VII. Los textos como acontecimientos: reflexiones en torno a la historia del pensamiento político1
El dramaturgo Tom Stoppard dio una vez una conferencia titulada «¿El teatro como evento o como texto?». En ella afirmaba que escribía sus obras para que fueran representadas por actores y que, cuando los académicos descubrían todo tipo de estratos de significado en los textos publicados, sentía como si unos funcionarios de aduanas estuvieran registrando su equipaje y él estuviera diciendo: «Tengo que admitir que está ahí, pero no recuerdo haber metido eso en mi maleta.» De acuerdo, pero al publicar un texto hay que dar por sentado que la obra se va a representar más de una vez y que el texto no desaparece cuando no está siendo representada la obra. Además, uno de los principios básicos del método histórico implica que podemos encontrar significados no buscados por el autor en cualquier texto o documento. Es, de hecho, lo que (siguiendo con la analogía dramática) nos permite representar la obra una y otra vez, atribuyéndole una serie de significados de los que carecía antes.
De modo que cuando Stoppard insiste en que no tiene sentido preguntar a un autor: «¿Qué significa esto?», el corolario obvio es que el actor al representar y el crítico al leer, siempre pueden hallar significados que el autor ignoraba que estuvieran ahí y que no se habían representado o discernido antes. El texto se convierte en una matriz o patrón en el que pueden ocurrir y ocurren toda una serie de eventos. Esta es una de las muchas razones por las que autores, actores y críticos suelen odiarse mutuamente de todo corazón. El autor que ha dado pie a que los eventos tuvieran lugar, tiene todo el derecho a sorprenderse (aunque no siempre a objetar) ante cualquier evento que pueda tener lugar en el seno de su texto. Habrá casos en los que pueda y deba decir: «Esto pasa de castaño oscuro y no puede usted hacer eso con mi texto», pero son casos límite y tampoco está claro que el autor tenga más derecho a decirlo que el actor o el crítico.
Aplicaré algunas de estas reflexiones a la historia del pensamiento político. En esta disciplina estudiamos, sobre todo, textos más o menos coherentes, escritos o impresos, que recogen y conservan una tradición oral durante periodos de tiempo largos e indefinidos. Conocemos o creemos conocer a muchos (no todos) de los autores, sobre los que sabemos mucho o poco. Al estudio del pensamiento político se dedican académicos de diversas disciplinas: críticos, filósofos, teóricos, historiadores, etcétera. Quisiera referirme aquí a los historiadores como yo, si bien debo decir algunas palabras sobre su relación con los estudiosos de otras disciplinas. Enmarcaré la discusión en las nociones de texto y evento que para el historiador, que entiende que el texto es un evento y un marco en el que tienen lugar otros sucesos a la vez, son prácticamente idénticas.
En su Foundations of Modern Political Thought, Quentin Skinner afirma que los historiadores buscan una historia política basada en auténticos principios históricos. Se refiere a que, por lo general, las historias del pensamiento político no se basan en principios históricos; volveré sobre este aspecto en las frases finales de este ensayo. Por lo pronto reflexionemos sobre lo que debería ser una historia genuinamente histórica. Digamos que, aunque haya excepciones, para el historiador la historia está formada por actos, sucesos y procesos. Los sucesos son el resultado de la acción de las personas. Las acciones se realizan y los sucesos ocurren en contextos que los hacen posibles e inteligibles (para los historiadores). Pero las acciones y sucesos modifican estos contextos de forma que se puedan realizar otros actos y tener lugar en ellos otros sucesos inteligibles para nosotros. Esto es parte (no todo) de lo que queremos decir cuando nos referimos a procesos. A los historiadores franceses, lo anterior les sonará evidentemente a histoire événementielle y les gustaría llamar la atención sobre la longue durée, ese tipo de infraestructura en la que ocurren sucesos pero el cambio es tan lento que verdaderamente cabe preguntarse si son los sucesos los que lo provocan. A esto se puede replicar que cuando se escribe una historia de textos se está escribiendo una historia de actos orales sofisticados que, sin duda alguna, son sucesos. Ahondar más supone entrar en la historia de los lenguajes y las mentalités que no puede basarse en textos porque hay textos como la Biblia, el Corán o Los Seis Clásicos que se incrustan en ella dando lugar a profundas modificaciones. Para ir más allá, habría que entrar en el universo de las gramáticas y las estructuras profundas y comprobar si esas estructuras tienen historia o solo son longue durée. La auténtica longue durée consta de una serie de condiciones materiales y geofísicas que pueden ser parte o no de la historia de la conciencia. Ni siquiera Marx pudo ahondar más allá del acto de producción. Así que volvamos a ese mundo sofisticado y elitista en el que las acciones de los autores producen textos que modifican los contextos y las estructuras con las que entran en contacto, pues es el nivel más operativo para la historia y la literatura.
A este nivel, el texto es tanto un acto como un suceso. En palabras de Skinner, para construir una historia histórica del pensamiento político, debemos encontrar la forma de averiguar lo que hacía el autor cuando escribía un texto; algo que no es tan sencillo como parece. En primer lugar no llega al nivel de profundidad al que aludía Stoppard cuando afirmaba que el autor mismo no sabía lo que estaba haciendo y que, si se lo recordaban después, ni se acordaba de haberlo hecho ni se reconocía a sí mismo haciéndolo. Saber no es hacer y saber lo que estaba haciendo un autor (incluso saberlo él mismo) no es lo mismo que hacerlo.
Se me podría objetar que el dramaturgo escribe un texto para que sea representado por actores mientras que el teórico escribe un texto exclusivamente para que lo lean los que se dedican a la vida contemplativa. Puede que no haya tanta diferencia entre ambas actividades. Yo escribo tratados teóricos e historias largas y complejas y experimento exactamente lo mismo que Stoppard cuando afirma que un autor descubre lo que está escribiendo cuando lo está escribiendo y que, a menudo, no sabe lo que va a escribir hasta que no se sienta a hacerlo. Mientras escribía estas frases solo tenía una ligera noción de lo que vendría a continuación. La experiencia del autor parece ser idéntica en ambos casos y siempre he pensado que la distinción entre escritura «creativa» (centrada en imágenes y ficciones) y la escritura «crítica» (siempre referida a hechos) era algo ingenua e inducía a error. Además no sé hasta qué punto se puede diferenciar entre el actor que representa y el lector que lee. Como estudiantes de literatura, sabemos que la lectura de un texto puede ser una acción compleja y, espero poder demostrar que, como estudiantes de historia, debemos pensar que el lector es un actor que actúa en la misma secuencia histórica que el autor.
De manera que saber lo que hacía el autor cuando escribía el texto no es repetir la experiencia del autor cuando lo hacía. Evidentemente, el autor no reconstruye la experiencia en términos diseñados para hacerla inteligible a los ojos del historiador. No he conocido nunca a nadie, ni creo que llegue a conocerlo, que afirmara que escribía para comunicarse con los historiadores del futuro. Si reconstruimos las acciones del autor, no es para repetirlas, sino para observarle realizándolas. Hablamos en tercera persona, no en primera, y puede que sea eso lo que marca la diferencia entre lo creativo y lo crítico. Podría usar palabras como Entfremdung o alienación, pero prefiero no hacerlo. Reconstruir las acciones del autor en tercera persona nos obliga a analizarlas y a decir cosas sobre ellas que el autor, que tal vez ni siquiera fuera consciente de ellas, nunca hubiera dicho, podido o querido decir. De esta forma encontramos cosas en su equipaje, por decirlo en palabras de Tom Stoppard, que no había puesto ahí ni sabía que tenía. Si pudiéramos leer lo que dirán los historiadores de nosotros probablemente estaríamos más sorprendidos, aunque menos indignados, de lo que solemos estar cuando leemos reseñas de los libros que escribimos. Y eso ya es decir mucho porque la reseña es un punto de partida (solo uno) de la historia del libro.
Reconstruimos la actuación del autor para estudiar el texto como evento (algo que sucede) y como acción (algo que se hace). La reconstrucción en tercera persona nos ayuda a encontrar coordenadas, a situar la acción en un conjunto de condiciones y circunstancias que nos ayuden a entender, por un lado lo que fue la acción real y, por otro, por qué y cómo se llevó a cabo. Puede que al autor no le interese pero a nosotros sí. Y es al resaltar esta circunstancia cuando pasamos del texto al contexto y, en palabras de Skinner, de la intención a la ilucoción y la perlocución. Sabemos en primera (Stoppard/autor) y en tercera (Skinner/historiador) persona que el autor no empieza fijándose ciertas metas y adquiriendo una serie de palabras que le permitan alcanzarlas. Aprendió lo que era escribir, escribiendo, lo que sitúa a la ilocución en el centro del escenario y a la perlocución en segundo plano. Estudiamos el texto para ver lo que dice y comprobar los efectos reales que tuvieron esas palabras (o, siendo cautos, que pudieron haber tenido). Lo que significa que sabemos más de las intenciones que llegaron a plasmarse en actos que de aquellas que, aun siendo viables, no se hicieron realidad.
Si esto fuera todo, tendríamos que admitir que solo podemos conocer al autor a través del texto. No siempre es así, aprendemos mucho sobre él en otros textos, en su correspondencia, los escritos que guardan sus amigos, las fichas policiales y, como historiadores, nos son de gran ayuda nuestros conocimientos sobre el universo histórico y social en el que vivía; un conocimiento que no es idéntico al que el autor tiene de sí mismo porque solo lo podemos adquirir gracias a una labor de reconstrucción. Toda esta información nos permite formular hipótesis sobre: 1) las intenciones y acciones que pudo haber realizado y se nos escaparon en una primera lectura; 2) las intenciones y acciones que pudo haber realizado inconscientemente; 3) las intenciones y acciones que pudo haber realizado y no llevó a cabo; 4) las intenciones y acciones que, en ningún caso pudo haber realizado o intentado realizar, por mucho que a nuestros colegas les guste ignorarlo.
Sabemos que, para reconstruir el texto en tanto que suceso histórico, debemos situar al texto (y al autor) en un contexto. Como tenemos mucha información sobre él y su universo disponemos de diversas opciones a la hora de reconstruir el contexto, de decidir qué elementos vamos a seleccionar de entre toda la información histórica a nuestra disposición. A los historiadores de la Escuela a la que pertenecemos Skinner y yo mismo (entre otros), nos parece evidente que el elemento primario del contexto es el lenguaje. No hay solo un lenguaje, sino varios, en los que se pueden decir las cosas y realizarse actos ilocucionarios. De hecho, los actos deben realizarse (y este el paso siguiente) en su seno. Debemos situar al orador, al autor y a su texto o discurso en el contexto del lenguaje en el que se expresan. En este punto se puede argumentar de muy diversas formas. Podría aparecer un vulgar marxista y señalar (con toda razón) que el lenguaje se forma en un contexto de relaciones sociales de forma que (añade erróneamente) podemos inferir el carácter del lenguaje del contexto de las relaciones sociales. El marxista dirá que estudiar el lenguaje como si fuera una realidad autónoma es idealismo o algo igual de perverso. La réplica es que evidentemente el lenguaje se forma en un contexto social, pero a estas alturas ya sabemos que no se limita a ser un espejo. El truco está en saber discernir cuándo el lenguaje nos dice algo del contexto en el que surgió y cuándo no, en saber encontrar los signos que nos llevan directamente al fenómeno de las relaciones sociales y los que nos conducen al mismo destino pero de forma indirecta, sin olvidar aquellos signos que indican a los historiadores que están ante un distanciamiento del fenómeno de las relaciones sociales En ese momento el historiador debe decidir qué hacer pues, el historiador orientado hacia el lenguaje, se enfrenta al problema del huevo y la gallina. Para saber qué nos dice el lenguaje sobre la sociedad debemos fijarnos en él y averiguar cómo funciona, qué decía a quienes lo usaban sobre su sociedad y qué no. Y si lo que queremos averiguar es qué tipo de relación existe entre el acto ilocucionario del orador o el autor y la sociedad en la que vivían, debemos atravesar la misma estructura mediadora: el contexto lingüístico. Lo que seguiría diferenciando al historiador orientado hacia el lenguaje de un marxista inteligente (dejamos al marxista vulgar a solas con su autocompasión) es que al segundo le interesará la relación existente entre lenguaje y sociedad y, al primero la relación entre lenguaje e ilocución. Querrá debatir sobre el lenguaje en tanto que fenómeno histórico con la suficiente autonomía como para fijar la serie de condiciones primarias (no las únicas) en las que debe desarrollarse la ilocución. Así, la historia del pensamiento político se convierte, sobre todo aunque no exclusivamente, en la historia de los juegos de lenguaje y sus efectos.
La reconstrucción del contexto que lleva a cabo el historiador para lograr que el texto sea inteligible como acción y como suceso, se convierte en una reconstrucción de los lenguajes en los que se expresan ciertas ilocuciones (las pensadas con propósitos políticos), que nos permita discernir lo que hicieron el texto, el autor o su actuación con las oportunidades existentes y las constricciones que les impusieron los lenguajes a su disposición. Y aquí surge todo un rosario de interesantes problemas, algunos de carácter histórico y otros teóricos. En primer lugar, ¿qué son esos «lenguajes» a los que me refiero en plural y cómo se reconstruyen? Hace unos treinta años escribí un libro, The Ancient Constitution and Feudal Law, que puso de moda un método similar a este que yo no he dejado de poner en práctica desde entonces. En el caso del Renacimiento y el Barroco (1500-1800) resulta muy útil saber que el pensamiento político no se expresaba en un único lenguaje especializado parecido al de la filosofía aristotélica cristianizada, (para muchos el lenguaje supremo), sino en varios. Se gestaron en el seno de grupos profesionales especializados, en el caso de Inglaterra, no solo los intelectuales y académicos escolásticos que mantuvieron vivo el aristotelismo medieval, sino asimismo los juristas, el clero, los puritanos radicales y siempre en oposición, los especialistas en retórica a los que Thomas Hobbes acusaba de haber desatado la Guerra Civil, etcétera. Hasta donde yo sé, fue Edmund Burke el que atrajo la atención sobre la importancia histórica del hecho de que los ingleses hablaran de sus libertades en un lenguaje, el del common law, en principio referido a la propiedad de los bienes raíces. Los historiadores del pensamiento político, al menos los de la Edad Moderna, dedican gran parte de su tiempo a reconstruir estos lenguajes y rehacer los actos realizados por los textos, señalando que se realizaron en este lenguaje, en aquel, o en una combinación de ellos. Solo ahora empezamos a perfeccionar nuestra técnica arqueológica y, por lo tanto, aún no es tan raro que hagamos descubrimientos tan excitantes como que Hobbes estuviera escribiendo escatología, John Locke consignando jurisprudencia en torno al derecho natural, Edmund Burke bebiendo en las fuentes del common law y la teoría del papel moneda, etcétera. Y puede que no hallamos pasado de la superficie pues no hemos aplicado complicadas técnicas de excavación. El autor no siempre es oscuro en el uso del lenguaje, a veces recurre al alguno de forma clara y explícita. Puede que a quienes lo pasaron por alto solo les interesara encontrar formas de pensamiento consideradas importantes por razones que, a veces, no tienen nada que ver con la historia. El mérito de la técnica que describo es que obliga al estudioso a preguntarse por los lenguajes que de verdad hablaba la gente en el pasado y por las formas de pensamiento a las que daban importancia hasta intentar formular una respuesta a la cuestión skinneriana: «Qué hacían en realidad?».
Evidentemente, estos «lenguajes» no son lenguajes en el sentido del latín o el inglés, sino idiomas especializados en el seno del latín o el inglés y, a veces, traducibles los unos a los otros. Me desagrada denominarles «vocabularios» porque es un término demasiado léxico para mi gusto. En realidad sigo a Burke al llamarles «lenguajes», pero quizá habría que hablar de «idiomas» o «retóricas». A los que he descrito hasta ahora, se les podría denominar «lenguajes institucionales» en el sentido de que eran los idiomas que utilizaban corporaciones poderosas de intelectuales especializados: escolásticos, rétores o juristas. Pero también se puede detectar la presencia de un lenguaje por otros medios y contemplarlos desde otros puntos de vista. En los primeros capítulos de El momento maquiavélico intenté problematizar una situación de conflicto. Mi pregunta era: ¿Qué idiomas se usaban para resolver ciertas cuestiones intelectuales como las secuencias de los sucesos temporales? Y ésta fue la respuesta que obtuve: tres, el de la Costumbre, el de la Gracia y el de la Fortuna. Como profesionales podemos buscar las diferencias entre ellos. «Costumbre» es un término jurídico, «Gracia», teológico y «Fortuna» pertenece al ámbito de la retórica. Pero nada de lo anterior me resultaba de mucha utilidad puesto que yo quería demostrar la presencia de los tres en las obras de un Maquiavelo que se dedicaba más a la retórica que al derecho o la teología, de ahí que se encontrara más cómodo con el concepto de Fortuna que con cualquiera de los otros dos. En ese punto me creí en condiciones de poder demostrar que Maquiavelo pertenecía a una cultura que disponía de esos tres idiomas para resolver sus problemas pero seleccionó y reordenó las modalidades de discurso de una forma que suscitó grandes cambios.
Es bastante frecuente que los lenguajes que descubrimos aplicando estos métodos tiendan a volverse implícitos enfrentando al historiador al grave problema de demostrar que realmente estaban ahí. Un «lenguaje institucional» se detecta mucho más fácilmente gracias a la existencia y actividades de la institución en la que se habla. Su uso será relativamente consciente y puede que haya incluso literatura secundaria sobre cómo debería hablarse. Será mucho más difícil verificar la existencia implícita de algún tipo de sublenguaje o idioma en el seno de un «lenguaje ordinario» más general. En El momento maquiavélico tuve que demostrar que aquellos idiomas y formas de hablar, basados en la costumbre, la gracia o la fortuna, que posteriormente contribuyeron a generar una retórica de la virtud, la corrupción y el comercio, ya se hallaban recogidos en los escritos de los autores que yo estudiaba y que estos los utilizaban coherente y conscientemente (es decir, en coherencia con las características que yo les adscribía). Para poder hacerlo hay que aprender a hablar el lenguaje en cuestión y luego demostrar que algún otro autor también lo usó. Obviamente habrá quien pregunte cómo se puede saber que el historiador no se ha inventado el lenguaje y luego lo ha leído en el texto alegando que, si bien otros lectores pueden permitírselo, un historiador profesional no. Ese es el momento de presentar las pruebas que indiquen que tu lenguaje ha llevado una existencia autónoma en la historia. Cuantos más autores puedas demostrar que hicieron uso de él, mejor. Y si puedes demostrar que los debates produjeron diversos resultados y cambios en el uso, mejor aún. Y cuando en tu historia aparece algún Monsieur Jordan que dice: «Parece que hablamos en este o aquel idioma que tiene estas y aquellas características», y resultan ser justo las que querías demostrar, te levantas y bailas por la habitación. No es algo que suceda a menudo y, a veces, habrá que enfrentarse al hecho de que, cuando uno está ante esa línea divisoria que separa a los historiadores de otro tipo de lectores, tiene que tener mucho cuidado con lo que dice.
Hemos pasado de afirmar que los textos son sucesos, a decir que los lenguajes son matrices en las que ocurren los textos y que nuestra historia es menos una historia de realizaciones individuales de actos de habla y autoría que una historia de los lenguajes; en palabras de David Hollinger, buscamos la historia de las continuidades del discurso. Reconstruimos un contexto o una serie de contextos en los que resulte inteligible el texto como suceso, porque hacerlo nos permite hallar nuevos significados, tantos como idiomas o lenguajes en los que se haya redactado. Cuando un texto es muy complejo y forma parte de una situación histórica realmente complicada puede cumplir funciones polivalentes. En ese caso no es ya que haya diversas continuidades en el discurso (también podríamos hablar de niveles de significado) en cuyo seno podamos leerlo y desde cuyos presupuestos podamos actuar. A medida que nos desplazamos de un nivel a otro comprobamos que también se realizan movimientos que forman parte de todo tipo de juegos de ingenio. Los estudiantes de literatura no precisan mayor aclaración de este último aspecto. Si logramos demostrar que hubo continuidades históricamente reales en el discurso, que se trataba de recursos lingüísticos a disposición de los autores que se vieron modificados por su uso a lo largo de las épocas históricas, podremos eludir el reproche de que nos limitamos a leerlos para archivarlos, y también la crítica de que solo somos clientes deshonestos, que queremos colocar en el equipaje del autor de Tom Stoppard los bienes ocultos que decimos haber encontrado en sus textos. Lo único que decimos al autor (si es que sigue vivo) es que su lenguaje ejercía influencia en más continuidades del discurso de las que creía en su momento. Si nos dice que no tiene ni idea de en qué continuidades de discurso se mueve, lo que está afirmando es que no sabía nada de lo que le acabamos de contar. Evidentemente no era necesario que, en su momento, supiera lo que estaba haciendo (por decirlo en términos de Skinner) para hacerlo. No tenía necesidad alguna de ir mirando por encima de su hombro como la lechuza de Minerva. Lo sabemos porque nosotros somos las lechuzas pero, en cuanto el autor realiza su acto, se convierte en uno de los nuestros, como Monsieur Jordan.
Los textos parecen ser sucesos y hacer historia en dos sentidos. En primer lugar se trata de acciones realizadas en contextos de lenguaje que las posibilitan, condicionan y limitan y que el acto modifica a su vez. Los textos actúan, individual y acumulativamente, sobre los lenguajes en los que se expresan. Al realizar un acto de habla se introducen nuevas palabras, datos, percepciones y reglas del juego. La matriz se modifica, gradualmente o de forma catastrofista, en el mismo momento en que se realiza un acto en su seno. Un texto es un actor en su propia historia y un texto polivalente afecta a una multiplicidad de historias concurrentes. Parece complejo pero es una de las formas más sencillas de entender la historia del discurso público. Si alguna vez me propusiera escribir una historia a largo plazo del pensamiento político en Gran Bretaña, tendría que organizarla en torno al auge, declive y cambio de los diversos idiomas en los que, en ocasiones, se ha realizado este tipo de actividad. Sin duda me criticarían alegando que no hago justicia a la importancia de los grandes maestros del pasado y sus obras maestras. No cabe duda de que es bastante difícil reducir a Thomas Hobbes o a Jonathan Swift al nivel de otros actores en un número finito de pistas de circo. No podemos escribir la historia basándonos exclusivamente en los grandes textos, pero tampoco es fácil reducir a historia los textos más importantes porque los leen y utilizan personas que no son historiadores.
Los textos también hacen historia debido a que sus lectores sobreviven a los autores. Cuando el autor crea un texto crea una matriz en la que le leerán y replicarán otros. Sin embargo, se puede aplicar a los lectores la misma analogía teatral que aplicábamos a actores y críticos al principio de este ensayo. De hecho, es fundamental que convirtamos al lector en un actor porque no deja de ser un actor en medio de un proceso histórico. Ningún texto se lee nunca exactamente como pretendía el autor pues todo lector reinterpreta el texto y nunca lo hacen de la misma forma. El dramaturgo tiende a escribir de manera que los actores puedan representar su texto en diversas ocasiones, pero aquellos a los que Malvolio denomina «autores políticos» quieren influir directamente sobre las conciencias de otros actores de la sociedad política y recurren a la retórica: la forma tradicionalmente más relacionada con el discurso político. Puede que el dramaturgo persiga las mismas metas, pero lo hace de forma mucho más compleja. La conciencia del lector no es menos activa que la del autor. Le replica (lo que explica que haya caído en desuso el concepto de «influencia») y preserva la autonomía leyendo el texto a su manera, que pude coincidir o no con la forma en que el autor esperaba que se leyera. Todo estudiante de literatura sabe que la relación entre el texto y el lector es compleja e impredecible. Puede que haya que recordar a los estudiantes de «historia de las ideas» que son una parte importante de lo que estudian.
Se podría decir que el acto de lectura es un esfuerzo de traducción: traduzco un mensaje a mi forma de entenderlo. Pero si lo hago sin modificar el lenguaje que utilizó el autor no se alterará la matriz en la que ambos actuamos. Ahora bien, la cosa cambia cuando realizo actos ilocucionarios que modifican la matriz. En ese caso prosigo, no interrumpo, la historia del lenguaje en el que el autor escribió el texto. Podría asimismo traducir el texto a otro de los idiomas o lenguajes en los que nuestra sociedad acostumbra a expresar el discurso, algo muy frecuente, en situaciones de polivalencia. Algunos idiomas son tremendamente resistentes a la traducción pues se supone que es su impenetrabilidad la que les sitúa por encima de otros idiomas. Resultaba realmente complicado intentar expresar el pensamiento de los juristas en un idioma que no fuera el de la common law. A esto se refería Sir Edward Coke cuando instruía a un comprensiblemente sorprendido Jacobo I en la naturaleza de la «razón artificial». Aún así, a veces podemos realizar un acto de traducción. Desde que tuve ocasión de leer Foundations de Skinner me ha venido interesando, cada vez más, la relación existente entre el lenguaje retórico-humanista basado en el concepto de virtud y el lenguaje jurídico-escolástico basado en el concepto de derecho. Había puntos en los que no cabía volcar un lenguaje en el otro porque la «virtud» no formaba parte de la noción de «derecho» y viceversa. De modo que Francesco Guicciardini, doctor en leyes, nunca usó un lenguaje jurídico para referirse al vivere civile. Parecen haber sido los jesuitas españoles los que difundieron la idea de que Maquiavelo había inventado la ratio status (a la que no hace referencia jamás) traduciéndole al idioma de la ley natural basado en la idea de recta ratio. Al contrario que Leo Strauss y Harvey Mansfield en nuestros días, los jesuitas creían que Maquiavelo hablaba el idioma de la ley natural y asumían que había decidido deliberadamente y con mala fe no hablar de ella, de lo que se deducía que, en realidad, solo hablaba de la ley natural, sobre todo cuando no lo hacía. El idioma de la ley natural era el lenguaje hegemónico en la sociedad en la que vivían tanto Maquiavelo como los jesuitas. Los segundos no se equivocaban al llamar la atención sobre la fuerza ilocucionaria que ejercían los escritos del florentino sobre sus lectores. Lo único cuestionable es que realmente tuviera esa intención ilocucionaria que se le atribuye. He aquí un excelente ejemplo de la transformación de un texto gracias a la traducción que hace de él el lector: un problema al que nos tendremos que enfrentar a la hora de acometer la reconstrucción histórica. Leo Strauss fue el primero en hablar de algo a lo que denominaba «las leyes puras y despiadadas de la necesidad logográfica», según las cuales había textos que realizaban todas las ilocuciones que se pudieran leer en ellos y que los autores hubieran pretendido realizar. En realidad Strauss intentaba explorar los conceptos de traducción e historia.
Los actos de traducción más interesantes son los anacrónicos. Los realizan lectores que viven en épocas en las que ya se han modificado las matrices, los idiomas y los juegos de lenguaje de manera que los textos, aún vigentes y en activo como matrices que permiten la acción, ya no se ven limitados por las ilocuciones buscadas en un primer momento; de hecho puede que algunas de aquellas ilocuciones ya no sean viables. Como la palabra impresa conserva los textos de manera duradera, muchos textos sobreviven a sus autores y a la modificación de sus contextos iniciales. Algunos adquieren un tipo de autoridad que permite a los individuos que viven en estos contextos modificados recurrir a ellos para definir la base de lo que denominamos tradiciones de interpretación: una historia continua de traducciones anacrónicas o, si se prefiere, diacrónicas. Las tradiciones pueden regirse por leyes previsibles. En un ensayo titulado «Time, Institutions and Action»2 («Tiempo, instituciones y acción») intenté formular alguna. Existe una interesantísima categoría de textos que han sobrevivido en matrices lingüísticas que modifican las acciones realizadas en su seno y que, aún así, siguen introduciendo cambios gracias a su capacidad para erigirse, por sí mismos, en matrices para la acción.
Consideramos clásicos a algunos de estos textos porque han prolongado sus tradiciones de interpretación hasta nuestro presente. No quiero entrar en la discusión sobre cuál es la mejor forma de seleccionar los clásicos. Lo único que quiero recalcar aquí es que la pervivencia del texto y la arqueología textual garantizan que nuevos textos recién escritos o recuperados, se conviertan rápidamente en clásicos, y podríamos poner ejemplos de diversas disciplinas. Cuando se lee un texto, se opina sobre él y se le utiliza para llevar a cabo cierto número de ilocuciones en cualquier «presente» posible. Habrá quien comparta las preocupaciones de un historiador y quiera reconstruir las acciones del autor (si es que las realizó) y de los lectores en diversos momentos del pasado. Otros se contentarán con realizar acciones en el seno de la matriz que abre. Al tratarse de acciones llevadas a cabo en el presente, puede que no sea necesario saber lo que otros hicieron en el pasado o, en su caso, saber lo que está haciendo uno mismo en el mismo sentido en el que nos consta lo que hacían otros tras reconstruir sus actos. Es difícil obtener un conocimiento histórico de los propios actos porque es un saber que se adquiere reconstruyendo una acción en un contexto diseñado para hacerla inteligible, y no es fácil reconstruir una acción mientras se realiza por primera vez. En el estreno se puede ser actor y autor a la vez, pero es prácticamente imposible ejercer simultáneamente de crítico y dramaturgo (aunque si Stoppard no estuviera dispuesto a aceptar críticas no hubiera publicado sus obras). Quien reacciona ante un texto clásico usándolo para realizar un acto ilocucionario original se parece al actor; aquel cuyo acto consiste en reconstruir la ilocución de otro, se parece más al crítico. Creo que es desafortunado que empleemos la palabra «crítico» en referencia al primero y se recurra al término «historiador» para aludir al segundo.
Entre las personas de la primera categoría que analizan textos políticos se encuentran, sobre todo, aquellos a los que les interesan la teoría y filosofía políticas. Si lo que tenemos entre manos son textos literarios tendríamos que incluir a aquellos críticos a los que, en su momento, se definió bajo la denominación común de «Nueva Crítica». Huelga decir a estas alturas que las acciones de los filósofos y los «nuevos críticos» son tan legítimas como las de los historiadores, y que ambos tipos de legitimidad no interfieren entre sí. Aún así, hay frecuentes peleas entre historiadores y los que no lo son. Creo que es algo superfluo y, como historiador, tiendo a pensar que estamos libres de culpa (excepto cuando hacemos estupideces) y solo discutimos con representantes de otras disciplinas cuando son lo suficientemente estúpidos como para negar la legitimidad de lo que estamos haciendo, o cuando nosotros consideramos imprescindible negar legitimidad a sus acciones. Si A quiere emplear el texto Z para realizar el acto P y afirma: «Z significa P» sé que es una forma abreviada de decir: «Z me permite realizar P». No digo «Z no significa P» y mucho menos: «Si Z significa P, Z está mal». Puedo constatar que «hasta donde yo sé nadie (incluido el autor de Z) ha usado Z para expresar P» antes de que lo hiciera A. También que «resulta muy interesante saber que A encuentra a P en Z porque sugiere que, tal vez, otros usaran Z para realizar P antes que A debido a que, como sabemos, la acción de A puede ser históricamente continua o discontinua en relación a las acciones que otros llevaron a cabo antes que él.» Puede que A agradeciera saber si su acción se inscribe en un contexto continuo o discontinuo, pero saberlo no le ayudaría a llevar a cabo la ilocución P. Eso sí, sabría qué tipo de acto realizaba en el momento de su ejecución. Desde el punto de vista del historiador lo único que nos haría pensar que la afirmación de A sobre el «significado» de Z era falsa o verdadera, sería que P fuera ese tipo de acto que requiere que se aluda a la historia de las acciones realizadas previamente en el seno de la matriz a la que pertenece Z.
La palabra significado tiene más de un significado. Tras escuchar muchos discursos de los estudiantes de pensamiento político he formulado una regla de oro que supone que cuando alguien dice: « Hobbes dijo…», y en realidad quiere decir: «Thomas Hobbes (1588-1679) dijo o quería decir…», piensa como un historiador. Mientras que quien dice. «Hobbes dice…» y, en realidad quiere decir: «Para mí Hobbes significa o me permite decir…», piensa como un teórico o un filósofo. Al menos debería ser así pero, desafortunadamente, evitar el presente histórico me cuesta incluso a mí. Es evidente asimismo que el estatus de la palabra «Hobbes» varía mucho de una versión a otra. Imaginemos un pequeño cambio de escenario: en 1976 asistí a dos conferencias celebradas con motivo del aniversario de la muerte de Hume y era evidente que los filósofos usaban la palabra «Hume» como un mero catalizador de los juegos lingüísticos a los que querían hacer referencia. No les interesaba saber nada del David Hume histórico nacido en 1711 y muerto en 1776 que realizó muchos actos de habla entre esas dos fechas. Para los historiadores presentes la palabra «Hume» era una expresión histórica que hablaba de la vida y acciones de un individuo y que usaban solo para introducir argumentos históricos. La diferencia entre ambos usos era tan abismal que ni siquiera generaba confusión, únicamente la más perfecta ausencia de comunicación. Las cosas podrían haber sido peor si alguien hubiera supuesto que los filósofos hablaban de historia o que los historiadores estuvieran negando los argumentos de los filósofos. En ese caso habría surgido una especie de ficción histórica, una historia del pensamiento político construida sobre cimientos ahistóricos, en la que se hablaría de verdad histórica por motivos no históricos. Lo único que el historiador ha de decir a los filósofos o a los «nuevos críticos» es que sus argumentos no tienen por qué ser históricos en este momento pero serán historia en unos pocos instantes. La lechuza de Minerva no vive nunca en el presente pero siempre emprende el vuelo de vuelta.
Bibliografía
En las últimas décadas hemos asistido a una gran proliferación de literatura especializada en torno a los métodos adecuados para el estudio de la historia del pensamiento político. He aquí un listado de obras especialmente relevantes en relación al contenido de este ensayo3.
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