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Hacer o no hacer, esa es la cuestión
Se cuenta que, en una aldea de Oriente Medio, dos jóvenes se habían enzarzado en una discusión de la que no lograban salir, pues cada uno decía que su posición era la justa. Finalmente, decidieron ir a ver al juez para que dirimiera el conflicto.
—Venimos de vender la leña en el mercado —explicó uno—, y mi compañero dice que tiene derecho a la mitad de las ganancias.
—¿Y no es eso justo? —preguntó el juez.
—Lo sería si hubiese hecho la mitad del trabajo —contestó el muchacho—, pero mientras yo trabajaba con el hacha, él estaba sentado a la sombra de un árbol sin hacer nada.
—¡Mientes! —apuntó el otro—. Mientras tú blandías el hacha, yo gritaba: «¡Vamos, tú puedes!», para animarte.
—Aunque hayas gritado «¡Vamos, tú puedes!», yo hice todo el trabajo duro —objetó el primero.
—Pero ¡no habrías logrado acabar la tarea sin mis ánimos! —concluyó el segundo.
Escuchadas las declaraciones de ambas partes, el juez estuvo un buen rato intentando encontrar la mejor solución. Sin embargo, por mucho que se esforzaba, no lograba alcanzar un veredicto.
Justo entonces habló un hombre, a lomos de un burro. Su nombre era Nasrudín. Había seguido toda la discusión, así que intervino:
—¿Me permite, Su Señoría? Tengo una solución para este caso.
Ante la expectación general, tras unos largos segundos de silencio, tomó una moneda de plata y la lanzó al aire. Cayó al suelo con un sonoro clinc.
—¿Lo has oído? —preguntó Nasrudín al amigo del leñador.
—Sí —contestó el joven.
—Bien, entonces quédate con ese clinc como pago por tu «¡Vamos, tú puedes!» y abandona el tribunal.