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Imaginación y generosidad
En un tiempo muy lejano, un país acababa de pasar una guerra tan devastadora que los campesinos no habían podido sembrar ni segar los campos, con lo que no había pan y escaseaban muchos otros alimentos. Todo el mundo estaba sumido en la pobreza.
Una mañana de invierno, llegó a un pueblecito un chico trotamundos, que iba de aldea en aldea sin destino fijo desde que su tío, con quien vivía, había fallecido en el campo de batalla.
Agotado y vestido con harapos, tenía mucha hambre después de numerosos días de camino sin encontrar ni un alma, así que decidió llamar a la puerta de la primera casa de aquella aldea.
Al abrirle una mujer, el muchacho le preguntó:
—Señora, ¿tenéis un mendrugo de pan para este caminante?
Asombrada, la mujer lo miró de arriba abajo y dijo:
—Lo siento mucho, jovenzuelo, pero en casa tengo a dos chiquillos menores que tú, y ni siquiera tengo suficiente para ellos.
Cada vez más desfallecido, el chico probó fortuna en otra casa, y luego en una tercera, recibiendo siempre una negativa por respuesta.
No queriendo darse por vencido, mientras cruzaba la aldea, finalmente llegó al lavadero público. Al ver allí a un grupo de chicas, de repente tuvo una idea.
—¡Muchachas! ¿No habéis probado la sopa de piedras?
Ellas se rieron a carcajadas.
—¿Sopa de piedras? ¡Estás loco de atar! —se burlaron.
Sin embargo, unos niños que estaban jugando cerca y habían escuchado la conversación, cuando el forastero ya se marchaba, se acercaron a decirle:
—¡Nosotros queremos sopa de piedras! ¿Quieres que te ayudemos?
—Por supuesto —dijo él complacido—. Necesito que me encontréis una olla grande, un cucharón, un puñado de piedras, agua y leña para preparar el fuego.
Sin más dilación, los niños fueron en busca de todo lo que les había pedido el joven. Cuando ya lo hubieron reunido todo, este puso la olla llena de agua sobre el fuego, lavó en la fuente unas cuantas piedras y las echó dentro a esperar que el agua empezara a hervir.
Emocionados con todo aquello, otros chiquillos se habían unido para la preparación de la comida, y preguntaron impacientes:
—¿Podemos tomar ya la sopa?
—Esperad un poco… Antes tengo que probarla —dijo el chico mientras introducía el cucharón en el agua caliente y se la llevaba a la boca— Mmm…, está muy buena, pero le falta una pizca de sal.
—¡Tenemos en casa! —dijo uno de los niños antes de arrancar a correr.
Minutos después regresaba con un puñado de sal cuidadosamente envuelto. El chico la echó en la olla y removió con el cucharón antes de volver a probar la sopa.
—¡Muy rica! —exclamó—. Aunque le faltaría un poco de tomate.
—Hay un par en nuestra despensa… —dijo otro de los pequeños—. ¡Voy a buscarlos!
Y, de este modo, los niños fueron trayendo aquello que tenían en casa: un par de patatas, unas cuantas legumbres, col, un poco de arroz…, hasta un trozo de carne acabó dentro de la olla humeante.
Cuando la cocción se hubo terminado, el joven trotamundos retiró las piedras con cuidado, removió un poco más el caldo y lo probó por última vez.
—¡Ahora sí que está deliciosa! —dijo—. ¡Es la mejor sopa de piedras que he cocinado en mi vida! Decid a la gente del pueblo que vengan a comer. ¡Hay sopa para todos! Solo tienen que traer sus platos y cucharas.
Los aldeanos acudieron, sorprendidos ante la llamada, y todos disfrutaron de aquella sopa de piedras tan sabrosa y nutritiva. Habían descubierto un importante secreto que los acompañaría a partir de entonces: aunque fueran pobres, si cada cual aportaba lo que tenía, juntos podían lograr comida para todos.
Así fue como, gracias a aquel muchacho hambriento, aprendieron que cooperando y compartiendo se hacen milagros.