La espera era larga, y aunque ocupaba el tiempo dando clases, haciendo guardias en el hospital y revisando los experimentos en el laboratorio, no podía contener la ansiedad por saber cómo habían funcionado las inyecciones en el sistema venoso de los ratones. Enero transcurría, y a pesar del frío intenso de Boston comencé a correr de nuevo. Las veredas seguían con parte de la escarcha que podía resultar peligrosa para los corredores, pero yo necesitaba gastar energía para aclarar mi mente antes de regresar al laboratorio. Algunos días en que encontraba un pequeño hueco de tiempo entre mis distintas actividades, me acercaba al Agadir con la ilusión de volver a ver a Tal, la mujer del rostro quemado. No entraba, porque las amenazas de su guardaespaldas habían sido claras, pero me quedaba en un bar de enfrente observando la entrada, esperando que el BMW negro regresara. No la volví a ver. Al fin, un día, entré al restaurante y le pregunté al barman.
—Está de viaje con el marido.
Estaba casada, tenía el rostro desfigurado, la cuidaba un guardaespaldas enorme y armado que me había amenazado… y sin embargo no podía dejar de pensar en ella. Las mujeres que conocía no igualaban su hermosura, pero me ayudaban a pasar el tiempo y vivir la corta intimidad que se producía en esas citas que nunca se repetían porque ninguna era capaz de atraparme. Por las noches, cuando dormía, me despertaba sudado pensando en ella. Su rostro quemado, sus piernas largas, y esa caricia lenta que me había dedicado desde su hermosa tristeza marroquí.
A finales de enero se cumplió el plazo y pude observar los resultados de la primera camada de ratones de mi experimento. En el bioterio, sacrificamos los ratones con dióxido de carbono y nos dispusimos a preparar las muestras para analizarlas. Demoramos todo un día en extraer los músculos esqueléticos de cuádriceps, tibialis anterior, bíceps y tríceps, prepararlos, cortarlos milimétricamente en el criostato, lavarlos y disponerlos bajo microscopia fluorescente. Caía la tarde cuando comenzamos a hacer el análisis. La sala de microscopia es un lugar pequeño y oscuro y teníamos que reservar varios días antes el Weiss de última generación si queríamos asegurarnos de poder contar con el instrumento preciso al momento de tener listas las muestras. Si el experimento había funcionado, podría observar las fibras verdes en los músculos. De ser así, o nuestras células curadas fuera del ratón se habían fusionado a fibras enfermas y transmitido nuestra molécula verde eGFP o simplemente nuestras células curadas por sus propiedades de células madre podrían bajo condiciones químicas existentes en tejido enfermo convertirse en nuevas fibras musculares. O ambos.
—¿Se ven músculos verdes? —preguntó Antonio.
Con ansiedad, comencé a observar los músculos enfermos del ratón inyectado, pero en ninguno de ellos se podía observar la fluorescencia tan esperada.
—Puta madre —dije en castellano.
—¿Qué pasó?
—Las células no llegaron a los músculos.
Pero, ¿dónde estaban? Continuamos los análisis de los órganos del ratón y lo descubrimos unas horas más tarde:
—Están adheridas al corazón y los pulmones y algunas en las paredes de las mismas venas —dije, derrotado.
Ese mismo día, le pasé los resultados a Foreman. Desde su escritorio, sonriendo, me avisó:
—No te frustres. Esto es ensayo y error.
—Ya lo sé.
—Probá con otra camada pero esta vez buscá la presencia de la microdistrofina. Quizás la eGFP tuvo algún problema para expresarse. Usá los anticuerpos monoclonales antimicrodys que fabricamos aquí hace unos años.
—Perfecto —dije.
La semana siguiente, regresé al bioterio.Volví a repetir el mismo proceso pero esta vez logré preparar, para las inyecciones intravenosas, más cantidad de células curadas con el vector. Me ilusioné pensando que al menos algunas llegarían hasta el músculo y no todas quedarían atrapadas en el corazón y los pulmones. Como me había quedado sin ratones mdx5cv tuve que comprar otro lote a The Jackson Laboratory y eso atrasó todo un poco.
Pasó un mes, entre clases, guardias y mis visitas constantes al bioterio, donde me quedaba largos ratos observando a los ratones con la esperanza de que mostraran los resultados que esperábamos. Hasta les ponía música clásica y hablaba con ellos.
El día que se cumplió el plazo, sacrifiqué a los ratones y Antonio otra vez me ayudó a preparar las muestras con los músculos esqueléticos. Esta vez no buscábamos el brillo verde sino simplemente detectar músculo sano sin signos de degradación morfológica o anatómica por la supuesta presencia de “nuestra” microdistrofina.
—¿Y? —preguntó Antonio cuando clavé los ojos en el microscopio.
Alcé la vista. El corazón me daba saltos dentro del pecho. Atónito, dije:
—No puede ser… Pasame los músculos de otro ratón inyectado.
El segundo ratón mostraba lo mismo: ni rastros de fibras enfermas. El ratón estaba completamente curado.
—No lo puedo creer —dije.
—¿Qué pasa?
—Están curados. No hay rastros de la distrofia, las fibras musculares están perfectas —grité.
Abrimos los cinco ratones que habíamos inyectado y en todos ellos encontramos lo mismo. La enfermedad había desaparecido. Habíamos encontrado la cura.
Fueron horas de excitación. Mientras abría un cadáver tras otro, en mi cabeza pasaban imágenes de mi propia consagración: “Científico argentino en Harvard encuentra la cura a la distrofia muscular de Duchenne a través de la ingeniería genética, la biología molecular y la terapia celular”.
—No hay rastros de la distrofia —dije, emocionado, mirando a Antonio.
—Eureka —dijo Antonio.
—Todavía tenemos que analizar los dos grupos control, pero hoy no llegamos.
—Mañana preparamos las muestras de los ratones enfermos a los que inyectamos solución fisiológica y células enfermas no curadas, los analizamos, confirmamos estos datos y a la noche Foreman te propone en Estocolmo para el Nobel —dijo Antonio sin ironías.
Agradecí que fuera latino: y agradecí que no temiera abrazarme para mostrarme su apoyo y felicidad.
—Llamemos a Foreman —dijo.
—No, mañana después de analizar los grupo control —dije.
Lo cierto es que me temblaban las manos. Ya era la hora de dar clases, pero no podía pensar en nada más. Desde un teléfono del bioterio llamé a un compañero de cátedra y le pedí que me reemplazara en la clase de esa noche.
Al salir del hospital, sentía que no cabía por los pasillos. Miraba a la gente con la que me cruzaba con ganas de detenerlos y gritarles que estaban delante de un inminente premio Nobel. Llegué a mi casa y lo primero que hice fue llamar a mi mamá. Me atendió el contestador:
—Hola, señora Rach. Quiero contarle que su hijo encontró la cura para la distrofia muscular de Duchenne y dentro de poco va a ganar el Nobel. Estoy como loco ma, no lo puedo creer. Estoy feliz —dije y corté.
No sabía qué hacer. Me sentaba, encendía la tv, me incorporaba, miraba por la ventana, me servía un vaso de vino y volvía a sentarme. Lo había logrado. Al fin había conseguido algo importante para la ciencia.
Me dormí entrada la madrugada, vestido, con el cerebro carburando a mil revoluciones por segundo.
Al día siguiente, temprano en la mañana, cansado pero feliz, me dirigí al bioterio. Antonio llegó unos minutos más tarde.
—Su eminencia —dijo al verme.
—Todavía no.
—Pero… ¿casi, no?
Sólo debíamos sacrificar a los ratones de ambos grupo control y constatar que sus fibras continuaran enfermas. Así lo hicimos: abrimos la llave del dióxido de carbono, y cuando los ratones dejaron de moverse y respirar, comenzamos con las autopsias. Músculos esqueléticos, limpieza, microscopio.
Podía notar cómo me sudaban las manos dentro de los guantes de látex. Hacía tiempo que no estaba tan nervioso. Coloqué el primer músculo en el microscopio y observé. No podía creerlo.
—¿Cómo? —dije, incrédulo.
—¿Qué pasó?
—No puede ser, la puta madre… —dije.
Uno a uno, fui analizando los músculos de los ratones de ambos grupo control para encontrar el mismo resultado: ninguno mostraba rastros de la enfermedad.
Poco a poco, comencé a desesperarme.
—Tenemos que rastrear a esta camada. Comunicame ya mismo con The Jackson Laboratory, Antonio —dije.
Obtuvimos la respuesta tarde en la noche. Todo había sido un error. La camada a la que habíamos sometido al experimento estaba compuesta por ratones sanos. Ninguno era mdx5cv, ninguno tenía distrofia muscular. Mientras, al teléfono, un director del laboratorio me pedía disculpas y aceptaba su error, yo aceptaba que todo había sido en vano. Había inyectado mis células curadas con el vector a unos ratones sanos. Por lo tanto, la cura había sido una mera ilusión.
—Listo por hoy —dije, sujetándome las sienes.
—¿No querés que preparemos otro grupo? ¿Los inyectamos y…?
—No, mañana. Gracias, podés irte.
Salí del bioterio con el peso de la derrota presionándome los hombros, la espalda, la cabeza. Las migrañas eran insoportables. ¿Ese era el precio de la ciencia? Al llegar a casa, volví a dejarle un mensaje a mi mamá:
—Olvidate. Fue un error. Sigo siendo un eterno estudiante.
Me tomé una pastilla y me acosté. La última imagen que tuve antes de dormirme fueron los ratones respirando dióxido de carbono, muriendo lentamente, como los judíos asesinados por los nazis.