Intermezzo

VIII. Quentin Skinner: la historia de la política y la política de la historia1 

Empiezo deliberadamente en inglés mandarín: no es tarea fácil hablar del trabajo de un historiador profesional de la talla de Quentin Skinner en una revista como Common Knowledge. Los historiadores tienden a encontrarse a gusto en el seno de la academia y forman parte de una asociación profesional de personas que investigan en el ámbito de diversas disciplinas altamente especializadas. Estas no se solapan mucho y las conversaciones de segundo orden que se generan en el seno de cada una de ellas se refieren a lo que ya saben que hacen quienes la ejercen. Han elegido y, en cierta medida, formalizado su tema de estudio. Aunque sus métodos de análisis puedan ser puestos en tela de juicio y cambien con bastante frecuencia, los historiadores siguen esperando cierta continuidad. En definitiva, estos profesionales creen que pueden cuestionarse a sí mismos sin desembalar todos sus presupuestos. En cambio, Common Knowledge parece dirigirse a intelectuales que no se identifican necesariamente con la academia. A veces publican en esta revista autores que no se identifican con ella porque desconfían de la ordenación que hace de las disciplinas y ponen en tela de juicio no solo la posibilidad, sino incluso la deseabilidad de la investigación académica.

Los intelectuales de este segundo tipo se asemejan más a los filósofos y a los filósofos de la historia que a los historiadores, incluso cuando se embarcan en proyectos históricos. No les interesa la historia entendida como un cúmulo de experiencias susceptible, en su caso, de reconstrucción, les interesa la historia como problema. Se preguntan qué significa vivir en la historia y que se puede decir, hacer o ser en esas circunstancias. Se interesan a sí mismos, se cuestionan a sí mismos, y eso es filosofía. El historiador, por su parte, afirma obstinadamente que podemos basar nuestro conocimiento en nuestro propio mundo para, a partir de ahí, intentar decir lo que otros han hecho, sufrido y dicho. Esta es una declaración relativamente conservadora porque implica que la experiencia y la acción persistirán lo suficiente como para que podamos hablar de ellas.

I

Sócrates y Tucídides fueron contemporáneos. No tenemos ni idea de si se conocían o sabían algo el uno del otro pero, si fue así, podemos suponer que se mantuvieron a una distancia prudencial. No tenemos razón alguna para suponer, y sí buenas razones para negar, que los filósofos se hayan sentido muy atraídos por cuestiones básicas para los historiadores como: «¿qué ha ocurrido?», «¿qué es lo que ha ocurrido?», o que les interese que los historiadores hayan descubierto que se puede responder a estas preguntas narrando y renarrando lo sucedido hasta que se pueda debatir sobre sus diversos significados (acabo de utilizar una palabra especialmente peligrosa). La historia de la historiografía se acerca cada vez más a la arqueología. A medida que va pasando el tiempo, llegamos a saber mejor en qué circunstancias tuvieron lugar los hechos, de modo que la narración de sucesos se acaba convirtiendo en la narración de aquellos contextos que les dotan de significados (en plural). Al filósofo nunca le han interesado demasiado este tipo de empresas porque esperan que el significado de las cosas se fije a través de la respuesta a una pregunta formulada por un filósofo. A veces, ambos procesos se acaban solapando inevitablemente.

Quentin Skinner, el protagonista de este ensayo, cita al medievalista inglés F. W. Maitland cuando decía que hasta bien entrados los treinta años leía poca historia, «excepción hecha de las historias de los filósofos que no cuentan»2. Skinner ha dedicado toda su vida profesional a hacer que estas historias cuenten, afirmando que la filosofía no es más que una secuencia de actos realizados en el seno de la historia y planteando la pregunta de si las narrativas basadas en este tipo de actos «deberían considerarse» parte de la historia o de la filosofía. Si pudieran formar parte de ambas disciplinas habríamos de reflexionar sobre la relación que existe entre las mismas. Han sido los estudiosos ingleses de ambas disciplinas los que han dado un impulso a esta cuestión y sospecho que, si el objeto de estudio elegido por Skinner es angloeuropeo, hay que adscribir su práctica a los angloamericanos. También conviene señalar que Skinner se acercó a la historia de la filosofía a través de la historia de los argumentos políticos, en los que la filosofía ha llegado a desempeñar un papel tan fundamental que, a veces, se ha afirmado que son lo mismo. Ha pasado su vida negando esta afirmación sin lograr que no vuelva a reiterarse.

II

La historia de la vida de Skinner ha sido muy inglesa porque ha transgredido las normas de la academia inglesa. No parecía nada probable que el egregio profesor de Historia moderna de Cambridge acabara siendo un historiador de la filosofía (teniendo en cuenta que cuando se dice «filosofía» casi siempre se quiere decir «teoría política», una actividad que se basa en la filosofía, contribuye a su enriquecimiento y se acerca a su estatus) o un teórico que acabara atrayendo la atención de los filósofos. Pero es lo que ha ocurrido desde que Skinner se convirtió en regius professor, tras haber sido catedrático de ciencia política durante un curso (contratado por la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge). Sea cual fuere su cargo siempre ha escrito historia del pensamiento político y afirmado que se han de entender la teoría y la filosofía política como un conjunto de actos de habla realizados en el seno de la historia. Ha sido uno de los grandes defensores de la historización de la Academia anglohablante, lo que no significa que haya realizado una síntesis entre historia y filosofía o reducido a cada una de estas disciplinas al estatus de mero aspecto de la otra. Lo cierto es que ha habido una gran Fakultätenstreit en la que los filósofos han respondido a la propuesta de entender la filosofía históricamente, explorando este argumento como si se tratara de una propuesta filosófica que hubiera que entender, criticar y defender practicando filosofía, no construyendo historias. De los dos volúmenes dedicados, hasta el momento, al examen de la obra de Skinner y su recepción, uno ha sido editado por el canadiense James Tully, historiador y filósofo político. Los ensayos que contiene están dedicados al análisis de las posturas metodológicas adoptadas por Skinner3. El otro volumen es obra del autor finés Kari Palonen que afirma ser un completo lego en la historia del periodo preferido de Skinner (1300-1700 d.C.) y le retrata como a un filósofo político y filósofo de la historia que actúa tanto en el ámbito de la filosofía como en el de la historia4. Parece que la diferencia entre ambas disciplinas radica en las preguntas y respuestas que se plantean desde cada una de ellas y que escribir historia (preguntarse: «¿qué pasó?») no ha hecho que la filosofía deje de considerar que debe examinar todas las cuestiones, tanto si se han planteado desde sus filas como si no. ¿Qué ha logrado Skinner entonces?

III

Veremos más claramente cómo suceden estas cosas con ayuda de una narración histórica en la que, quien escribe estas líneas, tendrá que ser un actor entre actores. El protagonista es un hombre extraordinario, el difunto Peter Laslett, un historiador de Cambridge de los años cuarenta que editó las obras de Sir Robert Filmer, famosas por ser el principal objetivo de las críticas de Locke. Empezó a investigar en torno a los Tratados sobre el gobierno civil, que tuvieron consecuencias revolucionarias en la historia del pensamiento político del siglo xvii5 descubriendo que Filmer había escrito Patriarcha mucho antes que el resto de sus obras (publicadas entre 1648 y el año de su muerte, 1652). Al parecer, el manuscrito habría circulado por ahí hasta que lo publicó por primera vez un grupo de activistas entre 1679 y 1680. Por lo tanto, y dicho en lenguaje skinneriano, lo que Filmer hacía al escribir este texto (puede que en torno a 1630) debía ser algo bastante diferente a lo que hacían los que le reeditaban en 1679. Y, por importantes que fueran, los significados que se atribuían a la obra no serían los mismos que los atribuidos al texto medio siglo antes. En el caso de Locke el lapso de tiempo era menor pero el cambio interpretativo más drástico. Laslett demostraba que los Tratados sobre el gobierno civil, publicados tras la Revolución inglesa en 1688-1689, no se habían escrito para justificar este suceso sino mucho antes, en 1681, cuando el grupo Whig, del que Locke formaba parte, propuso recurrir a una violencia política que hubiera tenido consecuencias muy distintas al traspaso de poder, sin derramamiento de sangre, que tuvo lugar en Inglaterra unos años después. Y no se trataba solo de una diferencia entre la intención al escribir o la intención al publicar, como en el caso de Filmer. Había que volver a analizar la relación existente entre Locke como filósofo político y Locke como un actor más en la historia de su época. Laslett suscitó una revolución local cuyos efectos se hicieron sentir durante muchos años.

Es en este punto donde voy a introducirme en la historia6. Entre 1949 y 1952 era consciente de lo que estudiaba y seguía analizando Laslett pues mis propias investigaciones me habían llevado a constatar que la reedición de Filmer, en 1679, generó dos grandes bloques de escritos críticos. Locke tomó parte en uno de ellos, el de la jurisprudencia, la teoría del buen gobierno y lo que hoy denominamos filosofía política. No así en el otro, en el que la crítica se escribía desde el punto de vista de la historia inglesa, la venerable tradición del common law y el Parlamento y ciertas interpretaciones de lo que había supuesto la conquista normanda. Pude demostrar que, al menos desde tiempos de los jacobitas, los argumentos históricos se formulaban en ese «lenguaje» del pensamiento político en el que ya se habían formulado y debatido en gran profundidad muchas cuestiones que afectaban, tanto a Inglaterra como a Europa, sin que existiera una diferencia apreciable entre estos argumentos y los de la «teoría» o «filosofía» política a los que se había dedicado tanta y tan merecida atención. Laslett había demostrado la relevancia de los «momentos» de composición, publicación y recepción a lo que yo añadí ciertas reflexiones sobre la importancia de la pluralidad de «lenguajes» en los que se había formulado el pensamiento político pues, a pesar de su enorme peso intelectual, el lenguaje canónicamente consagrado de la «teoría política» y la «filosofía» no era el único que cabía hallar en los textos.

Mis resultados se publicaron en 1957 en una obra que llevaba por título The Ancient Constitution and the Feudal Law7. En esos años, Laslett había abierto un nuevo campo de estudio. Antes incluso de haber terminado su análisis de Locke, empezó a editar una serie de volúmenes que llevaban por título, Philosophy, Politics and Society8. Eran las típicas obras inglesas de la época, repletas de análisis lingüístico y positivismo lógico en las que se buscaba el sentido de las proposiciones con un rigor tal que uno se preguntaba si existía algo que mereciera el nombre de «filosofía política». En 1956, Laslett dijo en una famosa frase que esta, «por el momento, estaba muerta». En un volumen de la misma serie, publicado en 1962, Isaiah Berlin afirmaba que convenía conservarla para tratar aquellas cuestiones políticas urgentes que no pudieran analizarse con ayuda de las únicas proposiciones que tenían sentido para unos analistas tan rigurosos9. Esta fue una de las ocasiones, aunque no la primera, en la que Isaiah Berlin se distanció de la filosofía analítica para acercarse a la «historia de las ideas»10. Lo menciono porque aunque yo solo me he implicado en filosofía en contadas ocasiones (todo lo más) y no creo que el término «historia de las ideas» exprese correctamente la labor que realizo, defendí mi propio método, basado en la dejación del contenido evidentemente no-histórico, en el mismo volumen de Philosophy, Politics and Society11. Yo creía, que si había tantas formas posibles de validar un enunciado y tantos enunciados como formas de validarlos, cada uno de ellos debía tener una historia propia recogida, tal vez, en uno de esos «lenguajes del pensamiento político» de los que empezaba a hablar. Que los filósofos no les encontraran sentido me reafirmaba en mi opinión (¿cuándo fui consciente por primera vez de lo que decía Thomas Hobbes sobre la «frecuencia con la que encontraba discursos insignificantes»?), pues su actitud no hacía más que suscitar el interés de un historiador que quería averiguar por qué la inteligencia del pasado les había atribuido un significado y qué había pasado con esos significados. Cuarenta años después, Donald Kelly me enseñó que los primeros historiadores de la filosofía fueron aquellos antiguos y renacentistas que se autodenominaban «eclécticos»12.

Los filósofos ingleses más destacados de cuantos publicaron en el volumen de Philosophy, Politics and Society de 1956 fueron los analistas T. D. Weldon y A. J. Ayer que intentaban reducir el lenguaje a lo que se pudiera decir con él y tuviera sentido (a ser posible). Sin embargo, Skinner siguió a J. L. Austin y Ludwig Wittgenstein desde el principio. Ambos analizaban el lenguaje como representación y actos de habla, algo que Palonen refleja muy bien en su libro. Skinner empieza a publicar en Cambridge en 1964 cuando estudia los debates ingleses del siglo xvii y, sobre todo a Hobbes, que nunca había ocupado un lugar de honor en mis propios intereses porque, sin negar su importancia, lo cierto es que nunca recurría a los modelos de discurso que yo rastreaba13. Hobbes ha sido, junto a Maquiavelo, un elemento central en la historia de la política de Skinner si bien, antes de dedicarse a ellos, escribió sobre metodología y la filosofía de los actos de habla.

En 1969, Skinner publicó un ensayo titulado: «Meaning and Understanding in the History of Ideas» que se convirtió en el manifiesto de una nueva metodología aplicada a la interpretación del pensamiento político14. Demostró que gran parte de nuestra historia heredada adolecía de una confusión general entre la teoría sistemática (o «filosofía») y la historia. Se interpretaba a los grandes textos del pasado como si en ellos se pretendieran formula teorías cuyo contenido estuviera predeterminado por concepciones extra-históricas de lo que deberían ser y eran la «teoría política y la historia». Esta confusión inducía a ciertos errores como el anacronismo (la atribución a autores del pasado de conceptos que no estaban a su disposición) y la prolepsis (considerar que los autores antiguos anticipaban la creación de unos argumentos en cuya formación supuestamente habría desempeñado un papel el texto, sin demostrar previa e históricamente que el texto analizado desempeñó cierto papel en este proceso). Tras rechazar estas falacias y ridiculizarlas merecidamente, Skinner afirmaba que la publicación de un texto y la formulación de los argumentos que contenía era un acto realizado en la historia y, de forma más concreta, en el contexto de un discurso. En opinión de Skinner había que averiguar lo que «hacía» el autor, lo que quería hacer (el significado de lo que hacía) y lo que realmente había hecho (lo que había significado para otros). El acto y sus efectos habían tenido lugar en un contexto histórico expresado, en primer lugar, por el lenguaje en el que el autor había escrito su discurso y en el que se le había leído. Creía que, aunque el acto de habla pudiera innovar el lenguaje desde dentro y modificarlo, era el lenguaje el que fijaba los límites de lo que el autor podía y quería decir, así como lo que los demás entendían que decía. El lenguaje era además un medio para que el autor adquiriera y procesara la información disponible sobre la situación histórica, política e incluso material en la que vivía y actuaba. Y si bien gran parte del así llamado «pensamiento político» se expresaba en un lenguaje de segundo orden, que contenía las reflexiones en torno al lenguaje en el que se pensaba la política, siempre cabía ampliar el «contexto» (desde ese momento uno de los conceptos clave de Skinner y sus lectores) pasando del lenguaje a sus referentes (aunque, una vez que el historiador empieza a usar referentes que no están totalmente articulados en el lenguaje, nos volvemos a encontrar ante el problema, puede que ante la necesidad, de la prolepsis).

IV

Este ensayo de 1969 tuvo un efecto inmediato y especialmente virulento entre los estudiantes anglófonos del pensamiento político aunque, desde luego, no solo entre ellos15. Se empezó a hablar de la «Escuela de Cambridge» de la que formábamos parte Laslett, Skinner, yo mismo y John Dunn (que posteriormente emprendió un camino en solitario). Aunque he trabajado en otras instituciones, hemos mantenido frecuentes contactos entre nosotros y con nuestros profesores asociados y estudiantes pertenecientes a diversas culturas anglófonas. (Las obras de Skinner se han traducido a muchas lenguas y las mías a algunas.) Nunca hemos dejado de insistir en la necesidad de que exista una rama de los estudios políticos que se centre en la historia de la política como actividad y forme parte de la disciplina histórica. Es un programa que puede bifurcarse. Por un lado conviene reflexionar en torno a la especulación política en su historicidad y lo que significa hacerlo. Y he aquí que eso que llamamos «filosofía» tiene mucha importancia en este punto. Skinner ha escrito mucho desde la perspectiva de la filosofía analítica planteando y respondiendo a cuestiones como qué significa hablar de acciones e intenciones, significados y contextos en el contexto filosófico acotado por Austin, Wittgenstein y sus críticos. Skinner ha recopilado y revisado estos escritos en el primer volumen de la trilogía de la que me ocuparé en las próximas páginas16. Mis propios escritos metodológicos son menos ambiciosos (aunque posiblemente más hirientes) pues yo no siento debilidad alguna por la filosofía (con perdón de Sócrates) y solo recurro a medios lingüísticos para describir al acto de teorización política en tanto que acto realizado en la historia17.

Aunque hablemos de la historicidad en abstracto, también debemos escribir historias que reconstruyan y narren sucesos y procesos del pasado. Palonen nos confesó, con toda naturalidad, que nunca había estudiado la historia política de Europa Occidental entre los siglos xiii y xvii sobre la que Skinner no ha dejado de escribir desde que publicara su primer análisis de Hobbes. En 1978, Skinner publicó un volumen doble titulado The Foundations of Modern Political Thought que acaba de celebrar sus bodas de plata. Los volúmenes llevan por título The Renaissance y The Age of Reformation, pero el título general indica que describe procesos. De alguna forma el pensamiento político se hizo «moderno» y los «fundamentos» de ese proceso se habían ido elaborando de algún modo. Puesto que nuestra principal premisa metodológica es que debemos hallar la forma de averiguar lo que hacía el autor, debemos definir, hasta qué punto se vieron implicados estos autores en el proceso de hacerse modernos y qué tipo de modernidad parece haber sido el resultado. Ni en 1978 ni en ningún momento posterior ha caído Skinner, ni por descuido, en la prolepsis contra la que nos previno en 1969. Sin embargo, The Age of Reformation termina con la generalización de que el pensamiento político se hizo «moderno» a través de un proceso en el que «el Estado» empezó a entenderse como una estructura impersonal dejando de ser un mero atributo del gobernante. Afirma, además, que hubo un proceso secundario que determinó que la «filosofía» cobrara interés por el «Estado» y los problemas a los que daba lugar18. Ni que decir tiene que estos procesos y las generalizaciones basadas en ellos han seguido siendo objeto de atención por parte de Sklinner en sus escritos posteriores.

No podemos dejar de recalcar que en el volumen I, titulado The Renaissance, Skinner analiza algo discontinuo: el «pensamiento político» imperante en las ciudades-estado repúblicas italianas entre ca. 1250 y ca. 1550, cuyo principal cuerpo político no era el «Estado» sino «la república», una asociación de ciudadanos que practicaban las virtudes políticas. Y en este punto debo introducir algunas referencias cronológicas. Yo había publicado, tres años antes de que Skinner publicara sus Foundations, un libro titulado El momento maquiavélico, en el que analizaba el mismo fenómeno y su historia posterior19. Manteníamos una correspondencia regular y, de hecho, fue Skinner el que me sugirió el título del libro. En 2003, cuando celebrábamos las bodas de plata de Foundations, se reeditó El momento maquiavélico y publiqué otro libro titulado The First Decline and Fall en el que trato muchos de esos mismos temas20. Y, para completar la secuencia, Skinner publicó en 2002 la trilogía que recopila todos sus ensayos puestos al día: Visions of Politics. Este es el escenario desde el que me pregunto qué tipo de historia del pensamiento político ha estado escribiendo Skinner; cuestión aparte es qué ha estado haciendo al decir que el pensamiento político es una forma de acción en la historia.

V

El primer volumen del Foundations de Skinner, varios de sus escritos intermedios21 y el segundo volumen de la recopilación de sus ensayos tratan, al igual que mis propias publicaciones de los años 1975 y 2003, de ese episodio de la historia de Europa Occidental que tuvo lugar entre los siglos xiii y xvi, cuando la caída de los Hohenstaufen y el traslado de la corte papal fuera de Roma, dejó a muchas ciudades-estado o repúblicas italianas en total libertad para articular su propia visión de la política en medio de intensas crisis intestinas. Maquiavelo fue testigo de la culminación de este proceso: la conquista de Italia por parte de la Monarquía española aliada al Imperio y el Papado. Se suele decir que en ese momento surge la «modernidad» (un concepto que no me interesa gran cosa) porque hubo un tiempo en el que se consideraba que Maquiavelo era el fundador intelectual del estado moderno (lo que nunca fue). Más recientemente, Hans Baron ha formulado la teoría de que el republicanismo florentino era «moderno» porque rompía con la omnipresencia medieval de imperio y papado, imperium y sacerdotium22. Sin embargo, Skinner y yo consideramos que conviene estudiar la teoría republicana italiana desde otros puntos de vista. Como ya he señalado, él asocia el término «modernidad» al surgimiento del estado territorial e impersonal, a su vez relacionado con el fenómeno, nada italiano, de las guerras de religión y su fin en las postrimerías del siglo xvii. También estamos de acuerdo en que los italianos articularon una visión de la vida cívica que la hacía consustancial al hombre convirtiéndole en un ciudadano por naturaleza, una idea que hay que poner en relación con el crecimiento del estado y las ideas sobre la política y la humanidad que le eran propias.

El segundo volumen del Foundations de Skinner trata del cisma religioso y los problemas, cada vez mayores, que generaba la resistencia a la autoridad en nombre de verdades religiosas; una actividad con la que no estaban familiarizadas ni las teorías cívicas antiguas ni las renacentistas. No exageramos al decir que el «estado» es una consecuencia de este problema. El segundo volumen no llega hasta Hobbes, del que se ocupara Skinner en sus primeros escritos, pero tras 1978 ha publicado una extensa obra sobre este autor23 y el tercer volumen de Visions of Politics recoge aquellos de sus ensayos revisados que le ha dedicado a este. En Visions I y II habla de algo que no mencionaba en Foundations I y II: la idea de que Hobbes fue el primero en atacar la visión republicana de la política de las libertades para defender otro sentido atribuido a los mismos conceptos con la intención de denostar una guerra civil que, en cierto modo, no dejaba de ser una guerra de religión. Hay que poner en relación esta narrativa histórica que nos permite ir de Maquiavelo a Hobbes (y eso que había quien creía en el siglo xvii que eran adversarios) con el debate de la segunda mitad del siglo xx entre filósofos políticos que defienden diversos conceptos de libertad, conceptos relacionados con los expuestos por los italianos en el siglo xvi y los ingleses en el xvii. La tensa relación entre la filosofía política y la historia del pensamiento político que Skinner analizaba en sus primeros escritos parece haber renacido. Evidentemente Skinner conoce bien la diferencia entre un escrito histórico y uno normativo. En mi opinión el problema que tenemos ahora es que debemos describir cómo narrar la empresa narrativa tal como se desarrolla en la historia para determinar hasta qué punto la han dirigido una serie de actores.

Isaiah Berlin fue el principal «filósofo» de la narrativa del siglo xx. En una conferencia titulada «Two Concepts of Liberty» distinguía entre la libertad «positiva» para ser o hacer algo (definición que puede restringir la propia libertad de ser o hacer) y una libertad «negativa» que supone la ausencia de restricciones o prohibiciones para llevar a cabo las acciones que uno elija o desee realizar24. Fue una distinción que suscitó importantes problemas filosóficos: ¿Qué tenía que ver ser libre con ser humano? Es una pregunta que ha interesado a Skinner tanto desde el punto de vista del historiador como el del filósofo. (Skinner dedicó a Berlin su lección inaugural como regius professor y toda una conferencia ante la British Academy25.) Skinner nunca ha intentado resolver los problemas planteados en «Two concepts of Liberty». Se ha limitado a preguntar si existe en la historia premoderna o renacentista un proceso o debate continuo entre dos conceptos históricos enfrentados relacionados con la libertad «positiva» y «negativa» de Berlin, y si este enfrentamiento ha desempeñado algún papel en la historia del pensamiento político entendido como una durée. Yo me he planteado lo mismo en mis propios escritos y Skinner y yo compartimos cierta simpatía hacia la postura «positiva» o «republicana».

Nos enfrentábamos a un problema metodológico grave que se describe en «Meaning and Understanding». ¿Podemos afirmar que existe un debate incesante que se extiende de generación en generación, a lo largo de siglos, sin caer en la elaboración de falsos modelos o engañosas prolepsis? Quien diga que es posible debe demostrar: 1) la continuidad de los lenguajes en los que se desarrolló el debate; y 2) la relación existente entre los actos de habla que son la base del debate. En principio parece posible; la cuestión es cómo hemos elaborado nuestras narrativas Skinner y yo. Hay diferencias entre la cuestión crítica de si hemos logrado nuestros propósitos y en la cuestión histórica de cómo hemos procurado hacerlo.

Lo que preocupa a Skinner es el momento histórico, compuesto de actos de habla realizados y visibles, en el que Hobbes afirmó que los ciudadanos de Lucca no eran libres porque debían obedecer las decisiones de una autoridad soberana aunque formaran parte de ella. James Harrington replicó que los ciudadanos de Lucca eran libres porque participaban en la toma de decisiones, gobernaban y eran gobernados, y que la ciudadanía era lo que convertía a los hombres en una imagen de Dios26. ¿Qué continuidades del discurso, el pensamiento y la acción precedieron y siguieron a este momento? En este punto Skinner utilizó un lenguaje en 1982 y, de nuevo, en 2002, que puede sobresaltar a sus lectores. Distingue entre la noción «romana» de libertad: el atributo de un ciudadano comprometido con la acción y la toma de decisiones, y una idea «gótica» de la libertad entendida como los atributos de un propietario cuyos derechos protege una ley a la que siempre puede apelar pero en cuya gestación no ha tenido por qué tomar parte. En su opinión, Harrington fue el primero en darse cuenta de que Hobbes oponía un concepto de libertad a otro, y considera que el difunto John Rawls ha sido el turista «gótico» de nuestros tiempos27. Al lector le deben hacer los ojos chiribitas. ¿Y qué hay de la prolepsis? ¿Podemos narrar la historia de unos lenguajes góticos y romanos de la libertad que no han perdido continuidad desde el renacimiento hasta hoy? ¿Cuántos actos de habla (realizados cada uno en su propio contexto y con sus propias consecuencias) han sido necesarios para garantizar su transmisión y han tenido que narrarse en relación unos con otros? Recuerdo que, hace mucho tiempo, releyendo Foundations cuando se publicó por primera vez, escribí que Skinner utilizaba microscopios primero y telescopios después. ¿Cómo ponía un instrumento al servicio del otro?28.

VI

Yo también lo he intentado y por eso estoy en situación de decir que se puede hacer. En El momento maquiavélico y otros escritos posteriores propuse la teoría de que Harrington reformulaba la descripción que hiciera Maquiavelo de la libertad romana que, en su opinión, exigía como condición previa que los ciudadanos fueran capaces de llevar armas, pues solo así serían libres para actuar y ejercer la «virtud» cívica. Harrington incardinó esta idea en una narrativa histórica sobre la pérdida y recuperación en la historia europea de esta condición previa29. (Desde mi lectura, Harrington no usa el término «gótico» para referirse a la teoría de la libertad de Hobbes, sino para designar un desequilibrio entre la tierra, las armas y la libertad que enfrentaba al rey y sus barones.) Empecé por Harrington porque era contemporáneo de Hobbes y fijé como punto de partida el año 1700, cuando gracias a los sistemas de financiación pública el Estado pudo pagar un ejército profesional e incrementar enormemente su poder soberano dando entrada a nuevas formas de entender la libertad. Se disponía de la posibilidad de tomar parte en múltiples actividades sociales, algo que solo se puede permitir una sociedad lo suficientemente rica como para dar lugar a una cultura del consumo. Sin embargo, lo único que podían hacer sus miembros por su autogobierno era ceder el poder a unos representantes y financiar el estado. Surgió una especie de «humanismo comercial» que bebía en fuentes conceptuales tanto «romanas» como «góticas».

El mayor defecto de este humanismo comercial era que no ofrecía, e incluso desincentivaba la idea de un individuo que se define a sí mismo a través de su compromiso con la acción cívica y la toma de decisiones. Hannah Arendt afirmaba que en el siglo xviii cobró mayor importancia la sociedad que la política y que lo que importaba era cómo se comportaban los seres humanos, no como actuaban30. Surgió un «republicanismo» que alababa la «virtud de los antiguos» que tenía poco que ver con la cortesía (politeness) moderna e intentaba resucitar al ciudadano que se defendía a sí mismo con sus propias armas financiándose con el producto de sus propias tierras (tierra o riqueza real en vez de las ficciones del crédito), que sabía quién era y en qué consistía la virtud. El guerrero «gótico» podía asimilarse, al menos en parte, al ciudadano «romano»; el conflicto se suscitaba entre la libertad «antigua» y la «moderna». De la primera se decía que era arcaica y propia de bárbaros y de la segunda que conduciría a la gente a un futuro de «corrupción» y dependencia de muchas fuerzas sociales sobre las que no se ejercía control alguno. De las tensiones entre los que querían favorecer la propiedad de bienes raíces y los que querían privilegiar la propiedad de bienes muebles surgió un historicismo muy pesimista. A medida que las sociedades avanzaban de lo antiguo a lo moderno, la multiplicación de bienes parecía diversificar la personalidad hasta que esta dejaba de ser real para sí misma. El proceso no ha cesado, ha atravesado la «modernidad» para conducirnos a la «posmodernidad».

Es un territorio que Skinner aún no ha recorrido, aunque todo indica que llevará sus interpretaciones más allá de la época de Hobbes. Al explorar nuevos territorios por mi cuenta me he centrado, no tanto en el lenguaje del estado sino en aquel en el que se expresa la sociedad civil, el de la historia cívica y la economía política, más que el de la teoría política formal31. Como he señalado en diversas ocasiones se trata de un lenguaje crucial para la «historia del pensamiento político» de la Europa Occidental del siglo xviii. Y así, llegamos a un punto en el que debemos tener en cuenta la diversidad de «lenguajes» y su historia. Yo nunca he recurrido a la generalización que hiciera Skinner en 1978, cuando afirmaba que el pensamiento político «moderno» trataba de la creciente impersonalidad del Estado. ¿Sigue opinando igual? Si es así probablemente lleguemos a conclusiones diferentes, pero también puede narrar relatos distintos que coexistan e interactúen con los que cuento yo. Nos movemos en una historia en la que, incluso en el seno de un mismo texto, encontramos cosas incompatibles entre sí que, no obstante, transcurren en paralelo. No necesitamos un metarrelato de la historia moderna que excluya o absorba toda interpretación.

Puede que Skinner retome sus reflexiones sobre el estado al hilo de su interés por entender las interacciones que pudieron darse entre el concepto «gótico» y el «romano» de libertad que aparecen ahora en la historia bajo la nueva luz arrojada por la distinción analítica entre libertad negativa y positiva. En el pensamiento «republicano» libertad es el ejercicio y difusión por parte de los ciudadanos de «virtudes» que les son inherentes. En su versión «negativa» o «gótica» la libertad se define como inmunidad frente a cualquier interferencia en su capacidad para hacer o ser lo que quieran. En este segundo caso, la libertad suele expresarse en forma de «derechos» que el estado garantiza aunque, en ocasiones, haya que protegerlos también frente al estado mismo. Este es el mayor enigma que plantea el pensamiento «liberal» pero además, conviene que reflexionemos sobre si una enumeración de derechos es descripción suficiente de lo que supone para la personalidad humana implicarse en política. Todos estos problemas tienen una historia y aparecen en la historia. Skinner y yo hemos escrito historias en las que los debates entre dos concepciones opuestas de libertad son continuos pues era lo que preocupaba a los protagonistas de la historia. Mis estudios sobre la «libertad» en las sociedades «comerciales» del siglo xviii han ampliado mis horizontes del Estado a la sociedad permitiéndome asistir a un debate historicista en el que lo «romano» y lo «gótico» se subsumen en lo «antiguo» y lo «moderno». Hubo momentos en los que la tensión entre los defensores de la propiedad inmobiliaria y los que favorecían la mobiliaria era tan intensa en el pensamiento anglobritánico que acabó generando tensiones entre las concepciones «antiguas» y «modernas», tanto de la ciudadanía como de la libertad32. Me hice famoso al afirmar en El momento maquiavélico que esas tensiones se trasladaron al momento de la fundación de la República estadounidense33. Creo que en este punto, al igual que en otros, lo que motivaba a muchos de mis críticos no era solo su deseo de celebrar el triunfo de la libertad «moderna» sobre la «antigua», sino asimismo su voluntad de negar que hubiera habido en la historia una postura «antigua» de la que ocuparse. En este punto, no cabe duda de que nuestro debate se vuelve normativo y contemporáneo, incluso ideológico.

Skinner no es un crítico del que tenga quejas. Todo lo contrario, siempre ha mostrado gran interés por la importancia, tanto normativa como histórica, del pensamiento «republicano» y «romano», así como por las interacciones que se detectan entre ambos. Ha estudiado los aspectos normativos, junto a Maurizio Viroli y Philip Pettit, para comprobar si el republicanismo lanzó un «tercer concepto de libertad» entendida como ausencia de dominio sobre el individuo por parte de los demás que fuera un prerrequisito de los conceptos de libertad «romana» y «gótica» y pudiera resolver algunos de los enigmas lingüísticos planteados por Berlin»34. Tengo mis serias dudas sobre la posibilidad de articular este «tercer concepto de libertad» tan claramente como los otros dos a los que va unido. Una vez que el individuo se ve liberado del dominio, debe decidir cómo va a articular y desarrollar esa libertad, pues tendrá varias opciones. Desde el punto de vista histórico, Skinner ha estudiado las opiniones de Hobbes sobre la retórica (disciplina que Hobbes nunca rechazó) de la que este habla en el lenguaje de la ciudadanía «romana»35. Skinner también ha escrito unos ensayos sobre Maquiavelo recopilados en el segundo volumen de Visions of Politics. Ha publicado asimismo junto a Martin van Gelderen y la European Science Foundation las actas del simposio Republicanism: a shared european heritage en un volumen doble36. En estas obras se aleja de las tesis que yo sostenía en El momento maquiavélico y describe «republicanismos» diferentes a los angloamericanos en el sentido de que reflejan menos la tensión entre lo «antiguo» y lo «moderno». La famosa obra de Benjamin Constant fue una respuesta al jacobinismo, no a la comercialización del estado que había tenido lugar unos cien años antes37. Skinner y van Gelderen presentan muchos ensayos valiosos sobre la relación entre república y comercio. Puede que el título fuera la causa de que no incluyera ningún análisis sistemático de la fundación de la República norteamericana: un episodio central en esta historia.

En sus obras más recientes, algunas sin publicar y otras posiblemente incluso aún por escribir, Skinner parece estar volviendo a la historia del Renacimiento inglés. Comprueba el papel desempeñado, durante la Guerra Civil inglesa y el Interregno por ese «tercer concepto» expresado en un lenguaje que insistía hasta la paranoia en que no estar protegido por la ley o los mecanismos de la representación y el consenso parlamentarios era ser un esclavo38. Es un lenguaje recurrente, que aparece cada vez más en boca del whiggismo radical, en 1688 y 1776 aunque, respecto de la segunda fecha, se ha señalado que los norteamericanos estaban familiarizados con aspectos de la esclavitud que desvelaban la retórica subyacente al discurso. En último término, la cuestión de si un «tercer concepto» de libertad entendida como no-dominio puede ser la clave para entender las versiones «romana» y «gótica» de libertad depende de si ese tercer concepto fue operativo y brilló con luz propia. Imagino que los lectores habrán detectado mi escepticismo. El concepto de no-dominio, está demasiado relacionado con el debate post-harringtoniano sobre la historia de la propiedad en Europa que logró convertir a lo «romano» y «gótico» en lo «antiguo» y «moderno». Desde otro punto de vista, que no hemos tenido en cuenta hasta el momento, aparece el hecho curioso de que, tras la publicación del segundo volumen de Foundations, hace ya tiempo, Skinner no ha vuelto a escribir gran cosa sobre la relación entre la autoridad civil y la espiritual; un tema tan importante para el estudio de Hobbes y Harrington como para el análisis de la relación existente entre los conceptos «antiguo» y «moderno» de libertad. Skinner no se ha situado en el contexto de la revelación (revolucionaria o, más bien, antirrevolucionaria) descrito por J. C. D. Clark, que afirmaba que las naciones que formaban parte de la Gran Bretaña hannoveriana eran comunidades políticas eclesiásticas, mientras que a la filosofía le preocupaban el Estado, la sociedad y la religión, tanto como el Estado, la sociedad y el individuo39. Lo que sigue acaparando el interés del historiador del discurso político es la diversidad de lenguajes que reflejan, a su vez, una gran variedad de problemas.

VII

En este recorrido que hemos hecho por las obras de Skinner hasta el año 2003, nos hemos centrado en la historia más que en la filosofía o, mejor dicho, menos en esos actos de habla en los que reiteraba la posibilidad de conocer los actos de habla, su significado y contexto, y más en la reconstrucción que ha acometido de sucesos y procesos que tuvieron lugar en la historia. He dado prioridad a la narrativa histórica antes que a la historia entendida como filosofía. La teoría política (que se fusiona con la filosofía) tampoco ha desaparecido de escena. Me pregunto si la distinción de Berlin entre libertad «negativa» y «positiva» no habrá hecho que Skinner vuelque su interés en procesos de la historia del pensamiento político en los que se hacían distinciones similares, dando así forma a la historia misma a través de debates continuos. Mi pregunta no es una crítica. Probablemente, una investigación histórica meticulosa demuestre que realmente han tenido lugar esos procesos (puede que incluso se den en el presente histórico). Me he ofrecido a rastrearlos desde un punto de vista que creo recordar que no surgió de la famosa conferencia de Isaiah Berlin. La metodología de Skinner es muy valiosa para detectar la realización de actos de habla en un contexto y que hay que mejorar el método para poder estudiar las consecuencias que tuvieron esos actos: a) en contextos distintos en los que coexistían diversos lenguajes; y b) para la recepción, comprensión y réplica de otros en contextos cada vez más alejados y menos parecidos a los del autor. Tengo la sensación de estar pisando terreno movedizo cuando señalo que Skinner narra procesos pero nada pone en entredicho su idea de que se debe estudiar el discurso político como una forma de acción en la historia.

Debemos dedicar algo de atención a quienes recurren a otros enfoques para defenderse de lo que consideran un reto planteado por Skinner y otros. Sigue habiendo quien prefiere recurrir a textos del pasado y al pensamiento sistemático de teóricos y filósofos para plantear y solventar los problemas de los que se ocupan en el presente. Sería interesante preguntarles por qué hacen uso de textos que luego interpretan de forma que se adecúen a sus necesidades y premisas, pero la validez del juego de lenguaje al que juegan depende de la operación que dicen realizar y no de cómo entiendan su propia historicidad. Los filósofos se han empeñado en la construcción de ficciones históricas desde los primeros diálogos platónicos (y puede que confucianos). Y carece de importancia el hecho de que Sócrates, Protágoras o Trasímaco dijeran alguna vez lo que les hemos hecho decir si lo que nos interesan son los motivos por los que supuestamente lo dijeron. Sin embargo, a medida que la historia se documenta mejor y se estudia más sistemáticamente resulta paulatinamente más difícil mantener esta distinción. Los filósofos deben recordar que están escribiendo ficción histórica y que viven y actúan en una historia no definida por sus intenciones. En los Estados Unidos, infestados de los discípulos de Leo Strauss, parece que aún hay que rebatir a los filósofos que saben lo que es la historia.

Las ficciones históricas construidas por los filósofos pueden ser una rama legítima de algo que podríamos denominar «historiosofía», o el intento de convertir a la historia en una fuente de conocimiento. Los historiadores se resisten a ello afirmando que historia es lo que se puede demostrar o decir que ha ocurrido sin más, al margen de cualquier otro mensaje. El filósofo que busca la sabiduría se ve muy tentado de reescribir la historia para convertirla en una herramienta capaz de ayudarle a obtener lo que cree que es la sabiduría. Pero siempre hay alguien dispuesto a sintetizar o reescribir la historia como algo que ha ocurrido o llegó a convertirse en una situación humana, una situación que ha captado por su cuenta, sin ayuda de un historiador. Estas síntesis o reescrituras de la historia son perfectamente legítimas. Como hemos visto en el caso de Berlin, puede que si se puentea o interpreta la historia de esta forma se acabe llamando la atención de los historiadores sobre procesos y consecuencias que estos habían pasado por alto. Y también puede ser que la formación de estas concepciones de la historia tenga su propia historia y acabe siendo, a su vez, objeto de estudio para los historiadores. La historia del pensamiento político debe consistir, básicamente, en contar la historia de unos actores que hacen cosas que, según los historiadores del pensamiento político, no deberían hacer. Los segundos escriben la historia de los primeros en términos diferentes a como la hubieran escrito ellos mismos y es bueno que no olvidemos la presencia del otro.

«Historiografía» es un término controvertido que hace de la «historia» su objeto de estudio. Es el nombre que damos a una condición abstracta o formal en cuyo seno intentan existir los seres humanos y es objeto de atención práctica a la par que filosófica. Debemos aclarar aquí la diferencia que existe entre historiografía e historicismo. Para la primera disciplina, practicada por historiadores, «historia» es el nombre que damos al conjunto de sucesos y procesos que han ocurrido y podemos narrar e interpretar, probablemente aunque aún no hayan concluido. El historicismo compete a los filósofos de la historia para los que la historia es la condición en la que se desarrollan los procesos y es susceptible de ser debatida al margen de la narración sobre lo que fueron esos procesos. En circunstancias revolucionarias y posrevolucionarias, coloniales y poscoloniales en las que tan frecuentemente se ha desarrollado la historia en los últimos cien años, «historia» define una condición en la que los seres humanos ni saben ni están en situación de controlar los procesos que les afectan, y la mayor parte de lo que dicen sobre la «historia» muestra lo alienados de ella que están. Cuando sucede esto, afirmar que existe una historiografía que permite narrar esos procesos en términos inteligibles resulta tendencioso. Desafía y se la desafía; ofende y puede ser ofendida.

No deja de ser relevante que en la mayor parte de la labor de investigación de la gente de Cambridge y sus asociados se analice la historia del Renacimiento y el Barroco (siglos xv a xviii) y siempre en relación a una historia del pensamiento político básicamente anglófona. Skinner aún no ha analizado el siglo xviii en su plenitud y yo mismo he interrumpido mis análisis en torno al año 1790. Ha sido la «Escuela de Sussex» la que ha estudiado la narrativa histórica del siglo xix y la primera mitad del siglo xx40. Se podría alegar que la técnica de situar el acto de habla en su contexto lingüístico y preguntarse qué resultó de esa acción se adapta especialmente bien a una cultura neolatina en la que preservaron el discurso clerecías de reconocido prestigio que utilizaban para ello lenguajes estables y continuos. No parece haberse comprobado su eficacia en otras condiciones: aquellas en las que las clerecías fueron sustituidas progresivamente por intelligentsias y el discurso político se ha ido convirtiendo en algo demótico y alienado. Aún no hemos puesto en práctica el enfoque skinneriano para estudiar lo moderno y lo posmoderno.

Debemos decir algo sobre la política por la que se rige la profesión de los historiadores y sobre el carácter desvergonzadamente anglófono (espero que los europeos dejen de usar el término «anglosajón») de la mayor parte de la historiografía a la que hemos hecho referencia en estas páginas. Los historiadores profesionales reducen la historia a narrabilidad sin dejar de insistir en que no debemos perder de vista que estamos sometidos a ciertos límites. Muchos legos, sobre todo los que han perdido la fe y el interés en la metodología académica, se muestran muy suspicaces ante los límites y las reducciones. Puede que toda la narrativa histórica, la historiografía escrita, sea por naturaleza conservadora y liberal en sus intenciones y efectos. Porque da por sentado que la vida humana se desarrolla en condiciones más o menos perdurables que siempre se pueden cambiar, si bien dentro de ciertos límites y contando con que, al hacerlo, surgirán efectos inesperados. También es posible que solo se pueda escribir una historia de este tipo en sociedades políticas capaces de llevar las riendas de su historia presente y, por lo tanto, de revisar y renovar la percepción que tienen de su pasado. Existen tres factores que probablemente expliquen por qué la «historia del pensamiento político», como fenómeno y práctica, ha sido preeminentemente, neolatina, de Europa Occidental y norteamericana, mientras que alemanes, centroeuropeos, rusos y, tal vez, extraeuropeos han ido liderando sucesivamente la «filosofía de la historia». Y para acabar quisiera señalar que un estudio reciente sobre «la historia del pensamiento político en un contexto nacional» ha revelado que las relaciones entre historia, política, jurisprudencia y filosofía son tan distintas de una academia euroamericana a otra, que solo cabe comparar las categorías más generales41. En definitiva, nuestro mundo se divide entre aquellos que dicen tener, conocer, escribir y modificar sus propias historias, y los que dicen que no están en situación de hacerlo y se preguntan si lo están los demás. Si no podemos imponer la «historia» en los términos de los primeros a quienes carecen de ella, tampoco podemos exigir que renuncien a ella los que creen tener motivos para defender la opinión contraria. Parece que el debate entre participación y alienación no está cerrado.

1 [Publicado en Common Knowledge 10.3 (2004), pp. 532-550.]

2 Quentin Skinner, prólogo de Liberty before Liberalism, Cambridge, Cambridge University Press, 1998 (ed. cast.: La libertad antes del liberalismo, México, Taurus, 2004).

3 James Tully (ed.), Meaning and Context: Quentin Skinner and his Critics, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1988.

4 Kari Palonen, Quentin Skinner: history, politics, rhetoric, Cambridge, Polity, 2003. [Hoy se puede consultar asimismo, Annabel Brett y James Tully (eds.), Rethinking the Foundations of Modern Political Thought, Nueva York, Cambridge University Press, 2006, en el que se reflexiona, desde el punto de vista histórico, en torno al primer volumen publicado por Skinner.]

5 Robert Filmer, Patriarcha and Other Political Works, ed. de Peter Laslett, Oxford, Blackwell, 1949 (ed. cast.: Patriarca o el poder natural de los reyes, Madrid, Alianza, 2010) y John Locke, Two Treatises of Government, edición e introducción de Peter Laslett, 1960, Cambridge, Cambridge University Press, 1988 (ed. cast.: Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid, Alianza, 2010).

6 [Cfr. J. G. A. Pocock, «Present at the Creation: with Laslett to the lost worlds», International Journal of Public Affairs 2 (2006), pp. 7-17.]

7 J. G. A. Pocock, The Ancient Constitution and the Feudal Law: a study of English historical thought in the seventeenth century, Cambridge, Cambridge University Press, 1957 (reed. 1987) (ed. cast.: La Ancient Constitution y el derecho feudal, Madrid, Tecnos, 2011).

8 Peter Laslett (ed.), Philosophy, Politics and Society, Oxford, Blackwell, 1956; P. Laslett y W. G. Runciman (eds.), Philosophy, Politics and society II, Oxford, Blackwell, 1962; Laslett y Runciman (eds,), Philosophy, Politics and Society III, Oxford, Blackwell, 1967: Laslett, W. G. Runciman y Quentin Skinner (eds.), Philosophy, Politics and Society IV, Oxford, Blackwell, 1972.

9 Isaiah Berlin, «Does Political Theory Still Exist?», en Laslett y Runciman (eds.), Philosophy, Politics and Society II, cit., pp. 1-33.

10 Michael Ignatieff, Isaiah Berlin: a life, Nueva York, Metropolitan, 1998, pp. 81-91, 94-95, 130-131, 225-231 (ed. cast.: Isaiah Berlin, una vida, Madrid, Taurus, 1999).

11 Véase capítulo 1 de este volumen.

12 Donald R. Kelley, The Descent of ideas: the history of intellectual history, Aldershot, Ashgate, 2002.

13 Se puede consultar una bibliografía completísima de las obras de Skinner en Palonen, Quentin Skinner, cit., pp. 181-190.

14 Quentin Skinner, «Meaning and Understanding in the History of Ideas», History and Theory 8.1 (1969), pp. 3-53 (ed. cast.: «Significado y comprensión en la historia de las ideas», en E. Bocardo Crespo (ed.), El giro contextual. Cinco ensayos de Quentin Skinner y seis comentarios, Madrid, Tecnos, 2007, pp. 63-108). El ensayo se reeditó completo en Tully, Meaning and Context y fue revisado e incluido por el propio Skinner en su Visions of Politics, I: Regarding Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2002 (ed. cast.: Lenguaje, política e historia, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2007).

15 Una comparación entre los anglófonos y el resto en Dario Castiglione e I. J. Hampsher-Monk (eds.), The History of Political Thought in National Context, Cambridge, Cambridge University Press, 2001.

16 Skinner, Visions of Politics, I: Regarding Method, cit.

17 Sobre estos aspectos Hampsher-Monk, «Public languages in Time: the work of J. G. A. Pocock», British Journal of Political Science 14.1 (enero de 1984), pp. 89-116; Hampsher-Monk, «The History of Political Thought and the Political History of Thought», en Castiglione y Hampsher-Monk, History of Political Thought, cit. pp. 159-174. [Y también D. N. DeLuna (ed.), The Political Imagination in History: essays concerning J. G. A. Pocock, Baltimore, Owlworks, 2006.]

18 Quentin Skinner, The Foundations of Modern Political Thought II: The Age of Reformation, Cambridge, Cambridge University Press, p. 358 (ed. cast.: Los fundamentos del pensamiento político moderno II: La Reforma, México, Fondo de Cultura Economica, 1993).

19 J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine political thought and the Atlantic Republican Tradition, Princeton NJ, Princeton University Press, 1975 (reed. 2003) (ed. cast.: El momento maquiavélico: el pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Tecnos, 2002).

20 Pocock, The Machiavellian Moment, cit.; J. G. A. Pocock, Barbarism and Religion, III: The First Decline and Fall, Cambridge, Cambridge University Press, 2003.

21 Quentin Skinner, Machiavelli, ed. revisada, 1981; Oxford, Oxford University Press, 2000; Skinner, «Machiavelli on the Maintenance of Liberty», en Phillip Pettit (ed.), Contemporary Political Theory, Nueva York, MacMillan, 1983. El ensayo revisado por Skinner en Visions of Politics II: Renaissance Virtues, Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

22 Hans Baron, The Crisis of the Early Italian Renaissance: civic humanism and republican liberty in an age of classicism and tyranny, 2 vols., Princeton, NJ, Princeton University Press, 1955.

23 Quentin Skinner, Reason and Rhetoric in the Philosophy of Hobbes, Cambridge, Cambridge University Press, 1996.

24 Isaiah Berlin, Four Essays on Liberty, Londres, Oxford University Press, 1969 (ed. cast.: Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 2004).

25 Skinner, Liberty Before Liberalism, cit.; Skinner, «A Third Concept of Liberty», Proceedings of the British Academy 117 (2002), pp. 237-268.

26 Thomas Hobbes, Leviatan, ed. de Richard Tick, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, cap. 21 (ed. cast.: Del ciudadano/Leviatán, Madrid, Tecnos, 2010); James Harrington, The Political Works of James Harrington, ed. e introd. de J. G. A. Pocock, Cambridge, Cambridge University Press, 1977, pp. 170-171; Arihiro Fukuda, Sovereignty and the Sword: Harrington, Hobbes and Mixed Government in the English Civil Wars, Oxford, Clarendon Press, 1977.

27 Skinner, Visions of Politics II: Renaissance Virtues, cit., pp. 160-162, 178-180.

28 J. G. A. Pocock, «Reconstructing the traditions: Quentin Skinner’s historian history of political thought», Canadian Journal of Political and Social Theory 3 (1979), pp. 95-113, p. 101; Palonen, Quentin Skinner, cit., p. 67.

29 J. G. A. Pocock, Virtue, Commerce and History, Cambridge, Cambridge University Press, 1985; Pocock, «Standing Army and Public Credit: the institutions of Leviatan», en Dale Hoak y Mordechai Feingold (eds.), The World of William and Mary: Anglo-Dutch perspectives on the revolution of 1688-1689, Stanford, CA, Standford University Press, 1996, pp. 87-103.

30 Hannah Arendt, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1959, cap. 6 (ed. cast.: La condición humana, Barcelona, Paidós, 2005).

31 J. G. A. Pocock, Barbarism and Religion II: Narratives of Civil Government, Cambridge, Cambridge University Press, 1999.

32 Utilizo el término «anglobritánico» para referirme a aquellos problemas que tuvieron lugar en Inglaterra, sobre los que se debatió en Escocia y que contribuyeron al surgimiento de lo que denominamos la Ilustración escocesa.

33 Una afirmación que dio lugar a extensos debates que se han ido mitigando sin que se apaguen del todo sus efectos.

34 Phillip Pettit, Republicanism: a theory of freedom and government, Oxford, Oxford University Press, 1997 (ed. cast.: Republicanismo: una teoría sobre la libertad y el gobierno, Barcelona, Paidós, 2009); Maurizio Viroli, Republicanism, Nueva York, Hill and Wang, 2002; Skinner, «Third concept…», cit. Véase asimismo Gisela Bock, Quentin Skinner y Maurizio Viroli (eds.), Machiavelli and Republicanism, Cambridge, Cambridge University Press, 1990.

35 Skinner, Reason and Rethoric, cit.

36 Martin van Gelderen y Quentin Skinner (eds.), Republicanism: a shared European heritage, 2 vols., Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

37 Benjamin Constant, Political Writings, ed. y trad. de Biancamaria Fontana, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.

38 Skinner, Liberty before Liberalism, cit.; Skinner, «Third Concept…», cit., y sus contribuciones en van Gelderen y Skinner, Republicanism, cit.

39 J. C. D. Clark, The Language of Liberty, 1660-1832: political discourse and social dynamics in the Anglo-American world, Cambridge, Cambridge University Press, 1994; y English Society, 1660-1832: religion, ideology and politics during the Ancient Regime, Cambridge, Cambridge University Press, 22000.

40 Stefan Collini, Donald Winch y John Burrow, That Noble Science of Politics: a study in nineteenth century intellectual history, Cambridge, Cambridge University Press, 1983; Stefan Collini, Richard Whatmore y Brian Young (eds.), History, Religion and Culture. British intellectual history, 1750-1950, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, así como la bibliografía incluida en estas obras.

41 Castiglione y Hampsher-Monk, History of Political Thought, cit. Puede que en este punto fuera recomendable una comparación entre el contextualismo de Cambridge y la Begriffsgeschichte alemana en Melvin Richter, The History of Political and Social Concepts: a critical introduction, Nueva York, Oxford University Press, 1995.