para legitimar las instituciones inglesas, resaltando su significado religioso y señalando cómo habría de emplearse para desarrollar esa crítica antinómica y espiritual de las instituciones sociales que asociamos a la gran explosión del radicalismo sectario de los años del Interregnum. Yo solo aporté una contribución marginal en forma de un ensayo11 en el que señalaba que los libros III y IV del Leviatán de Hobbes se encuadran en un marco escatológico y que hemos ignorado sistemáticamente la mitad de la obra de este gran clásico de la filosofía política por considerar que no es filosofía política12.

También he estudiado la contribución a la crítica social inglesa, escocesa y norteamericana del lenguaje del humanismo cívico o republicanismo clásico que se incorpora a través del humanismo renacentista y fuentes maquiavelianas entre mediados del siglo xvii y finales del xviii13. En realidad fue una forma ampliamente aceptada de criticar la reorganización social en torno a valores comerciales y culturales que tuvo lugar durante el siglo xviii. Lo que se ha denominado la «síntesis republicana» ha resultado tener tanta importancia para entender los periodos revolucionario y federalista14 que, sorprendentemente, me he visto trabajando en compañía de historiadores estadounidenses, lo que me ha valido la acusación de formar parte de una conspiración liderada por los ideólogos norteamericanos15. En todo lo que he publicado hasta el momento he tendido a resaltar lo eficaz que resultaban las críticas a la sociedad comercial planteada desde el republicanismo y el sector agrario. También he analizado con algunos colegas el surgimiento de la retórica de la cortesía, de las manners (mucho más que buenos modales), de la especialización del trabajo y de la formación histórica de la personalidad. Fueron respuestas parciales a las críticas republicanas, y desempeñaron un papel de relevancia incalculable en el desarrollo del historicismo moderno16. Era lo que latía tras la nueva ciencia escocesa de la economía política y, actualmente, intentamos evaluar hasta qué punto tomó prestado elementos del variable vocabulario de la jurisprudencia civil y la ley natural.

He incluido este excurso autobiográfico para repasar una serie de «lenguajes» que han destacado en el último cuarto de siglo al ayudarnos a estudiar la historia del discurso político anglófono del Renacimiento. Cada uno de los lenguajes de la serie, empezando por el vocabulario especializado del common law ya antiguo en la época, se presentaba a sí mismo como una forma de expresión específica, un «lenguaje» o «retórica» con una terminología, estilo y convenciones propias. Al estudiarlos podemos identificar las implicaciones y premisas sobre las que se basaban y comprobar que, a menudo, llevaban a extraer conclusiones, en cierta medida predeterminadas. Aún así preservan su calidad de «lenguaje» debido a que, por lo general, se puede argumentar, en su seno, desde diversas premisas y llegar a conclusiones diferentes. El historiador dedica gran parte de su tiempo a familiarizarse con estas retóricas, casi se podría decir que a aprender estos lenguajes, de modo que acaba reconociéndolos en el mismo momento en que los tiene delante y es capaz de seguir los argumentos, a veces incluso de prever su desarrollo. Puede experimentar la sensación, que yo he experimentado leyendo el Leviatán de Hobbes, La historia de Inglaterra de Hume o las Reflexiones sobre la Revolución francesa de Burke, de que está leyendo algo familiar al comprobar que parte del lenguaje es un tipo de retórica que reconoce e identificar mensajes y significados que pudieran haberse pasado por alto. Es así como «aprende a leer» el historiador (la expresión procede de un escuela de dogmáticos que florece entre nosotros). Desde el momento en que admite esta deriva, va siendo cada vez más consciente de la gran variedad de actos de habla, de comunicación y de dotación de significados que pueden haber llevado a cabo el autor o sus escritos. Cada uno de ellos es un suceso histórico encapsulado en el texto.

Lenguajes, retóricas, idiomas, paradigmas, formas de enunciar: no estoy seguro de que sea muy importante qué término elijamos, siempre y cuando optemos por una forma de hablar y escribir reconocible, coherente en el plano interno, susceptible de ser «aprendida» y lo suficientemente diferente de otras formas de hablar similares como para permitirnos percibir lo que ocurre cuando una expresión o problema migra, o se traslada, de uno de estos contextos a otro. Parecen ser paralelos y, obviamente tienen un carácter, origen y grado de organización muy diverso. El lenguaje de los teólogos, por ejemplo, al igual que el de los juristas, era un lenguaje técnico muy complejo que hablaban poderosas y venerables corporaciones profesionales. Expresaban en ellos cuestiones de autoridad y obediencia políticas y se cuestionaban los propios fundamentos epistemológicos en la amplia gama de materias en las que se les suponía expertos. El lenguaje del common law, en cambio, lo hablaban los profesionales en ejercicio y una serie de no-juristas que se toparon con él en su cultura. Puesto que, formalmente, no era una teoría política, se la podía aplicar a la resolución de cuestiones relacionadas con el derecho, la constitucionalidad y el gobierno de forma muy idiosincrática, casi metafórica, lo que contribuyó a dotarle de la gran importancia que acabó adquiriendo. Las retóricas humanistas a las que he aludido, no tenían carácter técnico ni profesional, aunque surgieran en las escuelas de gramática y retórica de cuyas enseñanzas seguirían formando parte. Eran lenguajes cultos, a disposición no solo de las personas educadas para debatir sobre cuestiones de moral y política, que se introdujeron en el equipamiento lingüístico de estas personas junto con otros idiomas surgidos de una gran diversidad de fuentes. Cuando hallamos, como parece ser el caso, un lenguaje político maquiaveliano, hobbesiano, burkeano o benthamiano, puede que nos encontremos de golpe con el formidable impacto cultural ocasionado por una persona genial, pero se requiere algo más que un genio para explicar su impacto. Y siempre nos queda la Biblia de King James. Por lo tanto, hay que usar el término «lenguaje» a diversos niveles de precisión; de ahí que sea muy conveniente que tengamos sinónimos en los que apoyarnos. Quisiera, sin embargo, proponer un modelo heurístico que permita reconocer que coexisten cierto número de paradigmas lingüísticos, idiomas o como queramos llamarlos. Debemos diferenciarlos para enfrentarlos unos a otros de manera que podamos ver que un debate se desarrolla o un texto complejo se escribe en diferentes idiomas a la vez y a diversos niveles de significado. Probar esto sería fundamental para entender la naturaleza histórica del acto de habla con la que nos topamos al reconstruir el discurso político.

V

No estoy diciendo que cada idioma o paradigma defina a una comunidad de personas que hablan en sus términos y cuyas ideas se rigen por sus presupuestos. Este tipo de comunidades existen. Cuando uno se encuentra entre escolásticos, abogados o cualquier otro grupo que se adhiera a un cuerpo de doctrina muy sistematizado, es el lenguaje que se escucha y se lee el que define a nuestras compañías. También hay ocasiones en las que el lenguaje es unitario, monolítico e independiente. Soy consciente de que, para ser un lenguaje, nos debe permitir intercambiar afirmaciones complejas y no ya no-idénticas, sino incluso contradictorias. Y, aunque haya lenguajes tan densamente autoritarios que el disenso y el debate solo pueden tener lugar en forma muy codificada y esopiana y recogerse en «escritos cifrados», no debemos olvidar que todo código se dirige a un descodificador potencial y, por lo tanto, debe ser público antes de poder ser secreto. Existe la necesidad logográfica (y vuelvo a tomar prestada terminología17) de compartir todos los secretos y de mostrar todas las conspiraciones. A otro nivel, los ministros rebeldes y los hijos desobedientes, aparentemente sabían cuándo se les censuraba desde los Anales de Primavera y Otoño, las crónicas oficiales del antiguo Estado de Lu. Tal vez sea una pena que no dispongamos de sus réplicas, igualmente cifradas (sería como disponer de la versión de Trasímaco de la conversación mantenida en casa de Céfalo).

No creo en la existencia de un mundo de comunidades herméticas, cada una de ellas sellada dentro de su propio lenguaje. No es que un mundo así no pudiera existir, pero no estaría organizado como la Inglaterra del siglo xvii. Puede, que al analizar esa sociedad occidental renacentista encandilada por la imprenta haya tendido a dar por sentado que, en la obra de un único autor, podían converger diversos idiomas (o como se llamen), parte de los cuales, procedían del discurso de comunidades especializadas de la cultura presente y pasada. Pensemos, por ejemplo, en los necesarios cambios que se aprecian en el vocabulario de Hobbes cuando pasa del análisis de la república al de la república de cristianos. Todos los vocabularios coexisten, fusionados, en los mecanismos de comprensión de cualquier comunidad de lectores que pudiera existir, convirtiendo en políglota a una lectura que no por ello ha de ser necesariamente privilegio exclusivo de la clerecía. La profusión de imprentas clandestinas en Londres durante la Guerra Civil inglesa, cuyos productos coleccionara George Thomason personalmente, es un suceso fundamental que nunca se ha repetido en la historia inglesa. En mi modelo no hay una comunidad unitaria, ni tampoco cierto número de comunidades segmentadas de escritores y lectores, autores e interlocutores. El mayor problema (que, en el fondo, puede que sea una oportunidad) es que para asumir el concepto de «paradigma» debemos modificarlo a efectos de que nos permita tener en cuenta la posibilidad de que una única comunidad y, de hecho, incluso un autor aislado, pueda responder a un número simultáneo de paradigmas activos que coexisten, se solapan e interactúan, que son consonantes y disonantes, exigen al agente que elija pero le permiten combinar, comparar y criticar. De lo que se deduce que, por mucho que desagrade a mis críticos, lo que yo entiendo por autoridad discursiva y, por lo tanto, por autoridad política, es pluralista y liberal. En términos metodológicos, lo único que tengo que decir es que he estado escribiendo la historia de los debates que tuvieron lugar en una cultura en la que se solapaban e interactuaban paradigmas y otras estructuras de habla. Existía un debate porque había comunicación entre los distintos «lenguajes» y los grupos o individuos que usaban estos lenguajes. A los intelectuales postliberales o antiliberales no les gusta que les recuerden este tipo de situaciones. Creen más interesante el estudio de los mundos de la ideología y la falsa conciencia en los que la única comunicación posible es la que se da cuando los gobernantes traicionan tanto a los gobernados como a sí mismos.

He procurado trascender el término «lenguaje» para dar un papel más importante al término «debate». He descrito un modelo en el que coexisten cierto número de «lenguajes» (o como queramos llamarlos) y un número limitado de grupos o comunidades que usan ese lenguaje y entre los que, supuestamente, tendría lugar el «debate». Sin duda puede haberse tratado de debates orales que, hasta muy recientemente, se reproducían en manuscritos o textos impresos. Pensemos en el caso de los Debates de Putney, en los que Ireton y Rainsborough no solo hablan de aquellos temas en los que tienen opiniones contrarias, sino también sobre los términos que cabe usar en ese debate. Ireton rechaza el clásico argumento del derecho natural que esgrime Rainsborough e insiste en que hay que debatir sobre la propiedad y el derecho al voto en los términos del derecho histórico y positivo de Inglaterra. Y si asumimos que Rainsborough no había advertido la estrategia de Ireton, podríamos llegar a la conclusión de que los juegos de lenguaje de este último eran más sofisticados. Lo que conservamos es la transcripción de un enfrentamiento oral, pero ambos eran lectores que habitaban en una cultura cada vez más permeada por la imprenta, y los dos esgrimen los argumentos al uso extraídos de libros y panfletos. La historia del pensamiento político es, en gran medida, la historia de las actividades que llevan a cabo las gentes educadas. Es difícil reconstruir lo que ocurría en los milenios en los que nada se registraba por escrito y aún más difícil imaginar lo que ocurrirá en la Era posterior a la escritura, cuando todas las comunicaciones sean electrónicas y haya menos garantías de que se registren los mensajes. Cabe presumir que le pensamiento político que vengo describiendo sobrevivirá en aquellas comunidades académicas en las que, al igual que antaño en los monasterios, se mantendrá viva la lectura entendida como condición previa necesaria para cualquier reflexión.

Pero cuando analizamos culturas escritas debemos modificar significativamente la idea que tenemos de los sublenguajes y las subcomunidades especializadas. Porque nos encontraremos con comunidades de diálogo compuestas por autores y sus críticos (autores también), que responden a los actos del autor con otros enunciados formulados y transmitidos en el mismo lenguaje (en forma de textos) y preservados (en forma de documentos) en idénticos formatos manuscritos o impresos. Estos hallazgos limitan e intensifican nuestra visión de la historia del discurso. En primer lugar tiende a restringir la «historia» de un enunciado, un autor, un texto o un lenguaje a la historia de lo que se dijo o escribió, y de lo que se dijo y escribió en respuesta, convirtiendo en pruebas los registros de los actos de habla. Nos es más fácil escribir la historia del discurso entendida como actos que tienen lugar en el seno de una estructura lingüística, que escribir la historia del discurso y el lenguaje que se aplica en contextos más amplios de la estructura social y de la acción. Y aquí es donde surge la cuestión de cómo están relacionadas las estructuras entre sí, pues es muy fácil pedir que se establezca esta relación, pero siempre es más sencillo exigir que satisfacer.

Pero esta limitación se ve compensada por nuestra capacidad para entender la historia del discurso, en el ámbito limitado de la comunidad de diálogo, que nuestro acceso al reino de la reflexión y la teoría ha ampliado enormemente. Nos encontramos ante una serie de actos de habla realizados en respuesta a otros actos de habla que actúan desde y sobre estructuras lingüísticas complejas y cuya historia ahora estamos en condiciones de escribir. Porque no se dialoga solo para actuar, sino también para participar en juegos lingüísticos con estrategias y sistemas de referencia discernibles y dotarles de una mayor visibilidad comentando el juego de lenguaje de los adversarios y reflexionando sobre nuestra propia forma de jugar. El debate y la crítica pueden ser reflexivos o activos. Nos informa sobre los jugadores, sus actos, los juegos en los que participan y los universos en los que tienen lugar esos juegos. Pero, al mismo tiempo, son actos que modifican de diversas formas los juegos, los actos, los jugadores y los universos. La comunidad de diálogo es uno de los medios que nos permiten avanzar: un agente especialmente visible que difunde mucha información. La historia del discurso es selecta y limitada pero, por esa misma razón, es una historia susceptible de ser escrita y desde la que podemos intentar movernos hacia los escritos de los demás.

VI

Nuestro historiador estudia los textos y documentos en tanto que formas de expresión de discursos políticos. Con su ayuda, los autores intentan realizar actos de habla que afecten a lectores y universos mientras que, los interlocutores realizan actos de habla que conducen al debate y la reflexión. El discurso tiene lugar en un contexto de lenguajes compartidos que se expresan en una serie de juegos de lenguaje perfeccionados a lo largo del tiempo. Los juegos de lenguaje suelen cumplir funciones retóricas y paradigmáticas en relación a la conceptualización y la forma de hacer política. Son el hilo conductor, tanto del lenguaje como del debate, y son susceptibles de modificación, no solo a través de los actos de habla realizados en su seno, sino también debido a la intrusión en el lenguaje de cualquier otro agente capaz de darles forma. Si nuestro historiador quiere reconstruir un discurso debe marcarse, como mínimo, los siguientes objetivos: descubrir el lenguaje o lenguajes en el que fue escrito el texto que está estudiando y los parámetros del discurso; hallar los actos de habla que el autor realizó o quería realizar, así como cualquier punto en el que pudieran entrar en conflicto con los parámetros impuestos por los lenguajes; debe asimismo demostrar con ayuda de qué lenguajes han interpretado esos textos los interlocutores y preguntarse si son los mismos usados por el autor para redactar los textos. Habría que ver, además, si el proceso de interpretación generó una de esas tensiones entre intención, acto de habla y lenguaje que imaginamos pudieron llevar a la innovación o modificación del lenguaje político y sus usos.

Puede parecer mucho pero, como he dicho, es lo mínimo y sería muy criticado si afirmara que es un programa exhaustivo y cerrado. Es un modelo modesto para la historia de la interpretación que necesitaremos si queremos escribir la historia de cualquier actividad continua en el espectro discursivo sin recurrir a más innovaciones que las que se dieran en épocas diversas en cierto número de lenguajes especializados que sirvieron de base al discurso político y dieron lugar a un «pensamiento» o a una «teoría» política (al margen de lo que sea eso). El vocabulario puede ser algo técnico pero los objetivos del modelo son modestos y veremos que, en ocasiones, incomoda a los filósofos porque tiende a fragmentar los sistemas intelectuales en una serie de actos de habla. También tiende a ofender a los historiadores porque no deja de ser un modelo más o menos circunscrito a una comunidad que debate, relegando a un segundo plano la cuestión de cómo influyó el lenguaje (viéndose influido a su vez) en los contextos más amplios de la estructura social y el cambio histórico. También puede ocurrir que la práctica que describo ofenda a los lectores más divinos del texto histórico porque les obliga a dar prioridad a la acción de intérpretes que no son ellos mismos. Sin embargo, por el momento siguen existiendo problemas a los que el historiador debe enfrentarse porque afectan a la práctica de su propia profesión. Quisiera decir algo al respecto a modo de conclusión.

Nuestro historiador pasará gran parte de su tiempo reconstruyendo los «lenguajes» en los que se expresaba el discurso político en el pasado. Espero que haya quedado claro que utilizo la palabra «lenguaje» para referirme a una diversidad de formas de hablar con distintos grados de especialización. Unos son más categóricos y concretos que otros. Esta es la razón por la que, haciendo gala de una deliberada falta de precisión he yuxtapuesto antes los términos «lenguajes», «idiomas», «retóricas» y «paradigmas». Algo de imprecisión no viene mal en esta etapa del análisis empírico, pero no cabe deducir de ello que el historiador no deba ser cauteloso antes de afirmar que ha descubierto o reconstruido nuevas formas de discurso o (¡Dios no lo quiera!) nuevos paradigmas. No todas estas fábricas del discurso han sido igual de explícitas ni se han utilizado con la misma autoconciencia. De ahí que, a veces, el historiador afirme haber reconstruido una forma de discurso de la que no eran conscientes los usuarios y cuya existencia difícilmente puede probar algo más que su propia convicción. Es en este punto donde se abre ante él el abismo que media entre la reconstrucción y la interpretación. No debe olvidar que no es tanto un intérprete como un arqueólogo de las interpretaciones de otros. Solo ha de demostrar que hubo una interpretación que dio lugar a un lenguaje que se hablaba. Además tendrá que aportar pruebas empíricas y, en principio, refutables de que las cosas ocurrieron como afirma. Cuantas más pruebas pueda aportar, más se acercará su práctica a la de un historiador. Si puede demostrar que el modelo de discurso que analiza se empleó, que el lenguaje al que hace referencia se habló por más de una persona de la época y que se usaba para debatir públicamente, que hubo un diálogo, que se dieron controversias y se modificaron premisas, términos y usos, que incluso se llegó a cruzar el umbral de lo categórico y la autoconciencia crítica; si logra evocar a algún Monsieur Jordan del pasado que declarare abiertamente que, efectivamente, se hablaba ese lenguaje, su posición será mucho más fuerte que si pretende convencernos heurísticamente y sin más de que, dando por supuesto que ese lenguaje se hablaba, nos resultará más fácil interpretarlo y formular hipótesis que algún día puedan ser de utilidad para probar la proposición correcta. El compromiso por parte del historiador de describir las acciones de agentes que no son él mismo, ha introducido una navaja de Ockham en el modelo: conviene no realizar interpretaciones que no se puedan verificar. Sobre todo porque suelen ser discursos repletos de críticas e ideas que tienden a llevar al habla a su umbral explicativo. No es que deje de estar ahí lo que no resulta explícito pero, desde luego, la falta de visibilidad no nos facilita la tarea de describir lo que hay. La libertad del intérprete del pensamiento de otras personas no es ilimitada, no puede encajarlo, a voluntad, en una u otra estructura. Ockham fue el autor del principio GIGO18.

Es una exigencia que no empobrece la tarea del historiador. El lenguaje es rico; el discurso de lo político se enriquece gracias a la multiplicidad de sus referencias, a su carácter crítico y dialógico, a su estatus intermedio entre retórica y reflexión, teoría y práctica, incluso gracias a lo cuestionable de su integridad, sus prejuicios y las falsas conciencias que refleja. Además, el discurso del pasado enriquece al historiador por su distancia del presente. El historiador se siente descubriendo constantemente nuevas modalidades de discurso en los textos y nuevas críticas enmarcadas en debates antiguos que amplían sus conocimientos sobre sobre materiales que creía que le resultaban familiares. Pero, cuando admitimos que un texto famoso y complejo consta de una amplia variedad de «lenguajes» y encarna toda una gama actos de habla, nos empieza a pesar la riqueza de nuestro conocimiento histórico. Pensemos en esa riqueza. Sabemos que con el texto se realizan muchos actos de habla en muchos espectros de discurso. De ahí podemos deducir que tiene muchas historias y ha actuado sobre los interlocutores de las maneras más diversas. La riqueza no es resultado exclusivo del talento creativo del autor, sino asimismo de las condiciones históricas. De lo que se sigue que el autor no podía prever, ni los textos controlar, la diversidad de lenguajes que podrían utilizarse para leerlo ni los contextos en los que puede ser interpretado. Es posible que los lectores contemporáneos del autor recurrieran a otros paradigmas y prioridades que los contenidos en el texto. Maquiavelo no entabla un debate con los escolásticos, pero los escolásticos le leían e interpretaban. A Locke, le eran indiferentes tanto la historiografía centrada en torno a la Ancient Constitution como la neoharringtoniana, pero estas modalidades de argumentación su utilizaron para solventar algunas de las cuestiones que sí le interesaban. Hay textos que sobreviven a su autor y a su universo lingüístico de modo que hay que traducir los actos de habla que llevan a cabo a sistemas de discurso que pueden ser incompatibles con los del autor y su época. El fenómeno de la traducción diacrónica (si es que lo podemos denominar así) es uno de los mayores problemas a los que se enfrenta el historiador. Probablemente sea en esta etapa de su análisis cuando se vea más tentado a justificar la descomposición de los términos en «ideas» y a afirmar que esas «ideas» tienen una «historia».

Pero volvemos a tener problemas cuando afirmamos que un texto es una estructura formal a la que el autor ha dotado de unidad intelectual, y que debemos considerar que la imposición de esa unidad puede ser (y de hecho es) un acto realizado en la historia. Deconstruir es fácil, se diluye el texto en una multitud de actos de habla realizados por el autor y de actos de interpretación llevados a cabo por sus lectores, en contextos de lenguaje no necesariamente continuos o en armonía unos con otros. Vemos que el contexto histórico se enriquece enormemente tras realizar una deconstrucción de este tipo, pero también supone que un autor puede dar a su texto una estructura formal con arquitectura y coherencia propias y, aun así, cuando el texto adquiere unidad material convirtiéndose en un rollo, un codex o un libro los lectores pueden dotarlo de una coherencia que está al margen o va más allá de la intención o acción del autor. En el seno de las «grandes tradiciones» del pensamiento o la filosofía política, siempre hay intérpretes en busca de las estructuras formales del texto. A lo que hay que añadir la actividad ocasional de ciertos autores que escriben en su contra. El historiador debe estar al tanto de estos procesos mientras analiza los textos, entablar un diálogo e intercambiar información con los profesionales de otras ramas. En cierta forma debe convertirse en un ser bicéfalo obligado a reconstruir incluso cuando deconstruye. Es un problema que ha preocupado a los historiadores profesionales desde los días de Valla y Alciato.

Cuando el historiador pluralista se encuentra ante esta disyuntiva, supone que es con ayuda del lenguaje, o con una serie de lenguajes especializados, como se ha dotado al texto de unidad formal. Asume que esa actividad lingüística tiene una historia verificable que constituye un contexto más, ni más ni menos significativo que otro. Lo que no le libra de los problemas que la causa su propia capacidad crítica. Cuando un historiador lee un texto puede descubrir en él un tipo de unidad formal que no había visto, que sepamos, ninguno de los lectores anteriores. Puede deberse a que haya utilizado un lenguaje histórico para interpretar el texto en ese contexto que no se hubiera utilizado antes. En este caso, tanto sus credenciales como sus problemas siguen siendo los de un historiador. Pero también se puede adscribir al texto una nueva unidad formal aplicando cánones que no han sido descubiertos gracias a los métodos propios de la investigación histórica sino, por ejemplo, teorizando o filosofando sobre política y escribiendo su historia a la vez19. En este caso, el intérprete tendrá que demostrar que se puede recurrir al pensamiento no-histórico para obtener información histórica y corre el riesgo de caer en el famoso mito de suponer que pueden escribir historia (no es lo mismo escribirla que hacerla) personas que no se someten a disciplina historiográfica alguna20. Se verá tentado o sentirá la necesidad de adscribir autoridad sobre la historia a ciertos textos, de modo que cualquier interpretación que se ofrezca de ellos se convierta en una reafirmación de la acción histórica del autor. «Lo único que hacemos es marchar a través de la historia», decía uno de los protagonistas de En busca del arca perdida21 y añadía señalando el arca: «¡Eso es historia!». Si el historiador quiere eliminar las vulgaridades de la idolatría y la blasfemia que siempre van unidas (la película incide mucho en ambas), puede adoptar una presunción de «otredad», es decir, podría intentar demostrar que la interpretación que acaba de ofrecer pudo haber sido (o preferiblemente fue) realizada por otro autor identificable en la historia que vivía en una época diferente. Si hace este movimiento no tiene más remedio que aceptar una necesaria separación entre actor y observador, entre el águila y la lechuza, entre el cuervo de Odín que siempre iba por detrás del tiempo y ese otro que volvía una y otra vez hasta completar la acción.

1 [Publicado en MLN (Modern Language Notes, Johns Hopkins University Press), 96 (1981), pp. 959-980.]

2 Originalmente la segunda de las tres sesiones celebradas en el seno de los Christian Gauss Seminars in Criticism en el semestre de verano de 1981, en la Universidad de Princeton.

3 Utilizo siempre el pronombre masculino pero debe tenerse en cuenta que podría usar el femenino igualmente.

4 [En aquellos tiempos era gente de izquierdas, hoy son de derechas, siempre son los mismos.]

5 Existe una extensa literatura sobre este tema, desde The Structure of Scientific Revolutions de Thomas S. Kuhn, Chicago, University of Chicago Press, 1962, 1970 (ed. cast.: La estructura de las revoluciones científicas, México, Fondo de Cultura Económica, 2005), hasta el Paradigms and Revolutions editado por Garry Gutting, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1980; este último contiene, a su vez, una extensa bibliografía. Cfr. asimismo mi Politics, Language and Time; essays on political thought and history, Nueva York, Atheneum, 1971; Chicago, Chicago University Press, 1989 y John Higham y Paul K. Conkin (eds.), New Directions in American Intellectual History, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1979.

6 J. G. A. Pocock, The Ancient Constitution and the Feudal Law, Cambridge, Cambridge University Press, 1957, 1987 (ed. cast.: La Ancient Constitution y el derecho feudal, Madrid, Tecnos, 2011).

7 J. G. A. Pocock, «Burke and the Ancient Constitution: a problem in the history of ideas» The Historical Journal, III, 2 (1960), pp. 125-143, reeditado en Politics, Language and Time, cit., cfr. nota 4 supra.

8 Kevin Sharpe, Sir Robert Cotton, 1586-1631, Oxford, Oxford University Press, 1980; Richard Tuck, Natural Right Theories: their origins and development, Cambridge, Cambridge University Press, 1980; Hans Pawlisch, «Sir John Davies, the Ancient Constitution and Civil Law», Historical Journal 23.3 (1980), pp. 689-702; G. R. Elton, revisión de Arthur B. Ferguson, «Clio Unbound», en History and Theory 22.1 (1981), pp. 92-100. [Hoy, evidentemente, tengo que añadir a Hans Pawlisch, Sir John Davies and the Conquest of Ireland: a study in legal imperialism, Cambridge, Cambridge University Press, 1985; Glenn Burgess, The Politics of the Ancient Constitution, Basingstoke, Macmillan, 1992 y Alan Cromartie, The Constitutionalist Revolution: an essay on the history of England, 1450-1642, Nueva York, Cambridge University Press, 2006.]

9 William Haller, Foxe’s Book of Martyrs and the Elect Nation, Nueva York, 1963.

10 William M. Lamont, Marginal Prynne, 1600-1660, Londres, Routledge&K. Paul, 1963; Godly Rule: politics and religion, 1603-1660, Londres, MacMillan, 1969; Richard Baxter and the Millennium, Londres, Croom Helm, 1980; Christopher Hill, Antichrist in Seventeenth-Century England, Oxford, 1971; The World Turned Upside Down, Oxford, 1973; Margaret C. Jacob, The Newtonians and the English Revolution, Ithaca, Cornell University Press, 1976. Véase asimismo Paul Christianson, Reformers and Babylon, Toronto, University of Toronto Press, 1978; Richard Bauckham, Tudor Apocalypse: sixteenth century apocalypticism, millenarianism and the English Reformation, Oxford, Sutton Courtenay Press, 1978 y Katherine Firth, The Apocalyptic Tradition in Reformation Britain, 1530-1645, Nueva York, Oxford University Press, 1979.

11 J. G. A. Pocock, «Time, History and Eschatology in the Thought of Thomas Hobbes» en Politics, Language and Time, cit., pp. 148-201.

12 Actualmente puede consultarse, Eldon Eisenach, Two Worlds of Liberalism: religion and politics in Hobbes, Locke and Mill, Chicago, University of Chicago Press, 1981. [Desde entonces se ha escrito bastante sobre el aspecto religioso del pensamiento de Hobbes.]

13 J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine political thought and the Atlantic republican tradition, Princeton, Princeton University Press, 1975 (ed. cast.: El momento maquiavélico: el pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Tecnos, 2002).

14 Cfr. Higham y Conkin, New Directions in American Intellectual History, cit., véase nota 4 supra.

15 Cesare Vasoli, «The Machiavellian Moment: a grand ideological synthesis» en Journal of Modern History 49 (1977), pp. 661-670; J. G. A. Pocock, «The Machiavellian Moment Revisited: a study in history and ideology», Journal of Modern History 532 (1981), pp. 49-72.

16 J. G. A. Pocock, «Between Machiavelli and Hume: Gibbon as a civic humanist and philosophical historian», en G. W. Bowersock, John Clive y Stephen R. Graubard (eds.), Edward Gibbon and the Decline and Fall of the Roman Empire, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1977; «Gibbon’s Decline and Fall and the World-View of the Late Enlightenment», Eighteenth Century Studies 10.3 (1977), pp. 287-303; «The Movility of Property and the Growth of Eighteenth-Century Sociology», en Anthony Parel y Thomas Flanagan (eds.), Theories of Property: Aristotle to the Present, Waterloo, Ontario, Wilfrid Laurier University Press, 1979. [La segunda y tercera de estas obras se han reeditado en J. G. A. Pocock, Virtue, Commerce and History, Cambridge, Cambridge University Press, 1985. Véase asimismo, J. G. A. Pocock, Barbarism and Religion I y II, Cambridge, Cambridge University Press, 1999.]

17 En la p. 12 del Thoughts on Machiavelli de Leo Strauss (Chicago, University of Chicago Press, 1958) (ed. cast.: Meditación sobre Maquiavelo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1964) se habla de «ese libro perfecto o discurso» que obedece «a las leyes puras y despiadadas de lo que se ha denominado la «necesidad logográfica». No hay nada casual en esta afirmación por lo que, tendremos que leerla como si estuviera codificada. Para escapar a esta versión del círculo hermenéutico no debemos preguntar si el libro es perfecto, sino si está cifrado; una forma de averiguarlo es preguntar quién conocía el código.

18 Acrónimo de Garbage In, Garbage Out («porquería que entra, porquería que sale»), empleado en el campo de la informática para indicar que, si se introduce un input erróneo o incongruente, el output también lo será. [N. del E.]

19 Howard Warrender. «Political Theory and Historiography: a reply to Professor Skinner on Hobbes», The Historical Journal 22.4 (1979), pp. 931.940.

20 Sobre este aspecto, cfr. John G. Gunnell, Political Theory: tradition and interpretation, Boston, 1979 y «Political Theory, Methodology and Myth», un intercambio de ensayos entre Gunnell y Pocock en Annals of Scholarship 1.4 (1980), pp. 3-62.

21 [Espero que el nombre de esta película siga resultando familiar a mis lectores.]