Mike Valenzuela tenía un amigo en la sección de libertad condicional que utilizaba como fuente de información cuando era policía. Era una forma excelente de mantener a raya a los delincuentes que habían sido liberados de prisión y estaban de nuevo en la calle. Y, aunque de momento estaba retirado, todavía podía seguir preguntando por alguien que estaba en libertad vigilada. Mike era un policía al que todo el mundo respetaba, era un hombre de extremada confianza.
–Está cumpliendo, va todos los días a Adictos Anónimos –informó Mike a Predicador y a Paige–. Trabaja dos noches a la semana en un comedor social y está intentando encontrar un trabajo estable.
–¿En un comedor social? –preguntó Paige–. La verdad es que me cuesta imaginármelo.
–Te resultará más fácil de lo que piensas. Está cumpliendo con los servicios a la comunidad y ahora solo tiene que presentarse ante el juez una vez al mes. Ah, y está viviendo con una mujer a la que conoció durante el tratamiento.
–Oh, Dios mío –exclamó Paige–. Brie dijo que podía suceder algo así.
–Es algo bastante predecible –dijo Mike–. No se recomienda que establezcan ningún tipo de relación estable durante el primer año de tratamiento, y menos con una persona que también es adicta, pero sucede. Paige, no podemos pensar que se ha olvidado de ti, pero de momento parece haberse concentrado en aliviar su sentencia. Y quizá en otra mujer.
–No me ha llamado ni nada parecido. Tenía miedo de que lo hiciera.
–Yo también. Si se hubiera propuesto cambiar la custodia o hacerte volver con él, sería lógico que te hubiera llamado antes de dar ningún paso. De todas formas, una llamada telefónica puede irritar al juez, pero si se presenta aquí, tendrá que volver a prisión. Creo que la amenaza de la cárcel es suficientemente disuasoria, sobre todo para un hombre que ya ha estado en prisión.
–¿Crees que podemos relajarnos?
–Solo un poco. Me temo que tendrás que continuar alerta, porque volverá a aparecer en cualquier momento. Los hombres como él rara vez abandonan sus obsesiones y no creo que haya cambiado tanto. Pero de momento está muy ocupado. Y es posible que pasen hasta diez años antes de que tengas que volver a enfrentarte a él.
Predicador le pasó a Paige el brazo por los hombros y la atrajo hacia él.
–En cualquier caso, ¿podrás seguir pendiente de él, Mike?
–Por supuesto –le prometió su amigo–. Preguntaré por él semana a semana.
Predicador pensaba que a Paige le aliviaría la respuesta de Mike; era evidente que la información le favorecía. Pero durante toda la jornada se mostró abatida, deprimida. A última hora del día, Predicador la tomó por la barbilla y le hizo alzar la mirada hacia él.
–¿Por qué no estás un poco más contenta, Paige? –le preguntó–. ¿Porque no puedes confiar en Wes?
–Hace tiempo que sé que no puedo fiarme de Wes. Pero lo que me duele es saber que no podré librarme nunca de él y que he traído toda esta locura a vuestras vidas. Oh, John, qué mala suerte has tenido conmigo.
Predicador sonrió y le acarició los labios con los suyos.
–Estoy seguro de que ni tú misma puedes creer que es eso lo que siento. El día que Chris y tú llegasteis aquí fue el más maravilloso de mi vida y no lo cambiaría por nada.
Paige lo abrazó con fuerza.
–¿Sabes que eres el hombre más bueno y más dulce que hay sobre la faz de la Tierra?
Predicador se echó a reír.
–¿Ves? Esa es precisamente la cuestión. Hasta que tú apareciste, solo era un pescador y un cocinero. Y mírame ahora –sonrió de oreja a oreja–, ahora no solo soy el hombre más bueno de la Tierra, sino también el mejor de los amantes.
Eso era lo mejor de John, que podía hacerla cambiar de humor con solo unas palabras. Porque si había algo de lo que estaba segura, era de que John decía siempre lo que pensaba.
–¿Así que eres el mejor de los amantes? –le preguntó, devolviéndole la sonrisa.
–Sí. Y estoy dispuesto a demostrarte que todavía puedo mejorar algo.
Joey fue la primera en llegar cuando el bebé, David, tenía ya cinco días. Después apareció el abuelo Sam, que intentó no imponer su presencia, pero que era incapaz de marcharse. Mike, que todavía tenía la caravana aparcada delante de la cabaña, ocupó el sofá de la caravana y le cedió a Sam su cama. Después fueron llegando una a una las hermanas de Jack y algunas de sus sobrinas. Y no pasaba un solo día sin que alguno de los habitantes de Virgin River se acercara por la casa para dejar un guiso, un pastel o unas pastas. Las visitas y las celebraciones hacían que las semanas transcurrieran a toda velocidad. La única que todavía no había aparecido por allí era Brie, que se estaba ocupando de uno de los casos más importantes de su carrera: un juicio por violación que se había convertido en un circo mediático.
Llegó mayo y con él las flores, el sol y los ciervos. Y el bebé estaba en brazos tan a menudo que apenas necesitaban cambiarle las sábanas de la cuna. Jack estaba comenzando a preguntarse si realmente Mel había estado embarazada, porque se había operado en ella una transformación que resultaba sorprendente. Había perdido ya muchos kilos, gracias al milagro de la lactancia. Su rostro había recuperado su antigua forma y resplandecía de felicidad. Toda ella estaba radiante. Aunque se quejaba de que todavía le faltaba mucho para recuperar su figura, para Jack nunca había estado más atractiva. Idolatraba su cuerpo, sobre todo después de haberla ayudado a dar a luz a su hijo. Su vientre se había ido alisando poco a poco y sus senos estaban llenos, turgentes. Su risa era contagiosa y, cuando daba de mamar al bebé, resplandecía como si tuviera luz propia. Para Jack, era como una visión. Estaba total y absolutamente enamorado.
Y estaba agonizando de deseo. Cortaba más leña de la que necesitaban e intentaba evitar ver a Mel en la ducha. Porque tenía un efecto inmediato sobre él. Se descubría a menudo fantaseando sobre la posibilidad de recuperar aquellos momentos de sexo salvaje que habían compartido al principio de su relación, antes de que él sintiera que tenía que protegerla de la fuerza de su deseo.
Cuando la besaba, cuando Mel abría los labios bajo su boca y él deslizaba apasionadamente la lengua en su interior y gemía mostrando su deseo, ella susurraba contra sus labios:
–Pronto, Jack, dentro de poco no tendremos que esperar.
Pero para él nunca era suficientemente pronto. Se había convertido en un hombre impaciente y egoísta. Después, terminó el juicio de Brie y su hermana fue a visitarlos. Necesitaba descansar para recuperarse de aquel juicio, además de recuperar el vínculo con su hermano, su cuñada y su sobrino. Y aunque Jack estaba encantado de tenerla allí, de ver cómo se estaba recuperando de un juicio que había sido tan difícil como decepcionante para ella y comenzaba a recuperar la ilusión por la vida, en lo único en lo que podía pensar era en que tendría que esperar todavía una semana más.
* * *
Brie descubrió que la vida en la cabaña de su hermano había cambiado en muchos sentidos. La cuna del bebé estaba en el dormitorio de Mel y Jack. A primera hora de la mañana, se le oía moverse y después los susurros tranquilizadores de su hermano y su cuñada. Debería haberse imaginado que Jack se despertaría también en todas las tomas del bebé, y muchas veces, de hecho, era él el que se levantaba y se lo llevaba a Mel a la cama.
Otra novedad era la presencia de la caravana en el claro. Antes del amanecer, a veces Brie salía sigilosamente al porche, se sentaba en una de las sillas de la entrada y escuchaba la suave melodía de la guitarra que llegaba hasta ella desde la ventana abierta de la caravana. Mike no sabía que lo escuchaba, y tampoco era consciente de hasta qué punto la conmovía aquella música. La mano derecha sonaba todavía un poco vacilante, pero con la izquierda tocaba de forma notable. Paraba muchas veces para volver a comenzar y Brie no podía dejar de imaginar que cuando se hubiera recuperado por completo, su música sería maravillosa.
A veces, se reclinaba en la silla, cerraba los ojos e imaginaba que tocaba solo para ella. Mike. Lo había conocido años atrás, justo antes de que Jack saliera hacia la última misión en Irak. Brie estaba entonces recién casada. Lo había visto otra vez en la boda de Mel y Jack, de modo que casi podían considerarse viejos conocidos. Sabía que su verdadero nombre era Miguel y que aunque había nacido en Estados Unidos, continuaba siendo fiel a sus raíces hispanas.
Habían pasado seis meses desde que Brad la había dejado. Pronto estaría preparada para empezar a salir con otros hombres. Pero tendría más cuidado en aquella ocasión. No iba a involucrarse en ninguna relación que implicara un compromiso. Lo sabía todo sobre Mike, llevaba mucho tiempo siendo amigo de su hermano y era un mujeriego consumado. Había estado casado en dos ocasiones y había tenido decenas de novias. Y la verdad era que no le sorprendía. Era un hombre atractivo y sensual. Probablemente las mujeres caían rendidas a sus pies. Pero de momento, ella se limitaría a disfrutar de la música y de la fantasía. Evidentemente, aquel hombre era un veneno.
Brie estaba pasando unos días maravillosos. Había estado con Mel y con el bebé en los bosques de secuoyas, había ido a visitar a sus amigos en Grace Valley, a comprar en las tiendas de la zona y a ver a diferentes personas del pueblo. Mel manejaba el bebé con una facilidad pasmosa, lo llevaba siempre en una tela atada al cuerpo. Y cuando quería descansar un poco, ajustaba los nudos de la tela para que pudiera ponérsela Jack y le tendía a su hijo. La gente de Virgin River estaba empezando a acostumbrarse a ser servida por un hombre con un bebé en brazos.
Una de las noches que estaban cenando en el bar, Mel dejó a Brie y a Mike en la mesa y le tendió el niño a Jack para poder ir al cuarto de baño. Cada vez que Jack tenía al niño en brazos, el orgullo y el amor de padre hacían que su mirada se tornara cálida y suave. Después, cuando observaba a su esposa alejarse de él, su expresión cambiaba. El ángulo de su mirada descendía hasta su trasero y apretaba la mandíbula con fuerza.
–Jamás habría pensado que llegaría un día en el que vería así a mi hermano: casado y con un hijo –le comentó Brie a Mike–. Y parece muy feliz. Aunque a veces lo veo un poco preocupado. A lo mejor siente demasiada responsabilidad.
–No estoy muy seguro de lo que estás viendo –dijo Mike, que acababa de observar el rostro de Jack–. Yo tengo cuatro hermanos casados, y los hombres hablan de estas cosas.
–¿De qué hablan?
En vez de contestar directamente, Mike preguntó:
–¿Cuánto tiempo tiene David en este momento?
–Casi seis semanas, ¿por qué?
Mike sonrió y posó la mano sobre la de Brie.
–¿Por qué no vienes a pescar mañana conmigo? Puedes pedirle a Mel las botas y el equipo. Podemos pasar unas cuantas horas en el río.
Brie sacó la mano de debajo de la suya.
–Gracias, pero Mel y yo íbamos a ir…
–Puedes decirles a Mel y a Jack que vamos a estar en el río unas cuantas horas.
–Pero…
Mike elevó los ojos al cielo.
–Brie, te va a gustar, te lo garantizo.
Brie se inclinó hacia él.
–Mira, Mike, me gustaría que comprendieras algo: he venido aquí para ver a Mel y a Jack, no para…
Mike miró hacia la barra y vio que Mel estaba ya recuperando el bebé.
–Deberíamos dejarlos solos unas cuantas horas. Créeme, no estaba pensando en nosotros, estaba pensando en ellos.
Brie miró a su hermano y a su cuñada. Acababan de darse un beso por encima de la cabeza de David.
–¿Tú crees?
–He visto antes esa mirada. Y te aseguro que si vienes mañana a pescar conmigo, no vas a volver a ver esa mirada nunca más. La mayor parte de la tensión habrá desaparecido. Ya lo verás.
–¿Y si no me gusta pescar? –le dijo.
–Tú solo di que vamos a ir a pescar. Si no te apetece, ya buscaremos algo que hacer.
Brie se inclinó hacia él.
–¿Te llevarás la guitarra? –le preguntó.
Mike contestó con una mirada de sorpresa.
Cuando Mel volvió a la mesa, Brie le dijo:
–Espero que no te importe, pero Mike me ha invitado a salir mañana a pescar. ¿Podrías prestarme tu equipo?
–Claro que no me importa –respondió Mel–. Vaya, no sabía que te gustaba pescar.
–Bueno, van a darme una clase gratis. Dice Mike que pasaremos fuera la mayor parte del día.
–Muy bien, por mí, ningún problema. ¿Nos vamos?
–Sí, claro. ¿A qué hora quedamos, Mike?
–¿Qué te parece a las diez? Le pediré a Predicador que nos prepare el almuerzo.
Cuando las mujeres se fueron, Mike se acercó a la barra.
–¿Puedes ponerme un café? –le pidió a Jack.
–Ahora mismo –respondió él, y le sirvió una taza.
Predicador llevó una bandeja de vasos desde la cocina y la metió debajo de la barra.
–Eh, Predicador, ¿puedo pedirte un favor? –preguntó Mike.
–Claro.
–Mañana voy a llevar a Brie a pescar al río, ¿podrías prepararnos un almuerzo? Algo rico, para que me considere un hombre elegante. Puedes meter también una botella de vino.
–De acuerdo –contestó Predicador sonriendo.
Jack tomó un vaso y lo secó con un trapo.
–¿Estás pensando en conquistar a mi hermana pequeña? Porque acaba de pasar por un mal momento y no necesita…
–No, Jack, no estoy pensando en conquistar a nadie, confía en mí. Pero he supuesto que si la mantenía ocupada durante unas cuantas horas, a lo mejor tú podrías hacer algo con la madre de tu hijo.
Jack lo miró con los ojos entrecerrados mientras Mike bebía un sorbo de café.
–Estaremos fuera hasta la hora de la siesta.
Jack se inclinó hacia su amigo.
–Será mejor que no te atrevas a tocar a mi hermana. Recuerda que sé cómo tratas a las mujeres, y estamos hablando de mi hermana.
Mike soltó una carcajada.
–¿Crees que estoy intentando ligar? Amigo, todo eso pertenece al pasado, te lo prometo. Trataré a Brie como a una hermana, no tienes nada de lo que preocuparte.
–Al pasado, ¿eh? ¿Y eso a qué se debe?
–A tres balas –bebió un sorbo más de café, dejó la taza en la barra y se dirigió a la cocina–. Predicador –le llamó–. Mañana a las diez vendré a por el almuerzo.
* * *
Jack comprendió que tenía menos confianza en poder ganarse las atenciones de su esposa en aquel momento que cuando meses atrás andaba detrás de ella. Se arrepentía, y mucho, de no haberle dicho que quería pasar más tiempo juntos y a solas. Debería haber averiguado antes lo que ella pensaba sobre eso porque, en aquel momento, temía llegar a la cabaña ardiendo de deseo y que Mel le dijera que era demasiado pronto, que todavía no estaba preparada.
Pero Jack no había dicho nada y había optado por la opción más romántica, sorprenderla a mitad del día e intentar seducirla. Ella también sabía que Brie estaría fuera la mayor parte del día, y no era una mujer tímida; podría haber sido ella la que hubiera sugerido que aprovecharan aquella oportunidad, pero no lo había hecho.
¿Cómo podía saber un hombre si su esposa estaba preparada para disfrutar del sexo después de haber tenido un hijo? Sabía que las hemorragias posteriores al parto se habían interrumpido. Y los movimientos de Mel eran cada vez más ágiles. Había dejado de quejarse de estar dolorida y no había vuelto a darse un baño caliente desde hacía varias semanas.
Pero cuanto más cerca estaba de la cabaña, más temía haberse equivocado. Mel tenía una cita con John Stone en menos de una semana para asegurarse de que todo iba bien y, seguramente, querría esperar hasta entonces para poder disfrutar del sexo.
Cuando llegó a la cabaña, la encontró terminando de bañar a David en la cocina.
–Vaya, vaya –le dijo ella, sonriendo–, no suelo verte por aquí a estas horas.
–El bar estaba muy tranquilo.
–En cuanto termine de bañarlo, voy a darle de mamar y meterlo en la cuna –le dijo. Después, comenzó a sonreír y a ponerle caritas al bebé–. Y después me ocuparé de ti.
Una vez más, volvió a besar a David.
Jack salió al porche, se sentó en los escalones y hundió la cabeza. Se sentía como un animal. Como un toro en celo que había estado a punto de arrebatarle la leche a su pobre hijo. No tenía ningún sentido apelar a los derechos conyugales, o esperar la primera oportunidad para aprovecharse de su propia esposa.
Tomó aire y se regañó. Tomaría un café con Mel, pasaría un buen rato con ella, hablando, y esperaría a que estuviera preparada para acostarse con él otra vez. Le preguntaría si estaba esperando la opinión del médico e intentaría tomarse las cosas con calma cuando llegara el momento. Le daría todo lo que necesitaba, y siempre con la mayor amabilidad. Mostrarse demasiado ardiente no era la mejor manera de ganar puntos con su esposa en aquel momento. Mel tenía un bebé en el que pensar.
–¿Qué estás haciendo aquí?
Jack se volvió y la vio en la puerta de la cabaña, vestida únicamente con una de sus camisas. El corazón estuvo a punto de explotarle. Se fijó en sus senos llenos, en sus piernas perfectamente torneadas.
–Ni siquiera te has quitado las botas, Jack. Yo pensaba que habías vuelto a casa para reencontrarte con el cuerpo de tu esposa.
Jack tragó saliva.
–¿Es que es posible? –le preguntó esperanzado.
–Ya estás tardando.
Dicho eso, Mel dio media vuelta y caminó hacia el interior de la casa.
Jack dejó las botas en el porche, la camisa en el cuarto de estar y los pantalones en la puerta del dormitorio.
Encontró a Mel en la cama, apenas cubierta por la camisa. Comenzó a desabrochársela lentamente, pero se detuvo después del primer botón. «Tranquilo, tranquilo», se decía Jack. Era mejor que averiguara antes a lo que se estaba enfrentando. Mel acababa de tener un bebé. Se tumbó a su lado, la besó y le preguntó:
–¿Te parece bien esto? ¿Estás segura?
–Jack, no será exactamente como antes de tener el bebé. Mi cuerpo ha cambiado.
–¿Bromeas? Tu cuerpo me parece increíble. Y después de lo que hiciste, casi te envidio. Idolatro este cuerpo.
Mel se echó a reír a carcajadas.
–¿Sabes todas las cosas que podríamos haber hecho durante los últimos dos o tres meses si no hubiera estado tan embarazada? ¿O si no acabara de tener un bebé?
–Claro que lo sé.
–Pues quiero que ahora vayamos haciendo todas esas cosas, una a una. Hasta que estés muerto de agotamiento.
–¡De acuerdo!
Mel se abrió la camisa para revelar su cuerpo desnudo y Jack devoró aquella imagen con glotonería. Disfrutaba de aquel cuerpo voluptuoso, de curvas redondeadas.
–Ya puedes empezar, grandullón. Me estoy volviendo loca de deseo.
–Melinda –dijo Jack mientras comenzaba a acariciarla–, ¿sabes cuánto me gusta estar casado contigo?
–Shh. Ahora no quiero que me lo digas. Quiero que me lo demuestres.
Mike no había pedido una botella de vino para el pícnic para que Brie estuviera más abierta. Sencillamente, había pensado que sería un detalle agradable, puesto que estaba prácticamente seguro de que no pescarían. Y en eso no se había equivocado. No fueron a pescar, pero condujeron por un bosque de secuoyas y se detuvieron al final del río, donde se ensanchaba la ribera. Mike extendió una manta sobre una enorme roca situada en la orilla y bajo una bóveda de árboles. Y no había mucho más que hacer durante un picnic, aparte de hablar y tocar la guitarra, por insistencia de Brie. Su música era tan rudimentaria que odiaba que ella tuviera que oírla, pero Brie no parecía advertir sus numerosos errores. Lo escuchaba apoyada contra una roca y curvando los labios en una sonrisa. A esas alturas, años atrás, Brie estaría tumbada ya sobre la manta. Pero aquellos años habían desaparecido.
A Mike le resultaba difícil imaginar a aquella mujer tan joven como una de las más duras fiscales de Sacramento. Con los vaqueros, los mocasines y una blusa ataba a la cintura, parecía casi una niña. Llevaba el pelo suelto, una tupida melena oscura que le llegaba casi hasta la cintura. Tenía una piel marfileña que, seguramente, tendría el tacto de la seda.
Brie se estremeció con la brisa y Mike dejó la guitarra. Se acercó al coche, sacó la cazadora del asiento de atrás y se la echó por los hombros. Brie lo miró agradecida mientras la cerraba contra ella. Después, Mike la vio oler el cuero del cuello y sintió que algo se debilitaba dentro de él. Obviamente, hacía horas que había dejado de verla como a una hermana.
–A juzgar por la música, tienes el brazo completamente recuperado –comentó ella.
–Casi –respondió Mike, sentándose de nuevo en la manta–, creo que podré recuperarlo al cien por cien.
–¿Y todo lo demás está bien?
–No todo –contestó, para su propia sorpresa–. De vez en cuando, tengo problemas para encontrar la palabra adecuada y me preocupa el estado de mi cerebro; pero al parecer, soy el único en notarlo, de modo que a lo mejor estoy exagerando un poco. Y después está el disparo en la ingle. Un lugar peligroso.
–Oh –dijo Brie.
Era evidente que no iba a preguntar nada más.
–En realidad, tampoco es algo mortal –dijo.
Además, añadió para sí, siendo ella hermana de Jack, era la última persona que debería preocuparse.
–¿Piensas quedarte en Virgin River?
–¿Por qué no? Mis amigos están aquí. Es un lugar tranquilo, no hay ninguna presión –se echó a reír–. Ya he soportado suficiente presión. He vivido en tu mundo. Cuando estaba en Los Ángeles, trabajaba muchas veces para el fiscal del distrito. ¿Tú cuántos años tienes? ¿Treinta? ¿Treinta y uno? Y te ganas la vida encerrando a gente en prisión.
–A toda la que puedo. Y tengo treinta años. Treinta años y ya estoy divorciada.
–Eh, eso tampoco es tan grave. Y por lo que Jack me ha contado, no tuvo nada que ver contigo.
–¿Qué es lo que te ha contado Jack?
Mike bajó la mirada. Segundo error garrafal. El primero había sido comentar lo del tiro en la ingle. El segundo, hablar de su divorcio. Alzó la mirada.
–Jack me contó que fue Brad el que quería el divorcio, y que estabas destrozada.
–Brad me estuvo engañando con mi mejor amiga –le aclaró Brie–. Me dejó, se fue a vivir con ella y ahora tengo que pagarle una pensión. También tuve que firmarle un cheque por el valor de la mitad de la que era nuestra casa. Y después de todo eso, ¿sabes lo que me dijo? Que esperaba que pudiéramos ser amigos –soltó una carcajada que expresaba todo.
–Siento que te haya pasado por una cosa así. Tú no te lo mereces.
–No sé qué demonios os pasa a los hombres –dijo Brie con evidente enfado–. ¿Cómo es posible que un hombre haga una cosa así?
–Yo por lo menos nunca he hecho nada parecido –dijo Mike casi para sí.
–Pero estoy segura de que has hecho muchas otras cosas.
–¿Sabes, Brie? He cometido tantos errores que apenas puedo contarlos. Millones de errores, para los que no siempre tengo excusa. Y es posible que Brad termine como yo, arrepintiéndose de haberlos cometido cuando ya sea demasiado tarde.
–Teníais que ser los dos policías –dijo Brie con evidente disgusto.
–Ah, vamos, no es solo un problema de los policías. Aunque es cierto que para un policía no es muy difícil ligar. En cualquier caso, si Brad es la clase de tipo que ha demostrado ser, estás mejor sin él.
–¿Crees que tus exesposas están mejor sin ti?
–La verdad es que no tengo ni idea.
–En cualquier caso, es un pobre consuelo.
–Brie, eres una mujer fuerte y brillante. Un hombre capaz de engañar a una mujer como tú no te merece –alargó la mano hacia la suya–. Eres demasiado valiosa para encadenarte a un hombre así.
Brie apartó la mano.
–¿Y por qué fracasaron tus matrimonios?
–Porque fui un irresponsable. Sabía ser un gran amante, pero no amar. Los hombres tardamos mucho tiempo en madurar, o al menos eso creo. Para las mujeres resulta más fácil. Normalmente, maduráis antes de haceros viejas.
–¿Crees que ya has madurado?
–Posiblemente. Cuando se está a punto de morir, tiende a fijarse en las cosas importantes.
–Y si pudieras empezar de nuevo, ¿qué cambiarías?
Mike lo pensó un momento.
–Para empezar, no me casaría tan rápido. No me casaría hasta que hubiera encontrado a la mujer adecuada, hasta que estuviera completamente seguro de mis sentimientos. Jack lo hizo bien, evitó cualquier tipo de compromiso hasta que encontró a la mujer con la que quería casarse. Y también Predicador, aunque no creo que fuera ese su propósito. Es evidente que ellos han encontrado a la mujer de su vida, aunque no haya llegado temprano. Yo no tuve paciencia para esperar –arqueó las cejas–. Admito que fui un estúpido, y no sabes cuánto daría por poder empezar desde cero –se inclinó hacia ella–. Si tuviera una mujer como tú, creo que sería capaz de apreciar lo que tengo.
Brie se echó a reír.
–Dios mío, eres tan obvio… ¡Estás intentando ligar conmigo!
Algunas cosas no cambiaban nunca, pensó Mike.
–¡Dios mío, no! No me atrevería. Te estoy admirando, eso es todo.
–Bueno, pues ya puedes dejar de admirarme, porque no pienso volver a acercarme a otro hombre como tú.
–¿A un hombre como yo?
–Has estado casado dos veces y has tenido cientos de amantes. No me parece precisamente un buen currículum, Mike.
Mike apoyó las manos en la manta y le sonrió.
–Por un momento, he llegado a pensar que te gustaba.
Brie arqueó las cejas.
–No pienso dejarme embaucar por un apasionado de las mujeres –miró a su alrededor–. Este lugar es precioso, ¿por qué no hay más pescadores?
–No es suficientemente profundo para encontrar peces grandes. Este es un lugar al que suelen venir los jóvenes para estar solos. La hierba es suave, los árboles altos y hay muchas piedras detrás de las que esconderse. Además, el murmullo del río apaga cualquier otro sonido. Esa vieja roca en la que estás apoyada ha visto algunas cosas deliciosas.
–Pues lo más delicioso que va a ver hoy es el almuerzo que nos ha preparado Predicador –Brie sonrió.
–Gracias a Dios –respondió Mike bromeando–. Admito que estaba un poco preocupado. Estaba empezando a preguntarme qué pasaría si con el vino y la música comenzaras a seducirme. No sabría cómo…
–¿Cómo librarte de mí? –preguntó divertida.
–Cómo podría evitar que Jack me matara.
–No te lo tomes a mal, Mike, no es nada personal, pero aunque Jack piense lo contrario lo que yo haga es asunto mío.
–Es el problema de los hermanos mayores. Pueden llegar a ser muy irritantes –pero se puso repentinamente serio–. Siento lo del divorcio, Brie. Y lo del juicio. No conozco los detalles, pero Jack me contó que para ti había sido una experiencia terrible.
–Peor que terrible –contestó.
Sacó la melena por encima del cuello de la cazadora y se la echó hacia atrás. Mike se descubrió deseando apartarle algunos mechones de la cara.
–Hay mucha gente peligrosa en las calles. Unos peores que otros. Ha sido muy duro perder… en uno de los juicios más importantes de mi carrera. Se trataba de un violador en serie. Fue absuelto y era culpable. Pero eso no volverá a sucederme.
–¿Qué ocurrió?
–El problema fueron las testigos. Estaban aterrorizadas. No puedo demostrarlo, pero sospecho que las amenazó. Si vuelvo a tener la oportunidad de ir a por él, voy a encerrarlo de por vida.
–Hace falta ser muy fuerte para llevar un caso así –dijo Mike con admiración–. Eres increíble –se levantó y le tendió la mano–. Cuando quieras, puedes volver a intentar romperme el corazón, pero de momento, vamos a volver al pueblo. Tomaremos un café y dejaremos que Mel y Jack pasen otra hora juntos.
–Eso de romper unos cuantos corazones me interesa –contestó Brie, mientras se levantaba.
Pero cuando estuvo de pie, no apartó la mano.
Mike debería haberla soltado y haberse agachado a recoger la manta, pero no le apetecía dejar de sentir aquella mano tan suave entre la suya. Le sonrió.
–Creo que la última vez que sentí algo así al darle la mano a una chica fue cuando tenía trece años. No se te da mal eso de romper corazones.
Aun así, Brie no se apartó. Tampoco ella rompió el hechizo. Finalmente, fue Mike el que la soltó. Recogió la manta y le dijo a Brie mientras la doblaba:
–Gracias por este día, Brie.
–Ha sido un día precioso –contestó ella con una sonrisa sincera–. Parece que no te cuesta mucho encontrar las palabras adecuadas para cada ocasión.
Sin embargo, pensó Mike, no acertaba a encontrar las palabras para describir lo que estaba sintiendo.
Paige salió por la puerta trasera del bar con una bolsa de basura perfectamente atada para evitar que pudiera acercarse algún animal. Cruzó el patio en el que John, Jack y Rick solían aparcar las camionetas. El contenedor de basura estaba detrás de un viejo árbol y lo utilizaban todos los que vivían en esa calle, no solo la gente del bar. Levantó la tapa, pero antes de que hubiera podido tirar la basura, alguien la agarró de la muñeca y la empujó hacia un lado, de manera que no pudieran verla ni desde la calle ni desde el bar. La basura cayó al suelo y Paige sintió algo duro y frío contra la barbilla. Aterrada, fijó la mirada en los letales ojos de su exmarido y comprendió entonces que lo que tenía bajo la barbilla era el cañón de un rifle.
–La verdad es que me lo has puesto fácil –dijo Wes Lassiter–. Pensaba que tendría que perseguirte. Ahora tenemos dos opciones: puedes venir conmigo sin protestar o podemos entrar en ese bar, dejar que pegue unos cuantos tiros y que me lleve a mi hijo.
–Wes –susurró Paige–, Dios mío… no.
–Tú eres la única culpable de esto. Siempre has sabido cómo provocarme, cómo hacerme enfadar. ¡Por tu culpa he terminado en prisión!
–Por favor, Wes –le suplicó–, por favor…
–Adelante, Paige. Sigue provocándome. Ahora mismo solo te tengo a ti, pero pronto podremos estar los tres juntos, y ese estúpido habrá desaparecido de escena.
Paige pestañeó con fuerza. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. En vez de rezar para que John los oyera y saliera, rezó para que no lo hiciera. Sabía que si ella moría, Christopher saldría adelante. John no dejaría que le ocurriera nada. De modo que permitió que Wes la condujera hasta una vieja camioneta que había aparcado detrás del contenedor. La obligó a sentarse en el asiento del pasajero y se puso después él tras el volante.
–Wes –musitó Paige con voz temblorosa. No podía dejar de llorar–. Esto solo va a servir para empeorar la situación. No solo la tuya, sino también la mía.
Wes la miró con los ojos entrecerrados.
–No lo creas, Paige. Por fin voy a conseguir solucionar este desastre.
Giró la llave en el encendido y salió en dirección contraria al bar.
Paige se enderezó en el asiento, pero no vio a nadie en la calle. Tampoco había ningún vecino sentado en el porche de su casa.
Era absurdo intentar razonar con Wes. Aquello superaba a la peor de sus pesadillas. Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que John saliera a buscarla y viera la bolsa de basura en el suelo. Tomó una decisión: saltaría de la camioneta en marcha y, si sobrevivía, saldría corriendo. Pero no lo haría hasta que hubieran salido del pueblo. No lo haría hasta que John tuviera tiempo de ver que estaba ocurriendo algo y pudiera protegerse a sí mismo y a Chris.
Wes no decía una sola palabra. Tenía el rifle en el regazo y se aferraba con fuerza al volante. Descendían por la carretera hacia la autopista, de modo que terminarían yendo a alguna de las ciudades en las que solían comprar provisiones para el bar: Garberville, Fortune o Eureka. Si no se detenían allí, podían llegar incluso hasta el sur de Los Ángeles.
Se cruzaron con muy pocos vehículos, y con ninguno que Paige reconociera.
Al cabo de diez minutos de conducir en silencio, Wes tomó la salida de Alderpoint y giró de nuevo en dirección a Virgin River. Aquella carretera no pasaba directamente por el pueblo, pero lo rodeaba. Por lo menos, así podía saber más o menos dónde estaba.
Con un movimiento nacido de la desesperación, Paige agarró la manilla de la puerta e intentó abrirla. Buscó el seguro con la mirada, al tiempo que empujaba la puerta, pero no pudo abrirla. Levantó el dispositivo que había al lado de la ventanilla, lo bajó y lo subió mientras continuaba tirando de la manilla, pero no consiguió nada.
Wes la agarró con fuerza y Paige se volvió aterrada hacia él. El ceño de Wes terminó disolviéndose en una sonrisa.
–Paige, ¿de verdad piensas que soy tan estúpido?
Paige tragó con fuerza y preguntó:
–¿Estás dispuesto a dejar a un hijo sin su madre?
–Por supuesto –respondió Wes con una calma mortal–. Pero no hasta que me asegure de que voy a dejarle también sin un posible padrastro.
–Dios mío –se lamentó Paige con un hilo de voz–. ¿Por qué, Wes? ¡John no te ha hecho nada!
–¿Que no me ha hecho nada? Solo ha alejado a mi familia de mí. Ha puesto a mi familia en mi contra.
–No –replicó Paige, sacudiendo la cabeza–. No es eso lo que ha pasado. Fui yo la que se marchó de casa.
–Por supuesto que sí, Paige. Y si no hubiera sido por ese tipo, todavía estarías huyendo. Habrías seguido huyendo hasta que yo te encontrara. Pero lo que hiciste al final fue divorciarte de mí y enviarme a prisión. Todo es obra de ese tipo. Tanto tú como yo sabemos que no tienes valor para hacer algo así –volvió la cabeza hacia ella y sonrió–. Sabes además que vendrá a buscarte. Y tampoco me importaría hacerme cargo también de ese otro… Sheridan.
Algo explotó entonces en el interior de Paige. Parecía crecer dentro de ella, desde lo más hondo de su corazón. La idea de que aquel peligroso lunático sin conciencia pudiera hacerles algo a John o a su hijo bullía en su interior. La rabia fue dominando al miedo.
–Te vas a pudrir en el infierno –susurró.
Pero Wes no pudo oírla. Se lo impidió el ruido del motor de aquella vieja camioneta.
Cuando Brie y Mike entraron al bar, estaba desierto, pero oyeron a Predicador en la cocina. A pesar de la distancia, se notaba que estaba enfadado. Mike corrió hacia allí y lo encontró caminando nervioso, con el teléfono en la mano y hablando a toda velocidad. Predicador no era un hombre muy hablador y cuando hablaba, lo hacía siempre despacio y en un tono tranquilo. Pero no era ese el tono que estaba empleando en aquel momento. Antes de que pudiera oír de qué estaba hablando, lo oyó decir:
–Mike acaba de llegar. Vamos.
Colgó el teléfono y miró a Mike.
–Ha pasado algo. Paige fue a tirar la basura al contenedor y ha desaparecido. La bolsa de basura está en el suelo, pero ella no ha vuelto. Tengo a Chris durmiendo en el piso de arriba y no puedo marcharme. He llamado a Jack, viene ahora hacia aquí.
–¿Has llamado a casa de Connie? ¿Al médico?
–Sí, y no está allí.
–¿Cuánto hace que salió? –preguntó Mike.
–Unos quince minutos más o menos. Debería haber salido antes a buscarla, pero estaba amasando y he pensado que no la había visto subir a nuestra habitación. Ahora quiero salir para ver si…
–Muy bien, yo te acompañaré. Brie, quédate con Chris.
–Ha tenido que pasarle algo –se lamentó Predicador, sacudiendo la cabeza–. Esto no es normal. Paige nunca haría algo así. Siempre me dice adónde va.
Mike y Brie se miraron a los ojos. Brie frunció el ceño.
–Tengo que hacer una llamada.
Predicador se dirigía ya hacia la puerta.
–¿En qué estás pensando? –preguntó Mike a Brie.
Brie lo miró a los ojos.
–Esto tiene muy mala pinta, como el propio Predicador ha dicho. Vamos, date prisa. Pídele a la gente del pueblo que te ayude a localizarla. Yo haré un par de llamadas, a ver si puedo enterarme de algo.
Mike corrió hacia su camioneta, abrió la guantera y sacó la pistola. Se la enfundó en la cintura y alcanzó a Predicador en la calle. Para cuando llegaron a casa de Joy y de los Carpenter, ya había dos mujeres llamando puerta a puerta, así que pudieron regresar al bar.
–En todas las casas a las que llaméis, preguntad si han visto u oído algo anormal, si han visto pasar por el pueblo algún vehículo desconocido –instruyó Mike a sus ayudantes antes de marcharse.
Cuando volvieron al bar, encontraron a Jack saliendo de la camioneta seguido por Mel, que llevaba al bebé en brazos. Rick apareció en aquel momento por la puerta de la cocina. Acababa de llegar del instituto y llegaba dispuesto a incorporarse al trabajo.
Entraron todos en el bar y encontraron a Brie detrás de la barra, con expresión sombría.
–La oficina del fiscal del distrito se ha puesto en contacto con la policía de todos los pueblos de la zona. También están intentando localizar a Lassiter en Los Ángeles. He informado de la desaparición de Paige. A lo mejor conseguimos aclarar algo con un par de llamadas. Mientras tanto, veamos si la podemos localizar aquí.
–Sé que ha sido él –musitó Predicador, casi sin aliento–, estoy seguro…
–No sabemos si ha estado aquí, Predicador –dijo Brie.
–Es lo único que puede haber pasado. Paige jamás desaparecería de esta manera. Su coche está aquí, por el amor de Dios. Y también se ha dejado el bolso, ¡y a su hijo!
–No tenemos ninguna prueba de que haya cometido algún delito. Todavía –dijo Brie.
Metió la mano en el bolso y sacó una pistola.
–Vosotros deberíais volver a recorrer el pueblo. Llamad a las granjas y los ranchos de la zona desde el teléfono de Connie y del médico para mantener la línea libre. Alguien debería mirar también en la iglesia. Con mucho cuidado –añadió–. Mel y yo nos quedaremos aquí con Chris.
–¿Vas armada? –preguntó Mike, dando un paso hacia ella.
–Sí, ya lo has visto. Y sí, sé cómo usar una pistola y no me da miedo hacerlo.
Predicador estaba ya en la puerta cuando Jack le preguntó a su hermana:
–¿Crees que es necesario que vayas armada?
–En mi trabajo es normal estar bajo amenaza –le explicó Brie–. La gente a la que persiguen los fiscales muchas veces es violenta, peligrosa. Además, recuerda que ya no vivo con un policía…
–Brie…
–Ahora no, Jack.
–Sí, tienes razón –respondió frustrado.
La idea de que su hermana pequeña pudiera sentirse amenazada solo servía para añadir más tensión a la que ya estaba sintiendo. Estaba completamente de acuerdo con Predicador en que allí estaba ocurriendo algo malo. Paige se había relajado un poco, pero era raro que se separara de Predicador. Solo habían pasado ocho semanas desde que Lassiter había salido de la cárcel.
Jack fue a casa del médico para llamar a Jim Post, que vivía en la carretera que iba desde Virgin River hacia Grace Valley, por si era necesario extender la búsqueda. Jim había trabajado clandestinamente para la Agencia Antidrogas antes de retirarse y casarse con June Hudson y tenía mucha información sobre las plantaciones que había entre las montañas.
Pasó una hora y seguían sin saber nada de Paige. Pero no tardaron en recibir una mala noticia vía telefónica. Un par de llamadas sirvieron para informarlos de que Lassiter había volado desde Los Ángeles a Eureka el día anterior. No podía llevar un arma de fuego, a menos que la hubiera camuflado en la maleta, pero había alquilado un coche. Y aquella mañana habían robado una camioneta en Fortune. Un granjero había denunciado el robo de su camioneta. En ella había un rifle.
–La ha secuestrado –dijo Predicador–. Se la ha llevado con él.
–Si eso es cierto y ha sido él el que ha robado la camioneta, es posible que intente recuperar el coche que había alquilado. Seguramente lo habrá dejado cerca de la granja –dijo Brie–. La policía de Fortune ha ido inmediatamente hacia allí.
Predicador se dirigió en silencio a su dormitorio, sin mirar a nadie. Cinco minutos después, volvió con un par de chalecos, rifles y unas pistoleras. Llevaba también cazadoras y linternas; estaba a punto de oscurecer y pronto empezaría a hacer frío. Y, con información o sin ella, él estaba preparado para entrar en acción.
Mike fue a su coche y regresó con su propio rifle y un chaleco antibalas.
Jack sacudió la cabeza y salió para sacar todo lo que había cargado en su propia camioneta. Mientras la cargaba en la cabaña, intentaba decirse que Paige aparecería, que la encontrarían tomando el té en el porche de Lydie Sudder, disfrutando de los últimos rayos del sol. Pero Predicador no era un hombre que tendiera a exagerar y él también había intuido desde el primer momento que era más que posible que estuviera ocurriendo algo malo. De modo que quería estar preparado. Al verlo guardar el equipo en la camioneta, Mel lo había mirado con los ojos abiertos como platos.
–Por el amor de Dios, ¿no te parece que estás exagerando?
–Ojalá esté exagerando –había sido la respuesta de Jack.
Cuando volvió al interior del bar, Rick estaba poniéndose uno de los chalecos de Predicador, que, por cierto, le quedaba enorme.
–Dime cuál es el plan –le preguntó Jack a Predicador mientras se ponía otro chaleco.
–Lo siento, Jack. Ahora mismo no se me ocurre nada. Lo único que sé es que tengo que encontrarla.
–Muy bien. En ese caso, veamos cómo está la situación en este momento. El sheriff, la policía de tráfico y el Departamento Forestal tienen la descripción de los vehículos y de Paige. Controlarán todas las carreteras, así que nosotros podemos concentrarnos en los bosques. Esperaremos a Jim Post, él conoce muy bien toda esa zona, mejor incluso que yo. Buscaremos en todos los campamentos, preguntaremos por cualquier movimiento extraño…
–A estas alturas ya puede estar muy lejos –lo interrumpió Rick.
–No, no creo que ande muy lejos –contestó Predicador–. No puede haber ido muy lejos con Paige. Paige ha cambiado desde que no está con él. Ya no es la mujer de antes. Ese presumido con su casa de tres millones de dólares no va a volver a Los Ángeles, a un agujero miserable, con la mujer que considera suya. Si ha ido a buscarla ha sido para secuestrarla. Estará escondido en alguna parte, y dispuesto a hacer cualquier animalada.
–Es posible que Predicador tenga razón –dijo Mike–. Rick, necesitamos mapas de los condados de Trinity y Humboldt. Ve a la tienda de Connie a buscarlos. Trazaremos un recorrido y seleccionaremos unos cuantos puntos. Jack, consigue un par de cajas de botellas de agua.
–Hecho.
–Predicador, ¿tenemos alguna fotografía de Paige? A lo mejor en su cartera…
–Iré a ver –respondió Predicador inmediatamente.
Todo el mundo se puso de nuevo en movimiento. Cuarenta minutos después, estaban todos armados y estudiando los mapas cuando llegó Jim Post. Estaba revisando el plan de búsqueda cuando sonó el teléfono de la cocina. Brie fue a contestar y regresó al bar con expresión sombría.
–Me temo que no son buenas noticias. Han encontrado el coche alquilado. Eso significa que es el exmarido de Paige el que ha robado la camioneta.
Predicador fue a buscar a Mel, que sostenía nerviosa a David en brazos.
–Mel, Chris está a punto de despertarse de la siesta. ¿Puedes quedarte con él e intentar distraerlo?
–Claro –contestó ella. Posó la mano en el rostro de Predicador–. Todo va a salir bien.
Predicador cerró los ojos un instante.
–De momento las cosas no van nada bien, Mel.
–¿John? –se oyó una vocecita en el marco de la puerta de la cocina.
Era Chris, con su juguete favorito, el oso al que Predicador le había puesto la pata de franela.
–¿Qué pasa, John?
Predicador esbozó una sonrisa y levantó al niño en brazos.
–Nos vamos a cazar, pero no tardaremos.
–¿Y mamá?
Predicador le dio un beso en la mejilla.
–Ahora vendrá. Ha tenido que ir a hacer unos recados. Y mientras nosotros estamos de caza, tú te quedarás con Mel y con Brie.
* * *
Wes iba hablando mientras conducía. No miraba a Paige, y su expresión era salvaje, como si estuviera buscando algo que no terminaba de encontrar. Ella se preguntaba si aquella mirada respondería al efecto de las drogas o si se habría perdido en aquellas montañas en las que tenía la sensación de estar dando vueltas en círculo. Tomaba una carretera y daba de pronto media vuelta para buscar un nuevo desvío. Hablaba continuamente y Paige escuchaba con atención.
Se enteró así de lo mucho que odiaba Wes la vida que llevaba en Los Ángeles. La mujer con la que estaba era solamente un medio para conseguir un fin, una casa en la que poder quedarse. No estaba dispuesto a seguir presentándose ante la policía, ni a ir a esas reuniones estúpidas día tras día, pero sabía cómo seguirles el juego. Y cómo engañarlos.
–Cada cierto tiempo me hacen análisis de orina, ¿lo sabías? –se echó a reír–. Pero hay muchos lugares en los que conseguir una orina sana.
Y fue entonces cuando Paige comprendió que había conseguido engañarlos durante dos meses. Dos meses durante los cuales había continuado consumiendo droga.
Paige no respondía. Escuchaba y observaba. El sol comenzaba a ocultarse. Aunque estaban en mayo, hacía frío en medio de los bosques y comenzó a temblar. No tenía la menor idea de dónde estaban.
–¿Tienes idea de lo que es estar en prisión? –Wes se volvió bruscamente hacia ella–. ¿Has visto alguna vez una película sobre cárceles, Paige? Pues la cárcel es peor que lo que puedas ver en cualquier película.
Paige alzó la barbilla hacia él, preguntándose si le habrían pegado, pero obviamente, no dijo nada.
–Todavía no me puedo creer que me hayas hecho una cosa así. ¡Es increíble! Te lo di todo. ¿Alguna vez te imaginaste que podrías llegar a vivir en una casa como aquella? Te saqué de un estercolero para llevarte a una casa decente, para llevarte a un lugar con clase. Te pagué todo lo que necesitabas.
Y así continuaba y continuaba. Mientras lo escuchaba, lo primero que pensó Paige fue que su discurso era tan delirante que resultaba aterrador. Estaba convencido de que una casa elegante justificaba cualquier clase de maltrato.
Pensó después en John, en su amadísimo John. Recordó lo que le había contado sobre el miedo, cómo le enseñaban en el ejército que tenía que fingir valor. Todo su cuerpo parecía temblar mientras crecía su enfado. No iba a permitir que un loco como aquel la separara de su hijo y del hombre al que amaba.
Otra de las cosas que pensó fue que Wes no había vuelto a mencionar a Christopher. Él nunca había querido tener hijos, no quería saber nada de niños. Mientras estaba embarazada, no mantenía relaciones sexuales con ella. Era como si la llegada de un niño hubiera interrumpido algo. Su relación tenía que ser únicamente de ellos.
Paige debería haberse imaginado que el motivo de muchas de aquellas palizas era hacerle perder el bebé. Era un milagro que Chris hubiera sobrevivido.
Wes condujo por una carretera en espiral que terminaba en lo alto de un pequeño montículo. Desde allí se veían la carretera por la que habían subido y la otra carretera con la que conectaba. Distinguió en ella una camioneta que desapareció al otro lado de la montaña.
–Aquí estaremos bien –dijo Wes mientras aparcaba la camioneta y apagaba el motor.
–¿Bien para qué?
Wes se volvió hacia ella y posó la mano en su mejilla. Paige se estremeció al sentir aquel contacto.
–¿Por qué no te vas? –le preguntó Paige en un suspiro–. Si no quieres enfrentarte de nuevo a los tribunales o a la posibilidad de terminar en prisión, ¿por qué no te marchas? Tienes dinero, Wes. Si quisieras, podrías irte muy lejos.
–No tienes mucha idea de lo que es la libertad condicional, ¿verdad, Paige? –preguntó Wes con una carcajada amarga–. Me han confiscado el pasaporte. Además, cuanto más pienso en nosotros, más claro tengo que es preferible acabar así –esbozó una media sonrisa, buscó bajo el asiento y sacó una cinta de esparadrapo–. Vamos, Paige.
Jack, Predicador, Jim Post, Mike y Rick salieron a las cuatro, una hora después de la desaparición de Paige. Dejaron un mapa en el pueblo en el que figuraban los puntos que Jack había marcado también en su mapa. Rodearían en círculos cada vez más anchos el perímetro de Virgin River. Si no encontraban nada, pensaban volver a peinar todo el pueblo más adelante, y así seguirían hasta que Paige apareciera. Ninguno de ellos estaba dispuesto a renunciar.
Salieron del pueblo en dos camionetas y condujeron hacia el norte, hacia las montañas. Aparcaron en la carretera y comenzaron a caminar entre los árboles, buscando cualquier posible pista.
Cada vez que pasaban por delante de una casa o se cruzaban con un vehículo, mostraban la fotografía de Paige y hacían una rápida descripción de la camioneta robada y de Wes Lassiter.
Cuando regresaron a Virgin River a las ocho de la tarde, encontraron preparados a Buck Anderson y a tres de sus hijos. Estaban también Doug Carpenter, Fish Bristol, Ron y Bruce y algunos otros hombres. Todo el mundo estudió el mapa y se dirigieron después hacia la autopista treinta y seis con intención de adentrarse en las montañas del condado de Trinity. Brie los informó de que ni la policía de tráfico ni el departamento del sheriff habían encontrado nada.
Mientras la mayoría de la gente continuaba el recorrido marcado, Jack, Predicador y Jim se detuvieron en Clear River. Mientras Predicador y Jim hablaban con la gente de la calle, Jack se dirigió a un bar en el que trabajaba una camarera con la que había estado saliendo antes de que Mel entrara a formar parte de su vida. Advirtió rápidamente que se le iluminaron los ojos al verlo. Charmaine era una mujer adorable, tenía diez años más que él y era una de las personas más buenas que había conocido.
–Hola, Jack, cuánto tiempo…
–Charmaine –la saludó–, esta no es una visita de cortesía. Ha desaparecido una mujer del pueblo y se sospecha que la ha secuestrado su marido, un maltratador que acaba de salir de prisión. La mujer se llama Paige y trabaja en la cocina del bar.
–Dios mío, Jack, es terrible.
–Todo el mundo la está buscando. ¿Puedo pedirte que les des la información a todas las personas que pasen por el bar?
–Desde luego.
Jack le describió la camioneta y al exmarido de Paige. Le explicó también que era muy probable que Wes la hubiera secuestrado y ella no se atreviera a huir.
–Se lo diré a todo el mundo –le prometió Charmaine.
–Gracias –comenzó a dar media vuelta, pero se giró de nuevo hacia ella–. Me he casado.
–Sí, ya me he enterado. Enhorabuena.
–Y he tenido un hijo hace seis semanas.
Charmaine sonrió.
–Entonces es que la cosa ha ido bien.
Jack asintió.
–Si no hubiera ido bien, no tendrías perdón –añadió ella.
–Tienes toda la razón. Charmaine, todo lo que hagas en este caso, lo consideraré un favor personal.
–No voy a hacerlo por ti. Aquí siempre ayudamos a quien lo necesita. Apuesto a que hace mucho frío en las montañas, aunque ya estemos casi en verano. Espero que esa pobre chica esté bien.
–Sí, yo también.
Cuando Jack salió, un hombre con cazadora y sombrero vaqueros y una sombra de barba que había estado observándolo desde la barra se acercó a Charmaine.
–¿Qué quería?
–¿Quieres que hablemos? –le preguntó Charmaine con una sonrisa mientras secaba la barra–. Probablemente ya lo has oído: ha desaparecido una mujer de Virgin River, se sospecha que puede haberla secuestrado su exmarido, que acaba de salir de la cárcel. Es posible que conduzca una camioneta robada, una Ford del 83 color canela.
El hombre se terminó la cerveza, dejó un billete de diez dólares encima de la barra, se llevó la mano al sombrero y salió del bar.
Paige comprendió en aquel momento lo que estaba pasando. Wes la obligó a sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en un árbol, le ató las manos y los tobillos y le puso un esparadrapo en la boca.
–Parece que te sienta bien, Paige. Por lo menos así no puedes hablar.
Después, durante casi una hora, se sentó en el suelo, no lejos de ella, y estuvo hablándole de lo decepcionante que había sido su vida, de la dureza de su infancia y del tiempo que había pasado en prisión, que describía como si hubiera sido una eternidad. Tenía también muchas quejas sobre su matrimonio. Al parecer, la culpa de todos sus conflictos la había tenido ella, que con su actitud conseguía sacarlo de sus casillas y casi lo obligaba a pegarle. Pero hablaba muy lentamente, con la calma y el estoicismo de un suicida.
Estaba convencido de que John iría en su búsqueda, y quizá también Jack. No estaban lejos del pueblo. Desde aquel lugar se podía ver cualquier vehículo que se aproximara. De hecho, había dejado la camioneta en lo alto de la colina, a plena vista, cerca de donde ella estaba sentada, con las luces encendidas. Se había escondido entre los árboles, desde donde podría observar la llegada de sus rescatadores. Quizá pensaba matar a John, después a ella y suicidarse.
–He decidido acabar con esta farsa –le dijo él–. Tú ganas –sonrió.
Aunque Paige no podía hablar, nada podía impedirle pensar. Y lo que pensó fue que su exmarido no tenía la menor idea de lo que John y sus amigos podían llegar a hacer. No solo eran más fuertes que él, sino también más inteligentes. Cerró los ojos y rezó para que en aquella ocasión pusieran en juego toda su inteligencia.
Para cuando comenzó a salir la luna, la partida la conformaban ya más de veinte hombres. Muchos comenzaban a cuestionar lo sensato de adentrarse en plena noche en el bosque cuando Paige podía estar ya en San Francisco o incluso de camino hacia Los Ángeles. Y si su exmarido la había retenido en el bosque, resultaría imposible localizarla.
–¿Tienes miedo de no encontrarla? –le preguntó Rick a Predicador.
–Tengo miedo de encontrarla cuando ya sea demasiado tarde –contestó él.
Un hombre que respondía al nombre de Dan había estado tomando una copa en el bar de Clear River en el que trabajaba Charmaine y había oído que estaban buscando una camioneta que él creía haber visto aquella tarde. Probablemente había más de una camioneta que respondía a aquellas características en la zona, pero en la que él había visto iban un hombre y una mujer. El hombre se aferraba con fuerza al volante y su mirada era nerviosa. Dan era un hombre acostumbrado a observar y se había fijado en ellos antes incluso de haber oído hablar de la sospecha de secuestro.
Dan era un conocido cultivador de marihuana de la zona. Con el tiempo, había entablado amistad con algunos hombres que se dedicaban a lo mismo que él. Constituían un grupo muy unido; habían sabido ganarse poco a poco la confianza entre ellos, pero jamás revelaban al otro el lugar en el que tenían sus plantaciones.
La mayor parte de los hombres vivía en el mismo lugar en el que tenía su plantación, pero Dan prefería contratar ayuda para vigilar sus cultivos. De esa forma tenía libertad para moverse cuando le apetecía y no estaba atado a un solo lugar. Eso le permitía cultivar en más de un lugar alrededor de los tres condados. Además, vivía en otra parte, lejos de todos aquellos tipos cuya confianza tanto le había costado ganarse.
No se ofreció a unirse a la búsqueda, eso podría haberle supuesto algún problema, y tampoco mencionó que había visto la camioneta. Pero había estado en ese bar de Virgin River en algunas ocasiones y había visto a la cocinera. Además, la mujer del dueño del bar, la comadrona del pueblo, le había hecho un favor en una ocasión. Una mujer que trabajaba para él lo había sorprendido diciendo que estaba a punto de dar a luz y él había decidido que era mejor conseguir ayuda. Al final, había sido una gran idea, porque sin la ayuda de aquella mujer el niño no habría sobrevivido. No mucho tiempo atrás había vuelto a encontrarse con la comadrona y ella había sido muy amable con él.
Dan había pasado mucho tiempo recorriendo aquellas montañas y conocía la zona. Decidió buscar en lugares que seguramente otros ni siquiera conocían. Si aparecía algo, quizá podría devolver un favor. De forma completamente anónima.
Sabía mejor que nadie cómo esconder una camioneta en las montañas. No siempre iba armado, pero en aquella ocasión, lo haría. Si el exmarido de aquella mujer era un hombre peligroso, la cosa podía ponerse muy fea. La noche era oscura, pero sabía perfectamente hacia dónde se dirigía; mantenía la linterna a una intensidad media y apuntando hacia el suelo. Aquella mujer, la cocinera, parecía una joven amable.
La luna comenzaba a elevarse en el cielo cuando se encontró con la camioneta y con la mujer. Una mirada la bastó para comprender que aquella era una situación peligrosa. ¿Qué sentido tenía tener a una mujer atada contra un árbol e iluminarla con los faros de una camioneta, a no ser que estuviera tendiendo una trampa a sus perseguidores? Pensó que a lo mejor estaba muerta, pero entonces la vio moverse. La mujer alzó la cabeza, se estremeció y la apoyó contra el árbol. Estaba viva, sí, pero aquello continuaba siendo una trampa. Por lo que podía ver desde allí, no había nadie junto a ella. Miró en el interior de la camioneta y en la parte de atrás. Nadie.
Guardó la linterna en el cinturón y retrocedió por la carretera hasta que llegó a una curva y comenzó a subir. El lugar que mejor vista le ofrecería sería justo enfrente de ella. Cuando llegó al final de la pista y se dispuso a subir, se enfrentó a dos grandes desafíos: no podía utilizar una linterna y aquello estaba negro como la boca del lobo, y además, no podía arriesgarse a tropezar o a resbalar en la oscuridad, sobre todo si tenía razón y había alguien vigilándola.
Pensó en rodear a distancia a la mujer y, si no encontraba nada, ir acercándose poco a poco.
Apenas había comenzado a ascender cuando la luna llena iluminó el camino, para su inmenso alivio. Cada vez que la brisa nocturna se deslizaba a través de las ramas de los pinos y hacía susurrar sus agujas, movía cuidadosamente un pie. En un par de ocasiones pisó una rama. En ambos casos, se quedó completamente paralizado, escuchando con atención. Permanecía quieto como una piedra, sin respirar siquiera.
No había ascendido mucho cuando pudo ver a alguien en la cima, escondido detrás de un árbol. Oyó que se acercaban coches y bajó rápidamente la carretera. Eligió un lugar escondido entre los árboles para permanecer en la cuneta y hacer señales con la linterna a los hombres que llegaban.
Jack bajó la ventanilla.
–¿Qué demonios…
–… es esto? –terminó Dan tranquilamente–. Rodeen el montículo lentamente para que parezca que continúan su camino y paren a la izquierda, en la zona más ancha. Vengan después a pie y yo los guiaré. Apaguen los faros y no utilicen linternas. Están allí –señaló con la cabeza hacia lo alto de la colina.
Predicador se inclinó hacia delante.
–¿Ella está bien?
–Creo que sí. Vamos, no hay que llamar la atención.
Jack puso la camioneta en marcha y condujo. Dan se dirigió entonces hacia la segunda camioneta con la linterna. Esperó unos segundos y oyó que se acercaban a pie. Cuando tuvo a los cinco hombres a su alrededor, les explicó:
–Este es el plan: la mujer está atada a un árbol, a plena vista, y a él lo he visto escondido entre los árboles. Aunque no he podido verlo del todo, apuesto a que está apuntándola con un arma, esperando. Esta carretera llega justo hasta donde ha aparcado la camioneta. Alguien podría seguirme por la parte de atrás del montículo, pero no hay camino. Tiene que ser alguien que sea capaz de caminar a oscuras y sin hacer ruido.
–Yo –se ofreció Jim.
–Yo os cubriré… Se me da muy bien –dijo Mike.
–De acuerdo. Los demás pueden ir subiendo por la carretera. Pueden utilizar incluso una linterna, pero apuntando al suelo. Necesitamos algo de ventaja, y con un poco de suerte, nos encontraremos allí. No hagan nada hasta que yo llegue, ¿de acuerdo?
Pero antes de que pudiera comenzar a guiar a Jim y a Mike alrededor del montículo, Jack lo agarró de la cazadora.
–¿Por qué estás haciendo esto? –le preguntó.
–Tranquilo. Estaba en el bar de Clear River cuando ha llegado –contestó a la defensiva–, y conozco esta zona bastante bien. No creerá que…
Jim Post se interpuso entre Jack y Dan y dijo:
–Vamos, tranquilos. Ya lo arreglaremos más tarde.
Y sin más, se dividieron en dos equipos: Jack, Predicador y Rick comenzaron a subir por la carretera, en fila india. Predicador iba delante de ellos, caminando a paso rápido. Mike, Jim y Dan rodearon el montículo para sorprender a Lassiter por la espalda. Para el grupo de Predicador, el ascenso fue rápido. Pero para el de Jim y Mike no lo fue tanto.
En cuanto llegó al final del montículo, Predicador vio la camioneta. Se detuvo y se puso en cuclillas. Jack y Rick se acuclillaron tras él. Y a los pocos segundos, vio a Paige atada al árbol, con la barbilla pegada contra el pecho. Parecía dormida, o muerta.
En el instante en el que la vio, susurró su nombre y comenzó a caminar ciegamente hacia ella. Jack le susurró que no se moviera y lo agarró del hombro, pero no sirvió de nada.
El sonido de los pasos de Predicador resonó en medio de la noche y Paige alzó la barbilla y abrió los ojos aterrada. Lo siguiente que supo Predicador fue que alguien lo agarraba por los tobillos para tirarlo al suelo. Todavía no había tocado la tierra cuando un disparo le rozó el bíceps izquierdo y cayó al suelo como un peso muerto, rodando con Jack.
No hubo un segundo disparo, pero se produjo un alboroto entre los árboles. Rick permaneció detrás de la camioneta, apuntando con el arma hacia ninguna parte. El sonido que se oía entre los árboles sugería que Lassiter podía haber salido corriendo, pero con un poco de suerte, Mike y Jim lo interceptarían.
Predicador se liberó a patadas de la sujeción de Jack y fue arrastrándose hacia Paige a una velocidad increíble. Se colocó detrás del árbol en el que estaba atada, la agarró del brazo con más fuerza de la que pretendía y tiró de ella para ponerla a cubierto. Posó el dedo en el esparadrapo que cubría su boca.
–Esto va a hacerte daño –susurró antes de tirar de él.
Paige apretó los ojos con fuerza y consiguió permanecer en silencio.
–John, os está esperando –dijo después–. Quiere matarnos.
Predicador sacó su navaja del bolsillo y cortó rápidamente las ataduras de los brazos y las piernas.
–Ese hijo de perra está completamente loco –susurró.
Miró alrededor del árbol; definitivamente, había alguien corriendo colina abajo. Quizá incluso era posible que lo hubieran atrapado.
Paige posó la mano en el hombro de Predicador. La sangre le corría por el brazo.
–Estás herido.
Predicador se llevó un dedo a los labios y los dos se callaron para escuchar con atención. El sonido que se había oído entre los árboles había cedido y se imponía de nuevo el silencio de la noche.
Pasó un tenso minuto hasta que se oyó un grito:
–¡Eh! Está aquí abajo, ¡Ya lo tenemos!
–Ese no es Wes –susurró Paige.
Predicador volvió a mirar detrás del árbol. Vio a Jack tumbado en el suelo, apuntando con el rifle hacia los árboles. El hombre que había guiado a Jim y a Mike hasta allí había perdido el sombrero vaquero, pero tenía a Wes agarrado del cinturón, prácticamente doblado en dos. Lo vio caer después al suelo; el hombre se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y sacudió la cabeza.
–Ha sido bastante complicado –dijo.
Predicador ayudó a Paige a levantarse y, manteniéndola en todo momento tras él, se acercó con mucho cuidado.
–¿Qué demonios ha hecho? –le dijo Jack, mientras se levantaba.
–Mierda. Debería haber sabido que no serían capaces de esperar a que yo lo tuviera sujeto por la espalda. ¿No había dicho que esperaran hasta que yo llegara? –se puso en cuclillas, sacó unas esposas de la parte de atrás del cinturón y esposó a Wes.
Jim fue el siguiente en salir de entre los árboles; llevaba dos rifles, el suyo y el de su guía. Justo detrás de él apareció Mike; los dos llegaron jadeando.
Jack bajó la mirada hacia Wes.
–¿Está muerto? –preguntó.
–No, pero va a pasar unos días con dolor de cabeza. Es una suerte que no me haya visto. Yo no puedo meterme en este tipo de cosas, por razones obvias.
–Va a necesitar a mucha gente para cubrirlo. Es posible que a alguien se le termine escapando la verdad.
–Espero que no sea así. No sería la primera vez que tengo que mudarme, pero la verdad es que ahora mismo me gusta vivir aquí, de modo que preferiría que me dejaran fuera de esto.
Wes Lassiter permanecía tumbado en el suelo, inconsciente. Mike Valenzuela se dirigió hacia Dan, que todavía tenía dificultades para respirar.
–¿Le ha dado un golpe en la cabeza?
–Bueno, por lo visto este tipo quería un poco de diversión y yo no podía ver lo suficientemente bien como para dispararle…
–¿Y lleva siempre unas esposas encima? –preguntó Mike intrigado.
Dan sonrió.
–Bueno, ya sabe. Hay ciertas perversidades que todo el mundo debería probar…
–Creo que lo pensaré –dijo Mike.
Dan miró a Jack.
–¿Y si hacemos un cambio? ¿Linternas? –sacó un trapo del bolsillo y limpió las huellas de su linterna.
–No, esta no la cambio –dijo Jack–. Es la que utilicé para ayudar a dar a luz a mi hijo. No pude encontrar una comadrona.
Dan se echó a reír.
–Ya sabía yo que le debía una. No, pero en serio, yo no debería estar metido en esto.
–Tome la mía –dijo Jim Post.
Jack lo miró entonces con atención. Jim le tiró a Dan la linterna y recibió la suya con un asentimiento de cabeza.
Dan se llevó la mano a la frente.
–Vaya, he perdido mi maldito sombrero –dijo–. Bueno, ahora ya podrán estar tranquilos. Este hombre va a desaparecer de sus vidas para siempre. No volverá a causar problemas. Tengo entendido que la pena por secuestro es bastante seria –se volvió y comenzó a alejarse colina abajo.
El silencio los envolvió mientras el ruido de sus pasos iba fundiéndose con los sonidos de la noche. Wes comenzó a gemir y a retorcerse en el suelo. Predicador hizo ademán de darle una patada, pero consiguió dominar su rabia.
Jim Post inclinó la cabeza hacia el hombre que acababa de marcharse y con el que había intercambiado la linterna.
–¿Lo conocéis? –preguntó.
–No –contestó Jack–. Vino al bar a tomar una copa con un fajo de billetes. Después se llevó a Mel a una plantación de marihuana para que atendiera un parto. Cuando me enteré, pensé que se había vuelto completamente loca. Volví a verlo tiempo después y le dije que no permitiría que volviera a ocurrir nada parecido –se encogió de hombros–. Él me dijo que Mel no había corrido ningún peligro, pero que no me preocupara, que no volvería a pasar. Y ahora me encuentro con esto.
–Ajá –dijo Jim.
–De momento, esta ha sido la parte más extraña de nuestra relación –dijo Jack.
–La verdad es que ha subido mucho más rápido que cualquiera de nosotros –comentó Jim–. Debe de haber oído que habíais llegado a la cumbre, porque ha dejado el rifle y ha comenzado a subir corriendo campo a través. He oído el disparo y después la pelea. Se ha arriesgado mucho. Si Lassiter hubiera tenido mejor puntería, podría haber matado a nuestro hombre. A nuestro amigo, a partir de ahora.
–Desde luego, a partir de ahora lo consideraré uno de mis mejores amigos –dijo Predicador.
Paige se acercó a él y Predicador alzó su brazo bueno para pasárselo por los hombros.
Jim hizo contacto visual con cada uno de los hombres y con Paige.
–He sido yo el que le ha dado un golpe en la cabeza a Lassiter, ¿de acuerdo? Porque es posible que ese hombre… En fin, creo que no es lo que parece.
–¿No debería ser la ley la que decidiera eso?
Jim Post había estado trabajando como infiltrado entre los traficantes de cannabis durante mucho tiempo en aquella zona. Había sido entonces cuando había conocido a June y se había enamorado de ella.
–Eso dejádmelo a mí. Todavía conservo un par de contactos que pueden darme alguna información sobre él, ¿de acuerdo? En cualquier caso, le debemos una.
–Sí, por lo menos una –dijo Paige.
Wes Lassiter recuperó la consciencia en el hospital, esposado a la cama. No tenía la menor idea de qué lo había llevado hasta allí. Fingió no recordar nada del secuestro de su exesposa y, por supuesto, continuaba considerándose una víctima.
Pero había muchos testigos, desde Paige hasta Jim Post, pasando por el hombre que había descubierto a Paige atada a un árbol y había visto a Lassiter apuntándola. Un testigo cuyo testimonio, curiosamente, no fue requerido.
El ayudante del fiscal del distrito les prometió que no llegarían a ningún acuerdo con el abogado del acusado. Lassiter había violado todas las condiciones de la libertad condicional: había violado la orden de alejamiento, había continuado consumiendo drogas y además, había que sumar a sus cargos los de secuestro e intento de asesinato.
Al final fue condenado a veinticinco años de prisión por secuestro. La sentencia del resto de cargos saldría más tarde, pero en cualquier caso, iba a pasar muchos años en prisión, una noticia que tanto Paige como el resto de Virgin River recibieron con extremo agradecimiento.
A veces, Paige se despertaba llorando por las noches, temblando de miedo. John la abrazaba con fuerza y le decía:
–Estoy aquí, Paige, estoy aquí, y siempre estaré a tu lado.
Paige se sentía entonces segura, a salvo.
–Todo ha terminado –le susurraba él.
–Y ahora podremos disfrutar tranquilamente durante el resto de nuestras vidas –murmuraba ella.