Capítulo Doce

 

 

 

 

 

El viernes por la noche, Nate estaba hecho polvo: incapaz de concentrarse y con los nervios de punta. Jamás se había sentido tan impotente.

No era de mucha ayuda que todo lo que lo rodeaba le recordara a Nicole: desde las lociones y perfumes en el cuarto de baño a las prendas que había en el cesto de la ropa sucia. En el despacho seguían su teléfono móvil y su ordenador.

Se preguntaba dónde estaría. Estuvo a punto de denunciar su desaparición a la policía, pero pensó que se reirían de él, ya que Nicole era una persona adulta.

Alguien debía saber dónde estaba. Pensó en Anna Garrick.

Decidió ir a casa de los Wilson. Al acercarse en el coche no pudo evitar admirar la mansión gótica. Se dirigió a la puerta y llamó con la aldaba.

Le abrió un hombre uniformado.

–Quiero ver a la señorita Garrick, por favor– dijo después de dar su nombre.

–Un momento, señor. Siéntese en el salón mientras voy a buscarla.

Nate no sabía si Anna estaba jugando con él o estaba realmente ocupada, pero tuvo que esperarla veinte minutos antes de verla aparecer en el salón. Debió hacer un esfuerzo para reprimir la impaciencia y recordar que estaba allí para saber si Anna sabía dónde estaba Nicole.

Anna lo saludó y le ofreció algo de beber, pero él no quiso tomar nada. Ella se sentó en un elegante sofá mientras él deambulaba por el salón.

–¿En qué puedo ayudarle, señor Hunter?

–Nate, por favor, llámame Nate.

–Muy bien, Nate, ¿qué quieres?

Él tragó saliva y eligió las palabras con cuidado.

–¿Sabes algo de Nicole?

–Si lo supiera, ¿crees que ella querría que te lo dijera?

Nate suspiró.

–Entonces, deduzco que has tenido noticias de ella. ¿Está…?

–Está bien, pero no quiere verte, ni a ti ni a nadie.

–Tengo que verla –afirmó el.

Anna negó con la cabeza.

–¿No te basta con saber que está bien?

–¿Tú qué crees? –le preguntó él con expresión dolorida–. La quiero, Anna. Debo decirle que me perdone y que me dé otra oportunidad.

–Traicionaría su confianza si te dijera dónde está. Ya lo hice recientemente, y no voy a repetirlo, ya que estuvo a punto de arruinar nuestra amistad.

–¿Crees que no lo sé? Te lo ruego.

–No puedo. Nicole debe saber que puede confiar en mí.

A Nate le pareció que una bola de plomo se le había instalado en el estómago. Anna era su última esperanza.

–Yo también quiero que sepa que puede confiar en mí –afirmó con la voz quebrada mientras se disponía a marcharse–. Gracias por haberme recibido. Si la ves, dile, por favor… Da igual, no va a cambiar nada.

La compasión que expresaban los ojos de Anna le llegó al corazón. Nicole era afortunada al tener una amiga así. Salió de la casa y se dirigió hacia el coche. Mientras bajaba las escaleras de la entrada oyó que alguien corría detrás de él.

–Espera.

Era Judd Wilson.

–¿Qué? –preguntó sin siquiera tratar de fingir una cortesía que no sentía.

–Sé dónde está.

–¿Y me lo vas a decir?

–Anna me matará, pero alguien tiene que darte una oportunidad. Es evidente que estás sufriendo. Nicole y tú tenéis que solucionar esto como sea. Os lo merecéis –le dio una dirección al norte de Auckland, a unas dos horas y media en coche–. No hagas que me arrepienta. Si vuelves a hacerle daño, tendrás que vértelas conmigo.

Nate le tendió la mano y se sintió muy aliviado cuando Judd se la estrechó.

–Te debo una –afirmó Nate con solemnidad.

–Sí, pero ya hablaremos más tarde –respondió Judd en tono grave.

Nate asintió y fue hacia el coche. Tenía que pasar un momento por el piso antes de ir a ver a Nicole porque debía recoger algo. Era tarde, pero tal vez ella no se hubiera acostado cuando llegara. Y si lo había hecho, esperaría a que se levantara.

 

 

Nicole se quitó la arena de los pies con una toalla. Los paseos de noche por la playa arenosa de Langs se habían convertido en un hábito para conseguir fatigarse y poder dormir.

Desde que había tomado la decisión de abandonar a Nate y de enfrentarse a las consecuencias, apenas había pegado ojo. Sabía que él aún no le había mandado el DVD a su padre. Anna la mantenía informada de su estado, y su salud parecía mejorar, lo cual cambiaría si llegaba a ver el video.

Aunque ese pensamiento la acosara, si era sincera consigo mismo reconocía que no dormía sobre todo porque echaba de menos a Nate.

La puerta crujió al abrirla para entrar en la casa de vacaciones que había alquilado. Después de dejar en el despacho el ordenador y el móvil que Nate le había dado, se dirigió hacia el norte y solo se detuvo para pagar el peaje de la autopista y para comprar un móvil barato en una gasolinera.

No sabía por qué había elegido aquella zona, salvo porque estaba cerca del mar y no se parecía a la costa oeste, donde Nate tenía la casa.

Si lo que pretendía era no acordarse de él, no lo había conseguido.

Cerró la puerta y fue a la cocina, tal vez una taza de manzanilla la ayudara a dormir. Se puso tensa al oír los neumáticos de un coche por el paseo de gravilla que llevaba a la casa. Solo Anna sabía que estaba allí y no hubiera ido a verla sin avisarla antes.

Oyó unos pasos pesados que se aproximaban antes de que alguien llamara a la puerta con tres golpes fuertes.

Con el corazón acelerado se aproximó a la puerta.

–Nicole, soy yo, Nate.

¿Cómo la había encontrado?

–Nicole, por favor, no he venido a hacerte daño ni a discutir. Solo quiero hablar contigo.

Ella vaciló durante unos instantes antes de abrirle con mano temblorosa.

La incredulidad se apoderó de ella al verlo iluminado por la luz de la bombilla desnuda del porche. Se inquietó por su aspecto. Parecía que llevaba días sin dormir ni comer como era debido. Lo único que deseó fue consolarlo

Luchó consigo misma para no tenderle los brazos y ofrecerle un respiro. Inspiró profundamente y mantuvo los brazos pegados al cuerpo.

–Entra –le dijo mientras se apartaba y le señalaba con un gesto el interior.

–¿Quieres algo caliente de beber?

–No, gracias. ¿Cómo estás?

Vertió agua caliente en la taza con la bolsita de manzanilla y se la llevó a una de las sillas del salón. Nate se sentó en el sofá, enfrente de ella.

–Estoy bien. Mira, no sé a qué has venido, pero no voy a cambiar de opinión. Lo que escribí en el mensaje iba en serio.

Nate se sacó una caja plana del bolsillo. Ella la reconoció. Él trató de dársela y, como ella no la agarró por miedo a rozarlo, la dejó en la mesita que había entre ambos.

Nicole notó que su negativa a tomarla lo había sorprendido. Miró la caja, tan anodina aparentemente, pero tan perjudicial en potencia.

–Es tuya.

–¿Es una copia?

–La única que existe –afirmó él alzando la vista para mirarla a los ojos–. No se la he mandado a tu padre porque no puedo hacerte eso, Nicole. No podría hacerte tanto daño. Ya sé que te he amenazado con enviársela más de una vez, pero, aunque no me hubiera enamorado de ti, no habría abusado de tu confianza de esa manera.

Nicole se quedó atónita. ¿Lo había oído bien o era un truco para que volviera con él?

–Pareces muy decidido, pero ¿por qué voy a creer que has cambiado de idea?

Su voz le resultó irreconocible a ella misma: dura e implacable.

Él agachó la cabeza.

–No merezco que me creas, pero espero que me entiendas –volvió a levantar la cabeza. Tenía los ojos angustiados–. Sé que me he portado como un monstruo. Tenía que haberte dicho desde el principio quién era; tenía que haberte dejado en aquel bar esa noche. Pero no pude. Algo me impulsaba a estar contigo. Te deseaba y tenía que poseerte.

Nicole agarró la taza con fuerza, sin importarle lo caliente que estaba. Al oírle decir que la deseaba, su cuerpo ya había comenzado a responder y a anhelar sus caricias.

–Y una vez que me hubiste poseído me utilizaste –afirmó ella con amargura.

–Lo siento. Sé que te parecerá una expresión trillada, vacía y carente de valor, pero créeme, por favor. Siento haberte tratado así. Si tuviera una segunda oportunidad, haría las cosas de otro modo.

Nicole pensó que ella también. Para empezar, si no se hubiera marchado de su casa aquella noche, no se habría perdido en los brazos del hombre que más daño podía hacerle. El corazón se le aceleró al reconocer la dolorosa verdad: no podía fiarse de él. Era un maestro en el arte de la manipulación y llevaba toda la vida guardándole rencor a su padre.

–¿Eso es todo? –preguntó con frialdad.

–No, no es todo. Podría pasarme la noche entera diciéndote lo que lamento haberte tratado tan mal. Te quiero, Nicole. Me avergüenza que haya tenido que perderte para reconocerlo, pero así es. Ese día en la playa en que te pedí que te casaras conmigo, me engañé diciéndome que era por el bien del bebé. ¿Estás dispuesta a darme otra oportunidad? Déjame reparar el daño que te he causado, déjame amarte como te mereces.

Nicole hizo un leve gesto negativo con la cabeza. Él insistió.

–No lo decidas ahora mismo, por favor. Piénsatelo durante unos días. Vuelve a la ciudad, vuelve conmigo. Volvamos a intentarlo y te prometo que esta vez lo haré bien.

–No –dijo ella sintiendo que se le partía el corazón–. No puedo, Nate. No confío en que no vuelvas a hacerme daño. A mí o a mi familia –tampoco confiaba en sí misma porque lo quería mucho. Si regresaba, si volvía a estar con él, volvería a formar parte de sus planes. Y no estaba dispuesta a que eso sucediera.

Nate la miró durante varios segundos. Después asintió lentamente y se levantó. Ella no se movió mientras él cruzaba la habitación y se dirigía a la puerta. Al oír que esta se cerraba se estremeció y comenzó a sollozar.

Nate se había ido porque ella lo había obligado. Pero eso era lo que quería, ¿no?

 

 

Nate llegó al coche aturdido. Ella lo había rechazado. De las posibilidades que había imaginado, la peor se había hecho dolorosa realidad.

Cuando llegó a la ciudad se sintió exhausto al entrar en el piso, que le pareció vacío sin Nicole. A pesar del cansancio que sentía no quería dormir. Tenía que hallar el modo de convencer a Nicole de que confiara en él y de que su amor por ella era verdadero. Debía haber un modo, ya que era incapaz de imaginarse el resto de la vida sin ella a su lado.

Era algo impensable.