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Emocionar desde la pureza del corazón
En un pequeño monasterio en las montañas, una tarde sucedió algo maravilloso. Mientras los monjes rezaban juntos en la capilla, se les apareció la Virgen María y les instó a preparar una recepción para su inminente visita a la tierra, en la que llevaría al pequeño Jesús en brazos.
Emocionados ante aquel anuncio, todos se pusieron manos a la obra. Pasaron largas noches estudiando al detalle la vida de Jesucristo para recordar al bebé todo cuanto había hecho de bueno como adulto. Algunos querían exponer doctos tratados de teología, otros, pronunciar oraciones en latín e incluso en arameo.
Una segunda aparición les hizo saber que la llegada de la Virgen María y el pequeño Jesús era inminente. Los religiosos pusieron más empeño aún en la preparación de su recibimiento. Cada uno de los monjes desarrolló su don hasta donde les fue posible, para ofrecer lo mejor de ellos mismos a tan divinos invitados.
Por fin, la Virgen María apareció en el monasterio acompañada, efectivamente, del hijo de Dios.
El primer monje inició el recibimiento entonando un canto gregoriano con alabanzas al Creador y al Espíritu Santo. Lo siguió otro fraile, que les enseñó las preciosas iluminaciones con las que un abad, mil años atrás, había decorado la Biblia. Otro religioso les recitó de memoria el nombre de todos los santos.
Así, sucesivamente, cada cual honró al hijo de Dios a su manera. Por fin iban a dar por concluida aquella celebración cuando María señaló que aún quedaba un monje por participar.
Los miembros de la comunidad, avergonzados, se dieron cuenta de que lo habían dejado de lado por no poseer ningún talento especial. Provenía de una familia circense, de pequeño no había ido a la escuela y apenas sabía leer. Tenían miedo de que hiciera el ridículo, así que habían preferido que no participara. Sin embargo, como la Virgen se había percatado de su ausencia, no tuvieron otra opción que presentarlo.
El monje se plantó delante de la Virgen y del pequeño Jesús, y sacó tres naranjas de su alforja. Aunque no tenía dotes intelectuales, su padre le había enseñado a hacer malabares con frutas.
Al ver lo que el monje se disponía a hacer, el abad hizo el amago de impedir que empezara, pero era demasiado tarde. Las naranjas ya volaban por encima de la cabeza del monje.
Y entonces… el pequeño Jesús por fin despertó del sopor en el que había estado sumido todo el día. Reía a carcajadas y daba palmaditas de alegría. ¡Estaba entusiasmado!
De entre todos los monjes, solo aquel humilde fraile había entendido algo esencial de su adorado huésped: Jesús era un niño.
En aquel día que nunca olvidarían, los monjes entendieron que, muchas veces, el camino a la emoción es el más sencillo.