Capítulo 10

 

 

 

 

Durante el viaje de vuelta a Virgin River, Predicador le hizo a Paige montones de preguntas sobre las amigas con las que había convivido y perdido el contacto, Jeannie y Pat.

–¿Crees que les habrá ido bien en sus matrimonios?

–Por la facilidad con la que detectaron el verdadero carácter de Wes, supongo que tenían mejor criterio que yo. Yo conocía a sus familias y eran encantadoras.

Cuando llegaron a casa, Predicador se conectó a Internet. Encontró rápidamente lo que buscaba, pero tardó varios días en reunir valor para enseñárselo a Paige.

Ella regresó a la cocina después de haber dejado a Chris en la cama para que durmiera la siesta. Al verla, Predicador dejó el cuchillo con el que estaba cortando verdura sobre el mostrador y le dijo:

–Paige, espero que no te moleste, pero las he encontrado. He encontrado a tus amigas.

Sacó del bolsillo del vaquero una hoja de papel y se la tendió. En ella había escrito los nombres de casadas de sus amigas, su dirección y su número de teléfono.

Paige lo miró boquiabierta, mientras sostenía el papel con mano temblorosa. Predicador se encogió de hombros.

–Supongo que he vuelto a meterme en tu vida, pero pensaba…

Paige gritó su nombre, le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó con tanta fuerza, que Predicador retrocedió un paso y se echó a reír. La abrazó también él y la levantó. Paige lo besó ruidosamente en las mejillas. Predicador siguió riendo. Paige lo miraba con los ojos brillantes y una sonrisa de oreja a oreja.

–¿Cómo lo has conseguido?

–Ha sido muy fácil. Voy a tener que enseñarte a utilizar el ordenador. Me cuesta creer que no lo hayas usado nunca.

Paige sacudió la cabeza y miró nuevamente el papel. Wes no le dejaba usar el ordenador porque sabía que eso le habría permitido ponerse en contacto con el mundo.

–Adelante, llama a tus amigas. Puedes hacerlo desde el teléfono de mi dormitorio. Así podrás pasar unos minutos a solas con ellas.

Paige se puso de puntillas y volvió a besarlo. Lo miraba con tal gratitud, que Predicador se derretía por dentro. Después, dio media vuelta y corrió hacia el apartamento de Predicador, agarrando el papel como si fuera un salvavidas.

–Sí –musitó Predicador para sí–, seguro que todavía hay muchas otras cosas que puedo hacer por ella –y continuó cortando verdura.

Jack entró en la cocina, miró a Predicador y frunció el ceño.

–¿Por qué sonríes?

–No estoy sonriendo.

–Predicador, ni siquiera sabía que tenías tantos dientes.

–Bueno, es por Paige, he hecho algo por ella y se ha puesto muy contenta.

–Y parece que también tú te has puesto muy contento. Creo que hasta estás sonrojado. Y, Dios mío, tienes una boca llena de dientes. ¡Nunca te había visto sonreír de esa manera!

Sí, era todo un misterio, pero no podía dejar de sonreír. Jack sacudió la cabeza y salió de la cocina.

Como si aquella demostración de cariño no hubiera sido suficiente, Paige regresó varios minutos después con grandes noticias. Pat continuaba todavía en Los Ángeles, trabajaba a tiempo parcial en una peluquería, una peluquería de alto nivel, y tenía una hija. Y Jeannie estaba en Oregón y había montado su propio establecimiento. Se había casado con un hombre doce años mayor que ella, un hombre que no había estado nunca casado. Trabajaba como piloto y alternaba diez días de viaje con por lo menos dos semanas en casa. Habían comprado la peluquería varios años atrás y estaban pensando en formar una familia.

–Me ha ofrecido trabajo en su peluquería –continuó emocionada–. Es increíble. Me ha dicho que le encantaría tenerme allí y que me prepararía para que pudiera ser su ayudante.

–Vaya, esa sí que es una buena noticia, ¿crees que serías capaz de hacer algo así?

Paige se echó a reír y posó la mano en su brazo.

–Tengo un par de cosas que arreglar antes de poder tomar una decisión de ese tipo.

Había averiguado otras muchas cosas sobre sus amigas y no parecía dispuesta a dejar de contarle el mínimo detalle. Estuvieron hablando hasta muy tarde.

–No sé cómo darte las gracias. Ha sido maravilloso hablar con ellas.

–Deberías hablar con ellas todo lo que puedas, tenéis que poneros al día de todo lo que ha pasado durante estos años.

–Son conferencias, John.

–No importa, Paige. Puedes llamar todos los días si quieres. ¿Crees que podréis veros pronto?

–Pat vive en Los Ángeles y yo no pienso volver allí. La mera idea me estremece. Pero a lo mejor, cuando se arregle un poco la situación, puedo ir a ver a Jeannie.

 

 

El abogado de Paige estaba preparando los documentos del divorcio, y le había advertido que quizá Wes no pudiera cumplimentarlos mientras estuviera en tratamiento. Pero, un par de días después, la llamó para decirle que los documentos habían sido presentados y aceptados. Al parecer, Wes estaba arrepentido de todo lo ocurrido y se mostraba dispuesto a firmar. Lo único que quería modificar eran los acuerdos de visita de su hijo. Y esperaba poder terminar el tratamiento con un buen informe, gracias a Dios.

Paige le pidió a John permiso para poner una conferencia desde su apartamento, pero no para llamar a ninguna de sus amigas. Llamó a Brie y le explicó lo que había ocurrido.

–Yo no me fío nada de él –dijo Paige.

–Y haces bien. De momento, no tenemos idea de cómo le está yendo el tratamiento. Además, si yo fuera su abogado, le recomendaría que se mostrara dispuesto a colaborar, dócil y avergonzado por lo ocurrido. Le diría que intentara llorar en el juicio y culpara a las drogas de todo.

–Encantador.

–No todos los abogados son malos, Paige. A menudo, ese tipo de consejos ayudan a los defendidos a entrar en razón, arrepentirse y cambiar. Por supuesto, no es algo que ocurra siempre, pero sucede. Wes no podrá conseguir lo que quiere si no convence al tribunal de que ha cambiado. Es posible que no sepamos cómo le está yendo el tratamiento, pero el hecho de que no haya salido después de treinta días con un buen informe nos indica que todavía no se fían completamente de él. Si estuviera dos meses, no estaría tan mal. Todavía no lo tiene todo perdido.

–Pero es su tercera denuncia por malos tratos… –dijo Paige–. Eso supone un ingreso inmediato en prisión.

–Bueno –dijo Brie–, las sentencias pueden variar. Es posible que sea juzgado, pero que la sentencia sea mucho más benévola de lo que esperas. Tiene un buen abogado. Hay muchas probabilidades de que no esté mucho tiempo en prisión. Lo que yo te aconsejaría es que intentes ir a por todas con el divorcio. Si de verdad consigue desengancharse de las drogas, podrá pedir que revisen la sentencia de divorcio más adelante. Y eso puede tardar años. Mientras tanto, no dejes de tener cuidado en ningún momento. Ya sabes cómo es ese tipo. Tú lo conoces mejor que nadie.

–¿Crees que será capaz de presentarse otra vez aquí?

–Podría, pero yo imagino que intentará no hacer nada que le impida disfrutar de la libertad bajo fianza, ir a juicio y no ingresar en prisión. Ahora mismo su objetivo es la libertad, Paige. Y es posible que el juicio se celebre muy pronto, quizá a principios del año que viene.

–Para entonces ya tendré el pelo cano.

 

* * *

 

Paige estaba pensativa, aunque esperaba que no se le notara. Curiosamente, no eran Wes o el divorcio los que ocupaban su pensamiento, sino John. El mes de noviembre se presentó frío y lluvioso y ella llevaba ya más de dos meses en Virgin River. Había ocasiones en las que podía llegar a perderse en el presente, se sentía extrañamente satisfecha con el día a día, con la sencillez de su vida. Le encantaba trabajar al lado de Predicador en la cocina. Parecía que estaban sincronizados: él cortaba las cebolletas y ella las colocaba en un cuenco. Ella batía los huevos y él preparaba la tortilla. Él preparaba la masa y ella le pasaba el rodillo. Le encantaba observar a John, contemplar sus movimientos firmes y confiados. Y hablar con él por las noches, cuando cerraban el bar, aunque fuera solo durante unos minutos, era para ella la mejor recompensa. El sonido de su voz mientras le leía un cuento a su hijo le resultaba tan reconfortante como a Chris.

A veces se descubría preguntándose por lo que sería dejarse envolver por aquellos enormes brazos, sentir los labios de Predicador en el cuello. No podía recordar la última vez que había sentido deseo. Ella pensaba que pasando tantas horas al día al lado de Predicador tendría que haberle visto ya algún defecto, pero la verdad era que no le encontraba ninguno. A veces podía ser muy dulce y tierno con ella, pero otras, como cuando habían estado en Los Ángeles con su familia, se mostraba como un auténtico luchador. También se preguntaba en algunas ocasiones si no estaría siendo incapaz de verlo tal y como realmente era, si no estaría engañándose otra vez. Pero no, Predicador era todo un caballero. Y no solo lo pensaba ella, sino que el pueblo entero confiaba en él.

Se estaba enamorando de Predicador. Pero no podía recordar la última vez que había estado enamorada. Ni siquiera recordaba ya la ilusión del amor de los primeros días con Wes.

Pensaba a veces en si debería decirle valientemente que quería quedarse a su lado para siempre. Pero le aterraba imaginarse a Predicador explicándole con la paciencia y la firmeza que lo caracterizaban que la veía como a una buena amiga, que él solo estaba intentando cumplir con su deber.

Aquella noche, después del baño diario de Chris, bajó a la cocina y le preguntó a Predicador:

–John, ¿quieres leerle el cuento esta noche o prefieres que lo haga yo?

–Lo haré yo, estoy deseándolo. ¿Ya está preparado?

–Sí, lo tienes limpio y acostado.

Cuando John subió al dormitorio, ella salió al bar. Allí encontró a Jack, limpiando la barra y preparando los vasos para el día siguiente.

–¿Predicador ha subido a leerle el cuento a Chris? –le preguntó él.

–Sí, si quieres marcharte, yo me encargaré del bar. Predicador no tardará mucho en bajar.

–Gracias. ¿No te importa quedarte sola?

Paige le sonrió.

–Cerraré la puerta. Además, ¿cuánto tiempo crees que tardará Predicador en bajar si me oye gritar?

–Sí, supongo que estás en buenas manos. Hace una noche muy fría. He mandado a Rick a su casa hace media hora.

–Pues ahora vete tú con tu esposa –le invitó.

Paige se quedó en el bar, pero John no tardó mucho en bajar.

–Se ha quedado dormido antes de que terminara. Supongo que estaba agotado –tomó un vaso–. ¿Te apetece tomar una copa?

–No, gracias.

–Estás muy callada. Llevas un par de días muy callada.

Paige apoyó el codo en la barra y la barbilla en la mano.

–He estado pensando mucho. Pronto voy a conseguir el divorcio y me resulta todo muy extraño. No tengo ni idea de lo que voy a hacer después.

Predicador se sirvió una copa.

–Tengo algo que podría interesarte –le dijo–. Siéntate.

Fue a su apartamento y regresó al poco rato con un sobre blanco. Se lo tendió.

–Me he arriesgado a comprarte esto. Pero si no te interesa, no te preocupes.

Paige abrió el sobre y encontró dos billetes a Portland.

–¿Qué es esto?

–Llevabas unos días muy pensativa, así que imaginé que estabas preocupada por tu futuro. A lo mejor este es un buen momento para que vayas a visitar a una antigua amiga y veas cómo va su peluquería. Solo por si acaso…

–¿Por si acaso qué?

–Por si acaso decides volver a trabajar como peluquera.

Paige dejó el sobre en la barra. Cuando había dicho que no sabía lo que iba a hacer, se refería a Wes. No estaba cuestionando su propia vida, o pensando en dónde iba a ir a continuación. En aquel momento estaba donde quería estar.

–John, dime la verdad, ¿quieres que Chris y yo nos vayamos? Por favor, dime la verdad.

John se quedó estupefacto.

–¡No! No te he comprado estos billetes de avión porque quiera que te vayas. Solo he pensado… Bueno, sé que la echas de menos. Y que a lo mejor de aquí a algún tiempo… –se interrumpió.

Paige alzó la mirada hacia su rostro.

–Creo que debería saber exactamente en qué estás pensando. ¿Qué significa para ti «de aquí a algún tiempo»?

–Paige, intento no engañarme. Sé que no podrías ser feliz aquí durante mucho tiempo. Estoy seguro de que en cuanto regreses a tu vida de siempre, serás capaz de seguir adelante.

Tenía que decírselo, pensaba Paige, tenía que decirle que lo único que le haría realmente feliz sería poder quedarse en Virgin River.

–Ahora mismo soy incapaz de pensar en lo que quiero hacer.

–Por eso os he comprado estos billetes de avión, para que le hagáis una visita a tu amiga. Tienes que tener más opciones. Por cierto, no la he llamado para decírselo y los billetes son para unos días antes del día de Acción de Gracias, así que se pueden cambiar de fecha.

Paige se lo pensó un instante.

–A lo mejor sí que tomo una copa. ¿Tienes abierta alguna botella de vino?

Predicador miró bajo la barra, sacó una botella de Cabernet y se la enseñó. Paige asintió y él le sirvió una copa. Después del primer trago, Paige tomó el sobre.

–Ha sido un gesto encantador. Pero supongo que te habrá costado una fortuna.

–Considéralo como un regalo de Navidad. ¿Chris ha montado alguna vez en avión?

Paige negó con la cabeza.

–¿Y qué pasará si voy a Portland y decido que me encanta? ¿Cómo te sentirías?

–No conozco a nadie que se merezca la felicidad más que tú.

 

 

Predicador quería que Paige tuviera libertad para elegir, por eso le había regalado aquellos billetes. No era tan estúpido como para pensar que una mujer como ella podría ser feliz trabajando en la cocina de un bar de un pueblo diminuto. Sabía que estar allí la hacía sentirse protegida y a salvo y que su hijo era feliz. Pero tenía derecho a saber si había algo mejor para ella. Él no quería que se quedara allí solamente porque aquello era lo más fácil; si se quedaba, quería que fuera porque realmente lo deseaba.

Si se marchaba, se iba a volver loco. Pero si se quedaba, también terminaría perdiendo la cabeza.

Paige estuvo dándole muchas vueltas a lo del viaje, pero finalmente se marchó. Condujo ella misma hasta Eureka, dejó el coche en el aeropuerto y se fue con Chris a ver a su amiga. Llamó en cuanto llegó, y también dos días después para decirle a Predicador que la ciudad era preciosa y que le encantaba la peluquería de su amiga. Le contó también que Jeannie tenía un perro labrador del que Chris estaba completamente enamorado.

Predicador se concentró en organizar la cena de Acción de Gracias, una tradición ya en el bar. Y agradeció tener que pensar en el trabajo para poder dejar de pensar en otras cosas. Se dedicaba a preparar listas y a revisar recetas. Había dejado de afeitarse la cabeza desde el día que Paige se había marchado. Cuatro días después, una sombra de pelo le cubría la cabeza.

–¿Por qué te estás dejando el pelo largo? –le preguntó Mel entre risas, alargando la mano para frotarle la cabeza.

–Porque tenía frío.

–Me gusta. ¿Te lo dejas crecer todos los inviernos?

–Nunca había tenido tanto frío como este año.

Y tampoco había estado enamorado de una peluquera otros años, pensó Mel.

–¿Le has dicho a Paige que te estás dejando crecer el pelo?

–¿Por qué iba a decírselo?

Mel se encogió de hombros.

–Supongo que hay cosas que para las mujeres son toda una noticia y a las que vosotros no le dais ninguna importancia. ¿Has sabido algo de ella?

–Sí, me ha llamado. Dice que se lo está pasando muy bien. Su amiga tiene un perro y Chris está entusiasmado con él –limpió el mostrador–. ¿Crees que podríamos tener un perro en el bar?

Mel se echó a reír.

–Predicador, ¿qué te pasa? ¿La echas de menos?

–No, me alegro de que se haya ido. Hacía años que no veía a su amiga.

–Me está rompiendo el corazón –le dijo Mel a Jack cuando Predicador regresó a la cocina–. Míralo, está destrozado. Está tan enamorado que ni siquiera es capaz de pensar. Pero ¿crees que será capaz de decírselo a alguien? Y al verlo sin ese ángel de pelo rubio a los hombros tengo la sensación de que le han amputado una parte de sí mismo. Creo que necesita llamarla y decirle que la echa de menos.

Jack arqueó una ceja y miró a su esposa.

–No se te ocurra decírselo. Podría intentar romperte la mandíbula.

Aquella noche, después de que Jack se fuera a casa, Predicador subió a la habitación de Paige. El hecho de que hubiera dejado tantas cosas allí, entre ellas los juguetes de Chris, no sirvió para animarlo. Le parecía increíble que pudiera regresar, que pudiera volver con él, que lo único que podía ofrecerle era un puerto seguro. Probablemente Jeannie y su esposo podían darle mucho más.

El camisón de Paige estaba encima de la cama. Predicador lo levantó, inhaló su fragancia, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

 

 

Cocinar siempre había ayudado a Predicador a relajarse. En aquella ocasión se reunirían a cenar en el bar Jack, Mel y el médico, Hope McCrea, Connie y Ron, Liz, Rick y su abuela y Joy y Bruce.

El día de Acción de Gracias, Mel y Jack llegaron a las doce para ayudarlo a cocinar. Mel estiró la masa de los pasteles y peló las patatas y Jack se dedicó a fregar los cacharros. Hablaron de que pensaban pasar la Navidad en Sacramento, y de la Navidad del año siguiente, que compartirían con un bebé. Predicador permanecía en silencio, trabajando. Tenía los libros de cocina abiertos encima del mostrador y se dedicó a rellenar de crema los pasteles y a meterlos al horno. Cuando se fue al bar para comenzar a servir las mesas, Jack le preguntó a Mel:

–¿Qué le pasa? ¿Está deprimido por algo?

–Sí, creo que echa de menos a Paige y a Chris. Y que cree que nunca van a volver.

–Pero se supone que vuelven el lunes, ¿no?

–Por supuesto. Fue él el que le compró los billetes y le dijo que se fuera, pero ahora eso lo está matando. Está tan guapo con ese pelo que me encantaría que Paige pudiera verlo. Y lo ha hecho por ella, estoy segura.

Como Predicador nunca había sido un hombre muy sociable, solo notaron su tristeza sus amigos. Cuando comenzó a llegar la gente para la cena, juntaron las mesas y Jack comenzó a servir el vino. Predicador llevó un par de bandejas con los entremeses, puso el pan a calentar y sacó el pavo del horno. El bar estaba lleno de suculentas fragancias y el fuego ardía en la chimenea, creando un ambiente cálido y acogedor.

Pero Predicador tenía ganas de estar solo. Estaba deseando que se fuera todo el mundo, poder limpiar y dormir.

Sin embargo, no habían pasado ni cinco minutos cuando se abrió la puerta del bar y apareció Paige con Chris de la mano. Escrutó la habitación con la mirada hasta encontrar a Predicador. Cuando lo vio detrás de la barra, se le iluminaron los ojos de tal manera que resplandecieron. En cuanto a Predicador, el asombro se reflejó en todas y cada una de sus facciones.

De pronto fue como si no hubiera nadie más en la estancia. Mientras Paige avanzaba hacia la barra, Predicador salió de detrás y caminó a su encuentro.

–Siento no haber llegado a tiempo para ayudar –le dijo Paige.

Predicador levantó a Christopher en brazos. El niño le frotó la cabeza.

–No te has afeitado –le dijo.

–Porque mi cabeza tenía frío.

Paige le rodeó la cintura con el brazo y alzó la mirada hacia él.

–Espero que haya sitio para dos personas más –le dijo.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó él.

Paige se encogió de hombros.

–Cambié los billetes. Quería estar aquí, contigo. Espero que me hayas echado un poco de menos.

–Un poco –respondió él. Sonrió de oreja a oreja, le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra él.

 

 

La fiesta de Acción de Gracias terminó antes de lo que habían planeado. Todo el mundo era consciente de las miradas ardientes que le dirigía Paige a Predicador; y Predicador las recibía como si fuera incapaz de interpretarlas. Las mujeres lo ayudaron a recoger la cocina para que pudieran quedarse cuanto antes a solas.

–A lo mejor discutieron antes de que Paige se fuera –le sugirió Mel a Jack mientras se dirigían hacia su casa–. ¿Tú tienes idea de lo que puede estar pasando entre ellos?

–Ahora mismo, estoy seguro de que esa vieja barra está temblando de tal manera que se va a romper.

 

 

Cuando estuvo todo ordenado, Predicador puso el cartel de «cerrado» y subió lentamente las escaleras para dirigirse a su antigua habitación. Encontró a Christopher saltando en la cama mientras Paige intentaba tranquilizarlo y ponerle el pijama. Al oír a Predicador, se volvió y le dirigió una sonrisa con la que parecía estar diciéndole que estaba al límite de sus fuerzas. Al fin y al cabo, llevaba todo el día viajando.

–Muy bien, vaquero –dijo Predicador mientras entraba en la habitación.

Le quitó a Paige el pijama de las manos y lo puso delante de Christopher. Este levantó los brazos y se volvió para ayudarlo a ponérselo.

–Así me gusta.

Paige posó la mano en el brazo de Predicador.

–Por favor, encárgate tú de este vaquero. Nos vemos en el piso de abajo.

Cuando Predicador terminó de ponerle el pijama, Chris se abalanzó sobre él, le rodeó el cuello con los brazos y la cintura con las piernas.

–¿Quieres que darle a mamá un beso de buenas noches? –le preguntó Predicador.

Christopher se inclinó para darle a su madre un beso y Paige los dejó solos.

–Ahora a acostarse, granuja.

–Pero tienes que leerme un cuento…

–Tienes que dormir, hoy ha sido un día muy largo.

–Solo una página.

–De acuerdo, solo una página –Predicador se sentó a su lado y abrió el libro. Leyó tres páginas–. Ahora tendrás que dormir.

El niño comenzó a protestar y a levantarse de la cama.

–¿Por qué estás tan nervioso, Christopher? –le preguntó Predicador–. Vamos, acuéstate. Ya está bien –lo arropó y le dio un beso en la frente–. Buenas noches.

–Buenas noches –respondió Christopher, acurrucándose entre las sábanas.

Cuando Predicador bajó, encontró a Paige en el bar, sentada frente al fuego. Se había servido una copa de vino y había añadido un tronco a la chimenea, señal de que pretendía quedarse allí un buen rato. Su pelo castaño resplandecía iluminado por las llamas, tenía las mejillas sonrojadas y una sonrisa invitadora en los labios.

–Te he preparado una copa.

–Gracias. Christopher está un poco nervioso –comentó Predicador–. Y, ahora que me acuerdo, creo que ha bebido un poco de refresco de cola.

–Está agotado, en cuanto se le pasen los efectos se quedará dormido. Ha sido una cena maravillosa, Predicador. Creo que esta vez te has superado.

–No esperaba que volvieras tan pronto –comentó él mientras se sentaba a su lado–. ¿Ha pasado algo en Portland?

–No, ha sido una visita fantástica. El marido de Jeannie es un hombre encantador, y también lo ha sido con Chris. Ella está trabajando como una esclava para sacar adelante esa peluquería, pero es evidente que va a tener éxito y está muy orgullosa de sí misma. Gracias por haberme hecho ese regalo.

–La echabas de menos.

–¿Y sabes qué? –le preguntó Paige con una sonrisa–. A los pocos días, te echaba de menos a ti. Y a Mel, y a Jack, y a todos los demás –se echó a reír–. Echaba de menos la cocina.

–¿Te ha ofrecido trabajo? –le preguntó vacilante.

–Sí. Le dije que me lo pensaría, pero que creía que había dejado para siempre lo de la peluquería.

–¿Tienes alguna idea mejor? –preguntó Predicador, pensando que no había oído bien.

–Ahora mismo estoy muy bien aquí, y también Chris. Confío en ti, John, y en que serás capaz de ser sincero y decirme si de verdad te parece bien que estemos aquí.

–Paige, jamás te mentiría. ¿Alguna vez lo he hecho?

–No, no me has mentido –Paige se rio–, pero alguna vez me has dado con retraso alguna información.

–Bueno, no tanto. Paige… ¿Christopher pregunta alguna vez por su padre?

–No –Paige bajó la mirada–. Hay algo que me preocupa, John. Entre mi hermano, que es idéntico a mi padre, y Wes, tengo miedo de que la herencia genética de Chris lo convierta en un hombre violento. Es algo que realmente me asusta. ¿Podrías buscar alguna información sobre ese tema?

–Claro que sí, pero creo que tú misma puedes ver que es un niño feliz. De todas formas, no está de más que lo observemos –bebió un sorbo de su copa–. Y Wes, ¿tiene familia en alguna parte?

–No, no tiene a nadie. En realidad tuvo una infancia muy dura. Creció en hogares de acogida y centros de menores –se rio con pesar–. Yo creía que era admirable que alguien que se había criado en unas condiciones tan duras hubiera salido adelante. Pero me fijé únicamente en los aspectos externos, no miré dentro de él. Wes no ha superado su infancia, la lleva dentro de él.

Predicador permaneció durante algunos minutos en silencio, pensando.

–En el ejército tuve un compañero que también había crecido en hogares de acogida. Había tenido una infancia muy difícil, pero era el hombre más encantador que puedas imaginarte. Su infancia le hizo desear una vida más agradable. Esas cosas nunca se sabe cómo terminan. Lo único que pasará será que quizá tengas que esforzarte más en educarlo como es debido –le sonrió de pronto–. Si quieres, puedo enseñarte cómo me retorcía la oreja mi madre…

Paige sonrió. Había tenido muchas conversaciones nocturnas con Jeannie sobre John y Virgin River. El día que Jeannie había visto el oso de Christopher con aquella pata de franela, le había dicho:

–Dios mío, jamás he conocido a un hombre capaz de hacer una cosa así. Esto es increíble.

–Es una de las primeras cosas que me convenció de que debería quedarme. Su forma de tratar a Chris –le había contestado Paige.

–Sí, es increíble –le había dicho Jeannie–, pero no puedes quedarte a vivir allí solo porque trate bien a tu hijo.

–Eso no es todo. También me gusta su forma de tratarme a mí. Es tan tranquilo, tan respetuoso… No sé si es porque es tímido o porque en realidad está haciendo conmigo la buena acción del día y al mismo tiempo está contando los días que faltan para que me vaya…

–Ayúdalo a decírtelo –había respondido Jeannie.

–¿Cómo?

–Has olvidado el arte de coquetear, y no me sorprende. Dile que te encanta estar allí y que él es el principal atractivo. Hazle saber que te hace sentirte muy bien. Sé prudente, pero asegúrate de que entiende el mensaje, de que se dé cuenta de que estás dispuesta a tener algo con él. Si coqueteas un poco y no tiene ningún interés en ti, te lo dejará claro. Y si solo es un problema de timidez, no le asustará.

Paige le insistió entonces a Predicador.

–¿Estás seguro de que te sigue pareciendo bien que estemos aquí?

–No sé qué haría sin vosotros.

–Eso está bien –Paige se terminó la copa, se levantó y le dio un beso en la frente–. Este es el único lugar en el que quiero estar. Y, por cierto, el pelo te queda muy sexy.

Y sin más, dio media vuelta y subió a su habitación. Predicador pensó que iba a desmayarse.

 

 

A final de año, la pesca de salmón y esturión alcanzaba su punto álgido; llegaban montones de pescadores al río. Muchos de ellos habían estado en Virgin River en otras ocasiones y conocían a Jack y a Predicador.

Paige estaba rebosante de felicidad. Servía copas y comidas, recogía las mesas, se reía con los clientes y miraba a Predicador sin disimular su admiración cada vez que coincidían en la misma habitación.

Las conversaciones en el bar giraban siempre alrededor de las capturas, las condiciones del río y el tiempo. Pero también se hablaba de la inesperada captura que había hecho Predicador.

Había un par de pescadores sentados a la barra que estaba atendiendo Jack cuando Paige llevó una bandeja de platos a la cocina.

–Este lugar cada vez tiene mejor aspecto –le comentó uno de ellos a Jack–. Vais a aumentar los clientes con esta nueva ayuda. ¿Dónde ha encontrado Predicador a esa preciosidad?

–Creo que ha sido ella la que lo ha encontrado a él –respondió Jack.

–¿Y no crees que Predicador debería estar un poco más sonriente después de esto?

–Ya conoces a Predicador. No suele expresar sus sentimientos.

En cuanto a Paige, pensaba que John iba respondiendo poco a poco. La besaba en las mejillas y en la frente más a menudo e incluso se habían dado algún abrazo. Continuaban compartiendo conversaciones nocturnas y John hasta se había atrevido a rozarle los labios para darle las buenas noches.

John era lo mejor que le había ocurrido y muy pronto le demostraría que lo que sentía por él no era solo gratitud.

 

 

Jack llevaba tiempo observando a Rick. No esperaba que estuviera relajado en sus circunstancias, pero cada vez lo veía más preocupado, y estaba decidido a no permitir que se enfrentara solo a las consecuencias de su error.

–Tienes el aspecto de un hombre que necesita salir a pescar –le dijo.

–Tengo que trabajar.

–Pero ya sabes que soy un jefe muy benévolo –le dijo sonriendo–. Estoy dispuesto a dejarte salir si me cuentas lo que te pasa.

–Terminarás arrepintiéndote. Tengo tal lío en la cabeza, que ni el mejor psiquiatra del mundo podría ayudarme.

–En ese caso, tienes suerte de contar conmigo. Prepara tus cosas.

Durante el camino hasta el río no abordaron el tema. Llegaron hasta allí, se metieron en el agua y comenzaron a lanzar el sedal. Al cabo de un rato, y tras una pequeña captura, Jack dijo:

–Cuéntamelo, Rick, ¿qué es lo que te corroe?

–Creo que no puedo hablar de ello, Jack. No puedo renunciar a mi hijo.

–Vaya –no estaba preparado para una cosa así, pero debería haberlo estado. ¿Dónde estaba Mel cuando la necesitaba?–. ¿Qué piensas hacer?

–No tengo ni idea. Lo vi en la ecografía, moviendo las piernas. Es mi hijo. No quiero que nadie lo eduque por mí, ¿lo entiendes?

A Jack no le costaba nada comprender sus sentimientos.

–He oído hablar de sistemas de adopción en los que puedes continuar en contacto con tu hijo.

–No sé si sería capaz de soportar algo así.

–¿Y qué dice Liz?

Rick se rio con amargura.

–Ella quiere dejar el instituto y casarse conmigo. ¿Tienes idea de lo difícil que está siendo para ella soportar el instituto?

Jack se sintió de pronto inmensamente estúpido. Hasta entonces no se le había ocurrido pensar en lo terrible que debía de ser para una chica de quince años embarazada ir a clase cada día. Sobre todo en un instituto en el que era prácticamente nueva.

–No sabes cuánto lo siento.

–Intento estar con ella después de cada clase, acompañarla hasta que empieza la siguiente, pero al final termino llegando yo tarde a mis clases y buscándome problemas. Es insoportable –suspiró profundamente–. Lizzie es demasiado pequeña. Antes de que nos metiéramos en todo este lío, no me lo parecía. Era… no sé, no podía quitarle las manos de encima… Era muy fogosa. Parecía que tenía mucha experiencia. Pero no era verdad, ¿sabes? Por lo visto yo soy el primer chico con el que ha estado. Y ahora solo es una niña asustada que no sabe cómo enfrentarse a sus problemas –tomó aire–. Y me necesita constantemente.

–Vaya –dijo Jack–, siento oírte decir eso, Rick. He estado demasiado ocupado con otras cosas y me temo que no he pensado…

–Eh, el problema no es tuyo, ¿de acuerdo? He sido yo el que se ha metido en todo este lío. Si te hubiera hecho caso…

–No te castigues. No eres el primer hombre que se ha acostado con una mujer sin utilizar ninguna clase de protección. Aunque sí de los pocos que dejan embarazada a una chica la primera vez. En eso somos iguales.

–¿A ti también te ha pasado? –preguntó Rick sorprendido.

–Pues sí, a mí también me ha pasado.

–¿Y cuántos años tenías?

Jack miró a Rick a los ojos.

–Cuarenta.

–¿Con Mel? –preguntó Rick asombrado.

–Esto tiene que quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo? No sé si a Mel le gusta que hable de esto. Pero sí, se quedó embarazada la primera vez… La diferencia es que yo soy un hombre de cuarenta años y no me arrepiento de lo que pasó. En mi caso, fue una auténtica suerte.

–En ese caso, si os pasó una cosa así a vosotros, supongo que no debo sentirme tan mal.

–Fue una metedura de pata. Durante toda mi vida he utilizado preservativos, no solo para evitar posibles embarazos, sino también para evitar enfermedades de transmisión sexual. Pero con Mel perdí la cabeza y no tomé ningún tipo de precaución. Pero bueno, Rick, el caso es que esas cosas pasan. Pero por lo menos yo era suficientemente adulto como para poder asumir las consecuencias, y estoy dispuesto a hacerlo. ¿Pero tú? Maldita sea, Rick, no puedo ni imaginarme lo duro que es esto para Liz y para ti.

–Ahora mismo mi vida es de lo más extraña. Estoy en el instituto y tengo que salir a escondidas con la que va a ser la madre de mi hijo. Desde luego, no puedo decir que sea un castigo quedarme a solas con ella, ¿sabes? Pero ni siquiera eso lo hago por mí, es ella la que necesita toda mi atención. Y yo no puedo negarme a tocarla cuando lo necesita, teniendo en cuenta por lo que está pasando.

–Parece que la quieres.

Rick bajó la voz.

–A veces lo único que hace es llorar. Hacemos el amor… yo intento ser amable con ella, abrazarla, hacer que se sienta segura, y cuando terminamos, se echa a llorar. No sé qué más puedo hacer.

–Creo que no deberías pensar en lo que tú quieres, sino en lo que quiere ella.

–Eso es lo que estoy intentando hacer. No sé, a lo mejor le hablo a mi abuela de la posibilidad de que Liz venga a vivir con nosotros. A lo mejor puedo casarme con ella…

–Creo que para eso necesitas un permiso…

Rick sacudió la cabeza riendo.

–¡Vamos a tener un bebé dentro de tres meses!

–Bueno…

–Su familia quiere que renuncie al bebé. Piensan que es lo mejor para él. Pero incluso en el caso de que consigan convencerla, a mí no van a poder convencerme. ¿Sabes lo difícil que me está resultando mantener la boca cerrada?

–Rick, lo siento…

Jack estaba deseando más de veinte cosas en aquel momento. Y la primera era que Rick fuera hijo suyo para poder intervenir en aquel asunto. Comprendía que eran demasiado jóvenes para tener un hijo, pero de todas formas iban a tenerlo y Rick no debería casarse a los diecisiete años. Aun así, no había por qué separar al niño de sus padres. Pero ¿qué otra cosa podían hacer siendo ellos tan jóvenes?

–Tú eres el padre, ¿no tendrías que dar permiso para que pudieran dar el niño en adopción?

–No lo sé. No sé nada de todo esto.

–Deberías hablar con Mel. Ella entiende mucho de todas estas cosas.

–Jack, hay una parte de mí que siente mucho todo lo que ha pasado, que no soporta todo este desastre. Pero hay otra parte que está deseando abrazar a ese bebé que vi en la ecografía, que quiere enseñarle a jugar al béisbol, a pescar… –sacudió la cabeza–. Diga lo que diga la gente, es imposible que nadie pueda estar preparado para el giro que da la vida cuando no se saca el preservativo del bolsillo.

–Desde luego.

–Jack, siento mucho haberte decepcionado.

–No me has decepcionado, Rick. Lamento todo esto por ti, pero no me has decepcionado. Creo que estás enfrentándote a este asunto de la mejor manera. Ahora lo que tenemos que hacer es encontrar la forma de que podáis recuperar vuestra vida de siempre antes de que la situación empeore.

–Jack, ocurra lo que ocurra, creo que me resultará imposible recuperar la vida que tenía antes.

 

 

Jack salió de la cocina y vio a un hombre sentado al final de la barra. Llevaba un sombrero vaquero y en cuanto lo oyó entrar alzó la mirada hacia él. Jack tardó menos de cinco minutos en reconocerlo como el hombre que había estado en el bar cinco meses atrás y había intentado pagarle una copa con un billete de cien dólares que había sacado de un fajo impresionante de billetes, todo lo cual apestaba a tráfico de marihuana. Jack no había querido aceptar su dinero.

Por si eso no hubiera bastado para que se forjara una mala opinión sobre él, poco tiempo después se había presentado en la cabaña de Mel y la había obligado a asistir un parto en una plantación escondida entre las montañas. Esa fue la razón de que nada más verlo le entraran ganas de invitarlo a dar un paseo con él para asegurarse de que no volviera a intentar nada ni remotamente parecido. Pero, en cambio, se acercó a él y le preguntó:

–Una cerveza y un whisky, ¿verdad?

–Buena memoria.

–Nunca olvido las cosas importantes. Pero no quiero que se convierta en una costumbre tener que invitarlo a sus copas.

El hombre buscó la cartera, sacó un billete de veinte dólares y lo dejó sobre la barra.

–Dinero limpio –dijo.

Jack le sirvió las copas.

–¿Cómo le va? –le preguntó. El hombre alzó la mirada rápidamente hacia su rostro–. Encontramos su coche volcado a un lado de la carretera. Era siniestro total. Yo mismo le indiqué al sheriff dónde estaba.

El hombre se bebió el whisky de un solo trago.

–Sí, fue una pena, no tomé la curva a la velocidad que tenía que haberlo hecho. Supongo que fui demasiado rápido. ¿Satisfecho? –preguntó, dejando claro que no quería seguir hablando del tema.

–No del todo. También tuvieron que asistir un parto en un tráiler escondido entre las montañas.

El hombre fulminó a Jack con la mirada.

–Veo que no se puede confiar en la confidencialidad de los médicos.

–La comadrona es mi esposa. Y no quiero que eso vuelva a ocurrir, ¿de acuerdo?

El hombre abrió los ojos como platos.

–Es mi esposa –le repitió Jack–, y no estoy dispuesto a permitir que corra ningún riesgo.

Su interlocutor alzó la cerveza y bebió un sorbo.

–No creo que vuelva a encontrarme en una situación parecida –Jack lo miraba con dureza–. Le aseguro que ella no corría ningún riesgo, pero tiene razón. Supongo que no debería haber hecho una cosa así.

Al cabo de un momento de silencio, Jack sugirió:

–Creo que Clear River sería un lugar mejor que este para tomar una copa.

El hombre le tendió el vaso de whisky vacío.

–Este es un lugar más tranquilo.

Jack le sirvió otro whisky, tomó los veinte dólares y le dio el cambio, indicándole que allí ya no tenía nada que hacer. Se fue después al otro extremo de la barra y se entretuvo limpiándola y ordenando las botellas. Alzó la cabeza al oír que se arrastraba un taburete. Su cliente acababa de levantarse y se dirigía hacia la puerta sin mirarlo. Jack miró hacia la barra y al ver que no había dejado propina, se rio para sí.

Se acercó después a la ventana para echar un vistazo al tipo de vehículo que llevaba. Al ver la camioneta, dedujo que había descendido de estatus. Memorizó el número de la matrícula, aunque sabía que eso no serviría de nada.

Un minuto después, se abrió la puerta y entró Mel. Llevaba la chaqueta abierta y se notaba su vientre abultado. Lo miró con expresión extraña.

–¿Has visto a ese tipo, Mel? –le preguntó Jack. Mel asintió–. ¿Te ha dicho algo?

Mel se sentó en un taburete.

–Me ha mirado de arriba abajo y me ha felicitado.

–Espero que no hayas hablado con él.

–Le he preguntado por el bebé y me ha dicho que tanto la madre como él tienen todo lo que necesitan.

–Mel…

–Ese hombre nunca me ha parecido peligroso. Es posible que haya montones de hombres peligrosos escondidos por estos bosques, pero algo me dice que este no es uno de ellos.