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Cuando estaba terminando de escribir este libro, me ocurrió algo que me impresionó: fue la repentina desaparición, de un día para otro, de la señora que cobraba los boletos del estacionamiento del garaje del edificio de 200 South Biscayne Boulevard, en el centro de Miami, y su reemplazo por una máquina. Mis breves conversaciones con la cajera, una señora cubana que creo recordar se llamaba Irma —llevaba su nombre inscrito en su uniforme— se habían convertido en parte de mi rutina semanal, cuando iba a almorzar con mi hijo y dejaba mi carro estacionado en el estacionamiento de su edificio. Irma me había reconocido por haberme visto alguna vez en televisión, y después de conocernos en persona se había convertido en fiel seguidora de mi programa de CNN en Español, o por lo menos así lo decía. Cada vez que la veía, Irma tenía algún comentario que hacerme sobre alguno de mis últimos programas o sobre alguna noticia de actualidad.
Al principio, cuando bajaba por el camino de forma de caracol del parqueo y me acercaba a su casilla de cobranza, esperaba los comentarios de Irma con una mezcla de resignación y curiosidad. Pero con el tiempo, me di cuenta de que hasta sus comentarios socarrones sobre algún invitado o sobre alguna de mis corbatas eran hechos de buena fe, y comencé a disfrutar de mis breves intercambios con ella. La rutina llegó a un punto en que empecé a preguntarle si le había interesado un tema u otro, convirtiéndola en un focus group informal para mi programa de televisión. Hasta que un día, cuando bajaba por la vía circular del parqueo y ya me preparaba para mi encuentro semanal, me encontré con que Irma había desaparecido, junto con la casilla de vidrio donde trabajaba. En su lugar había una máquina con forma de torre, donde debía poner mi boleto y pagar con mi tarjeta de crédito.
La súbita automatización del trabajo de Irma no tendría que haberme llamado mucho la atención, porque desde hace varios años he visto desaparecer empleos de cajeros, operadoras telefónicas, recepcionistas y hasta camarógrafos a mi alrededor en Miami. Pero casi todos se habían ido gradualmente, con previo aviso. Por lo general, primero eran reasignados a cumplir otras funciones, luego otras, hasta que se esfumaban sin dejar rastros. Pero a Irma la había sustituido una máquina de un día para otro. Su repentina desaparición me chocó, y me hizo ver más claramente lo que le está pasando a millones de personas en todo el mundo.
Durante los más de cinco años que dediqué a este libro, se ha producido un cambio mayúsculo en el consenso de los líderes tecnológicos y los expertos sobre el futuro de los empleos. En 2013, cuando empecé a entrevistar a expertos mundiales en la materia, había un optimismo generalizado de que la tecnología produciría más empleos de los que destruirá, tal como ha venido pasando hasta ahora. En ese momento acababa de salir el libro Abundancia de Peter Diamandis, el cofundador de Singularity University y uno de los más acérrimos tecnooptimistas de Silicon Valley. El subtítulo del libro lo decía todo: “El futuro es mejor de lo que piensas”. Ahí, Diamandis y su coautor Steven Kotler vaticinaban que, tal como ha ocurrido desde la Revolución industrial, las nuevas tecnologías crearán un sinnúmero de nuevas ocupaciones. Según decían, los robots no tendrán un impacto negativo sobre los trabajos. Por el contrario, se harán cargo de algunas tareas ingratas que hacemos los humanos —como los trabajos repetitivos y físicamente agobiantes de las fábricas— y nos permitirán dedicarnos a cientos de nuevas ocupaciones mucho más gratificantes. Por cada cajera de estacionamiento de automóviles como Irma que sea sustituida por una máquina, surgirán nuevas oportunidades de trabajo mucho más placenteras, decían.
Hoy día, Diamandis sigue teniendo una visión positiva del futuro, pero ya no está tan seguro como antes de que no habrá una gran pérdida de empleos. Ahora admite que la velocidad de la automatización podría causar un terremoto social. Cuatro años después de que lo entrevisté sobre su libro, cuando lo volví a ver en una conferencia en Singularity University, Diamandis había cambiado significativamente su discurso. Para mi sorpresa, tras reiterar su visión optimista del mundo —recordó que la duración de vida de la gente casi se ha duplicado en los últimos 100 años y que el costo de la comida se ha abaratado 13 veces gracias a los avances tecnológicos—, Diamandis señaló que “uno de los principales desafíos que tendremos será el del desempleo tecnológico”.
Y agregó: “Lo que me preocupa es la velocidad del cambio. Mucha gente va a enojarse bastante. Probablemente se creará un ingreso básico universal, pero eso no va a ser de gran ayuda si la mentalidad de la gente sigue centrada en su trabajo. La verdad es que no tengo una respuesta. Lo único que puedo decir es que estoy muy preocupado por este tema”.1 Diamandis ya estaba aceptando abiertamente lo que Bill Gates, Mark Zuckerberg y el astrofísico Stephen Hawking, entre otros, venían diciendo cada vez más explícitamente: la tecnología está avanzando a un ritmo tan vertiginoso que —a diferencia de lo que ocurría en el pasado— destruirá millones de empleos antes de ser posible reemplazarlos por otros.
En su discurso a los graduados de la Universidad de Harvard de 2017, Zuckerberg puso en evidencia la creciente preocupación de los magnates tecnológicos de Silicon Valley por las consecuencias sociales de la vorágine de automatización que se viene. “Estamos viviendo en un tiempo de inestabilidad”, le dijo el fundador de Facebook a los jóvenes. “Cuando nuestros padres se graduaron, el sentido de propósito en la vida venía del trabajo, de la Iglesia, de la comunidad. Pero hoy, la tecnología y la automatización están eliminando muchos empleos. Mucha gente se siente desconectada y deprimida y está tratando de llenar un vacío.”2
Zuckerberg contó que en sus viajes se encontró con “muchos trabajadores que saben que sus viejos empleos no volverán, y están tratando de encontrar su lugar”. Para contrarrestar el creciente desempleo, Zuckerberg propuso “explorar ideas como un ingreso básico universal para darles a todos un colchón para tratar de hacer cosas nuevas”. Y como consejo a los jóvenes, los instó a encontrar un propósito en su vida, proponerse “proyectos grandes y significativos”, ser idealistas y persistentes.
Según dijo, así como generaciones anteriores pasaron a la historia por haber conquistado el desierto, construir diques gigantescos u otras obras públicas que requirieron millones de trabajadores o llegar a la Luna, las nuevas generaciones deberían asumir retos como encontrar la forma de detener el cambio climático inventando nuevos páneles solares, y vencer enfermedades prevenibles. “Ya sé, muchos de ustedes probablemente estarán pensando: ‘yo no sé cómo construir un dique ni cómo involucrar a millones de personas en nada’. Pero déjenme decirles un secreto: nadie lo sabe cuando empieza. Las ideas no surgen de forma completa. Sólo comienzan a tomar forma a medida que vamos trabajando en ellas. Pero tienes que lanzarte a hacer las cosas”, señaló.3
Contrariamente a lo que muchos creen, los países más amenazados por la automatización de los trabajos no serán Estados Unidos, Alemania, Japón y otras naciones industrializadas, sino muchos países en desarrollo de América Latina y Asia del Sur. El motivo es que los países en desarrollo son los que tienden a tener el mayor porcentaje de trabajadores manufactureros, que hacen labores manuales que serán cada vez más automatizadas. A medida que sigan aumentando los salarios en China y otros países manufactureros, y sigan bajando los precios de los robots industriales, será cada vez más rentable para las empresas multinacionales de Estados Unidos y Europa reemplazar a los trabajadores chinos o mexicanos por fábricas robotizadas en sus propios países, más cerca de sus mercados naturales.
Adidas, la empresa de ropa deportiva, anunció que a partir de 2017 cerraría sus fábricas de calzados deportivos en China, para producirlos con robots en Alemania y Estados Unidos. El anuncio vino casi 30 años después de que Adidas y muchas otras empresas manufactureras mudaron sus fábricas a China para aprovechar su mano de obra barata.
En su nueva fábrica robotizada de zapatillas en Bavaria, Alemania, Adidas puede fabricar zapatillas en apenas cinco horas por par, mientras que en las fábricas con trabajadores de carne y hueso en China el proceso requería varias semanas.4 No es casual que la empresa dijera adiós a sus plantas en China. Lo mismo ocurrirá en varios otros países que a fines del siglo pasado habían atraído plantas manufactureras de compañías multinacionales en gran medida gracias a su mano de obra barata.
Incluso Bangladesh, uno de los países que se convirtió en un imán para la industria textil mundial gracias a su mano de obra barata, se está robotizando. El Grupo Mohammadi, en la capital de Bangladesh, ya ha despedido a alrededor de 500 trabajadores para reemplazarlos por robots, según reportó The Wall Street Journal. En la fábrica Mohammadi Fashion Sweaters Inc., que pertenece a ese grupo empresario y fabrica jerseys para Zara, H&M y otras tiendas de todo el mundo, ahora hay unas pocas docenas de operadores que supervisan a 173 robots importados de Alemania. Los robots son mucho más eficientes que los trabajadores humanos y “no tiene sentido que nos frenemos a nosotros mismos”, dijo Rubana Huq, la directora del grupo empresarial.
Las nuevas generaciones de robots textiles pueden hacer tareas muy minuciosas que antes sólo podían hacer los trabajadores humanos, como coser las tiritas para sujetar cinturones de los pantalones. “Hasta los trabajadores con los salarios más bajos en los países en desarrollo son vulnerables a la automatización, porque las máquinas y los robots están penetrando en industrias que hasta hace poco parecían inmunes a la automatización”, señaló el periódico.5
Frey, el coautor del estudio de la Universidad de Oxford que pronosticó el fin de 47% de las ocupaciones actuales, vaticina que China, México y los países con ingresos medios de Sudamérica serán los más perjudicados por la robotización de las fábricas. Por sus altos costos laborales, ya no podrán competir con los robots del mundo industrializado, me dijo. “En China ya hay crecientes dudas sobre si la industrialización seguirá siendo una vía a la prosperidad, especialmente porque ya estamos viendo que con la caída de los precios de los robots, éstos se están pagando a sí mismos en un lapso de apenas dos años”, me dijo.6
Cuando le pregunté sobre Sudamérica, Frey aseguró que la región “está en una posición muy difícil, porque su auge económico gracias a las materias primas no fue acompañado por inversiones en nuevas tecnologías y educación, que hubieran sido necesarias para hacerla más competitiva en la producción de bienes más sofisticados”. Y agregó: “La historia de la economía demuestra que la única fuente de prosperidad a largo plazo ha sido la innovación tecnológica, por lo cual me temo que Sudamérica no esté muy bien posicionada actualmente”.7
El Banco Mundial señala que la ventaja de un país para convertirse en un centro manufacturero ya no será tener mano de obra barata, sino robots de última generación, impresoras 3D, una estructura avanzada del internet de las cosas y otras tecnologías que están transformando el proceso de fabricación de productos. “El uso de nuevas tecnologías para fabricar productos tradicionales será disruptivo para las economías en desarrollo. Si el trabajo representa una porción menor de los costos habrá más producción en los países ricos, más cerca de los consumidores. Habrá menos empresas que se mudarán a lugares de bajos costos y las empresas locales van a tener más competencia”, dice Mary Hallward-Driemeier, la principal autora de un estudio del Banco Mundial sobre el futuro del empleo en las fábricas.8
Según el Banco Mundial, el porcentaje de trabajos amenazados por la automatización será de 77% en China, 69% en India y Ecuador, 67% en Bolivia, 65% en Panamá, 64% en Argentina, Paraguay y Uruguay, 57% en el promedio de países industrializados y 47% en Estados Unidos.9 Sin embargo, estos porcentajes pueden ser engañosos, porque algunos de los países más amenazados por la automatización, como China y Corea del Sur, están comprando robots industriales a toda velocidad para seguir siendo competitivos en la era de la automatización.
Ya en 2014, un año antes de que el presidente Xi Jinping anunciara su revolución robótica como pilar de su plan de 10 años Made in China 2025, el gigante asiático había aumentado 56% sus compras anuales de robots industriales.10 Y en 2015, como vimos en el capítulo 8, Corea del Sur ya tenía un promedio de 531 robots por cada 10 000 trabajadores manufactureros, más que ningún otro país. Singapur tenía un promedio de 398, Japón 305, Alemania 301, Estados Unidos 176, España 150, China 49, México 33, Argentina 16 y Brasil 11.11 China, por su enorme población, todavía está en la mitad inferior de esta lista, pero con sus importaciones masivas de robots industriales —y su política de incentivar las “fábricas sin trabajadores”— está tomando medidas drásticas para no dejar de ser una potencia industrial.
La gran mayoría de los países latinoamericanos, en cambio, se ha quedado dormido. Los líderes latinoamericanos no parecen haberse enterado de la amenaza de los robots a sus fuerzas de trabajo. Por mi labor en The Miami Herald y CNN en Español, cada año suelo entrevistar a diversos presidentes y ministros latinoamericanos, pero puedo contar con los dedos de una mano los que están pensando seriamente en políticas públicas para enfrentar el desempleo tecnológico que se viene. En la mayoría de los países de la región, los robots todavía son vistos como objetos de curiosidad o como noticias divertidas que se relegan a las páginas de tecnología de los periódicos. Pero muchos países latinoamericanos podrían sufrir un rudo despertar muy pronto, y darse cuenta de que sus trabajadores ya no son competitivos ante los robots cada vez más baratos y eficientes del mundo industrializado. A menos que comiencen a pensar en soluciones desde ahora, se encontrarán con cada vez más dificultades para exportar productos manufacturados, y con cada vez más conflictos sociales por los trabajadores que perderán sus empleos.
La idea de que los robots produzcan cada vez más, hagan crecer la economía y nos paguen un sueldo a los humanos está ganando muchos adeptos y no sólo entre los líderes tecnológicos como Mark Zuckerberg. La ciudad de Stockton, en California, planeaba comenzar a implementar en 2018 un experimento de pagar un ingreso básico universal sin condicionamientos de 6 000 dólares para sus residentes. La provincia canadiense de Ontario había lanzado una prueba similar en 2017, anunciando que unos 4 000 residentes comenzarían a recibir casi 17 000 dólares anuales en el caso de personas solteras y hasta 24 000 dólares en el caso de parejas. En Finlandia, Gran Bretaña, Kenia y otros países se estaban desarrollando experimentos similares. Hasta los tecnooptimistas —o tecnoutópicos, según se les mire— como Diamandis están aceptando con entusiasmo esta idea como un remedio contra el desempleo tecnológico.
El concepto no es nuevo. Ya en el siglo XVI, el humanista europeo Juan Luis Vives escribió un libro llamado Sobre la ayuda a los pobres en el que proponía un ingreso básico universal, o sea, un pago regular para todos. Y otros pensadores como John Locke, Maximilien Robespierre, Immanuel Kant y John Stuart Mill se habían interesado en la idea. Uno de los principales argumentos a favor del ingreso básico universal es que ahorraría muchísimo dinero a los gobiernos, tanto en burocracia como en presupuestos de salud y servicios asistenciales como los tratamientos antidrogas, si mucha gente lograra estudiar un oficio y rehacer su vida una vez que tenga dinero para comer.
Un experimento realizado en la década de 1970 en Dauphin, Canadá, descubrió que gracias al ingreso básico universal se habían reducido significativamente los ingresos hospitalarios por accidentes y trastornos de salud mental y que habían aumentado los porcentajes de graduación del bachillerato.12 Otro experimento realizado en 2009 en Londres arrojó resultados similares. Se les dio el equivalente a 4 500 dólares en efectivo, sin condiciones, a 13 indigentes que dormían en las calles de la capital inglesa. Un año después, 11 de los 13 estaban viviendo bajo un techo. En lugar de usar el dinero para comprar alcohol o drogas, como muchos podrían suponer, la mayoría lo había utilizado para tratar de salir de la pobreza, tomando cursos o anotándose en tratamientos contra la adicción.13
“La pobreza es un problema de falta de efectivo, no un problema de estupidez”, dice el economista Joseph Hanlon, uno de los propulsores de la idea.14 En otras palabras, si una persona tiene que concentrar sus energías en conseguir su próxima comida, difícilmente podrá concentrarse en mirar más allá de las próximas horas y no podrá quebrar su ciclo de pobreza. GiveDirectly, la institución no gubernamental que desde hace más de una década ha entregado más de 100 millones de dólares en pagos regulares a más de 26 000 personas en Kenia, argumenta que los subsidios sociales que ahora dan los gobiernos son mucho más caros e ineficientes que darle dinero directamente a la gente.
En la actualidad, muchos gobiernos tienen subvenciones universales a la electricidad, el agua y el transporte. Sin embargo, eso beneficia mucho más al millonario que es dueño de un hotel cinco estrellas y tiene una piscina en su casa, que al indígena que está por debajo de la línea de pobreza. Y, además, los subsidios generan enormes burocracias, que consumen buena parte del dinero para gastos sociales. ¿Por qué no darle un ingreso básico en efectivo directamente a la gente?, dicen los directivos de GiveDirectly.
¿Es realista pensar en un ingreso básico universal en Latinoamérica, donde muchos países ni siquiera pueden sostener sus actuales programas sociales? Muchos economistas dicen que sí, explicando que la mayoría de los gobiernos de la región pagan subsidios universales a la electricidad, el agua y el transporte, que resultan más costosos de lo que sería el pago de un bono básico universal. Además, los actuales subsidios a los servicios públicos benefician más que nadie a los ricos, sostienen. Los subsidios al agua, por ejemplo. benefician mucho más al millonario que tiene una piscina olímpica en el jardín de su casa, que al indígena que está por debajo de la línea de pobreza. Si ambos pagan lo mismo por litro de agua, el estado está ayudando más al rico que tiene su piscina olímpica que al pobre. Idealmente, habría que reorientar esos recursos a los más pobres, me dijo Ferdinando Regalia, economista del Banco Interamericano de Desarrollo que se especializa en temas de pobreza.
Los críticos, en cambio, argumentan que, a la larga, quienes reciben estos ingresos básicos universales los usarán para consumir alcohol o drogas, o se dedicarán a la vagancia. Mucha gente de bajos recursos que ahora trabaja en la economía informal vendiendo en las calles dejará de hacerlo y se agravarán las dificultades, especulan. El ingreso básico universal no haría más que generar vagos y ser un disparador de más problemas de alcoholismo y drogadicción y de más pobreza, afirman.
Andrew McAfee y Erik Brynjolfsson, los académicos de MIT que escribieron el libro La segunda era de las máquinas, dicen que un ingreso básico universal no sólo sería difícil de aprobar en Estados Unidos por falta de fondos, sino también sería contraproducente. Los investigadores temen que mucha gente dejaría de trabajar y citan varios estudios según los cuales el desempleo causa mayores conflictos sociales que la pobreza, porque la gente necesita un propósito en la vida. En muchos casos se demostró que en barrios con alto desempleo hay más divorcios, alcoholismo, drogadicción y suicidios que en otras zonas donde la gente trabaja, aunque gane una miseria. “Por supuesto, estos problemas sociales tienen muchas causas. Pero el desempleo y el subempleo sin duda contribuyen”, afirman los autores.15 Por lo tanto, los dos académicos de MIT proponen que los gobiernos les den exenciones impositivas a quienes trabajan, para alentar a que más gente busque empleo, bajo la premisa de que no trabajar —aunque la gente tenga un ingreso básico— daña la autoestima y la salud.
¿Quién tiene razón? Quizá la respuesta esté en mejorar una experiencia nacida en Latinoamérica, la región que hace más de 20 años se convirtió en pionera de los programas sociales de transferencias de dinero condicionadas, que llegan a decenas de millones de personas. Con estos esquemas, en Brasil, México y otros países se les ha dado a los jefes de familia de hogares necesitados un ingreso básico en efectivo, condicionado a que envíen a sus niños a la escuela o a que los hagan vacunar. Muchas veces estos programas han degenerado en subsidios políticos disfrazados, en que la condicionalidad se queda en el papel.
Sin embargo, según me dijo Regalia, el economista del Banco Interamericano de Desarrollo, el mecanismo de pagos condicionados tiene gran potencial. Según Regalia, contrario a lo que dicen los escépticos, los beneficiarios de estos programas no dejan de trabajar en sus empleos informales, ni se gastan el dinero en alcohol o drogas: la gran mayoría ha seguido trabajando, vendiendo tortillas en la calle o cuidando carros. Y si la mayoría no logró encontrar trabajos formales, es porque no tiene suficiente escolaridad para acceder a ellos. La solución, entonces, sería mejorar la educación y aumentar las posibilidades laborales de todos, afirmó.
¿No sería una buena idea dar un ingreso básico universal y pedirle a la gente que a cambio de eso destine una parte de su tiempo a servicios comunitarios? Por ejemplo, se podría pedir a la gente con pocos estudios que dedique cinco horas por semana a limpiar un parque y a la gente con mayor educación que le dé clases particulares de matemáticas a un niño rezagado en la escuela. Muchos estudiantes con alguna dificultad de aprendizaje podrían tener un tutor particular, un lujo que hoy sólo pueden darse los ricos. ¿Por qué no diseñar programas de ingresos básicos que cumplan una función social?
“En principio no lo vería mal. Mi temor es que si lo administra el Estado, esto podría producir altos costos administrativos y una gran burocracia”, me respondió Regalia. Podría ser una buena solución en Finlandia o en Canadá, pero estaría por verse si funcionaría en Latinoamérica, agregó. Sin embargo, creo que es una idea que valdría la pena considerar seriamente. En muchos casos no haría falta crear legiones de inspectores para controlar a quienes prestan sus servicios sociales: el cuidador del parque sería el encargado de certificar que una persona recogió hojas del piso durante cinco horas semanales, y la familia del estudiante rezagado o su maestra —si las clases particulares se dan en la escuela— podrían firmar las constancias de que alguien dio una clase privada de matemáticas.
Claro que los ricos en muchos países podrían darle unos dólares a la familia del estudiante rezagado para que le firme la constancia, pero ésa sería una transferencia adicional para los pobres, y quizá algunas familias con bajos recursos prefieran que sus hijos reciban las clases particulares estipuladas por la ley. No sería sencillo, pero ante la magnitud de los desafíos sociales que se vienen con la automatización, habrá que ensayar nuevas respuestas innovadoras, por más complejas que parezcan en un principio.
¿No es un tanto idealista o ingenuo creer que los países podrían exigir que la gente preste servicios comunitarios? No lo creo. Hay varios estudios científicos que demuestran que hacer el bien activa algunos sectores del cerebro que causan placer. Uno de los más conocidos se reseñó en la revista Nature en un artículo titulado “Dar es bueno”. El artículo se refería a un estudio de neuroimágenes en que se les pidió a varios sujetos que tomaran decisiones sobre si dar dinero a una causa de caridad, o no darlo, mientras eran sometidos a una resonancia magnética de su cerebro. El estudio demostró que “las donaciones de caridad activan los mismos sistemas neurales que los que responden a recompensas monetarias”.16
Facundo Manes, un neurólogo clínico, neurocientífico y autor de Usar el cerebro, me ratificó que “ser generoso, ser altruista y hacer el bien activa los mismos sistemas de recompensa del cerebro que se activan con la cocaína, con una hamburguesa con queso o con el dinero”.17 Manes me citó varios otros estudios que demuestran que la solidaridad y la cooperación se dan en el reino animal, sobre todo en las organizaciones sociales de las hormigas y las abejas. Y hay muchos ejemplos anecdóticos de acciones altruistas de los animales, como el de la gorila que rescató a un niño de tres años que se había caído en el sector de los primates del zoológico de Chicago el 16 de agosto de 1996. La gorila tomó en sus brazos al niño, que se hallaba en estado inconsciente, y lo llevó a una puerta donde estaban los encargados del zoológico y los paramédicos. Si hay bases biológicas en las conductas altruistas, ¿por qué no hacer uso de ellas para ayudar a resolver el conflicto del desempleo tecnológico?
Otros estudios de investigación neurocientífica dicen que los seres humanos hacemos el bien por motivos de reputación. Al ayudar a otros, somos más admirados y eso nos produce más placer. Según varios experimentos, los seres humanos somos más altruistas cuando estamos frente a terceros que cuando estamos solos. Gilbert Roberts, un científico de la Universidad de Newcastle, demostró que las personas que cooperan en un grupo son vistas por el resto de los miembros del grupo como más atractivas. Entonces, ya sea por motivos genéticos, psicológicos o culturales, parece haber bases sólidas para hacer planes nacionales que incluyan un mayor servicio comunitario de los ciudadanos.
Para financiar un ingreso básico universal, o algún otro tipo de seguro social para quienes pierdan su trabajo por la automatización, Bill Gates ha propuesto comenzar a cobrarles impuestos a los robots. Gates ve a la robótica como un fenómeno positivo, pero señala que si los robots pasan a ocupar trabajos humanos, deberían pagar impuestos a las ganancias igual que los humanos.
“Si un trabajador humano hace su trabajo por 50 000 dólares anuales en una fábrica, ese ingreso debe pagar impuestos. Si un robot lo reemplaza para realizar la misma labor, lo lógico sería que le pidamos al robot que pague impuestos por una cantidad similar”, le dijo el fundador de Microsoft a la revista digital de tecnología Quartz. Según Gates, una fuerza de trabajo con una gran cantidad de robots liberaría a muchos trabajadores humanos para hacer tareas sociales, que requieren contacto humano y empatía y que los humanos todavía podemos hacer mejor que las máquinas. Con más robots y permitiendo que más gente realice trabajos sociales, “podremos hacer mucho mejor la tarea de ayudar a los ancianos, tener clases más reducidas y ayudar a los niños discapacitados”, explicó. Si los trabajos eliminados por la automatización se pueden canalizar a este tipo de tareas, “el saldo neto será positivo”, señaló Gates.18
¿Qué harán los millones de trabajadores desplazados por robots en las fábricas y las oficinas? Muchos pasarán a trabajar remotamente desde sus casas para compañías de internet y formarán parte de un nuevo proletariado digital. Con la explosión de internet, muchos pensábamos que la economía digital sería la salvación del mundo, ya que la gente tendría trabajos mucho más dignos y ambientalmente sanos sentada frente a una computadora en la comodidad de una oficina. Sin embargo, muchos de los empleos que están surgiendo en la economía digital son trabajos temporales, mal pagados y sin prestaciones sociales. Pueden ser un buen complemento para quienes ya tienen otro trabajo, pero difícilmente serán una panacea para el desempleo tecnológico.
Según el Banco Mundial, ya hay un mercado laboral de más de cinco millones de personas que ofrecen sus servicios en plataformas de internet con trabajos temporales en línea, como UpWork.com y Freelancer.com.19 Es probable que la cifra sea mucho mayor: tan sólo Upwork.com, de Silicon Valley, se ufanaba en 2014 de tener más de ocho millones de trabajadores de internet registrados en su plataforma y a 2.5 millones de empleadores.20 Upwork.com pone en contacto a quienes ofrecen su trabajo en internet con empleadores que buscan diseñadores de páginas web, programadores de software, diseñadores gráficos, administradores de blogs, editores de texto, traductores, transcriptores, secretarias virtuales, especialistas en leer y responder emails, vendedores y hasta contadores.
Cuando entré en la plataforma de Upwork.com recientemente, una mujer llamada Aymee, de Oklahoma, estaba pidiendo 30 dólares por hora por su trabajo de diseñadora gráfica y un joven llamado Amat, de Pakistán, ofrecía los mismos servicios por 18 dólares por hora. La ficha con la foto y la especialidad de ambos, y muchos otros, venía acompañada de la información de cuántos trabajos habían realizado en la plataforma, cuánto dinero habían ganado y —lo más importante— las evaluaciones de sus respectivos clientes. De esta manera, cualquier empleador que busca un diseñador gráfico que trabaje por cuenta propia puede escoger entre los que ofrecen sus servicios en Upwork.com, entrevistarlos en línea y contratarlos para su proyecto a través de la plataforma. Upwork.com recibe el pago y lo retiene hasta que el trabajo se haya realizado.
Sin embargo, otros trabajos en internet son mucho peor pagados. Varias otras plataformas ofrecen trabajos en cualquier parte del mundo, día y noche, permitiendo que empresas o personas contraten a un administrador de redes sociales por unos cuantos centavos la hora. Y esos trabajos se van a multiplicar rápidamente tras la explosión de noticias falsas que ocurrió durante las elecciones estadounidenses de 2016. Google ya tiene más de 10 000 personas monitoreando y calificando videos, incluyendo los de su subsidiaria YouTube, y Facebook anunció que aumentaría sus fiscalizadores de contenidos de 4 500 a 7 500, según reportó la revista The Economist. Y estos trabajos irán en aumento debido a la creciente demanda de “moderadores de contenido” y “policías digitales” en todo el mundo.
Hasta hace poco, sólo China, Cuba y algunas otras dictaduras empleaban a decenas de miles de censores para rastrear internet y eliminar cualquier crítica política. Pero ahora, ante el avance de las noticias falsas y el racismo en internet, incluso las democracias occidentales se ven necesitadas de usar grandes cantidades de veedores de contenidos en línea. En Alemania, por ejemplo, se aprobó una ley que impondrá multas a las redes sociales que no eliminen en 24 horas cualquier texto que niegue el Holocausto. Y en Estados Unidos, tras la avalancha de noticias falsas en redes sociales generadas en Rusia con el aparente intento de desestabilizar a las principales potencias de Occidente, y ante los avances técnicos que permitieron crear un video falso en el cual el expresidente Obama decía cosas que nunca dijo, también hará falta una gran cantidad de filtros humanos para evitar que se difundan mensajes, grabaciones y hasta videos trucados.
Pero la gran pregunta es si las labores del nuevo proletariado digital serán menos estresantes que los viejos trabajos de las fábricas y las oficinas. Sarah Roberts, profesora de estudios de la información de la Universidad de California en Los Ángeles, realizó estudios que muestran que muchos “moderadores de contenido” en las redes sociales sufren de agotamiento físico y mental por pasar demasiadas horas evaluando mensajes o videos tóxicos. Y Mark Graham, profesor de la Universidad de Oxford, concluyó que las plataformas de internet que ofrecen trabajo a cuentapropistas son una nueva fuente de empleo para mucha gente en países pobres, y que estos servicios tienden a deprimir los sueldos de todos.21
“Mi generación la tuvo fácil: nosotros teníamos que buscar un trabajo. Pero ahora, cada vez más, nuestros hijos van a tener que inventar un trabajo”, decía el columnista de The New York Times Thomas L. Friedman ya en 2013. “Es cierto que los más afortunados van a encontrar su primer trabajo. Sin embargo, considerando la rapidez con que están cambiando las cosas hoy en día, incluso ellos van a tener que reinventarse, hacer una reingeniería y reimaginar su futuro, mucho más que sus padres.”22
La tendencia a la que apuntaba Friedman ya se está dando. Algunas estimaciones citadas por el Foro Económico Mundial señalan que entre 75 y 80% del mercado laboral de los países industrializados en 2030 estará compuesto por trabajadores independientes o temporales.23 En este nuevo mercado laboral, en que cada vez más gente trabajará por cuenta propia, lo importante no serán los conocimientos adquiridos —que cualquiera puede encontrar en el buscador de Google— sino la automotivación y las “habilidades blandas” como la creatividad, la capacidad para detectar nuevas oportunidades, la facultad de resolver problemas y el trabajo en equipo.
A medida que los empleos se vuelvan más dependientes de la iniciativa personal y que las empresas requieran cada vez gente más capaz de montarse en las nuevas olas tecnológicas, aumentará la brecha motivacional. Aquellos que permanezcan con las habilidades que aprendieron en la escuela por el resto de sus vidas se quedarán cada vez más atrás, mientras que quienes tengan una pasión, quieran superarse constantemente o estudien de por vida escalarán cada vez más alto en el mundo laboral. La automotivación será, junto con la educación, la mejor credencial para lograr un buen empleo. La uberización de la economía —el hecho de que cada vez más gente esté prestando servicios en calidad de empresarios independientes— hará que muchos tengamos que funcionar como microempresarios. Para muchos, nuestro trabajo será nuestra empresa y tendremos que manejarlo como tal.
La mayoría de estos empleos del futuro no serán como los tradicionales, con un empleador fijo y horarios de 9:00 de la mañana a 5:00 de la tarde, sino trabajos independientes. Hasta hace poco, quienes querían trabajar sólo unas pocas horas por día o unos pocos meses por año —como muchas madres de niños pequeños o los jubilados— debían tener la suerte de encontrar un empleador dispuesto a hacer ese tipo de contrataciones. Pero hoy, gracias a plataformas de internet como Upwork o Uber, cualquiera puede conectarse con quienes ofrecen un empleo con horarios flexibles. Y gracias a otras plataformas como eBay o Etsy, cualquiera puede convertirse en un vendedor por su cuenta y trabajar las horas, días, semanas o meses que desee.
Estas plataformas nos permiten conectarnos con gente a la que jamás hubiéramos tenido acceso antes. Como lo relatábamos en un capítulo anterior, los algoritmos de estas plataformas digitales le permitieron a una banda de rock de Corea del Sur descubrir que tiene una enorme cantidad de fanáticos en Chile y organizar un concierto en ese país. De la misma manera, un vendedor en eBay o Etsy puede saber dónde hay una mayor demanda para sus productos, e incluso ver cuál es la evaluación que hicieron otros vendedores sobre algún potencial cliente. El radio de nuestra clientela ya no es nuestro vecindario, sino el mundo.
La economía digital también hará surgir “empresas de medio tiempo”, creadas para un proyecto en particular y que se disuelven una vez que el proyecto se concreta. El modelo típico de estas empresas es el de Hollywood, donde se juntan productores, directores, guionistas, actores, diseñadores de vestuarios, publicistas y muchos otros profesionales para realizar una película cuyo costo a veces alcanza cientos de millones de dólares, y la empresa se disuelve una vez terminada la cinta. Antes, este tipo de empresas eran raras fuera de la industria del cine, porque los costos de montar una estructura de trabajo —incluyendo contratar empleados y entrenarlos— eran tales que hacían que fuera mucho más práctico conservar esta estructura para proyectos futuros. Sin embargo, las nuevas plataformas digitales como Upwork.com o Freelance.com, que permiten a un empresario contratar trabajadores independientes en cualquier parte del mundo en un santiamén, están dando lugar a lo que algunos llaman “organizaciones flash”, que aparecen y desaparecen en poco tiempo.
La empresa Business Talent Group, por ejemplo, se dedica a juntar equipos de expertos independientes para proyectos específicos de la industria farmacéutica, que en algunos aspectos funciona como la industria del cine en Hollywood. Cuando una empresa farmacéutica saca al mercado una nueva medicina, Business Talent Group junta trabajadores de medio tiempo de relaciones públicas, periodistas independientes, expertos en mercadeo, publicistas, encuestadores y abogados para lanzar el nuevo producto. “Nosotros somos los productores”, le dijo Jody Miller, cofundadora de la empresa, a The New York Times. Utilizando la analogía con la industria cinematográfica, Miller agregó: “Nosotros sabemos cómo evaluar el talento y elegimos el equipo”.
Dos profesores de la Universidad de Stanford, Melissa Valentine y Michael Bernstein, crearon una plataforma llamada Foundry.com, en la que el proceso de crear una “organización flash” puede desarrollarse íntegramente en línea, sin necesidad de hacer ninguna llamada telefónica. Según The New York Times, “hay algunas evidencias de que el mundo corporativo, que durante décadas subcontrató el trabajo a contratistas y empresas consultoras, está usando cada vez más organizaciones temporales”, porque de esa manera eliminan a los intermediarios y pueden reducir costos.24 En el área de la tecnología existe otra plataforma llamada Gigster.com para poner en contacto a quienes tienen una idea para una aplicación con quienes poseen los conocimientos técnicos para convertirla en realidad. O sea, cualquiera que tenga una buena idea puede buscar un programador de medio tiempo en Gigster.com para materializarla. El trabajo independiente se está expandiendo cada vez más en todas las áreas.
“El 65% de los niños que entran en la primaria este año terminarán trabajando en carreras que ni siquiera han sido inventadas”, decía ya en 2011 la historiadora de la tecnología Cathy Davidson en su libro Now You See It. En efecto, ¿cómo podrían haber anticipado los niños que estaban en la primaria en 1990 que terminarían trabajando como programadores de aplicaciones de iPhone, o de administradores de redes sociales como Facebook o Twitter, si cuando estaban estudiando ni siquiera existía el iPhone (que salió en 2007), ni Facebook (2004) ni Twitter (2006)? Ya hoy los millones de personas que trabajan creando plataformas digitales para trabajos de medio tiempo, o utilizándolas para ofrecer sus servicios o vender sus productos, están haciendo labores que no existían cuando iban a la escuela. Y la aceleración tecnológica hará que este fenómeno sea cada vez más común.
La gran pregunta, entonces, es qué recomendarles a los jóvenes que están por escoger una carrera y qué enseñarles a los niños para que puedan tener habilidades útiles en un mundo donde la información que recibimos en la escuela puede obtenerse apretando una tecla, o haciendo una pregunta verbalmente a un asistente virtual. Se ha vuelto un lugar común decir que en el mundo del futuro lo importante no es lo que sabemos, sino lo que podemos hacer con lo que sabemos. Pero ¿qué significa eso en términos prácticos? Significa que debemos alentar a los niños a que encuentren sus fuentes de automotivación. Tendremos que contagiarlos de entusiasmo para que encuentren algo que los apasione y los motive. Y al mismo tiempo, como decíamos antes, deberemos enseñarles “habilidades blandas” como la creatividad y la capacidad de trabajar en equipo para que puedan funcionar en un mundo constantemente cambiante. En Finlandia, un país que siempre figura en los primeros puestos de los exámenes estudiantiles internacionales, ya se han cambiado los planes de estudio para que en 2020 comiencen a reemplazarse las asignaturas clásicas de las escuelas por otras que enfaticen cuatro competencias que serán clave: la comunicación, la creatividad, el pensamiento crítico y la colaboración.
En un mundo automatizado, donde la mayoría de la gente trabajará por cuenta propia y muchos serán emprendedores, estas habilidades serán mucho más importantes que recordar en qué año Colón descubrió América o quién inventó la imprenta.
Uno de los expertos más interesantes con los que hablé sobre qué aconsejar a los jóvenes fue Benjamin Pring, el director del Centro para el Futuro del Trabajo. Lo llamé para preguntarle qué carreras concretas aconsejaría estudiar a los jóvenes mientras no existan planes de estudios o carreras universitarias en la mayoría de los países que prioricen las “habilidades blandas”. Pring, de 55 años y nacido en Gran Bretaña, se dedica de tiempo completo a investigar este tema interesante.
De joven estudió filosofía en Manchester y muy pronto se especializó en tecnología, trabajando para empresas consultoras como Coopers & Lybrand y Gartner. Así se convirtió en uno de los primeros consultores sobre cloud computing a fines de la década de los noventa. En 2011 se unió a Cognizant, una empresa consultora con más de 250 000 empleados, y fue nombrado director del Centro para el Futuro del Trabajo, financiado por la misma compañía. Quizá por su base empresarial, el Centro es optimista sobre el futuro del trabajo y vaticina que en los próximos años se ganarán muchos más empleos de los que se perderán.
Cuando le pregunté a Pring qué carreras les aconseja seguir a sus dos hijos, que tienen 17 y 15 años, el futurólogo me dijo: “Yo les digo que hagan lo que hice yo: buscar una ola grande y colocar su tabla de surf encima. Cuando yo tenía 22 años, a mediados de la década de 1980, no estaba muy enfocado en la tecnología, pero sabía que iba a ser una gran ola. Me puse a trabajar en eso y, más de 30 años después, ésa sigue siendo mi carrera, porque la industria tecnológica ha crecido tanto que ha creado enormes oportunidades y ha impulsado mi tabla de surf. Por eso, si tienes 20 años ahora, busca las grandes olas del futuro y métete en ellas”.25
¿Y cuáles son las grandes olas del futuro?, le pregunté. Pring respondió que estas olas se están viendo en las áreas de la biotecnología, la computación cuántica, la industria de la ciberseguridad, la realidad virtual, la realidad aumentada, la exploración espacial y —a medida que aumenta la expectativa de vida de la gente— la medicina preventiva y todo lo que tenga que ver con mejorar el estado físico de la gente. Pring me dijo que no está demasiado preocupado por que sus hijos no encuentren su camino en el mundo laboral. “Cuando tú y yo empezamos a trabajar, nos arreglamos de alguna manera. El mundo también estaba cambiando mucho cuando nosotros éramos jóvenes y continúa cambiando. Y sin embargo, logramos salir adelante. Creo que la gente va a estar bien. El truco será que encuentre esas grandes olas, y que no se metan en una industria que está colapsando o en franca decadencia.”26
Pring no quiso enumerar las industrias que están colapsando, quizás por temor a ahuyentarle clientes a Cognizant, su empleador, pero me dijo que son las que están a la vista de todo el mundo. Mi interpretación es que se refería a industrias que han sido duramente golpeadas desde el surgimiento de internet, como el comercio minorista, la industria disquera y los periódicos.
Le comenté a Pring que me extrañaba que no incluyera entre las olas del futuro a las industrias del entretenimiento y los deportes, porque con el avance de la automatización la gente va a tener más tiempo libre, y eso les va a permitir ver más películas y espectáculos deportivos, leer poesía o practicar yoga. Pero Pring se mostró escéptico de que eso ocurra. “Es cierto que la gente tendrá más tiempo libre y quizá más motivación para, como tú dices, escribir poesía y tomar clases de yoga. Eso es buenísimo, pero no creo que la gente pueda convertirlo en una fuente de ingresos. La noción de que habrá un renacimiento de la monetización de la poesía es muy improbable”, dijo.27
Pring señaló que hay una “explosión” en la oferta de trabajo en el mundo del entretenimiento, pero según él está colapsando. Y puso como ejemplo lo que está ocurriendo con la música: “La verdadera razón por la que el negocio de la música ya no funciona es que en la década de 1960 había probablemente 100 bandas de rock entre Estados Unidos y el Reino Unido y todas vendían discos. Pero hoy hay miles y cientos de miles de bandas de rock en todas partes. La demanda de música ha llegado a su límite, de manera que desde el punto de vista de la oferta y la demanda, hay más oferta que demanda. A menos que seas una superestrella, lo que gana cada una de las bandas es muy poco”, dijo. “Yo creo que casi hemos llegado al pico máximo de la música, al pico máximo de la poesía. Ya hay demasiada gente haciendo eso. Y me temo que hay un peligro de que lo mismo ocurra con la televisión en los próximos años. Hay demasiada gente trabajando en la televisión... El fenómeno de Netflix es insostenible.”28
Aunque me gusta la metáfora de Pring de que hay que buscar las grandes olas del futuro y surfearlas, su visión me parece un tanto tecnocéntrica. Creo que se equivoca al no darles el lugar que merecen a las industrias del entretenimiento, que crecerán debido al mayor tiempo libre que tendrá la gente como resultado de la automatización del trabajo. Y, lo que es más importante, el consejo de Pring no le da la prioridad necesaria a un factor fundamental: antes de identificar las olas del futuro, debemos buscar las olas que a uno más le gusten.
Si yo tuviera que darle un consejo a un hijo veinteañero, basado en mi propia experiencia, le diría que antes que nada, identifique su pasión. Porque una persona que no esté apasionada con su trabajo no va a estar motivada, y tiene mucho menos probabilidad de triunfar en una industria del futuro que otra que está apasionada con su trabajo, aunque no esté en una industria del futuro. Mi receta sería: “Busca las olas que te gusten, luego identifica la que tenga futuro y surféala. Pero antes que nada, reconoce las olas que te gusten”.
¿Cómo identificar una pasión? Un buen termómetro es hacer algo con gusto, sin estar nunca enteramente satisfecho con el resultado. Durante mi carrera, me ha tocado entrevistar a muchas personas famosas de todo tipo, desde presidentes como Donald Trump y Barack Obama, pasando por megamillonarios como Bill Gates y Carlos Slim, hasta actores como Richard Gere y cantantes como Shakira. Y con pocas excepciones —como Trump, un ególatra que se ufana de supuestos éxitos en los negocios y en la política que en muchos casos sólo existen en su mente—, la enorme mayoría es gente apasionada por su trabajo que sueña con hacerlo cada día mejor. En muchos casos, son insecure overachievers: personas inseguras y a la vez obsesionadas con hacer su trabajo mejor que nadie. Quizás una de las mejores varas para medir si uno está apasionado por su trabajo es preguntarse si lo está haciendo a la perfección. Sólo los mediocres, los charlatanes o quienes no tienen mucho interés por su trabajo dirán que sí. Los más talentosos nunca están del todo satisfechos con lo que han logrado.
Una de las mejores respuestas que escuché sobre la pasión por el trabajo fue la que me dio el gran pintor peruano Fernando de Szyszlo cuando le pregunté por qué, con más de 90 años, seguía pintando ocho horas por día. Szyszlo era un artista reconocido mundialmente, que tenía fama y dinero. Antes de morir en 2017, ya estaba en las colecciones del Museo de Arte Moderno y el Museo Guggenheim de Nueva York, el Centro Pompidou de París y el Museo de Arte Moderno de México. En una entrevista para mi programa de televisión de CNN en Español, le pregunté qué lo motivaba, a su edad, a estar trabajando noche y día para cuatro exposiciones nuevas en Estados Unidos, Europa y Latinoamérica al siguiente año. Él podría estar viajando por el mundo recibiendo doctorados honoris causa, gozando de homenajes y dándose todos los gustos, le señalé. “¿Por qué, a sus 90 años, sigue pintando tan frenéticamente?”, le pregunté.
Szyszlo miró de frente a la cámara y, con una mezcla de resignación y orgullo, respondió: “Porque todavía no he pintado el cuadro perfecto que siempre he soñado pintar”. Me pareció una respuesta maravillosa. Porque lo mismo nos ocurre a todos quienes nos dedicamos con pasión a una profesión: nos gusta lo que hacemos y creemos que lo hacemos bien, pero nunca creemos haber creado la obra perfecta, porque sabemos muy bien que todavía no la hemos logrado. Quizá no fue una casualidad, o producto de la genética, que Szyszlo viviera activamente hasta que una caída de la escalera de su casa le causara la muerte a los 92 años. Amaba su trabajo y seguía buscando la obra perfecta que nunca llegaba, pero que lo mantenía vivo.
Está muy bien aconsejar a los jóvenes que escojan la carrera que más les guste, pero ¿qué pasa con la gente de mediana edad, o mayores, que corren el peligro de perder sus trabajos con las próximas olas de automatización? La respuesta es, en parte, la misma que es aplicable a los jóvenes: en primer lugar, deberán estar preparados para cambiar de trabajo, lo que podrán hacer estudiando en sus casas gracias a las carreras en línea que ya están ofreciendo casi todas las universidades. Tal como me dijo el presidente de MIT, Rafael Reif, las universidades se están convirtiendo en centros de capacitación de por vida. En segundo lugar, los adultos tendremos que tener un plan b y un plan c, y reinventarnos dentro o fuera de los trabajos que hemos tenido hasta ahora. Por suerte, como veremos a continuación, hay más posibilidades que nunca de hacerlo.
La mayoría de nosotros conocemos a alguien que, con más de 50 años y luego de trabajar toda la vida en una oficina, se reinventaron como profesoras de reiki, empezaron a vender algo o montaron una pequeña empresa. Otros se dan gustos que nunca antes pudieron darse, como Richard Erde, un neoyorquino de 75 años amante de la ópera que, después de trabajar casi tres décadas como programador de computadoras, se presentó en 2005 a varias audiciones en el Metropolitan Opera de Nueva York y comenzó a trabajar ahí como extra. “He estado en el escenario del Met literalmente cientos de veces con cantantes de fama mundial, sin jamás haber cantado una sola palabra”, se ríe Erde. “Me he disfrazado de todo, desde monje budista hasta soldado ruso. Es fantástico y además ¡me pagan por hacerlo!”29
Gracias a las plataformas de internet que conectan a quienes buscan bienes o servicios con quienes los ofrecen, se ha abierto un mundo de nuevas posibilidades para quienes desean explorar un nuevo trabajo. Actualmente, sólo 15% de alrededor de 162 millones de trabajadores independientes en Estados Unidos y Europa han usado las páginas de Upwork, Freelancer, Kickstarter, Etsy u otras parecidas para encontrar interesados en sus productos o servicios, pero la llamada economía on demand, o el trabajo por demanda, está creciendo a diario.30 Kickstarter, la plataforma de crowdfunding donde cualquier persona puede recaudar fondos para una película o cualquier otro proyecto creativo, reportaba en 2018 más de 138 000 proyectos concluidos que han sido financiados por más de 14 millones de patrocinadores.
Al momento en que escribo estas líneas, uno de los proyectos que buscan recaudar fondos en Kickstarter es un libro titulado Historia fotográfica del Regimiento 95 de afroamericanos en la Segunda Guerra Mundial, que después de 42 días de presentado ha logrado casi 2 000 dólares en ofertas de compras. Muchos de los combatientes del Regimiento 95 murieron hace mucho, pero Stuart Bradley, el autor del proyecto, pensó que a sus descendientes les gustaría un libro con fotografías de sus abuelos que integraron uno de los pocos regimientos de afroamericanos existentes durante la guerra. Otro proyecto es Taller Nu, donde se ofrecen zapatos y carteras de moda creados y fabricados por mujeres presas en las cárceles de México, que lleva 170 ofertas de compra. Muchos de los proyectos en estas plataformas de crowdfunding son relativamente modestos. Pero otros no: el robot educativo Profesor Einstein recaudó 850 000 dólares en pocas semanas. Y el reloj inteligente Pebble, que sus creadores lanzaron en Kickstarter como un producto mejor que el reloj de Apple —sumergible y con una batería que dura hasta siete días— recaudó más de 20 millones de dólares de 78 500 compradores.
En la nueva economía digital, los emprendedores ya no dependen únicamente de los créditos bancarios ni de conexiones personales. Cualquiera que tenga una buena idea puede ofrecerla al mundo. Y cada vez más gente quiere ser su propio jefe o su propia jefa. Una encuesta reciente mostró que más de 70% de quienes trabajan de forma independiente, ya sea de tiempo completo o de medio tiempo, prefieren su trabajo por cuenta propia que los trabajos tradicionales. Los encuestados dijeron que, además de tener mayor flexibilidad de horarios, el trabajo independiente les brinda mayores oportunidades de crecimiento.31 Y a medida que se reduzcan los empleos tradicionales, cada vez más gente de mediana y tercera edad se reinventará como pequeños empresarios en la economía digital.
Cuando me preguntan si soy tecnooptimista o tecnopesimista, no quiero caer en el lugar común de decir que soy tecno-realista: prefiero decir que soy medianamente pesimista a mediano plazo y optimista a largo plazo. A mediano plazo, durante las próximas dos décadas, vamos a ver un terremoto social ocasionado por la aceleración de la automatización, que va a producir un creciente desempleo entre los sectores de menor educación de la población y una mayor desigualdad social. Sólo quienes tengan las mejores credenciales académicas o habilidades especiales podrán acceder a los trabajos del futuro, y será difícil que todos los cajeros de los supermercados, meseros y choferes de taxi se reinventen como analistas de datos o programadores de videojuegos. Habrá una enorme masa de marginados sociales, desesperanzados. Algunos de ellos pasarán una buena parte de su vida mirando sus visores de realidad virtual, o drogados, y otros serán terreno fértil para movimientos de protesta contra la robotización. Será una transición traumática y en algunos casos hasta violenta.
Ya estamos viendo síntomas de una rebelión de mucha gente contra el avance de la tecnología, que va mucho más allá de los taxistas tradicionales incendiando algún auto de Uber en alguna parte del mundo. En 2018, más de 50 000 trabajadores de hoteles y casinos del Sindicato de Trabajadores Culinarios de Las Vegas votaron por irse a huelga para protestar, entre otras cosas, por el creciente uso de robots en los hoteles donde trabajan. “Voté que ‘sí’ para ir a la huelga para asegurarme de que mi trabajo no será subcontratado a un robot. Sabemos que la tecnología está llegando, pero los trabajadores no deberíamos ser expulsados y abandonados”, dijo Chad Neanover, cocinero del hotel Margaritaville de Las Vegas.32 La tesorera del sindicato, Geoconda Arguello-Kline, dijo: “Apoyamos las innovaciones que mejoran el empleo, pero nos oponemos a la automatización cuando sólo destruye empleos. Nuestra industria debe innovar sin perder el toque humano”.33
Cuando le pregunté a la portavoz del sindicato, Bethany Khan, si estaban pidiendo que se prohíban los robots en los hoteles y casinos de Las Vegas, me respondió que “no nos oponemos a la tecnología. Pero queremos participar en el proceso de toma de decisiones sobre cómo implementar la tecnología en nuestra fuerza de trabajo”. Entre otras cosas, el sindicato estaba exigiendo que los empleados cuyos trabajos sean reemplazados por robots sean reentrenados por sus empresas, “para que los trabajadores tengan la oportunidad de crecer con la tecnología, en lugar de ser despedidos”, señaló.34
Los miembros del sindicato culinario de Las Vegas tienen buenos motivos para estar preocupados: los robots ya están tomando varios de sus puestos de trabajo. En la barra del bar Tipsy Robot del casino Planet Hollywood, ya hay dos robots que están haciendo y sirviendo cócteles. La página web del bar dice que sus robots “tienen la capacidad de producir 120 tragos por hora”, y agrega que “nuestras maravillas mecánicas usan mediciones exactas, asegurando un sorbo perfectamente elaborado en todo momento”. En el hotel y casino Mandarin Oriental Las Vegas, un conserje robótico de más de un metro de altura ha comenzado recientemente a ofrecer asistencia a los huéspedes sobre los servicios del hotel, y a dar direcciones. Mientras tanto, Las Vegas Renaissance Hotel ha comenzado a utilizar dos robots parecidos a “Arturito” de la película Star Wars para llevar comida y bebidas a las habitaciones. Un estudio de la Universidad de Redlands estaba pronosticando que 65.2% de los trabajos en Las Vegas —incluyendo los de meseros, trabajadores de cocina, y cocineros— corren el riesgo de ser eliminados por la automatización dentro de diez o veinte años.
En una escala más grande, están aumentando las críticas en todas partes contra las grandes compañías tecnológicas por su comercialización de los datos de sus usuarios, y por ocasionales violaciones a la privacidad. La ola de críticas aumentó tras el escándalo desatado por la revelación de que la empresa Cambridge Analytica, vinculada a la campaña de Trump, había conseguido datos privados de 50 millones de usuarios de Facebook antes de las elecciones de 2016, y los había utilizado para su propaganda política. Desde entonces, se registraron más de 552 millones de búsquedas en Google de las palabras “borrar Facebook”. La mayoría de quienes hicieron esa búsqueda no se salieron de la red social, pero muchos anunciaron haberlo hecho, incluyendo celebridades como el co-fundador de Apple Steve Wozniak, el fundador de Tesla Elon Musk, y la actriz Cher.
También están aumentando las acusaciones de que las grandes empresas están fomentando la adicción tecnológica, que está causando cada vez más problemas psicológicos, especialmente entre los jóvenes. Hay cada vez más retiros de desintoxicación tecnológica en Estados Unidos y Europa, donde los turistas se desconectan de sus celulares y redes sociales durante una o dos semanas. Hay cada vez más libros sobre la adicción tecnológica y el tecno-stress, como iGen de la socióloga Jean Twenge, y Tu felicidad ha sido hackeada, de mi amigo Vivek Wadhwa. Las series televisivas futuristas como WestWorld y Black Mirror, que muestran el lado oscuro de las grandes empresas tecnológicas, atraen grandes audiencias. Y los principales medios de prensa están dando marcha atrás de su anterior fascinación por cualquier avance tecnológico. A fines de 2017, el New York Times publicó un extenso artículo en su edición dominical cuyo titular reflejaba el nuevo sentir de muchos: “Silicon Valley no es tu amigo”, decía.
En 2018, Tristan Harris, exempleado de Google, inició en Silicon Valley un movimiento llamado “La verdad sobre la tecnología”, con 57 millones de dólares en efectivo y tiempo de publicidad donado por varios medios para exigir que las compañías tecnológicas desactiven algunos de sus trucos para mantenernos pegados a sus pantallas. Según me explicó Harris en una entrevista, las compañías tecnológicas compiten por el tiempo que pasamos en sus plataformas, y sus ingenieros crean intencionalmente programas para convertirnos en adictos tecnológicos. Cuando Netflix comienza un nuevo episodio de una serie inmediatamente después del último, sin requerir —como lo hacía antes— que tomemos una acción proactiva para pasar al próximo capítulo, lo hace para mantenernos enganchados, dice Harris. Y cuando Twitter nos lleva a bajar la pantalla constantemente con el dedo para descubrir nuevos mensajes, está copiando las técnicas de las máquinas tragamonedas de los casinos, que nos hacen bajar una palanca con la mano todo el tiempo a la espera de una recompensa, señala.
Todos esos mecanismos de adicción tecnológica están creando problemas de aislamiento, déficit de atención, depresión y hasta suicidio entre los jóvenes, y le está quitando horas de sueño a los adultos, me aseguró Harris. Estos movimientos, junto a los que se oponen a la automatización del trabajo, están empezando a extenderse y a exigir cada vez más enérgicamente que las empresas tecnológicas rindan cuentas por el uso que hacen de sus datos, y por sus prácticas subliminales para convertir a sus seguidores en adictos digitales.
Pero más a largo plazo, en dos o tres décadas, la automatización habrá aumentado la productividad lo suficiente para que las sociedades puedan pagar un ingreso universal básico a sus ciudadanos, tal vez con contraprestaciones de servicio comunitario. Ocurrirá lo mismo que ha ocurrido después de la Revolución agrícola y luego de la Revolución industrial: tras un periodo de transición que dejará en un principio un balance laboral negativo, las cosas se reacomodarán para mejorar. En Estados Unidos, como ya lo señalamos, el porcentaje de gente que trabajaba en agricultura cayó de 60% de la población a mediados del siglo XIX a 2% en la actualidad, y el porcentaje de empleados en el sector manufacturero descendió de 26% en 1960 a menos de 10% en 2017.35 Y sin embargo, el estándar de vida es mucho mejor que cuando la mayoría de la gente trabajaba en el campo o en las fábricas. Y lo mismo pasó en China e India, donde cientos de millones de personas lograron salir de la pobreza gracias a la modernización económica que comenzó a fines del siglo XX.
Después de lidiar con el problema del desempleo tecnológico durante algunos años, los países van a encontrarle la vuelta, ya sea manteniendo económicamente a quienes no encuentren trabajo, para que puedan subsistir, o brindando mejor educación para que todos tengan acceso a empleos dignos. Y la gente trabajará menos horas, como ya viene ocurriendo desde hace siglos, y en trabajos menos repetitivos y aburridos que en el pasado, como también ya viene ocurriendo desde hace varias décadas. El mayor tiempo de ocio nos permitirá recuperar el arte de la conversación, la lectura y la buena música, y la desesperanza dará paso a posibilidades inimaginables hoy en día, como —para usar el ejemplo que me dio el futurólogo José Luis Cordeiro— la de convertirnos en jardineros en Marte.
No termino con esta nota optimista para ser políticamente correcto, sino porque estoy convencido de que a largo plazo el mundo será cada vez mejor. Por supuesto que habrá altos y bajos, como siempre los ha habido. No se acabarán las guerras ni los desastres naturales producidos por el calentamiento global, pero la tendencia general será hacia el progreso de la Humanidad. Lo que veremos a mediano y largo plazo será una continuación del progreso humano que hemos visto desde que vivíamos en las cavernas. Fíjense, por ejemplo, en estos datos sobre cómo ha evolucionado la Humanidad en los últimos 200 años:
Muchos de quienes dicen que el mundo va de mal en peor olvidan otros datos, como el hecho de que hasta la mitad del siglo XIX existía la esclavitud en Estados Unidos y muchos otros países. Y la mitad de la población mundial —las mujeres— eran ciudadanas de segunda clase hasta no hace mucho, aunque lo siguen siendo en numerosos países del mundo islámico. Las mujeres hoy en día viven mejor no sólo porque lograron hacer valer sus derechos, sino también gracias a la tecnología. Mientras que en 1920 la gente —principalmente las mujeres— debía dedicar un promedio de 11.5 horas semanales a lavar ropa, en 2014 ese promedio ha caído a 1.5 horas gracias a la invención de las máquinas de lavar y secar.44 Esto parece un dato trivial, pero no lo es. Las máquinas lavadoras, los hornos microondas y otros aparatos nos han simplificado la vida y nos han dejado más tiempo disponible para ver televisión o hacer cosas que nos dan más satisfacción. Nuestros antepasados no tenían ese lujo.
¿Continuarán estos progresos en el futuro? Todo hace pensar que sí y que la automatización acelerará estas tendencias y nos permitirá vivir más y mejor. Pero en el futuro inmediato, mientras naveguemos en la transición hacia un mundo cada vez más robotizado, tendremos que adaptarnos, actualizarnos, reinventarnos y buscar nuevos nichos en un universo laboral constantemente cambiante y a menudo turbulento. A corto plazo, hasta que las cosas se reacomoden para bien, como siempre ha ocurrido en el pasado, la consigna deberá ser: “¡Sálvese quien pueda!”