Capítulo 19

 

 

 

 

Rick había decidido tomarse una tarde libre después del día de su graduación y al salir del instituto fue a Eureka a visitar a Liz. Les preguntó a Jack y a Predicador si pensaban quedarse en el bar hasta última hora, porque le gustaría hablar con ellos al volver al pueblo. Eran casi las nueve cuando llegó.

–Gracias por esperarme, Jack. ¿Predicador todavía está en la cocina?

–Sí, ¿cómo está Liz?

–Le va bastante bien. Ha vuelto a su antiguo instituto y aprovechará el verano para ponerse al día. Además, está yendo al psicólogo –se encogió de hombros–. Ha pasado una temporada muy mala, pero ya está mejor. Mucho mejor de lo que me imaginaba.

–Me alegro de oírlo –comentó Jack.

Rick se sentó en un taburete.

–Ya tengo dieciocho años –dijo–, todavía no es la edad legal, pero me gustaría que tomáramos una copa juntos.

–¿Tenemos algo que celebrar? –preguntó Jack, mientras sacaba tres vasos.

–Sí, me he alistado en el ejército.

Jack detuvo la mano en el aire. Tuvo que obligarse a completar el movimiento y dejar los vasos en la barra. Inmediatamente, dio un golpe en la pared que separaba el bar de la cocina para llamar a Predicador.

–Deberíamos haber hablado… –dijo Jack.

–No hay nada que hablar –replicó Rick.

–Qué demonios… –comenzó a decir Predicador mientras salía de la cocina, pero se interrumpió al ver la expresión de Jack.

–Rick se ha alistado en el ejército.

Predicador lo miró desolado.

–Pero Rick, ¿qué has hecho?

–Pensábamos celebrarlo tomando una copa, si es que eres capaz de controlarte –dijo Jack.

–No creas que me va a resultar fácil celebrar una cosa así.

Jack sirvió whisky en los tres vasos.

–¿Quieres contarnos qué es lo que se te ha pasado por la cabeza, Rick?

–Claro. Tengo que hacer algo que me cambie la vida. No puedo despertarme todas las mañanas esperando que se me haya pasado parte de mi tristeza. Necesito algo fuerte, algo que me enseñe a valorar lo que tengo, que me permita comprender quién soy –fijó la mirada en el rostro de sus amigos–. Porque el problema es que ya no sé quién soy.

–Rick, nosotros podríamos haberte ofrecido algo duro que no fuera tan peligroso. Estamos en un país en guerra. Hay hombres que han entrado en combate, y no todos volverán a sus casas.

–Y hay niños que ni siquiera son capaces de sobrevivir en el vientre de sus madres.

–Rick –dijo Predicador, inclinando la cabeza–, este ha sido un año muy duro.

–Lo sé, y he estado pensando mucho en mi futuro. Podría seguir estudiando, ponerme a trabajar y pedirle a Liz que se casara conmigo… Pero solo tiene quince años –sonrió con pesar–. Esto es lo único que puedo hacer. Además, si pensáis en ello, es para lo que he sido educado.

–Así que, por si no fuera suficientemente malo lo que vas a hacer, ahora nos echas la culpa a nosotros –musitó Jack.

Rick sonrió.

–Sí, si no os parece mal, os concederé a vosotros el mérito.

Se quedaron un momento en silencio hasta que Jack preguntó:

–¿Te queda mucho tiempo antes de irte?

–En realidad no, Jack. Me voy pronto. Quería pedirte que me llevaras al autocar, a Garberville.

–¿Cuándo es «pronto»?

–Mañana.

–¿Ya has hecho el juramento? –preguntó Jack, y Rick asintió–. Pero si ni siquiera vamos a tener tiempo de despedirte.

Rick sacudió la cabeza.

–Lo único que quería era asegurarme de que Liz está bien. De que puedo marcharme y ella estará bien.

–¿Y…?

–No le ha entusiasmado la noticia, pero tampoco se la ha tomado muy mal. Dice que me escribirá, pero esas cosas nunca se saben. Todavía es muy joven. Cuando yo me vaya, tendrá oportunidad de empezar de nuevo sin que lo que nos ha pasado continúe flotando sobre su cabeza como un nubarrón de tormenta. Casi preferiría que no me escribiera, eso significaría que ha sido capaz de continuar con su vida.

–¿Es eso lo que quieres? –preguntó Predicador.

–En realidad, esa es una de las razones por las que tengo que hacer esto: todavía no lo sé. Ni siquiera sé exactamente qué ha habido entre Liz y yo, además de un bebé que ha muerto antes de nacer –bajó la mirada–. He hecho todo lo que he podido para ayudarla, pero no he tenido tiempo de pensar en cuáles habrían sido mis sentimientos si no hubiera estado bajo presión. Y ella tampoco. Creo que no es justo para ninguno de los dos.

–¿Y no quieres seguir estudiando, Rick? –preguntó Predicador–. Yo pensaba que querías ir a una escuela universitaria.

–Ya habrá tiempo de estudiar si quiero hacerlo más adelante. No me he alistado para toda la vida. Solo he firmado por cuatro años.

–Solo una cosa más, Rick. No se te habrá metido esta estúpida idea en la cabeza para que nos sintamos orgullosos de ti, ¿verdad? –quiso saber Jack.

Rick sonrió.

–Sí, lo que más me importa en esta vida es que os sintáis orgullosos de mí. Pero no, no tiene nada que ver con eso. Creo que no puedo seguir soportando esta tristeza. Tengo que marcharme, hacer algo, comenzar algo importante.

Jack alzó entonces su vaso.

–¿Brindamos?

–Sé que todo saldrá bien –dijo Rick–. Lo único que tenéis que decir ahora es que me apoyaréis. Y que respetáis mi opinión.

–Ya eres un hombre, Rick, has tomado una decisión. Brindaremos por ti.

Bebieron los tres. Predicador inclinó la cabeza y sorbió por la nariz.

–Me estás matando, Rick –dijo.

Rick alargó la mano por encima de la barra, agarró a Predicador del brazo y lo sacudió. Tragó saliva.

–¿Cuidaréis de mi abuela? ¿Os aseguraréis de que esté bien atendida?

–¿Qué ha dicho ella cuando se ha enterado? –le preguntó Jack.

Rick alzó la barbilla.

–Ha dicho que lo comprende. Es una mujer muy orgullosa, no quiere que me quede aquí encerrado, cuidándola. Sabe que todo lo que he pasado ha sido muy difícil para mí y que tengo que superarlo de alguna manera.

–Es una buena mujer, claro que la cuidaremos.

–Gracias –Rick se levantó del taburete–. Y vosotros, ¿estáis bien?

–Claro que sí –respondió Jack–. Somos hombres duros. ¿A qué hora tenemos que salir?

–A las siete de la mañana.

 

 

La mañana amaneció muy pronto para todos ellos. Rick apareció puntualmente con el petate preparado y no pudo ahorrarse una despedida. Mike se levantó temprano para despedirse, y, por supuesto, Mel no estaba dispuesta a dejarlo marchar sin darle un emocionado abrazo. Ni Paige, ni el doctor Mullins. Hasta Chris madrugó y se aferró a su cuello como si no quisiera dejarlo marchar. Estuvieron también Connie y Ron, emocionados por su inesperada marcha. Y Predicador estuvo a punto de matarlo de un abrazo.

–Será mejor que tengas cuidado –le advirtió.

–Eh, de momento solo voy a hacer la instrucción, no creo que pueda pasarme nada. Pero sí, Predicador, tendré cuidado, para que no tengas que preocuparte por mí.

Durante el trayecto hasta Garberville fue difícil hablar. Jack sentía una presión cada vez más fuerte en el pecho. Y tenía un nudo en la garganta.

–Estoy emocionado con todo esto, Jack. Es la primera vez desde hace meses que siento entusiasmo por algo. ¿Te acuerdas de cómo te sentías el día que ingresaste en el ejército?

–Estaba muerto de miedo.

–Sí –Rick se echó a reír–, yo también siento algo parecido.

–Rick, intentarán machacarte, pero no te lo tomes como algo personal.

–Lo sé.

–Habrá situaciones en las que te entren ganas de renunciar, pero no podrás hacerlo.

–Lo sé.

–Tampoco tienes por qué entrar en combate. Hay dos cuerpos, el de marines y el de personal de apoyo. Si no estás seguro de que quieres hacerlo, no tienes por qué entrar en combate.

–¿Tú estabas seguro de que querías hacerlo?

–No, hijo –Jack lo miró. Rick permanecía erguido en el asiento–. No, Rick. No estuve seguro hasta que estuve perfectamente entrenado, y ni siquiera entonces lo tuve muy claro. Solo tenía un presentimiento, y tomé esa opción siendo consciente de que podía estar equivocado.

–Eso es lo que me pasa a mí. Solo es una sensación, pero, maldita sea, me alegro de volver a sentir otra vez. De sentir algo que no me hace daño.

–Sí –dijo Jack casi sin aliento–, puedo imaginármelo.

Antes de que subiera al autocar, le dio un último abrazo.

–Te veré después de la instrucción –le dijo Jack–, y quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti.

–Gracias –contestó Rick.

A pesar de que Jack tenía los ojos llenos de lágrimas, los de Rick estaban secos y mostraban la confianza que tenía en sí mismo y en su futuro. Quizá se parecían incluso a los ojos de Jack años atrás, cuando tenía su edad.

Rick le tendió el petate al conductor y subió al autocar.

Jack permaneció en la acera hasta que el autocar se perdió en la distancia. Después, cruzó la calle y se descubrió caminando hacia una cabina telefónica. Metió varias monedas en la ranura del teléfono y marcó un número. A los pocos segundos, contestó Sam.

–¿Papá?

–Hola, Jack. ¿Qué pasa?

–Papá, creo que por fin he comprendido lo que sentiste cuando me fui de casa para alistarme en el ejército.

 

 

A principios de junio, se presentó toda la familia Sheridan en Virgin River. Habían alquilado una caravana y habían comprado tiendas de campaña. También llegaron por las mismas fechas los amigos del ejército de Jack y Predicador y algunos de ellos llevaron a sus familias. Zeke llevó a Christa y a sus cuatro hijos. Josh Phillips a Patti y a los bebés. Corny fue con Sue y con las dos niñas. Tom Stephens, sin embargo, dejó a la familia en casa y Joe y Paul llegaron desde el Gran Paso. Todos acamparon en los terrenos del que sería el futuro hogar de Jack y de Mel. Los dos meses anteriores, Jack había estado preparando la madera para levantar la estructura de la casa y el día anterior, en medio de montañas de comida y bebida, los hombres habían empezado a hacerlo.

Pero no fue aquello lo único que ocurrió en aquel feliz encuentro. Aprovechando que todo el mundo estaba allí reunido, Paige y Predicador habían decidido celebrar su boda.

Paige y Chris estaban en casa de Mel mientras Paige se preparaba para la ocasión con un sencillo vestido de verano y unas sandalias de tacón. Mientras ella se arreglaba, la familia Sheridan cubrió de guirnaldas las vigas de la casa y colocaron las sillas que habían alquilado para la misa, más de cien; aun así, no tendrían suficientes porque, por supuesto, la mayor parte del pueblo quería presenciar la ceremonia.

–Nunca te había visto tan guapa… –le susurró Mel a Paige–. ¿Estás nerviosa?

Paige negó con la cabeza.

–En absoluto.

–¿Cuándo te diste cuenta? –le preguntó Brie–. ¿Cuándo te diste cuenta de que Predicador era el hombre para ti?

–La verdad es que no fue algo inmediato. Por razones obvias, no quería empezar una relación con un hombre que decía que quería cuidar de mí. Pero John fue muy despacio. Exageradamente despacio, de hecho –se echó a reír–. Fue conquistándome al ver yo cómo dejaba de fruncir el ceño cuando me miraba, y con la ternura con la que me hablaba. A él le costó una eternidad hacer el primer movimiento. Quería estar seguro de todo. Para cuando me dijo que me quería, yo ya me estaba muriendo por él. Pero es un hombre muy prudente, y difícilmente cambia de opinión.

–¿Y cómo te propuso matrimonio?

–Mmm. Bueno, en realidad, ya habíamos hablado de esto. En Navidad me dijo que quería estar siempre a mi lado y que le gustaría que tuviéramos más hijos. Yo también quería. Pero la proposición oficial me la hizo mientras estaba pelando patatas. Dejó lo que estaba haciendo y me miró. Yo tenía el pelo grasiento y estaba empapada en sudor. Y me dijo: «En cuanto estés preparada, estoy dispuesto a casarme contigo. Estoy deseando casarme contigo».

–Vaya –dijo Brie, pero no parecía muy impresionada–. Supongo que te desmayarías de la emoción.

–Pues sí. John es la única persona que conozco que incluso cuando estoy en mi peor estado físico y emocional, cree que estoy perfecta.

Mel le tomó la mano.

–Vamos, que estamos a punto de llegar tarde. Tenemos que salir ya.

Las mujeres colocaron a Chris y a David en el Hummer y condujeron hacia el terreno de los Sheridan. La carretera que habían ensanchado estaba llena de coches y camionetas. Mel condujo hasta el final del camino y aparcó al lado de la estructura de la que algún día sería su casa. Habían colocado ya las mesas con la comida, todos los invitados que habían encontrado silla esperaban sentados y el resto lo hacía de pie en el futuro jardín. El humo se elevaba desde las barbacoas y los niños corrían por el campo. Una ceremonia, un picnic, una fiesta y tiempo para los juegos. Y, por primera vez, Predicador no era el encargado de la cocina.

Paige, Mel y Brie salieron del coche. Alguien les tendió inmediatamente los ramos de flores y se hizo cargo de David para que Mel pudiera asistir a la ceremonia. Una segunda persona le puso a Chris una flor en la camisa y el niño comenzó a caminar aferrado a su oso de peluche.

No había música, pero aquella no era una boda tradicional. No pretendía parecerse a ninguna otra, porque John y Paige querían que aquel día reflejara lo que ellos eran: dos personas sencillas que se amaban. El bar no era lo suficientemente grande como para celebrar una boda y la iglesia llevaba años cerrada, así que había sido John el que había sugerido la posibilidad de celebrar la ceremonia en su futura casa en cuanto estuviera levantado el armazón. Aunque nada más oírlo, Paige se había preguntado que a quién se le ocurriría casarse bajo un armazón, ella misma se había respondido que dos personas como John y como ella eran perfectamente capaces de hacerlo.

Y al verlo en aquel momento cubierto de flores, le pareció tan hermoso que por un momento no pudo respirar. A su izquierda tenía una vista que permanecería allí durante toda la eternidad, y a la derecha, las montañas. Y la estructura se había convertido en una iglesia al aire libre rebosante de amigos.

Chris corrió hacia el tablón que conducía hacia el interior de la estructura y Brie y Mel se dieron la mano. Paige sonreía a la gente que los rodeaba, mucha más de la que esperaban. No habían enviado invitaciones, había bastado con colocar un cartel en el bar diciendo que todo el que estuviera interesado podía asistir a la boda. Por supuesto, a Paige le conmovió saberse tan apreciada, pero le conmovió mucho más profundamente lo mucho que querían a Predicador, un hombre que trataba con cariño y respeto a cuantos conocía, no solo a ella.

Cuando llegaron a los cimientos de la casa, ya solo pudo ver a los invitados que esperaban su llegada. Chris siguió corriendo, saltó el tablón y bajó hacia el pasillo de la improvisada iglesia. Paige lo seguía mucho más despacio y las damas de honor iban tras ella.

Entonces lo vio. Estaba frente a ella, en el lugar destinado a la chimenea. Chris se había colocado delante de él y John apoyaba las manos en sus hombros. A su lado estaban Jack y Mike. Incluso desde aquella distancia, Paige distinguía la luz de sus ojos. Era un hombre enorme y aquel día, por primera vez en su vida, llevaba una camisa de lino abrochada hasta el cuello en vez de una de sus camisetas; y Paige sospechaba que también los vaqueros eran nuevos. Antes de que hubiera podido siquiera comenzar a recorrer el pasillo, John se separó de los padrinos y caminó hacia ella con la mano extendida para acompañarla hasta el altar. Había dejado de ser un hombre que actuaba despacio, por lo menos en lo que a ella concernía. Aquel hombre le había cambiado la vida, le había salvado la vida. Para ella, era un dios. Fuerte, auténtico.

Y además, guapísimo.