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Hay muchas clases de riqueza
Cuentan que, hace algo más de un siglo, el poeta austríaco Rainer Maria Rilke llegó a París por primera vez. Allí conoció a una joven, con quien acostumbraba a pasear por las calles del centro.
Les gustaba especialmente la place des Vosges, donde había vivido durante dieciséis años Victor Hugo, uno de los mejores escritores franceses. Pasando por delante del número 6, antiguo hogar del literato, Rilke se deleitaba imaginando cómo había sido la vida de aquel hombre.
La joven, en cambio, parecía más interesada en una mendiga que se encontraba siempre sentada en aquel mismo lugar, día tras día, con la mano extendida. No miraba a los paseantes ni les pedía limosna; tampoco mostraba agradecimiento cuando recibía algún donativo.
A menudo, la joven obsequiaba a la mujer con una moneda, pero Rilke nunca le daba limosna. Una vez, la muchacha preguntó al poeta el motivo por el que no le daba nada, a lo que él contestó:
—Es su corazón el que necesita un regalo, no su mano.
Unos días más tarde, Rilke depositó una rosa en la palma envejecida de la mendiga.
Entonces ocurrió algo inesperado: la mujer elevó la mirada y, tras besar con efusividad la mano del poeta, abandonó aquel lugar blandiendo la rosa, mientras se alejaba con pasos alegres y ligeros, dignos de una bailarina.
El rincón de la mendiga permaneció vacío durante toda una semana, tras la cual volvió a ocupar su sitio.
—Pero… ¿de qué ha vivido todos estos días, si no ha estado en la plaza pidiendo? —preguntó la joven.
A lo que Rilke respondió:
—De la rosa.