Mel tuvo que trepar por encima del tronco, un tronco con innumerables ramas, lo que representó un auténtico desafío en un momento como aquel. Llevaba el maletín de enfermera colgado de un brazo y el cuello del abrigo subido para protegerse del frío, y tenía que inclinarse para vencer la fuerza del viento. No había avanzado mucho cuando sintió una contracción… no muchos minutos después que la anterior. Pero el primer parto siempre se prolongaba. No tenía ninguna duda de que todavía faltaban horas para que empezara a dar a luz. Después, tendría que estar empujando durante más de una hora. No había que dejarse llevar por el pánico; tenía tiempo más que de sobra. Pero no le hacía ninguna gracia tener que volver a pasar por encima de aquel árbol para llegar de nuevo a la camioneta. Bueno, se dijo, Jack tendría que llevarla en brazos.
Cuando llegó al porche de la cabaña, volvió a ocurrir: otra contracción. Contó, fue mucho más larga.
En cuanto entró, se dirigió inmediatamente hacia el teléfono, antes de quitarse las botas y el abrigo empapado. Levantó el auricular, marcó los números y escuchó. No se oía el tono del dial. El teléfono no funcionaba.
No pasaba nada, se repitió. Comenzó a llorar mientras intentaba calcular mentalmente dónde podría dar a luz, en el caso de que al final a Jack se le ocurriera ir a buscarla a casa. Presionó el interruptor de la luz. Nada. Muy bien, definitivamente, tenía derecho a llorar. Estaba sin luz, sin teléfono y sin médico. Y a punto de dar a luz.
Se sentó a la mesa de la cocina, se llevó la mano al estómago e intentó tranquilizarse. Respiró hondo varias veces. En el caso de que el bebé fuera a nacer en casa, lo único que podía hacer era prepararse. Estaba empapada por culpa de la lluvia. Intentaría medir la dilatación, lo que representaba todo un desafío teniendo en cuenta el volumen de su barriga. Pero antes, buscaría la manera de proteger el colchón, buscaría toallas y sábanas y llevaría el maletín y una palangana a la cama. Si conseguía quitarse las botas, se daría una ducha.
Lo de las botas resultó más difícil de lo que pensaba. Y antes de que se hubiera quitado la segunda, llegó la siguiente contracción.
Una vez superada esa fase, localizó un par de bolsas de basura, las abrió y las extendió sobre el colchón. Encima de las bolsas colocó un par de toallas y la sábana. Encima de la sábana, puso dos toallas más. Sacó después varios cojines del armario que dejó también sobre la cama. Llevó al dormitorio todas las velas que encontró en la cocina y en el cuarto de estar y las dejó encima de la mesilla. En cualquier caso, esperaba no tener que dar a luz bajo la luz de las velas. En medio de todo aquel proceso, llegó otra contracción, y de las fuertes. La obligó a sentarse a los pies de la cama durante varios minutos. Después, fue a buscar las sábanas para el bebé y más toallas.
Cuando por fin terminó, se dirigió a la ducha. Abrió el grifo para que fuera calentándose mientras ella se desprendía de la ropa empapada, se lavaba las manos y esperaba con impaciencia que terminara una nueva contracción. En cuanto terminó, abrió las piernas, se agarró al lavabo para no perder el equilibrio e intentó meter los dedos en la vagina para ver cómo iba el proceso de dilatación. La maniobra resultó condenadamente difícil. Uno, dos, tres dedos y todavía quedaba algo de espacio. Siete centímetros por tanto, estaba ya casi a punto. Comprendió entonces que no iba a poder ir a ninguna parte.
Sacó la mano y justo en ese momento, se deslizó entre sus piernas un chorro de líquido amniótico.
Muy bien. Nada de ducha.
Tiró unas toallas al suelo para recoger la humedad e intentó secarse.
Si estuviera atendiendo ella el parto de alguien, le diría a la madre que continuara andando y que se pusiera después en cuclillas y meciera las caderas de lado a lado. De esa forma utilizarían la gravedad para facilitar la salida del bebé. Pero aquel era un juego muy diferente. Quería compañía, por lo menos la de Jack y, preferiblemente, la de John Stone o la del doctor Mullins.
Un camisón de franela no le pareció lo más adecuado para el parto, así que se puso una de las camisetas de Jack. Se subió la camiseta hasta los senos y se tumbó en la cama, encima de una buena capa de toallas, se tapó con la sábana y esperó que el parto se detuviera durante un buen rato, al menos durante el tiempo suficiente como para que alguien viera la camioneta y el árbol que atravesaba la carretera. O para que alguien intentara llamarla por teléfono y descubriera que la línea no funcionaba.
Sacó el fetoscopio del maletín y escuchó. Los latidos del corazón del bebé continuaban siendo fuertes y regulares.
Gracias a Dios, Jack era muy aprensivo con todo lo relativo a su embarazo y seguramente no tardaría en llegar. Sintió otra contracción y miró el reloj: dos minutos. Esperó y menos de tres minutos después, llegó otra. Otro par de minutos. Oh, Dios, aquel niño iba a salir disparado.
Jack intentó llamar a Mel para asegurarse de que había llegado a la cabaña sin ningún problema, porque la tormenta se había desatado con tanta violencia al poco de que se hubiera marchado, que estaba preocupado. Pero Mel no contestó.
A lo mejor había tardado un poco más por culpa de la lluvia, pensó. Esperó diez minutos más, volvió a llamar y tampoco recibió respuesta.
–¿No contesta? –le preguntó Rick.
–No, todavía no. Me dijo que quería llegar a casa, darse una ducha y meterse en la cama. Supongo que estará en la ducha.
Se acercaba ya la hora de la cena y había una pareja en el bar. Jack les sirvió las bebidas y volvió a llamar. Mel seguía sin contestar.
–¿Es posible que haya desconectado el teléfono? –le preguntó Predicador.
–Seguramente, para evitar que la llame cada diez minutos para saber cómo está.
Paige, que estaba preparando el pan para meterlo en el horno, se echó a reír.
–Jack, si Mel te necesitara, te llamaría.
–Lo sé –respondió, pero volvió a llamar. Nada.
Minutos después, caminaba nervioso por el bar.
–¿Crees que se habrá dormido y por eso no oye el teléfono? –le preguntó Predicador.
–Lo dudo. El dolor de espalda la estaba matando.
–Espero que el dolor del parto no se le concentre en la zona de los riñones –comentó Paige con aire ausente–. A mí me pasó con Chris y fue terrible.
–Si estuviera de parto, se habría dado cuenta –comentó Jack.
–Sí, supongo que sí. Pero yo no me enteré hasta que había dilatado prácticamente del todo.
Jack miró aterrado a Predicador y a Rick. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Mel se había marchado? ¿Una hora? ¿Media?
–Muy bien, voy para allá –dijo Jack–. Vamos, Rick.
–Seguro que está bien –intentó tranquilizarlo Paige.
–Lo sé –respondió.
Pero, mientras lo decía, estaba agarrando la cazadora y corriendo hacia la puerta con Rick pisándole los talones. Jack se sentó en el asiento del conductor de la camioneta de Rick, porque este estaba todavía demasiado afectado por la pérdida de su bebé como para conducir en una situación como aquella. Además, el chico sabía que era inútil discutir con él. Rick le lanzó las llaves, Jack puso la camioneta en marcha, metió la marcha atrás y comenzó a conducir antes de que su protegido hubiera podido cerrar la puerta después de sentarse a su lado.
Los separaban diez largos minutos de la cabaña y en todo momento, Rick estuvo intentando animar a Jack.
–Ella sabe lo que hace –le decía–. No tienes por qué preocuparte. Seguro que si le hubiera pasado algo, te habría llamado.
Jack permanecía en silencio. Conducía a toda velocidad por aquella carretera plagada de curvas. Rick sentía que su propio pánico era cada vez mayor, pero intentaba no demostrarlo.
–Sabes que todo va a salir…
Rick se interrumpió en medio de la frase y Jack frenó con un chirrido de ruedas delante de un árbol caído.
–Dios mío –exclamó mientras abandonaba la camioneta–. ¡Mel!
Encontró la camioneta vacía y buscó restos de sangre alrededor. Buscó después su maletín. No encontró nada, así que saltó el árbol como un loco y corrió hacia la cabaña.
Al entrar, resbaló en el suelo de madera y estuvo a punto de caerse. Tenía la ropa y las botas empapadas de lluvia y barro.
–¡Mel! –gritó.
–Jack –contestó ella con un hilo de voz.
La voz procedía del dormitorio, de modo que Jack corrió hacia allí. La encontró en la cama, apoyada contra unos cojines y tapada con una sábana.
–Ya estoy de parto.
Jack se arrodilló a su lado.
–Ahora me encargaré yo de todo. Te llevaré al hospital.
–Ya es demasiado tarde. No puedo irme ahora. El parto está muy avanzado. Pero puedes llamar a John. Si pudiera venir… –le agarró la mano para soportar otra contracción–. El teléfono no funciona. Vete al pueblo, llama a John y dile que he roto aguas y que tengo una dilatación de ocho centímetros. ¿Crees que podrás acordarte?
–Por supuesto.
Jack corrió hacia Rick y le repitió el mensaje. En cuanto el chico se marchó, regresó con Mel.
–Dime qué tengo que hacer –le pidió.
Mel respiró hondo.
–Muy bien. Escucha, en primer lugar, seca el suelo para que no termines resbalándote. Después, cámbiate de ropa, intenta conseguir algo de luz para esta habitación y ya veremos lo que hacemos. El parto todavía va a tardar un poco. Es posible que para entonces ya esté John aquí –se echó hacia atrás–. Creo que nunca me había alegrado tanto de verte.
Mel retorció el rostro con una mueca de dolor y comenzó a respirar, inhalando y exhalando rápidamente, mientras Jack permanecía a su lado con expresión de absoluta impotencia. Cuando terminó, le dijo a Jack:
–Jack, haz lo que te he dicho.
–Sí, ahora mismo.
Jack corrió a buscar una toalla al cuarto de baño para secar los charcos que había ido dejando en su camino. Allí encontró la ropa de Mel en el suelo, junto a las toallas húmedas. Lo dejó todo en un rincón para despejar el camino hasta el cuarto de baño. Fue después a buscar una fregona a la cocina y secó el rastro de agua que iba desde la puerta de la entrada hasta el dormitorio. Dejó las botas en la puerta y se quitó los vaqueros y la camisa a toda velocidad. Los dejó junto a la montaña de ropa del cuarto de baño, se puso ropa seca y regresó al lado de Mel.
–¿Tenemos más velas? –le preguntó ella.
–No, que yo sepa.
–¿Y linternas?
–Sí, tengo un par de linternas.
–Pues trae la más potente. Si el parto comienza antes de que llegue John, es posible que tenga que iluminarte.
–¿A… a mí?
–Jack, estamos solos tú y yo. Uno de nosotros tendrá que empujar y el otro agarrar al bebé. ¿Qué prefieres?
–Oh –musitó Jack, y corrió a buscar la linterna.
Regresó con la linterna y le demostró a Mel su potencia apuntando directamente a sus ojos. Mel hizo una mueca y Jack la apagó.
Mel se frotó los ojos.
–Dios mío, a lo mejor deberías empujar tú. Yo estoy más tranquila. Sí, definitivamente, voto porque seas tú el que empuje.
Jack se arrodilló al lado de la cama.
–Melinda, ¿cómo puedes ser sarcástica en un momento como este?
–¿Sabes? Es curioso, eres propietario de un bar y en nuestra casa no hay nada de alcohol –dijo casi sin respiración–. Debería haber tomado algo. A veces sirve para retrasar el parto.
–La próxima vez tendremos alcohol a mano.
–Lo dices como si eso fuera a suceder.
–Por mi parte, yo me conformo con hacer los niños, te dejo a ti lo de dar a luz.
–Sí, ya me lo imagino.
Una nueva contracción la obligó a callarse. Intentó respirar, pero las contracciones cada vez eran más fuertes y más largas. Miró el reloj.
–Dios mío –dijo casi sin respiración–. Soy una comadrona patética…
–¿Qué quieres que haga?
–Trae una silla, o algo. Lo único que podemos hacer ahora es atender el parto.
Jack fue al cuarto del bebé, sacó la mecedora y la llevó al dormitorio.
–¿Has chocado contra el árbol? –le preguntó mientras le secaba el sudor de la cara con una toalla.
–Un poco. He tenido una contracción, me he distraído y de pronto lo he visto frente a mí.
–Entonces no ha sido eso lo que ha adelantado el parto…
–No, sospecho que llevo todo el día de parto y no me he dado cuenta. Se me ha concentrado todo el dolor en la espalda.
–Por eso he venido. Paige ha comentado que a veces ocurría.
–Dios la bendiga –musitó Mel.
Se agarró la barriga para soportar una nueva contracción que pareció durar una eternidad. Al final, volvió a relajarse contra los cojines, cerró los ojos y contuvo la respiración.
–Oh, Dios mío, es más duro de lo que parece.
–Dios mío, me gustaría estar en tu lugar.
–Ya somos dos.
Cerró los ojos un instante. Dos minutos después, llegó otra contracción. Jadeó hasta que cedió el dolor. Jack fue al cuarto de baño, humedeció una toalla y le refrescó con ella el cuello y la frente.
–Qué gusto –musitó Mel.
–Tienes que esperar a John –le pidió Jack.
–Estoy haciendo todo lo que puedo.
Jack le tomó la mano y siguió humedeciéndole la frente mientras se sucedían las contracciones.
–No pasa nada, pequeña, no pasa nada –musitaba constantemente–, todo va a salir bien.
Hasta que Mel estalló:
–¡Ya sé que todo va a salir bien! Deja de decir eso.
Sí, a Jack ya lo habían informado sus cuñados de que llegaría un momento en el que, hiciera lo que hiciera, ella lo odiaría.
–Lo siento, Jack. Pero no he sido yo, sino la transición la que ha hablado.
–¿La transición?
–Sí, el niño está cada vez más cerca –cuando pasó la siguiente contracción, le aclaró–: Ya ha cambiado algo, creo que el niño se está moviendo hacia abajo. Estará aquí dentro de…
Pero antes de que hubiera podido terminar la frase estaba casi levantándose de la cama por la necesidad de presionar con todas sus fuerzas. Consiguió contenerse gracias a la respiración. Fueron solo dos minutos, pero dos minutos eran una eternidad en un momento como aquel. Cuando cedió la presión, se derrumbó contra los cojines e intentó recuperar el ritmo normal de la respiración.
–Jack –dijo casi sin aliento–, vas a tener que echar un vistazo. Enciende la linterna e ilumina mi suelo pélvico. Tienes que ver si la vagina está abierta y avisarme si ves que ya está saliendo.
–¿Y cómo voy a saber lo que estoy buscando?
Mel lo miró con los ojos entrecerrados.
–Verás el pelo de la cabeza –le dijo en un tono evidentemente burlón.
–De acuerdo, no te enfades, yo no me gano la vida atendiendo partos.
Mel dobló las rodillas y abrió las piernas mientras Jack la iluminaba con la linterna.
–Vaya –susurró él.
La miró a los ojos y volvió a bajar la mirada hacia sus rodillas. Había palidecido ligeramente.
–Dime cómo está, ¿así? –le preguntó Mel, haciendo un círculo con el pulgar y el índice.
Jack respondió haciendo un círculo más grande que el de Mel.
–Oh, Dios mío –exclamó ella.
Jack apagó la linterna.
–Melinda, quiero que esperes a John…
–¡Estoy harta de que me digas que tengo que esperar a John! Jack, escucha, voy a tener un niño y punto. Y lo que tú tienes que hacer es prestar atención a lo que te diga y ayudarme, ¿lo has entendido?
–Melinda…
Mel lo agarró de la muñeca con tanta fuerza que le clavó las uñas.
–¿Crees que era esto lo que yo quería?
Jack pensó brevemente en la posibilidad de volver a sugerir que intentara esperar. Pero sabía que allí no había ninguna posibilidad de quedarse en un segundo plano. Resistió también la tentación de desviar la mirada hacia la muñeca para ver si le estaba sangrando. Iba a ser imposible hacer entrar a Mel en razón. Pero, en fin, a él siempre se le había dado bien recibir órdenes, y volvería a hacerlo en aquella ocasión.
–Entendido.
–Muy bien, en ese caso, lo que tienes que hacer es extender una sábana a los pies de la cama. Una de esas sabanitas blancas de bebé.
–De acuerdo.
–Ahora, trae el maletín y saca el aspirador nasal, las tijeras y los fórceps. Vamos a necesitar también una palangana para la placenta. Después, ve al baño, remángate y lávate las manos hasta los codos con mucho jabón y el agua todo lo caliente que puedas aguantarla. Sécatelas con una toalla limpia. Cuando vuelvas, la vagina estará mucho más abierta. ¿De acuerdo?
–De acuerdo.
Jack abrió el maletín. Tuvo que sacar un par de cosas antes de que Mel le confirmara que había dado con los fórceps. Lo del aspirador nasal era un completo misterio. Cuando completó aquel proceso, Mel volvió a incorporarse y, con algo parecido a un gemido, empujó otra vez. Se aferró a los muslos y presionó hasta enrojecer. Jack agarró la linterna y le iluminó el suelo pélvico. Oh, Dios. Aquel círculo de pelo que no era otra cosa que la cabeza de su hijo era cada vez más grande. Supuso, y con razón, que no tenía ningún sentido pedirle a Mel que se detuviera.
–¿Cuánto tiempo tenemos? –le preguntó.
–Vamos, ve a lavarte.
–Voy –contestó.
Pero era terrible estar lavándose las manos en el cuarto de baño mientras ella seguía en el dormitorio, gritando, gruñendo y empujando para sacar el bebé. Jack necesitaba decirle que dejara de empujar, pero sabía que solo serviría para enfadarla. Cuando volvió a la cama, alargó la mano hacia la linterna, pero Mel le gritó:
–¡No! ¡No toques eso! Agarra la linterna con una toalla limpia y pásamela.
Jack miró a su alrededor y localizó las toallas al borde de la cama. Le tendió después la linterna. Mel se sentó en la cama, e iluminó hacia abajo.
–Dios mío, Mel –musitó Jack.
Mel ya sabía lo que eso significaba. Se derrumbó contra los cojines y miró el reloj. Había pasado casi media hora desde que Rick se había marchado. ¿Dónde diablos estaba John?
–Está saliendo, Jack –dijo con un hilo de voz.
Jack le quitó la linterna, agarrándola con la toalla.
–Dímelo a mí –colocó la linterna de manera que iluminara la vagina y dijo–: Muy bien, ahora solo tienes que pensar en una cosa.
–¿En dar a luz?
–En dos cosas: en dar a luz y en decirme lo que tengo que hacer.
En la siguiente contracción, Mel se enderezó, se agarró a sus propios muslos y la cabeza del bebé comenzó a salir.
–Santo Dios –exclamó Jack.
Tres empujones más y salió toda la cabeza del niño.
–Jack, busca el cordón umbilical alrededor del cuello del bebé. Es de color violeta y parece una cuerda. Ahh –gritó al sentir una nueva contracción–. Utiliza el índice para ver si notas algo alrededor del cuello. Ahhh…
Justo en ese momento, se abrió bruscamente la puerta de la calle.
–¡John! –gritó Jack–. ¡Ven inmediatamente!
John entró en la habitación empapado, a un paso que Jack juzgó excesivamente lento.
–Ven aquí ahora mismo –le suplicó.
John se acercó para ver al bebé.
–Estupendo, ¿has encontrado el cordón?
–Sí, ¿pero qué demonios tengo que hacer ahora?
John se quitó el abrigo, agarró la linterna y la acercó al bebé.
–Muy bien. Jack, prepárate para agarrarlo, está a punto de terminar de salir.
–¿Pero es que has perdido el juicio? –preguntó Jack al límite de sus fuerzas.
–Está ahí, Jack. Vamos –vio que Mel levantaba las rodillas–. Empuja un poco más, Mel –le pidió.
Mel gimió, empujó y el niño salió.
–Ahora colócalo bocabajo y frótale la espalda.
Antes de que Jack hubiera terminado de hacerlo, el bebé comenzó a llorar.
–Genial –exclamó John, y extendió una sábana sobre el abdomen de Mel–. Buen trabajo. Ahora, túmbalo ahí. Vamos a secarlo.
A Jack le temblaban las manos mientras lo hacía, y también mientras limpiaba el diminuto cuerpo de su hijo. Mel irguió la cabeza para verlo y alargó la mano para acariciarlo. Por un instante. Jack se quedó completamente paralizado. Transfigurado. Antes de cerrar la sábana alrededor del bebé, lo observó maravillado. Era su hijo. Acababa de nacer del vientre de su esposa. Desnudo, sucio y lloroso, y aun así, era lo más hermoso que había visto en su vida. Estaba pensando en lo diminuto que era cuando John dijo:
–Dios mío, Melinda, es enorme, ¿dónde lo tenías metido?
–Oh, me siento mucho mejor.
John por fin se había puesto manos a la obra. En aquel momento estaba palpando delicadamente el útero de Mel.
–Qué mujer. No necesitas puntos.
Presionó el cordón umbilical con las pinzas, le tendió a Jack las tijeras y le indicó por dónde debía cortar. Jack, completamente aturdido ante un acontecimiento que lo superaba, hizo lo que le pedía, liberando al bebé de sus ataduras.
–Buen trabajo –lo felicitó John–. Ahora, déjale el bebé a Mel, Jack. Yo me encargaré de limpiarla y de todo lo demás.
John desapareció en el cuarto de baño mientras Jack levantaba delicadamente al bebé. Mel tiró de la camiseta mientras Jack se lo tendía y posó la mejilla del bebé contra su seno cálido, acariciando con los dedos su perfecta cabeza. El niño dejó de llorar y pareció mirar a su alrededor. Mel miró a Jack un instante y después se concentró completamente en su hijo:
–Vamos, muchachito –lo arrulló–. Ahora tienes que hacer tu trabajo.
Se apretó el pezón para que encajara en la boca del bebé, intentando ayudarlo a mamar. Jack sintió una oleada de emoción. No sabía qué hacer: si llorar, cantar o desmayarse. Se dejó caer de rodillas para estar más cerca de Mel mientras ella acariciaba con el pezón la boca del bebé. Instintivamente, el bebé giró la cabeza, apretó el pezón y comenzó a succionar.
–Vaya, se te da muy bien, pequeñín –exclamó Mel. Miró entonces a Jack y sonrió–. Gracias, cariño.
Jack se inclinó hacia ella, con el rostro muy cerca de la cabeza de su hijo.
–Por Dios, Melinda –dijo casi sin aliento–, ¿qué demonios acabamos de hacer?
Una hora después, llegó la luz y Predicador apareció en el porche de la casa de Jack buscando información. John había ayudado a lavar a Mel y al bebé y después se había encargado, junto a Jack, de cambiar las sábanas. En aquel momento estaba a punto de marcharse y dejarlos solos.
–No tiene sentido que los llevemos a ninguna parte con este tiempo –le explicó a Jack–, los dos están perfectamente. ¿Necesitas un tranquilizante? –le preguntó, riendo.
–Sí, no me vendría mal. ¿No llevas un poco de whisky en ese maletín?
–No, pero creo que no estaría mal que lo hiciera –le palmeó la espalda a su amigo–. Has hecho un buen trabajo, Jack. Estoy orgulloso de ti.
–¿Sí? ¿Qué otro remedio me quedaba? Pero en realidad lo ha hecho todo ella.
–Ahora, enséñale el bebé a su tío. Yo tengo que volver a casa. Y me temo que a ti te va a tocar poner unas cuantas lavadoras.
–Sí, unas cuantas –respondió Jack entre risas.
Jack llevó el bebé al cuarto de estar para que Predicador pudiera verlo.
–¿Has atendido tú el parto? –le preguntó Predicador asombrado.
–Sí, pero te aseguro que no ha sido idea mía.
Predicador sonrió de oreja a oreja.
–Pues parece que lo has hecho muy bien.
–La verdad es que no me han quedado ganas de repetir la experiencia –contestó su amigo, pero sonrió–. ¿Dónde están Paige y Chris?
–Rick se ha quedado con ellos, le he dejado mi pistola. Estaba encantado.
–¿Ah, sí? Pues será mejor que vuelvas con ellos. Y que lo desarmes.
Jack dejó al bebé en la cuna, al lado de Mel, cuyo rostro había recuperado la belleza y la suavidad de sus rasgos. Después estuvo recogiendo toallas, sábanas y ropa por toda la casa. Puso una lavadora, limpió y lo ordenó todo. A las nueve en punto, volvieron a llamar a la puerta. Al abrir, encontró a Predicador, que había vuelto con una botella de whisky.
–John ha dicho que no te vendría mal un sedante.
–Desde luego, pasa.
Fue a buscar un par de vasos mientras Predicador abría la botella. Se sirvieron el whisky y alzaron las copas.
–Felicidades, papá –le dijo Predicador.
Jack se bebió el whisky de un trago y cuando volvió a mirar a Predicador, tenía los ojos llenos de lágrimas.
–¿Sabes? No sabía que Mel tuviera tanta fuerza. Ha sido increíble. He estado observando su rostro, jamás la había visto con tanta fortaleza. Y después, cuando le he tendido el bebé y lo ha colocado en su pecho… –tragó saliva–. Cuando se ha puesto a dar de mamar a nuestro hijo, ha sido como si se trasladara a otro lugar. Dios mío… había tanta paz y tanto amor…
Predicador abrió los brazos, lo abrazó y le palmeó la espalda.
–No he visto nada igual en toda mi vida –susurró Jack.
Predicador agarró a Jack del brazo y lo sacudió suavemente.
–Me alegro mucho por ti, Jack.
Después, se marchó y Jack cerró la puerta tras él con mucho cuidado.
A medianoche, se sentó en la mecedora, al lado de la cama. A las dos de la madrugada, le llevó el bebé a Mel y observó, absolutamente hechizado, cómo le daba de mamar. Hasta que Mel se lo tendió y, somnolienta, le pidió que le cambiara el pañal.
A las cinco de la mañana, repitió el proceso de llevar a su lloroso hijo con su madre, y volvió a contemplar extasiado cómo le daba de mamar. Una vez más, lo cambió y lo lavó. Estuvo después acunándolo cerca de una hora. A las ocho de la mañana, el niño mamó de nuevo y él volvió a cambiarlo. Y todavía no había dormido ni cinco minutos.
A las nueve oyó sierras en la carretera y salió al porche. Desde allí no podía ver lo que estaba pasando, pero comprendió que Predicador había hecho despejar la carretera.
A las doce de la mañana, Mel se levantó de la cama. Jack estaba estupefacto por su capacidad de recuperación.
–Ah –dijo ella–, creo que voy a darme una ducha.
–¿Pero te encuentras bien?
–Claro que sí, me encuentro mucho mejor. Para empezar, ya no me duele la espalda –se acercó a él y lo abrazó–. Gracias, Jack. Sin ti no lo habría podido hacer.
–Pues yo creo que lo habrías conseguido –la recorrió de los pies a la cabeza con la mirada.
–¿Qué te pasa?
–Que después de haberte visto anoche, me parece increíble que puedas estar de pie.
Mel se echó a reír.
–Es increíble que una mujer pueda dar a luz a un niño tan grande ¿verdad? Supongo que todavía no eres consciente de ello, pero has disfrutado de una experiencia maravillosa: ayudar a nacer a tu propio hijo.
Jack la besó en la frente.
–¿Qué te hace pensar que no me doy cuenta?
Mel le acarició la cara.
–¿Has dormido?
–No he podido. Todo ha sido demasiado impactante.
–Bueno, en ese caso, a lo mejor sí te has dado cuenta. Ahora voy a lavarme un poco, después tengo cosas que hacer.
–¿Qué cosas? –le preguntó Jack–. Yo ya he hecho la colada.
Mel se echó a reír.
–Jack, todavía no hemos comido nada, y me gustaría hacer unas cuantas llamadas. Además, tienes que ir al pueblo. He oído sierras mecánicas, ¿crees que podrás ir a buscar la camioneta?
–Ya está enfrente de la cabaña.
Mel sacudió la cabeza.
–Este pueblo es increíble. La gente recibe ayuda sin necesidad de pedirla. Bueno, estoy muerta de hambre, pero antes voy a lavarme un poco.
Cuando salió de la ducha, tenía un cuenco de sopa esperándola.
–¿Estás segura de que puedes quedarte sola? –le preguntó Jack.
–Claro que sí, vaquero –y comenzó a comer.
Jack corrió a hacer varias llamadas de teléfono mientras Paige y Predicador le preparaban todo tipo de exquisiteces para llevar: un guiso de carne, pan, sándwiches, fruta y un pastel, a los que él añadió algunos huevos, queso, leche y zumos. Jack no aguantaba pasar mucho tiempo separado de su mujer y su hijo, así que regresó rápidamente a la cabaña. Encontró a Mel y al bebé durmiendo, avivó el fuego, se sentó en el sofá y apoyó las piernas en la mesita del café. Comenzó a envolverlo entonces un agradable sosiego; era casi como si se hubiera tomado un tranquilizante. La sensación era tan dulce que le parecía estar tocando el cielo.
Un par de horas después, sintió que alguien le acariciaba el pelo y abrió los ojos.
Mel estaba sentada a su lado, con el bebé en el regazo.
–¿Ha comido? –le preguntó Jack.
–La verdad es que no ha parado de comer.
–Pásamelo –le pidió Jack, alargando los brazos hacia el bebé. Lo besó en la frente–. Dios mío, todavía no me lo puedo creer. ¿Sabes cómo me siento? Creo que no he sido tan feliz en toda mi vida. Esto es… esto es lo más grande que me ha pasado nunca –le acarició la mejilla–. Nadie había hecho nada como esto por mí, Melinda.
–Me alegro de saberlo, Jack –contestó Mel riendo.
–Dame un beso –le pidió Jack, y se inclinó hacia ella.
Mel obedeció encantada, dándole un cariñoso y apasionado beso.
–¿Has hecho las llamadas que tenías que hacer?
–Sí. Joey vendrá a verte muy pronto. Espero que no te importe, pero le he pedido que nos deje pasar unos días juntos. Quiero estar a solas contigo –le dijo Jack.
–Me parece bien, por mí como si te quedas conmigo hasta que vuelvas a la Tierra. Pero ¿qué tal van las cosas por el bar? ¿No tenéis que estar pendientes de Paige?
–Ron y Bruce se están turnando. Pero… ¿voy a bajar a la Tierra? Porque yo tengo la sensación de que no voy a dejar de flotar jamás en mi vida.
–Pues sí, sucederá, aunque espero que tarde un poco. Me encanta verte así, tan cariñoso y tan emocionado.
–A mí también me está encantando todo esto.
Después de salir del instituto, en vez de ir al bar, Rick se pasó por la cabaña. Llamó suavemente a la puerta y Mel lo recibió con una dulce sonrisa.
–¿Estás bien? –preguntó Rick.
–Maravillosamente bien –contestó ella con un suspiro. Se llevó un dedo a los labios y le hizo un gesto para que entrara–. No hagas ruido. Ven.
Lo condujo al cuarto de estar. Jack se había quedado dormido en el sofá, con los pies apoyados en la mesa. Mel le hizo un gesto a Rick.
–Dame la cazadora y siéntate.
Rick le tendió la cazadora y se sentó mientras Mel salía del cuarto de estar. Regresó a los pocos segundos con el bebé, lo dejó en brazos de Rick, se agachó a su lado y le pasó el brazo por los hombros.
Rick sostenía aquella nueva vida entre sus brazos, admirando aquella cabeza diminuta. El bebé comenzó a moverse y a hacer unos ruidos deliciosos.
Jack abrió los ojos, pero no se movió. Miró frente a él y vio a Rick sosteniendo el bebé y a Mel abrazándolo. Había una lágrima en la mejilla de Rick.
–Así es como se supone que tiene que ser –susurró el muchacho.
–Y así es como será –respondió Mel, y le dio un beso en la mejilla–, cuando llegue el momento.
Después, se levantó y se sentó en el sofá, al lado de Jack. Este le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra él. Permanecieron todos en silencio durante casi una hora.