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Cuidado con lo que crees que piensan de ti
En un taller de pintura al que acudían jóvenes artistas tuvo lugar, un jueves por la tarde, una chocante situación.
Entre los quince alumnos de aquel curso había una niña llamada Aina que nunca hablaba con sus compañeros. Le parecían antipáticos y arrogantes, así que desde que había iniciado el curso no se había preocupado de hacer amistades.
Por las miradas que echaban de reojo a sus trabajos, entendía que la consideraban la peor alumna de la clase. Y lo triste, pensaba, es que seguramente tenían razón.
Quizá por ello, la profesora la trataba con especial cariño, elogiando siempre sus trabajos y animándola a seguir mejorando. Aina interpretaba que lo hacía solo por compasión.
Aquella tarde en el taller, la profesora les pidió que recortaran varias figuras de las láminas que habían realizado la semana anterior. Pegarían los recortes sobre unas cartulinas negras para crear una composición nocturna.
Al finalizar cada sesión, la profesora de arte siempre les decía el material que tenían que traer a la siguiente clase. Aina rebuscó en su bolsa y encontró la cartulina negra, las láminas del día anterior y las tijeras. Pero ¡había olvidado el pegamento!
Tras extender la cartulina negra sobre la mesa, mientras recortaba las figuras con cuidado se reñía a sí misma por haber pasado por alto aquel detalle. ¿Qué haría ahora? No le quedaba más remedio que pedírselo a alguno de sus compañeros.
En la mesa más cercana a la suya relucía, como un insulto, un bote de pegamento grande y nuevo. Pertenecía a Jacinta, la mejor alumna de la clase. Se decía que ella ya había sido aceptada en la Facultad de Bellas Artes, aunque le faltaban dos años para poder matricularse.
Desde que iba al taller, esa engreída jamás le había dirigido la palabra. Seguro que consideraba que no tenía ningún talento, se dijo. ¿Cómo reaccionaría cuando le pidiera su pegamento? Seguro que torcería el labio antes de prestárselo de mala gana. O incluso haría ver que no la había oído. Seguiría trabajando en su obra maestra como si Aina fuera invisible. O peor aún, quizá le diría directamente que no se lo prestaba. ¡Haberte fijado en lo que metes en tu bolsa, inútil! A lo mejor usaría palabras más finas, pero el sentido sería el mismo.
Cada vez más encendida, Aina se dijo que, aquella tarde, Jacinta la había mirado especialmente mal. Incluso había chasqueado la lengua al pasar por su lado, como si le diera asco su mera presencia.
¿Cuál era su problema con ella? ¿Por qué la trataba con tan poca consideración? «Yo no le he hecho nada —se decía Aina—. En su lugar, yo misma le ofrecería el pegamento sin que me lo pidiera, al darme cuenta de que no tiene. ¿Por qué no ha de hacerlo ella también? ¿Cómo puede alguien negarse a hacer un favor tan sencillo a una compañera?»
Aina no podía creer que alguien pudiera ser tan cruel, así que, hecha una furia, finalmente se levantó y explotó delante de una asustada Jacinta, a la que gritó:
—¡Puedes meterte tu precioso pegamento por donde te quepa!