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Sufrimiento no es amor
Érase una vez una joven princesa que estaba buscando pareja. El escogido se convertiría en rey, y gobernaría junto a ella todo el vasto reino, que se extendía miles de hectáreas, hasta más allá del horizonte.
Al conocerse el anuncio de que la heredera buscaba pretendiente, los jóvenes más nobles y ricos del reino llegaban a diario con toda clase de regalos: joyas, tierras, propiedades…
Entre los candidatos había un muchacho humilde que no tenía más riqueza que su amor y constancia. Llevaba enamorado de la joven desde que la había visto una vez cuando ambos eran unos niños.
Cuando le llegó el momento de pronunciarse ante ella, declaró:
—Princesa, te he amado toda la vida, pero como soy pobre y no tengo riquezas para darte, como prueba de mi amor solo esto puedo entregarte: estaré cien días y cien noches a la intemperie bajo tu ventana, soportando las inclemencias del tiempo. Si resisto este desafío, ¿aceptarás mi amor?
Conmovida por este gesto tan tierno, la princesa, que era muy romántica, asintió y aceptó el trato.
De este modo las horas y los días se hicieron interminables para el pretendiente. Estaba quieto a las puertas del palacio, soportando el sol, el viento y el frío intenso de la noche helada, con la vista fija en el balcón de su amada, sin desfallecer en ningún momento de su empeño.
Cada cierto tiempo, la princesa descorría la cortina de la ventana para comprobar si él seguía allí. Cada día más impresionada, a medida que se acercaba el fin de la prueba, empezó a dar órdenes para iniciar los preparativos de la boda con aquel amante tan abnegado.
Al llegar el día noventa y nueve, todos los súbditos del reino salieron a las calles a celebrar la subida al trono del que ya consideraban su próximo monarca.
Sin embargo, cuando faltaba una sola hora para cumplirse el plazo, para asombro de los asistentes y de la propia princesa, el joven, sin dar explicaciones, se alejó despacio del lugar donde había permanecido casi cien días.
Solo le había faltado una hora.
Pasó el tiempo y, un día, un niño del reino lo reconoció en un páramo solitario.
—¿Por qué te fuiste? —le preguntó—. ¡Estabas a un paso de lograr la meta!
Con voz serena, el humilde enamorado respondió entonces:
—La princesa no me ahorró ni una sola hora de sufrimiento. No merecía mi amor.