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El regalo de la honestidad
Cuentan que, en un reino muy lejano, un príncipe iba a ser coronado rey. Sin embargo, para que eso fuera posible, de acuerdo con la ley, debía contraer matrimonio primero.
Así fue como, con la idea de encontrar a la que se convertiría en su compañera y reina del país, decidió convocar a todas las muchachas del reino que estuvieran interesadas. Las que se presentaran deberían superar una prueba que el mismo príncipe había ideado, y la ganadora sería la elegida.
La idea del príncipe llegó a oídos de una joven costurera que siempre había admirado al heredero por lo que se decía de su gran inteligencia y bondad.
Al conocer su intención de acudir a palacio, su madre dijo escandalizada:
—¿Hija mía, para qué ir? No tienes ninguna posibilidad de ser escogida. Las muchachas más ricas, bellas e instruidas del reino estarán allí. Fíjate en nosotras, no tenemos nada… Tu preciosa cara no puede verse realzada con la ropa que vestimos y sin el peinado que las otras mujeres pueden permitirse lucir. Por favor, olvídalo y no te hagas más daño.
—Querida madre, no sufras por mí —respondió la joven—, ya sé que nunca seré la reina. He decidido ir a esa prueba solo para conocer al príncipe, antes de que encuentre a una esposa y me vea obligada a dejar de pensar en él. Solo con estar cerca de él unos instantes, ya seré feliz.
Cuando llegó el día de ir a palacio, la joven se vio rodeada por las pretendientes más bellas y distinguidas del reino. Tenían la tez blanca y fina como la porcelana, y llevaban vestidos carísimos con adornos y joyas deslumbrantes. La mayoría de ellas, además, habían estudiado en las mejores escuelas del país. A su lado, la pobre costurera era solo una cara bonita sin más.
El príncipe entró en la sala y, tras pasear su mirada por todas las candidatas, anunció el desafío: cada muchacha recibiría una semilla que debía cultivar, y la que volviera al cabo de seis meses con la flor más bella del reino sería la escogida.
De regreso a su humilde hogar, los meses fueron pasando, pero la semilla de la costurera no parecía tener intención de brotar. Sus conocimientos de jardinería eran escasos, pero le dedicó todo el amor y la paciencia que se le puede dar a una semilla.
Estaba convencida de que, con su cariño y su dedicación, no tardaría en dar como fruto la flor más sublime que se hubiera visto.
Desafortunadamente, pese a la ternura y los buenos sentimientos de la joven, llegó el día de presentar los resultados ante el príncipe sin que de su semilla hubiera brotado nada. Aun así, anhelando volver a ver al futuro monarca por última vez, la muchacha decidió acudir a palacio con su maceta sin flor.
Así fue cómo se presentó a la audiencia, mientras se maravillaba de las flores exuberantes de las otras pretendientes, a cada cual más majestuosa y bonita. La muchacha pensó que tenían mucha suerte, y que sin duda al príncipe le sería complicado escoger a una de ellas.
Cuando el heredero empezó a pasar por delante de cada muchacha, prestando atención a la flor que cada una llevaba consigo, la joven se sintió apesadumbrada por no tener nada que ofrecer.
El príncipe apenas se detuvo delante de ella un par de segundos, tras comprobar que su maceta estaba desnuda.
Finalmente, una vez revisadas todas las flores, el príncipe dio a todas las muchachas su veredicto: la joven con la maceta sin flor sería su futura esposa.
La costurera no conseguía creer lo que acababa de oír, como tampoco las demás muchachas, que soltaban murmullos de desaprobación. Finalmente, una de ellas se atrevió a preguntar el motivo de esa decisión, a lo que el futuro rey respondió:
—Ella ha sido la única que ha cultivado algo que la hace digna de convertirse en reina: la flor de la honestidad. Todas las semillas que os di eran estériles.