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Para ayudar, primero hay que saber
En unas vacaciones de verano, Enzo paseaba por la orilla de un riachuelo cuando, de repente, vio un pececito en el agua. A sus seis años, nunca había ido de excursión a ningún río ni había pisado la playa, por lo que jamás había visto un pez en su hábitat natural.
Vio que el pececito daba pequeños brincos, saliendo un segundo al exterior para volver a zambullirse en el agua, y esto lo llenó de preocupación. Enzo vivía en una zona árida donde no se veían esta clase de animales, así que pensó que el pez se estaba ahogando, ya que con sus movimientos parecía querer salir del agua sin éxito.
—¡Pobrecillo! —exclamó—. ¡Tengo que ayudarlo!
Por suerte, había tenido la buena idea de salir a pasear con su cazamariposas y, sin pensárselo dos veces, metió la red en el agua y sacó al pez. Este empezó a agitarse con fuerza, y Enzo pensó que era por la alegría de verse a salvo.
Orgulloso de su gesto, corrió a buscar a su madre para enseñarle su buena acción, mientras el pez se movía cada vez con mayor dificultad.
La madre de Enzo se llevó las manos a la cabeza y, rápidamente, devolvió el pececillo al agua.
El niño empezó a llorar, sin entender nada, muy triste por no haber podido ayudar al pez después de todo. ¡Ahora estaba seguro de que se ahogaría sin remedio!
Cuando Enzo se hubo tranquilizado, su madre le explicó qué eran los peces, dónde vivían y lo que les pasaba al sacarlos del agua.
—Saltan en el agua de la misma forma que tu corres por el campo —le dijo su madre—. Tal vez estaba cazando un insecto, pero su lugar es el río. Al querer ayudarlo y sacarlo de su hábitat, has puesto en riesgo su vida.
Por fin, Enzo lo entendió. Con los años comprendería también que hay momentos en la vida en los que, intentando ayudar, si no conocemos la situación, podemos causar más daño.
Así como es peligroso dar consejos a quien no los ha pedido, antes de ayudar a alguien hemos de estar seguros de que realmente necesita lo que le estamos brindando.