XI. El historiador como actor político en el seno de la comunidad, la sociedad y la academia1
Me pareció que no estaba de más presentar en un congreso dedicado al estudio del pensamiento político algunas reflexiones sobre el carácter de la historia como sujeto y forma del pensamiento, literatura o discurso político (elijan el término que más les guste). La historia o, mejor aún, las historias se inventan (en el sentido de que se descubren y se construyen) en el seno de las comunidades políticas. Es una actividad característica y tal vez necesaria en la que los participantes, entre los que también hay especialistas en esa actividad denominada historia, debaten y discuten. ¿Qué forma de acción o reflexión política implica lo anterior? ¿Qué tipo de institución o fenómeno político es la historia? ¿Qué se hace a quién, quién lo hace y con qué medios cuando se elabora, comunica, debate, critica, subvierte y, tras todo ello, se escribe una historia? ¿A qué tipo de prácticas políticas da lugar que puedan ser objeto de un estudio teórico? ¿Qué tipo de reflexión o teoría política puede surgir de las diversas formas que ha adoptado la historiografía?
Ya propuse que habláramos de estos temas (o, mejor dicho de este tipo de temas, ya que bien pudiera ser que hubiera que reformularlos) en la Tulane University. Se trataba de cuestiones que ponían de manifiesto las muchas y variadas formas en las que la historia y la historiografía podían convertirse en práctica política. De modo que me pareció que, puesto que ante todo éramos un grupo de teóricos políticos, podíamos volver a analizar la idea de Oakeshott de que la historia, bien entendida, ni busca ni debería tener propósito práctico alguno. Como teóricos deberíamos reconocer la importancia de la práctica sin subordinarnos a ella. Pero, el camino hacia ese instante filosófico en el que la práctica se critica a sí misma atraviesa un paisaje histórico y político en el que la praxis se llevaba a cabo en unas condiciones de gran diversidad cultural y de cambio en la cultura. Por lo tanto, para analizar la política de la historia y la historiografía hay que encuadrarlas en una gran diversidad de marcos culturales que pueden dotar a las palabras «historia», «política» e «historiografía» de un significado diferente o de ninguno en absoluto. La consecuencia es que debatir sobre la diversidad cultural de la «historia» puede ser un acto político, incluso reflexionar al respecto puede serlo.
Me gustaría proponer un modesto programa para estudiar la política de la historiografía en un entorno cultural estable y relativamente familiar. Y soy plenamente consciente de que mi definición de historiografía y política se intentará cuestionar y desestabilizar incluso mientras escribo sobre ella. Quisiera añadir que, como no es una situación sin precedentes, las definiciones objeto de desestabilización sabrán cómo recuperar el equilibrio. Y, puesto que deconstruir un constructo ya implica privilegiarlo, podemos deducir que lo que se persigue es el control temporal del campo. No creo que se me tome en cuenta este gambito ya que puedo presentar un modelo historiográfico que nos resulta familiar a todos, incluso a aquellos que quisieran desacreditarlo. Intentaré avanzar en diversas direcciones.
En un ejemplo simple partimos de la existencia de una comunidad política. Tiene una historia y se la narra o expone de alguna forma. No es que esto sea decir mucho. Lo que queremos expresar al decir «comunidad política» e «historia» puede diferir mucho de una situación cultural a otra. Pero podemos presumir que en una «comunidad política» se distribuye el poder y que la «historia» implica una narración de sucesos que han ocurrido o situaciones que han existido en el pasado. Haremos bien en ser cautelosos. Los maorí de Nueva Zelanda no hablan de la historia como de algo que han dejado atrás; se refieren a ella como si aún estuviera por delante. Lo que no significa que crean que sucede en un tiempo futuro, solo que saben, que al dotarla de autoridad puede que haya que reactuarla o reexperimentarla en el presente o en el futuro. Por mucha tensión que exista entre las diferentes estructuras que adscriben al tiempo culturas diversas, no creo equivocarme mucho si asumo que, por lo general, la «historia» se ocupa de tiempos pasados: los tiempos de los ancestros. Al construir nuestro modelo resulta muy tentador suscribir sin más la idea de que «la comunidad política» es una forma de distribución del poder y que la historia es el pasado que esa estructura de poder se atribuye a sí misma para reafirmarse, legitimarse y mantenerse. De modo que acabamos diciendo que la historia es la memoria del estado: la historia es política del pasado y la política historia del presente.
Desde nuestra forma de entender la historiografía puede que las elucubraciones anteriores parezcan obsoletas, lo que no significa que no tengan su utilidad en el ámbito del análisis o el diagnóstico. Evidentemente no todas las comunidades políticas han sido o son Estados y no todas las historias se conservan en los archivos de instituciones estatales organizados por las burocracias. Los relatos o proposiciones que se refieren al pasado de, digamos, los yanomamos del alto Amazonas, pueden tener más que ver con la mera existencia de los yanomamos como pueblo que con las estructuras de poder vigentes entre ellos. A lo mejor, el antropólogo que estudie a los yanomamos debería identificar o aislar la estructura y demostrar a qué mecanismos recurre el discurso tribal para mantenerla. Depende de si los yanomamos consideran necesario o conveniente realizar esta actividad crítica, pues el antropólogo no está necesariamente legitimado para hacerlo en su lugar o, mejor dicho, para hacerles eso. Lo que descubrimos en este punto es que la actividad de verbalizar, conceptualizar, criticar y erigir una fábrica de discursos de segundo orden en torno a un discurso del poder es, en sí misma, una distribución de poder. Y esto es así, tanto si los interlocutores son los miembros más acreditados de la comunidad, como si el proceso afecta a estos destacados miembros y a otros que no lo son, o nos movemos en un diálogo entre miembros de una comunidad y «foráneos». Hoy, el mundo está lleno de gente que está harta de que otros escriban su historia por ellos, tanto si pertenecen a su propia comunidad como si no. Y es en la política de la historia, la antropología y los asuntos humanos, en general, donde se discute sobre la relación que existe entre aquellos cuya historia se narra y los que afirman estar legitimados para narrarla.
Para desarrollar nuestro modelo debemos dar un paso más y suponer que esta tensión ha existido siempre y puede que sea inseparable de la política de la historia. Es muy fácil decir que las estructuras de poder dan el poder a unos y no a otros y afirmar que el «historiador» cuenta relatos que legitiman la estructura de poder de la que él forma parte. Los intelectuales no deberían dar por supuesto que los demás siempre defienden el discurso hegemónico y ellos lo critican. Que gozan del privilegio (y padecen el martirio) de escribir una historia crítica que muestra cómo la estructura de poder ha gestado los relatos que han contribuido a reforzarla. Para entender la política de la historia debemos saber qué relaciones existen en el seno de la estructura de poder que hayan dado lugar a la construcción de la historia y al debate en torno a su elaboración. También habrá que comprobar qué relaciones se han dado entre los miembros de la estructura que han elaborado esas historias y los foráneos o aquellos a los que se han impuesto. Supongamos que existe una poderosa elite capaz de dar lugar al debate entre sus miembros y mantenerlo. Y supongamos que esa elite lee y escribe distintas versiones de la historia de modo que el «historiador» es quien dirige el debate y legitima la estructura. Puede que quien forme parte de esa estructura vea las cosas de forma diferente. Será mucho más consciente del consenso del que se le excluye que del debate al que no se le da acceso. Si queremos saber qué ha pasado y qué está pasando debemos aprender a ver las cosas desde ambos puntos de vista y preguntarnos si guardan alguna relación entre sí.
En una clase impartida en Glasgow en la década de 1760, Adam Smith señalaba que la historiografía «moderna» (posterior a la de la Antigüedad) difería de la «antigua» (greco-romana) en que era mucho más batalladora2. Analizaba sistemas de jurisdicción antagónicos que fundamentaban su autoridad afirmando que habían tenido lugar ciertos sucesos de una forma determinada. De modo que el historiador se veía obligado a debatir durante mucho tiempo sobre la autenticidad de los sucesos y la forma de verificarla. Aunque Smith dudara que esta fuera la tarea del historiador se dedicó a alterar el significado del término «historia» para que lo fuera. Era una idea de historia difícil de conciliar con otra más antigua que se basaba en la narración de relatos edificantes y ejemplares. Evidentemente Smith no pensaba que Tácito o Tucídides estuvieran narrando hechos de un contenido moral y fáctico incuestionable. Simplemente buceaban en las fuentes de la acción y exploraban las relaciones causa-efecto hasta que dejaban de ser misteriosas. Eran relatos ejemplares que minimizaban las dificultades de entendimiento y formulación de ejemplos. Si la cultura feudal y eclesiástica fue luchadora y dada al debate, la cultura de las ciudades-estado era agonal y trágica. El «historiador» había dejado de ser un servidor público o exponente de los valores hegemónicos para adoptar el papel del sofista o el rétor que sabía que las acciones siempre se podían describir de diversas formas y se les podía atribuir distinto valor. La historia era una crítica a los valores agonales pero formaba parte del agōn. No es que hubiera historiadores que estuvieran al servicio del gobierno y otros que fueran críticos; la polis no se dividía entre conservadores y subversores del orden vigente. El historiador era un ciudadano, un actor en el seno del sistema y un comentarista de ese sistema cuya historia narraba. En ese momento de la historia antigua, los historiadores tomaron un rumbo y los filósofos otro. Platón no menciona a Tucídides, ni Tucídides a Sócrates. Si nos preguntamos quién fue el primer historiador martirizado por un sistema político que amaba y honraba, la respuesta bien podría ser Ssu-ma Ch’ien antes que cualquier griego o romano.
Como vemos existe una curiosa tensión entre «historia» e «historiador». Es fácil afirmar que las comunidades políticas «inventan», «producen» o «construyen» una historia que legitima, valida y, de ser preciso, «inventa» la continuidad de su existencia y de la acción que se desarrolla en ella. Los diversos grupos de privilegiados y oprimidos que forman parte de una comunidad política y, en cierto modo, son la comunidad política, hacen lo propio. La «historia» suele adoptar la forma del relato y no somos conscientes de la política de lo ocurrido hasta que el historiador nos cuenta su relato. Pero antes, debemos hacernos más preguntas sobre lo que hacía la comunidad política al crear esa historia y lo que actuar y saberse en condiciones de actuar podía ofrecer a un individuo privilegiado por esa comunidad. Voy a experimentar dándole el nombre de «ciudadano». Decimos que la historia se «construye» o «inventa», pero estos verbos sugieren que los actores que la construyen son relativamente concretos y que la acción de construir, o es instantánea o transcurre con relativa rapidez. Las palabras «invención de una tradición» nos exhortan a buscar a un grupo original de inventores, a concretar sus intenciones o motivos y las circunstancias y contextos en los que actuaban y, al hacerlo, suponemos que historizamos la «tradición». Tal vez lo hagamos, pero también debemos preguntarnos qué relaciones existían entre los inventores y el resto de los miembros de la comunidad que se hayan podido ver envueltos en la acción. Y tampoco debemos dejar de preguntarnos si la invención fue instantánea o un proceso que se prolongó en el tiempo. Cuanto más tiempo lleve «inventar» una tradición, más intercambiables serán las palabras «invención» y «tradición». Cuanto mayor sea el número de miembros de la «comunidad» implicados en la elaboración del «imaginario de esa comunidad», menos cabrá distinguir entre la «comunidad» y lo «imaginado».
Los términos que estoy utilizando resultan valiosos porque nos obligan a recordar la existencia y a ponernos en el lugar de quienes no participaron en la «invención» o el proceso de «imaginar» pero se vieron sometidos a sus agentes. No se pude decir que fueran miembros de las comunidades políticas y podemos concederles el honor (actuando en su nombre) de pensar que subvirtieron la comunidad o la historia elaborada por esa comunidad. Al parecer, para entender la política de la historia, también debemos tener en cuenta las acciones y percepciones de aquellos miembros de la comunidad que inventaron e imaginaron su historia. Si no podríamos caer con excesiva facilidad en la alienación.
No debemos olvidar que existen muchísimas y muy variadas formas de construir una comunidad política, de generar cultura y de «producir» o «inventar» una historia y que, por consiguiente, el significado y contenido del término «historia» puede ser igualmente diverso. Por lo tanto, cuando hablamos de la «historia» de una sociedad concreta, debemos dedicar gran parte de nuestro tiempo a descubrir lo que significa ese término en un mundo mental y cultural probablemente muy diferente al nuestro. Eso supone que formular la pregunta que quiero plantear sobre lo que significa para el «ciudadano» la «historia» elaborada por una «comunidad política» estable, tiene sus riesgos. Al abstraer me arriesgo a hacerme eco de presunciones culturales que no resulten apropiadas aplicadas a cualquier «comunidad política» o «historia» que deseemos analizar. Pero el riesgo merece la pena.
Supongamos que el ciudadano está satisfecho con su comunidad política, hasta el punto de identificarse con ella (uso el masculino porque las sociedades antiguas parecían prejuiciadas en este aspecto). Lo más valioso que tiene que ofrecer una comunidad política es una identidad. Supongamos que se trata de una comunidad que ha construido una historia que no solo la legitima sino que incluso valida su existencia permitiéndola aparecer en el tiempo. Ofrece (por no decir que impone) esta historia al ciudadano para que se identifique, no solo con las estructuras de la comunidad, sino incluso con su historia. El ciudadano puede aceptar o rechazar la invitación. La comunidad en la que vive puede ser lo suficientemente plural y compleja como para poder satisfacer sus necesidades identitarias por otros medios. O, puede que la historia que se ofrece sea excesivamente agonal y compleja, de manera que el ciudadano crea que estará mejor sin ella. Tal vez sea más feliz una comunidad que carece de historia. Pero antes de pasar a ejemplos de este tipo conviene que nos detengamos en el sencillo caso del ciudadano de una comunidad política con una historia, construida de tal forma, que afirma estar en condiciones de validar tanto a la comunidad como al ciudadano. ¿En qué situación política coloca esa historia al ciudadano? Podemos decir que él la posee, en cuyo caso podría alegar algún tipo de derecho de propiedad sobre ella. O podemos decir que le construye y define a él ante sí mismo, en cuyo caso tendremos que preguntarnos si el ciudadano ha actuado como agente o como crítico a la hora de construir a la historia y a sí mismo. Si decidimos que no ha sido ni agente ni crítico podemos concluir que tanto la historia como la identidad que fabrica son falsas. Podemos preguntarnos qué tipo de política nos faculta a decidir por él porque todo será muy diferente cuando es «él», el ciudadano, el que opta personalmente por la inautenticidad.
Estoy dando por sentado que la historia que valida la comunidad y dota al ciudadano de una identidad es criticable. La crítica puede adoptar dos formas distintas. Una es la de la competencia, el conflicto, o el establecimiento de relaciones agonales entre los mismos ciudadanos, en cuyo caso habrá más de una versión de la historia en lid por la hegemonía. Lo cual no debe perturbar necesariamente al ciudadano puesto que la comunidad política es capaz de presentarse a sí misma como una forma de resolución de conflictos: un modo de gobernar y ser gobernado. Presumiblemente el ciudadano se considere un ser agonal y crea que el pasado y el presente de su comunidad consta de relaciones agonales. Puede sostener que su comunidad (y él mismo en tanto que parte de ella) es capaz de reconducir la crítica y que las disputas incesantes entre los defensores de diversas versiones de la historia son parte de esa política que le proporciona una identidad. Nosotros, los intelectuales críticos, no tenemos más remedio que reconocer el tremendo poder que ejercen las construcciones universales y hegemónicas pero no podemos dar por sentado que nosotros, y el resto de los ciudadanos, solo podemos vivir en el seno de uno de estos metarrelatos porque, si lo hiciéramos, estaríamos asumiendo que ni nosotros ni los demás tenemos la capacidad requerida para ser ciudadanos; el ciudadano no pasaría de ser un sujeto y nosotros, meros críticos. Llega un momento, sin embargo, en el que nuestra presunción de que el ciudadano es capaz de soportar la carga de vivir en una sociedad en conflicto se convierte en una exigencia: la de vivir en una comunidad en la que conviven dos historias inconmensurables entre sí. Tenemos que preguntarnos en qué circunstancias y a título de qué exigimos esto del ciudadano.
La mera presencia en el escenario de ese actor al que denominamos «historiador» es una segunda fuente de posible crítica histórica. El término describe a alguien que ha hecho de la narración de historias su actividad principal, especializada e independiente. Parte de las historias que narra pueden haber sido autorizadas por la comunidad porque la labor del historiador las dota de autenticidad. Pero llega un momento en que las historias se renarran de forma diferente a como el ciudadano está acostumbrado a oírlas o a repetírselas a sí mismo. Esto no sucede simplemente porque el historiador, en tanto que ciudadano, cobre conciencia de que protagonista y antagonista pueden contar la historia de manera diferente. Damos por supuesto que el ciudadano agonista dilucida lo anterior por sí mismo. También puede ocurrir que el historiador, al igual que el sofista, el rétor, el crítico o el filósofo (este último rara vez) se dé cuenta de la situación por razones puramente lingüísticas que le hacen ver que siempre hay más de una forma de contar la misma historia hasta un punto en el que esto quizá retroalimente la conciencia del ciudadano al hacerle ver que los manantiales de los que brota la conducta humana agonal son arcanos misteriosos y que, a lo mejor, la historia no tiene una versión final. Puede decir lo mismo en tanto que intelectual especializado, y me he permitido sugerir que los historiadores son herederos de los sofistas y no de los filósofos. Su pedigrí es tan latino como griego por lo que, tal vez, fuera más adecuado decir que son sucesores de los rétores. En un momento posterior de la historia de la historiografía, el término «historia» deja de referirse exclusivamente al pasado narrativo de las acciones políticas para empezar a describir la arqueología de estadios anteriores de la cultura y la comunidad, cuya interpretación se basa en un gran número de textos, literarios, jurídicos, de gobierno o eclesiásticos, conservados por las comunidades que poseían escribas, como las de la Antigüedad tardía o la Edad Media europea. El «historiador» adquiere la capacidad de declarar que las acciones verificadas de la historia pueden y deben interpretarse en esos «contextos» culturales pasados que reconstruye y que, al ser infinitos en número, implican que hay infinitas formas de contar y renarrar una historia. Ahora bien, cuando un historiador nuevo pasa a formar parte de la academia se profesionaliza y se vuelve relativamente cosmopolita. Surge así un gremio, estado o república de historiadores cuya función consiste en debatir entre sí, en un lenguaje autónomo, los términos que se narran y renarran una y otra vez en historias que, aun procediendo de la ciudadanía, acaban entreveradas con otras de las que el ciudadano no había oído hablar y en las que no está acostumbrado a reconocerse a sí mismo. Lo que no implica que el historiador sea totalmente autónomo. Su implicación en la comunidad y el estado se ha incrementado al aumentar, en general, los niveles de especialización. Lo anterior significa que puede reclamar esa autonomía o comprobar que se la adscriben quienes probablemente se sientan molestos por que la tenga.
Hasta aquí me he ocupado de la relación existente entre el historiador y el ciudadano, es decir, entre los conciudadanos de una comunidad política. Pero todo cambia en cuanto pasamos a considerar el tipo de relación que establece el historiador con el Estado cuando este dota de autoridad a los relatos que legitiman su propia autoridad. El historiador puede ser un servidor público, un dependiente o beneficiario del Estado. ¿Impondrá este su lectura de la historia al historiador y a los ciudadanos? ¿Hasta qué punto considera el Estado que su autoridad descansa sobre ciertas lecturas y estructuras de la historia? Este es un momento tan bueno como cualquier otro para señalar que las «historias» creadas y validadas por las comunidades políticas no constan solo de relatos e interpretaciones sino también de estructuras de experiencia, memoria y tiempo (quizá sea demasiado facilón denominarlas visiones del mundo), reflexiones que pueden conducirnos rápidamente a ese ámbito que denominamos filosofía. Puede que las relaciones entre la historia y la filosofía políticas sean más íntimas de lo que parece atendiendo a la mutua indiferencia ejercida por Tucídides y Platón (que habla por Sócrates). Pero puede que debamos volver al ciudadano para intentar entender las políticas surgidas tras el advenimiento de los historiadores.
Suponemos que el ciudadano conoce y valora la historia que valida y dota de autoridad a la comunidad política de la que forma parte. Si partimos de la idea de que una comunidad política es una forma de distribución de la autoridad y el poder, debemos suponer que asigna parte de uno y otra a cada ciudadano y que este espera que la historia autorizada de su comunidad suscribirá el poder o autoridad que ejerza. Su comunidad puede aportarle otras sensaciones de valía y seguridad. Como hemos visto puede dotarle de una identidad social y personal. Sin embargo me he centrado en el poder porque me permite mostrar muy bien lo que sucede cuando aparece un historiador que empieza a narrar las historias legitimadoras en términos que no resultan familiares al ciudadano y sobre las que este no tiene ningún control. Supongamos, como ya hemos hecho, que el historiador es algo más que un ciudadano que propone a otros una versión de la historia que no es la que aceptan y con la que están familiarizados. Los historiadores son profesionales plurales. Se organizan constituyendo un gremio o una academia en cuyo seno renarran y reinterpretan las historias, incluidas aquellas que ciudadanos y Estado utilizan para validarse. Tienen la convicción de que las historias se pueden relatar una y otra vez y de que siempre se las puede situar en nuevos contextos y dotar de nuevos significados. Como cada nuevo significado es una crítica potencial al anterior, hay que suponer que existe una diversidad similar en el caso de los juicios de valor. De ahí que los historiadores hablen de la necesidad de que el estado sea liberal, es decir, capaz de operar a partir de la premisa de que todas sus instituciones y valores son criticables, contextualizables e interpretables en más de un sentido. Para proseguir con un proceso de historización cuya conclusión no se vislumbra han creado un espacio especializado (aunque público) en el seno de la comunidad política para debatir sobre la historia en un lenguaje de segundo orden (utilizado para referirse al lenguaje mismo) muy profesional. Es un lenguaje esotérico, no en el sentido de que sea secreto sino en el sentido de que, para hablarlo, hay que aprenderlo lo suficientemente bien como pasar a ser un miembro del gremio. Ese espacio es la academia. No lo habitan solo historiadores y exigen a su comunidad la libertad y el privilegio de hablar a su manera en la esfera pública. Los historiadores debaten temas de interés público y consideran que las discusiones que suscitan son parte del debate ciudadano ordinario. Dan por supuesto, a veces con demasiada ligereza, que existirá algún tipo de comunicación entre su discurso académico especializado y el discurso utilizado por los ciudadanos para comprender la historia de manera que, cualquier cambio de significado propugnado por los historiadores, acabará calando entre los ciudadanos, traducido al lenguaje que estos consideren adecuado para expresar lo que les preocupa. No suscriben únicamente la idea de que una sociedad autónoma debe ser capaz de contar o renarrar su historia adaptándola a sus necesidades; consideran asimismo que, al margen de cómo elija la comunidad contar su historia, siempre habrá otra forma de contarla. Han convertido la premisa liberal de que ninguna decisión es definitiva en la premisa socrática de que todo puede cuestionarse y toda pregunta merece una respuesta. Lo han hecho como historiadores, no como filósofos, pero sí han imitado a los filósofos al crear una academia: ese espacio en el que todo puede ponerse en entredicho y se habla un lenguaje de segundo orden que permite plantear preguntas. Un espacio totalmente abierto a la comunicación bilateral con ese otro espacio en el que los ciudadanos se expresan en su propio lenguaje. Volvemos al problema de la academia y de la naturaleza de su discurso, un problema planteado en los inicios de la filosofía política griega y, nuevamente, en los inicios de la alemana. Me permito sugerir que muchos de nuestros debates están relacionados con las condiciones políticas previas que se deben cumplir para que pueda darse por buena la propuesta socrática.
En último término, las historias que una comunidad pasa a considerar autorizadas en un determinado momento, están relacionadas con la autonomía. Las historias no se limitan a garantizar al ciudadano su autonomía y la estabilidad y legitimidad de su comunidad. Cuando crean autonomía permiten determinar a la comunidad de qué historia se va a dotar a sí misma. ¿Por qué nos parece esto un poco ridículo? Si lo que caracteriza a una comunidad política autónoma o soberana es que puede decidir u opinar sobre su futuro, también debería ser libre para determinar su pasado. Como hay que tomar muchas decisiones para elaborar una historia parece razonable y necesario que una sociedad o un individuo gocen de la libertad de situarse a sí mismos en determinada historia y de decir de dónde cree que viene en el mismo acto de declarar hacia dónde va. Las elecciones de este tipo pueden ser incoherentes o inmorales y es importante poder denunciarlo. Por otro lado, también está la cuestión de la autoridad que tiene quien hace estas declaraciones. En Nueva Zelanda una ley aprobada en el parlamento acaba de dar por bueno un relato sobre un suceso histórico del pasado y deberíamos preguntarnos qué poder vinculante o fuerza tiene una promulgación de este tipo. Si consideramos que la fijación pública de la historia es absurda es porque nos consideramos antes miembros de la academia que de la comunidad política. También puede ser que hayamos asumido erróneamente que debíamos pasar de la idea de que toda elección es criticable a decir que todo intento de obtener autonomía es absurdo. El mundo en el que vivimos nos incita a realizar este movimiento por razones que no tienen tanto que ver con la libertad de pensamiento como pudiera parecer a primera vista.
Lo que quiero decir es que el hecho de que los historiadores reescriban la historia afecta al ciudadano. Si la historia es un elemento de su autonomía y una reelaboración de esa historia implica algún tipo de reconstrucción de su autonomía, tiene derecho a preguntar si se hace para o por él. Si llegara a descubrir que este mundo, basado en el discurso, se está reconstruyendo por medio de formas de discurso a las que no tiene acceso, se encontrará en una situación similar a la de un subordinado que también forma parte de mundos a cuyo discurso no tiene acceso alguno. Sin embargo, su mundo y el del subordinado no son idénticos por las razones obvias de que: a) la academia no ejerce ningún tipo de poder estatal o actividad coercitiva; y b) existe un lenguaje político que los ciudadanos comparten con la academia, pero la academia misma ha elaborado un lenguaje de segundo orden o metalenguaje tan especializado, que los ciudadanos tienen que aprenderlo y, en cierta medida, pasar a formar parte de la academia antes de tomar parte en una conversación en la que se deciden cosas importantes para él. En ciertos espacios públicos ambos lenguajes pueden coincidir e incluso colisionar. El ciudadano puede pensar que la academia le impone su lenguaje y tal vez reaccione intentando imponer a la academia el suyo propio.
Tenemos algunos ejemplos recientes de este tipo. Algunos suscitan la interesante cuestión de cómo se constituyen esos espacios discursivos o teatros en los que colisionan los lenguajes cuando se debate un tema histórico. Podría pensarse que al ciudadano no le preocupa tanto el asunto cuando la historia se reescribe en un libro. ¿Significa esto que la imprenta crea un espacio público al que es más fácil unirse, o que es más sencillo de abandonar, de manera que el ciudadano no se sienta tan amenazado por la evolución de un discurso que no puede determinar? En la cultura estadounidense han aparecido recientemente exposiciones y monumentos relacionados con colisiones. ¿Significa esto que dotar de visibilidad a objetos reales o simbólicos crea un tipo de espacio en el que los ciudadanos se sienten más integrados y por lo tanto más expuestos o amenazados, y en el que el diálogo les alivia porque se rige por ciertas reglas? Además, esos espacios se sostienen gracias a fondos públicos de una forma mucho más evidente que los creados por la imprenta suscitando una pregunta que abarca la cuestión de la libertad de expresión pero también la trasciende: ¿Deben el Estado o los ciudadanos financiar un discurso en el que algunos de los participantes exigen la libertad de poder desdeñar las consecuencias prácticas de lo que dicen por otros? Existe una política de los espacios, una política de los medios, una política de mantenimiento y, tras todo eso, lo que parece una variante histórica de la política de filosofía y práctica con la que ya nos hemos familiarizado. Los historiadores han creado una academia como los filósofos, en la que hablan de las historias de su comunidad sin más límite que los impuestos por las reglas de su discurso. Renarran, reinterpretan y recontextualizan las historias sin más responsabilidad que la que deben a los que siguen las reglas de la academia. Pero no niegan que el suyo sea un discurso público o que tenga consecuencias en el ámbito de la práctica política. Todo lo contrario, la política del discurso de la academia, la política que surge de ese lenguaje de segundo orden o metalenguaje tiene muy en cuenta las consecuencias prácticas de la interpretación histórica que, a veces, solo perciben los historiadores. Sería mucho más sencillo para todos que el historiador pudiera decir, con Michael Oskeshott, que la historiografía es un discurso puramente estético o contemplativo que no tiene o no debería tener consecuencias prácticas de ningún tipo. Pero parece haber un mundo de la práctica, del que el historiador no desea escapar, ya que gran parte de los temas que componen su discurso son propiedad pública al afectar a otros, y en el que esos otros, en este caso el resto de los seres políticos, deberían poder dar su opinión. También sería más sencillo si el ciudadano pudiera rechazar el discurso histórico. Siempre puede rechazarlo, aunque con escaso éxito, pues se ha de expresar en un lenguaje o universo privado de su significado práctico. Tras los recientes debates, parecía que la historia recibiría en los Estados Unidos el mismo trato que la religión: se garantizaría la libertad de expresarla en un espacio público, siempre y cuando no fuera tan público que la comunidad política hubiera de ocuparse de su sostenimiento. Es una solución al problema de la religión basada en la premisa ilustrada de que el estado no tiene por qué apoyar una religión o dotar a su existencia de una dimensión sagrada. Lo que ya no está tan claro es que pueda evitar elaborar una historia o dotar a su existencia de una dimensión secular. Dejemos este problema a los posmodernos.
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En las sociedades políticas estables y funcionales existen importantes ámbitos en los que se debate la política de la historiografía y en los que, supuestamente, se elaboran y autentifican historias que se pueden poner en cuestión dentro de parámetros compatibles con el funcionamiento ininterrumpido de la comunidad. También se crea una academia en la que se puede debatir en torno a las historias sin tener en cuenta directamente la práctica política. Podría haber dedicado mucho más espacio a analizar cómo generan historias (relatos y prolijas clasificaciones del universo histórico) estas sociedades (normalmente Estados, aunque no siempre) invistiéndolas de significado político. O podría haber empleado más tiempo en analizar cómo generan discursos de significado filosófico-político la discusión, crítica e interpretación de estas historias que realizan los historiadores. Sin embargo, he preferido centrarme en las relaciones existentes entre historiadores y el resto de los ciudadanos porque me permitía enlazar con la segunda parte de mi artículo en la que echo un vistazo a la política de quienes proclaman, exigen, demandan o construyen una historia y afirman no haber sido miembros plenos de la comunidad política que ha elaborado la historia que se les quieren imponer. ¿Qué tipo de historia construirán estas voces? ¿Será una historia política o una historia de la antipolítica? ¿Qué política se seguirá para contraponer la historia así creada a la historia vigente y enfrentarse a la comunidad política que proclama esa historia? Analizando estos temas, a veces uno se siente muy tentado tanto de saltar al pronombre femenino como de estudiar la historiografía de algunas culturas poscoloniales.
Hemos imaginado una comunidad cuyos habitantes poseen en común un conjunto de instituciones y prácticas que dan lugar a historias. También compartirán una cultura que, de alguna forma, será compatible con su política. Y ha llegado el momento de decir lo que debería haber resultado obvio hace mucho: que sus historias legitimadoras estarán relacionadas con su cultura tanto como con su política. Y puede que también sea necesario repetir que su historia bien puede haber surgido del debate entre formas políticas alternativas y del enfrentamiento entre los grupos culturales que las defienden, y que la política que narra bien pudiera ser la de la historia de esos debates. Las estructuras hegemónicas pueden ser dialógicas o monolingües. Imaginemos el mundo discursivo en el que quieren introducirse y al que desean poner en entredicho quienes afirman que ellos, y aquellos en cuyo nombre hablan, han sido excluidos de la estructura política por motivos, entre otros, culturales. Provisionalmente hablaremos de la tríada usual: religión, raza y género. Ahora nos preguntamos: ¿Qué tipo de historia sería de esperar que construyeran personas así? ¿Qué política se seguirá para construirla y qué tipo de relaciones se establecerán con esa política de la historiografía de la que se había excluido a los constructores? Si carecen de política, al menos en el sentido que nosotros le damos a la palabra, ¿qué tipo de historia construirán para adquirir una?
A primera vista puede parecer que, al no tener historia, vivirán sin ella y usarán como fundamento algún tipo de exigencia de derecho, voluntad o identidad pura. Pero es difícil plantear estas demandas careciendo de una historia en la que basarse. Hasta el Tercer Estado de Sieyès, que no era nada y podía ser todo, decía descender de los conquistadores francos. Cuanto más consciente de su identidad sea nuestro grupo de insurgentes más tenderá a parapetarse tras el pasado y a utilizar la historia como una forma de adquirir autoridad en el presente. Dependerá mucho de lo que quieran hacer con la estructura política de la que han sido excluidos. ¿Querrán unirse a ella, modificarla, destruirla, reemplazarla? Un extremo del espectro se limitará a renarrar la historiografía existente, el otro deseará borrarla del mapa. Pero como los insurgentes se habían visto excluidos de la política, no tendrán una historia política que narrar más allá de la de su exclusión y habrán de buscar en otra parte los materiales históricos necesarios para legitimarse. Lo siguiente que nos debemos preguntar es si, y en qué medida, los grupos excluidos de la estructura política y su historia también estaban al margen de la cultura en la que se inserta la política. En el caso del género se aprecia fácilmente que las mujeres participan activamente en una cultura que limitaba el papel que podían desempeñar en su seno, aunque hay quien afirma que han acabado generando una cultura propia paralela. Menciono este ejemplo porque nos ayuda a contemplar otras dos alternativas. Cuanto más compartan la cultura los políticamente excluidos, más probable creemos que adopten la estrategia de vincular la historiografía a lo cultural en vez de a lo social o a lo político, buscando en lo extrapolítico el modo de fundamentar una historia que autentifique su existencia y de exigir que se les admita en la estructura política sobre nuevas bases.
Este giro desde la historia política a la cultural o la social es una de las tácticas más viejas utilizadas por la historiografía moderna. Se aplica cada vez que se pide una «historia nueva» como sucede una vez cada treinta años más o menos desde 1751, cuando Voltaire declaró que solo merecía la pena estudiar la historia de la monarquía en la medida en que formara parte de la historia de las mœurs et l’esprit des nations. D’Alembert fue un poco más allá al afirmar que las únicas historias que merecía la pena estudiar eran las de los reyes cuyas acciones hubieran sido especialmente destructivas, y las de las gens de lettres que eran los que más hacían por preservar lo constructivo3. No debe importarnos quiénes eran o qué pretendía d’Alembert privilegiándoles. Lo que importa es que este movimiento externo, esta extensión de la historia del Estado a la historia de la sociedad, a menudo ha sido el resultado de la obra de historiadores que exigían una ampliación de los grupos que participaban en política, pero, otras veces, ha sido obra de quienes querían fortalecer la estructura política estrechando sus lazos con la cultura y la sociedad a las que mantiene y gobierna. Aún no hemos resuelto esta dicotomía. Supongo que todos tenemos colegas como los que me advirtieron que la historia política es políticamente incorrecta y que todo lo que no sea «historia cultural» (la palabra de moda) es «historia tradicional» que no debería fomentarse. De ser necesario sabríamos qué replicar.
Puede que en este punto debamos introducir el concepto de alienación. Contamos con un impresionante cuerpo de literatura en el que se aclara que no escribimos historia porque nos dote de autenticidad sino porque nos aliena y estamos alienados respecto de ella. El mero acto de escribir, pensar o vivir la historia nos aliena del pasado y de nuestros antiguos yoes. Es el resultado de esa evolución de la historiografía que hemos venido narrando: el descubrimiento de que se puede interpretar el pasado de muchas formas diferentes a aquellas que lo dotan de relevancia para el presente, entre ellas las que le hayan dotado de relevancia a sí mismo. Y aquí nos topamos con The Death of the Past y The Past Is a Foreign Country4 o con aquella frase en la que Oakeshott afirmaba que estudiar el pasado con propósitos prácticos era necromancia5. La política de una historiografía a la que se califica de autoalienante, puede convertirse fácilmente en una política del yo; fue una evolución que introdujo extrañas y desastrosas consecuencias. Pero, en estos momentos, basta con una noción de la política de la historiografía bastante sencilla, entendida como una relación entre yoes, para señalar que una historia escrita desde la exclusión de lo político parte de una historiografía de alienación. ¿Cómo escribir la historia de una actividad de la que uno se ha visto excluido, en la que uno era un súbdito o un subalterno, pero nunca un actor? ¿Cómo nos podemos narrar a nosotros mismos en una historia que es la de nuestra reducción o alienación porque nos priva de acción? Como ya hemos visto, descubrir o inventar una actividad que posee una historia que no es política puede ser una solución cuando se ha actuado en ella y se la ha erigido en contexto para la actividad política condicionando así la naturaleza de esta. La actividad cultural es una buena candidata. Si no hemos sido romanos a lo mejor hemos sido griegos. Pero esto no soluciona satisfactoriamente el problema de que la actividad política ya narra su propia historia y de que, como historiadores, no tenemos más remedio que plantearnos cómo narrarla. Podríamos recurrir a algún tipo de contrahistoria, en la que relatar la acción tal como la percibíamos cuando éramos muchos los que estábamos excluidos de ella. O podríamos narrar aquellas acciones en las que hemos participado pero no como miembros de pleno derecho de la comunidad política. O dar cuenta de las acciones de los amos políticos como si tuvieran derecho a ello por el mero hecho de habernos excluido. En este último caso empezaremos a escribir una historia que narra una relación amo-esclavo, una estrategia tentadora para el esclavo aún no completamente emancipado que puede perpetuar la relación escribiéndola, negando a su amo la posibilidad de emanciparse de él. (Llevo oyendo toda la vida que los liberales son fascistas disfrazados.) Pero esta estrategia tiene el fallo de perpetuar al autor en el papel de esclavo y los que siempre se están emancipando a sí mismos nunca serán libres.
Si los amos tendrán que reconocer que los esclavos se habían construido un mundo en el que no solo eran esclavos, los esclavos tendrán que reconocer lo propio a los amos. (Después de todo a los amos les resultaba sencillo ser libres e iguales, pues la esclavitud existía en nombre de la libertad.) Los historiadores que narran una historia de la que se han visto excluidos con la única intención de subvertirla, tendrán que negarle autonomía. Mientras que los historiadores que narran una y otra vez las cosas sabrán que los esclavos no eran solo esclavos ni los amos solo amos, que estos tienen una historia que los esclavos no condenarían en su totalidad. La diversidad histórica nos permite legitimar la historia amo-esclavo pero, si lo hacemos, corremos el riesgo de acabar afirmando que los genocidios no fueron solo genocidios. Contextualizar puede implicar paliar, incluso legitimar. Nos movemos en un terreno peligroso en el que el historiador puede convertirse en un peligro para todas las partes implicadas. Mientras, la polarización entre amos y esclavos ha ido alterando la cultura compartida por excluidos e incluidos en la estructura política. Calibán está a punto de informar a Próspero de que su conciencia es una falsa conciencia porque solo puede ser la conciencia de un amo. La acusación puede ser verdadera o falsa, Próspero narrará su historia en respuesta.
Dejemos este ejemplo y vayamos al caso de alguien excluido de la política que dice pertenecer a un grupo cultural de los que denominamos étnico y dice tener una historia que puede narrarse. Este actor, que podría hallarse en circunstancias poscoloniales, puede estar hablando de auto-validación, autoalienación o de ambas. Es decir, puedo afirmar que sigo poseyendo una cultura, que tengo un presente y pretendo tener un futuro y dispongo de un pasado del que deriva la autoridad concedida a ciertos actos y discursos en el presente. O puedo decir que todo eso existía pero ha sido destruido, que me encuentro en una situación de anomia y no tengo más remedio que subvertir la estructura existente por medio de la violencia surgida de la falta de personalidad cívica hasta que se me devuelva de alguna forma mi personalidad política y cultural. Calibán informa a Próspero de que solo podrá maldecir hasta que encuentre una nueva lengua. La «historia» desempeñará un papel y tendrá un significado muy diferente en uno y otro extremo del espectro a los que separan, además, muchos estadios intermedios.
Hablaremos de dos situaciones que surgen a lo largo de este espectro. En primer lugar me referiré a esas gentes a las que denominamos «indígenas» que pueden querer reconstruir su identidad y cultura precoloniales así como rehacer su historia en condiciones postcoloniales y, de hecho, posmodernas. En segundo lugar, veremos cómo reaccionan las gentes cuyo pasado es exclusivamente de esclavitud y desarraigo y cuya historia debe, evidentemente, escribirse de forma diferente. Los primeros empiezan por declararse indígenas y autóctonos, en maorí tangata whenua: gentes que poseen una relación con la tierra desde antes del establecimiento de los colonos europeos. No era una relación basada en los mecanismos de apropiación básicos para el sentido de la propiedad occidental: administración, economía e historia tal como los definían los clásicos del Renacimiento. Derivan autoridad, legitimidad e historia de su relación con la tierra y el relato que la narra (a menudo escrito en verso, no en prosa) y también basan en él la exigencia de lo que desafiantemente denominan soberanía y que, en principio, parece incompatible con la de los europeos, sobre todo con la de los colonos. Estos, por su parte, afirman haber vivido en esa tierra y haberla ocupado a su manera (no siempre expropiando a los indígenas) de modo que acabarán teniendo que arbitrar algún tipo de reparto que, presumiblemente se recogerá en alguna forma de tratado, lo que convertirá a su política en una relación bicultural6. Así que se escriben dos historias, cada una de las cuales da fe de una serie de acciones del pasado y del presente en torno a las que hay que negociar para resolver los problemas que se plantean en el presente. Pero como cada una parte de una serie de criterios legitimadores diferentes, la negociación se desarrolla entre dos percepciones distintas de lo que es una negociación. Como son las historias las que validan las políticas, diferentes historias pueden dotar de validez a políticas diferentes. Además, los pueblos que negocian han estado interactuando desde que coincidieron por primera vez. Han vivido por lo menos dos historias, incluso desde dos percepciones diferentes de lo que es la historia y lo que significa vivir en ella. Por último, las acciones del pasado que uno hace suyas porque se realizaron en el seno de la propia historia, acaecieron, al mismo tiempo, en la historia de otros que también debemos tener en cuenta siempre que dispone de herramientas para la interpretación. Bien pudiera ser que los colonizados ya sepan todo esto y los colonizadores aún tengan que aprenderlo.
Lo que surgen son problemas que van más allá de los juicios de doble rasero, por muy grave que sea esta posibilidad. Los colonizados pueden recurrir a la estrategia obvia y bastante razonable de declarar que la historia, tal como ellos la perciben, invalida la historia percibida por los colonizadores, que esta última se basa en la mala fe y su única función era legitimar la expropiación. Los colonizadores pueden alegar que se les trata como si no tuvieran una historia y cultura propias, y que «su» historia se ha visto reducida al episodio de la expropiación de los colonizados, que están dispuestos a admitir, solo para encontrarse con que se les niega fundamento moral hasta para admitirla. Puede suceder que los colonizadores procedan de una cultura de culpabilidad muy capaz de condenarse a sí misma y que los historiadores, incluidos los intelectuales, llevan tan lejos su función de reescribir la historia que la deslegitimen del todo. Al negarse, con toda razón, a deslegitimar la cultura de los colonizados pueden llegar a describirla como libre de culpa e incluso carente de la capacidad de culpa y autocondena. En nuestra propia historia tendemos a ello al menos desde Rousseau y Diderot que opusieron la inocencia a la historia. Podríamos preguntarnos si no recuperaremos cierto equilibrio adscribiéndonos toda la culpa y a los otros toda la inocencia, pero ¿sabemos cómo hacerlo?
Debemos tener en cuenta las políticas de las historias enfrentadas. En una interesante obra recientemente publicada, Judith Binney hablaba de Te Kooti Arikirangi, un profeta y jefe guerrero maorí del siglo xix que hizo su entrada en la existencia cantando una historia profética de la que formaban parte él y sus seguidores. Pero también debemos conocer las acciones de los demás actores, maoríes y pakeha, si queremos entender cómo les veían los otros en vez de cómo se veían a sí mismos7. Binney, que es pakeha, ha hablado con los ancianos de la iglesia ringatu, fundada para garantizar que aceptaban la representación de la historia de Te Kooti que daba la autora. Sin embargo, no todos ellos reconocen la autenticidad de la historia. Es un gran logro, pero nos lleva a pensar que Te Kooti no fue el único profeta que recreara historias maoríes por su cuenta y que hubo otros, pakeha y maorí, que elaboraron historias en las que se representa a Te Kooti, como a todos los demás, en escenarios no directamente diseñados por él. ¿Y qué pintan la sociedad, la conversación en esta multiplicidad de historias? Voy a poner un ejemplo de otra importante obra reciente. Pensemos en esa tripulación de seres míticos de formas cambiantes que están en la cubierta del buque haida representado en la portada del libro de James Tully sobre el constitucionalismo de las situaciones multiculturales8. Cada uno de ellos tiene un mito que narrar, un canto que cantar y hay una figura sacerdotal que escucha todos los cantos simultáneamente. Pero suponemos que querrán debatir además de cantar, que exigirán verse en las historias de los demás. Y esto va mucho más allá de cantar su canto o recitar la propia genealogía porque, cuando uno tiene que criticar su canto, ha de oírlo como lo oyen los demás sin dejar de cantarlo. Para que se dé esta relación entre historias encontradas, deben darse ciertas premisas políticas y, en este punto, los recién colonizados dirán a los colonizadores recientes que aún no han fijado sus propias premisas. Ha habido casos en los que estudiantes «indígenas» de universidades multiculturales han pedido que se impartieran asignaturas sobre su cultura, siendo así que ellos determinarían quién sería admitido y qué podría divulgarse del contenido de las asignaturas. Las universidades replicaron, muy adecuadamente, que el campus no era lugar para enseñanzas esotéricas ya que la universidad se basaba en la premisa socrática de que todo puede cuestionarse y que toda pregunta requiere una respuesta. Los indígenas replicaron que la premisa socrática da por sentada la igualdad política entre el que pregunta y el que contesta, que algo cambia en una cultura cuando haces preguntas sobre ella, y que esa igualdad aún no existe. Y cuando no existe, la diferencia entre comprensión y apropiación se vuelve escurridiza y puede que hasta ilusoria. Judith Binney es muy escrupulosa a la hora de interpretar la historia ringatu en términos pakeha. Pero, al dotar de visibilidad a la historiografía de los maorí y los pakeha sitúa a ambas en el seno de una historia que, hasta el momento, solo habían intentado construir los historiadores pakeha. No habrá reciprocidad e igualdad hasta que surja un historiador maorí que intente interpretar la historiografía pakeha desde un punto de vista positivo y en el contexto de la historia tal como la entiende un maorí poscolonial. No es fácil predecir qué políticas se adoptarán en estas circunstancias y no tenemos garantía alguna de que se adopte alguna. Un escritor irlandés ha señalado que tienes que tener mucha seguridad en ti mismo para poder dudar de ti mismo9. De hecho, estamos dando por sentado que los pueblos descolonizados crearán academias en su propia cultura, un espacio ocupado por historiadores que gozarán de la libertad de reinterpretar la historia de una comunidad que soportará este proceso de reafirmación de su historia por sus propias razones de legitimación.
Ni la política ni la historia pueden garantizar que aparezca una academia y tampoco estamos del todo seguros de que sea un requisito previo a la realización de ese noble sueño de reciprocidad (como podríamos denominarlo) que nos imaginamos. Una relación en la que dos culturas inconmensurables, una de las cuales ha estado dominando a la otra hasta la alienación, adquieren la capacidad de escribir cada una la historia de la otra y de aplicar su propia historiografía en el contexto de una historia construida al modo de las comunidades de tradición oral. Hemos imaginado una negociación política teórica. Una negociación basada en soberanías e identidades en la que ambas partes reafirman sus historias puede dar lugar, por sí misma, a relaciones de este tipo. Evidentemente, el proceso no partirá de la academia puesto que quienes formaban parte de ella pertenecían todos al mismo bando negociador hasta ese momento, y la interpretación de la cultura indígena y la propia había estado en manos de los segundos que se habían apropiado de la cultura original. Lo que, a su vez, sitúa a la negociación política en un impasse. La cultura indígena que quiere adquirir soberanía a través de su propia historia solo estará interesada en la historia de la cultura dominante para intentar deslegitimarla, proceso al que se sumarán los intelectuales de la cultura dominante. Es probable que convierta a su propia historia en un monólogo en el que nadie esté autorizado a intervenir. Curiosamente, la negociación permite seguir negándose a negociar, en este caso, negarse a entrar en un diálogo del tipo que hemos imaginado
En estas circunstancias, la academia puede hacer poco más que rectificar su lenguaje, mantener la premisa socrática intentando no falsearla al imponérsela a otros y describir la imagen de diálogo y reciprocidad de la que hemos hablado en páginas anteriores. Si mantenemos en nuestra definición de historiador el elemento de la certeza de que una historia siempre se puede contar de manera diferente, no cuesta mucho aceptar que ello requiera la existencia de una comunidad de narradores de historias que compartan la premisa de que existen relatos diferentes a los suyos y no hay voz o coro que hable en nombre de todos. El historiador así definido no se alarmará indebidamente ante la perspectiva de que la academia acabe convertida en un diálogo interpretativo intercultural. Habrá de ser un diálogo, no una colisión de monólogos porque la academia se define a través del diálogo. Las dificultades intimidan porque son de carácter metacultural y metahistórico. Han invadido la academia gentes alienadas de su propio discurso histórico y la premisa de que uno no debería imponer su historia a nadie puede pervertir cualquier intento por parte del historiador de empatizar con la historia de los otros. Sin embargo, nuestro historiador está acostumbrado a evaluar su postura. Conoce el ciclo hermenéutico desde el interior y nunca ha compartido el noble sueño de la objetividad10. Su propósito no es el de convertirse en filósofo-rey, sino el de participar en diálogos inteligentes que pueden tener lugar en el interior de la cueva. Vuelvo aquí a los inicios de la historiografía, con los sofistas y los rétores que defendían la paradiástole y no estaban dispuestos a renunciar a ella.
Permítanme concluir con unas breves palabras sobre la política de la historia entendida como política de la academia, el volante errático y carente de conductor del coche fúnebre de la política. He señalado que el historiador debe tener presente que siempre se puede decir algo más sobre un pasado que se concibe así como un discurso abierto. Para mantener ese compromiso de apertura hay que navegar entre el noble sueño de la objetividad y una visión solipsista en la que la interpretación carezca de límites. El historiador también tiene en cuenta que han existido otros antes que él y suele estar ansioso por ser todo lo objetivo que le permita la naturaleza del tema analizado, estableciendo y respetando las reglas de la crítica y la falsación en la medida de lo posible. Puede justificar su labor alegando razones estéticas; no hay duda de que se puede extraer mucho placer y aprender mucho de esta multiplicación de las interpretaciones de los sucesos históricos, sobre todo sabiendo que siempre se podrán elaborar y defender más interpretaciones. Al parecer Oscar Wilde afirmó que: «La historia nos impone el deber de reescribirla.» Wilde era un esteta pero hablaba de deber. En una sociedad abierta el historiador, en cambio, ofrece este placer y marca este deber a sus conciudadanos. Pero no podemos obviar la política, solo diversificarla. Cualquier interpretación que ofrezca el historiador tendrá consecuencias y efectos políticos, deseados o no. Las premisas de las que se parte tendrán todo tipo de implicaciones políticas de las que, a veces, puede que no seamos muy conscientes. Al hablar en la cueva, el historiador intenta ser lo más consciente posible de sus propios presupuestos e intenciones y debería aceptar las contribuciones de cualquier tipo que aporten los conciudadanos, historiadores o no, libres, sometidos o extranjeros.
Hay historias que se elaboran para dar autenticidad, legitimar o subvertir y otras que inciden sobre los demás seres humanos. Ningún enunciado histórico carece de efectos, incluidos los que formula el historiador sin querer. En un universo práctico hasta el enunciado «este enunciado no tiene consecuencias prácticas» induce a error. En el mismo momento de decirlo ya estamos generando consecuencias prácticas. Sin embargo, el historiador intenta no pronunciarse de manera que se produzcan efectos inesperados, lo que nos lleva a pensar que su práctica se inscribe en el universo impredecible y no intencionado de la historia donde siempre «hay más que lo que el ojo ve»11. El historiador expresa sus enunciados por motivos que trascienden la prudencia. No se trata solo de proporcionar información irrelevante a quien actúa en la práctica para recordarle la escasa importancia que tiene la labor del historiador. Los enunciados que se formulan no tienen únicamente una vertiente práctica, aunque nunca pierdan ese carácter. Al hacerlo podremos comprobar qué consecuencias, no solo prácticas sino también estéticas, filosóficas y políticas tendrá la formulación de argumentos históricos en las condiciones reales de la política y la historia.
1 [Publicado en Journal of Pacific Studies, editado por la University of South Pacific, 20 (1996), pp. 89-112. Existe una versión anterior que fue presentada en la Conference for the Study of Political Thought, reunida en la Tulane University, Nueva Orleans, en marzo de 1996.]
2 Adam Smith, Lectures on Rhetoric and Belles-lettres, Indianapolis, Liberty Classics, 1985, p. 102.
3 Voltaire, introducción a Le siècle de Louis XIV (1751) y el Essai sur l’Histoire Général (1756), D’Alembert, Discours préliminaire à l’Encyclopédie (1751),
4 J. H. Plumb, The Death of the Past, Harmondsworth, Penguin, 1969; David Lowenthal, The Past Is a Foreign Country, Cambridge, Cambridge University Press, 1985.
5 Michael Oakeshott, «The Activity of Being an Historian», en Rationalism in Politics and Other Essays, Londres, Methuen, 1955, pp. 137-157.
6 Hugh Kawharu, Waitangi: Maori and Pakeha Perspectives on the Treaty of Waitangi, Auckland, Oxford University Press, 1989; Andrew Sharp, Justice and the Maori: Maori claims in New Zealand political argument, Auckland, Auckland University Press, 1991; Paul McHugh, The Maori Magna Carta: New Zealand and the Treaty of Waitangi, Auckland, Oxford University Press, 1991; Andrew Sharp y Paul McHugh (eds.), Histories, Power and Loss, Wellington, Bridget Williams Books, 2001.
7 Judith Binney, Redemption Songs; a life of the te Kooti Arikirangi te Turuki, Auckland, Auckland University Press y Bridget Williams Books, 1995.
8 James Tully, Strange Multiplicity: Constitutionalism in an age of diversity, Cambridge, Cambridge University Press, 1995.
9 Frank McGuinness, en The Economist, 10 de febrero de 1996, p. 83.
10 Peter Novick, The Noble Dream: the «objectivity question» and the American historical profession, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.
11 Esta frase, clave para entender el estudio histórico, la tomo del difunto David Joslin del St. John’s College de Londres.