Capítulo Seis

 

 

 

 

 

–Chicos, esta es mi mujer, Hira –dijo Marc. El tono que empleó estaba desprovisto de ira, pero Hira podía sentir la tensión.

Inmediatamente, Hira se dio cuenta de la cautela que había en los ojos de los niños.

–Encantada de conoceros –dijo ella con una sonrisa, pero no obtuvo respuesta, ni siquiera del más pequeño.

No se asustó, consciente de que no había razón para que los niños confiaran en ella, pero aun así, no se sintió mal. Le encantaban los niños y siempre se había llevado bien con ellos, incluso cuando se sentía rechazada por otras mujeres. Los niños no juzgaban a las personas por el aspecto, sino por el corazón.

–¿Cómo te llamas, laeha? –preguntó acercándose al más pequeño.

Este la miró con los ojos muy abiertos al ver que se dirigía solo a él, pero no desvió la mirada.

–Brian –susurró.

–¿Y qué estás cocinando, Brian? –preguntó ella. El niño era tan pequeño y delgado que le daban ganas de ponérselo en el regazo y darle de comer.

–Pastel de manzana… para el postre.

–Nunca he comido pastel de manzana –admitió ella.

–¿Nunca? –preguntó otro niño.

Ella se incorporó.

–No soy americana. Vuestro pastel de manzana no se come en mi país.

–¿De dónde eres? –preguntó otro chico.

–De Zulheil –dijo ella mirando al chico de cabello oscuro–. Está en el desierto. Vuestra tierra, este País Cajún, es demasiado verde. Crecen plantas por todas partes –dijo ella, que aún estaba desconcertada al ver que crecían flores entre la hierba. Todo el tiempo intentaba no pisarlas porque las flores eran algo preciado en el desierto.

–He leído sobre Zulheil en internet –dijo entonces un niño con gafas y una tímida sonrisa–. Te pareces a la gente que aparece en las fotos, pero tu ropa es diferente.

–Estoy intentando… Esposo, ¿cómo se dice? –preguntó mirando por encima del hombro, preguntándose quién le habría hecho tanto daño como para que no pudiera confiarle sus secretos.

–¿Qué? –preguntó él inmóvil como una pared, los brazos cruzados en el pecho y los ojos entornados en actitud vigilante.

Hira sonrió tratándolo con la misma ternura que a los niños. Estaba empezando a darse cuenta de que sus heridas internas eran iguales que las de todos esos cautelosos pequeños.

–Una palabra que significa que estoy intentando encajar.

–Mezclarse –dijo él entornando aún más los ojos.

–Sí –dijo ella sonriendo para sus adentros ante el gesto de advertencia de su marido. Sería divertido bromear con él–. Intento mezclarme. ¿Creéis que lo conseguiré? –les preguntó a los niños volviendo la espalda a Marc.

Aun así, podía sentir su presencia como una caricia. El vello de la nuca se le erizó, atenta a su cercanía. Su marido la había marcado y su cuerpo lo sabía. Solo tenía que evitar que lo descubriera. Si supiera lo vulnerable que era a él, se aprovecharía y no estaba lista para permitírselo, no mientras se negara a compartir con ella lo más íntimo de su ser.

–Eres muy guapa y hablas de una forma diferente –dijo uno de los niños que llevaba gafas.

Ella lo miró contenta de su sinceridad.

–No quiero ser como los demás, de todas formas. ¿Y tú?

El niño pareció pensar en ello. Hira notó que, aunque era pequeño, parecía el líder del grupo.

–No –dijo finalmente–. Solo las vainas son iguales.

–¿Las vainas? –confusa, miró a Marc, pero fue el chico más alto quien respondió.

–¡Tienes mucho que aprender! Esta noche veremos esa película otra vez porque Damian no se cansa. Puedes verla si quieres.

–No tengo ni idea de lo que estáis hablando, pero me parece bien lo de ver la película –Hira se rio al ver la sonrisa en el rostro tímido del chico–. Y, decidme, ¿cómo se hace ese pastel? Es necesario que haya harina en el suelo, ¿no es así?

Todo el mundo se rio ante la ocurrencia menos su marido. Cuando el pequeño Brian la tomó de la mano, Hira lo levantó en brazos sin importarle que estuviera lleno de harina y otras cosas.

Incapaz de poder contener la preocupación y sin querer hacerlo se dirigió a Brian.

–¿No comes, laeha?

–Estoy enfermo. ¿Qué es laeha? –dijo Brian rodeándole el cuello con sus bracitos y acurrucándose en su hombro.

–Significa «niño querido» –dijo ella acariciándole la espalda. La traducción literal era «bebé querido» pero tenía la sensación de que no le gustaría a ninguno de los niños presentes. Se acercó al banco y vio el mal aspecto de la masa–. Haré este pastel con vosotros. Vi cómo se hacía uno en un programa de televisión. Lo tomaban con helado.

–No les des ideas –dijo una voz gruñona a su espalda.

Encantada por haber provocado una reacción en Marc, abrió la boca para responder. Los chicos se adelantaron.

–Demasiado tarde. El helado es buena idea –dijo alguien.

–Vale, vale. ¿Quién quiere venir a la tienda conmigo? –preguntó, y salieron dos voluntarios.

–Esposo, ¿podrías traer también unas almendras? –preguntó ella, y pensándolo mejor añadió canela y cardamomo–. Y también cabello de ángel.

–Claro. Volveremos en un rato –dijo él sin preguntar para qué quería aquellos extraños ingredientes–. No os comáis a mi mujer –dijo mirando a los niños.

La advertencia hizo que Hira frunciera el ceño.

–Estos niños encantadores no me harán daño. No debes decir esas cosas.

Marc se limitó a levantar una ceja. Cuando la puerta se cerró, se volvió hacia los chicos.

–Mi marido cree que os comportaréis como camellos salvajes mientras está fuera. Me gustaría hacer…

–¿Que se comiera sus palabras? –dijo Damian.

–¿Qué significa eso?

–Demostrarle que se equivoca.

–Sí –asintió ella–. Sí. Siempre cree tener razón. Es muy molesto. Demostrémosle que está equivocado.

Los chicos sonrieron burlonamente y reconoció que aquellos diablillos sabían que le gustaban. En sus brazos, Brian se removió un poco hasta ponerse más cómodo. Vio que los demás miraban al niño con cierta envidia. No debían de haber recibido muchos abrazos en su vida.

Su marido los protegía, pero no era un hombre de abrazos. Incluso en la cama, muy rara vez le daba el placer de abrazarla por el simple hecho de hacerlo. Algo que ella también ansiaba, sabía lo mucho que significaba recibir caricias de afecto. Extendió la mano hacia el niño que estaba más cerca y le revolvió el pelo. No se alejó como haría cualquier niño de su edad.

–Debes de ser buena si Marc se ha casado contigo –dijo el niño mirándola a los ojos.

–O también podría ser como el dragón del cuento de la Princesa Secreta –dijo ella comprendiendo la necesidad de todos ellos de confiar en ella. Puede que su enorme marido no fuese un hombre especialmente complaciente, pero había hecho un buen trabajo con ellos, les había dado una sensación de seguridad en un mundo en continuo cambio.

Por todo ello, podía perdonarle los secretos, darle el tiempo que necesitara para aprender a confiar en ella. Como esos niños, solo bajaría la guardia cuando estuviera seguro de ella, cuando se convenciera de que era suya… en cuerpo y alma.

–¿Cómo?

–Es un cuento de mi tierra. Una princesa que era también un dragón. Os lo contaré si me enseñáis a hacer el pastel –dijo ella alejando sus pensamientos de Marc.

Uno de los niños barrió el suelo, y después la enseñaron a hacer el pastel. Brian se quedó dormido en sus brazos en algún momento de la historia. Damian se ofreció a tomarlo en brazos.

–No, me gusta tenerlo en brazos –dijo ella con una sonrisa, agradeciéndole la preocupación–. No pesa nada, y me preocupa.

–Está enfermo siempre. Creo que echa de menos a Becky.

–¿Becky?

–Su hermana melliza. Cuando sus papás murieron, trajeron aquí a Brian y llevaron a Becky a un orfanato de niñas –explicó Damian.

–¡Pero eso no puede estar bien! En Zulheil, se dice que los que nacen juntos tienen un mismo corazón. No pueden ser separados.

–Marc está haciendo algo para ayudarle.

Hira pensó que le preguntaría más tarde. Por el momento, disfrutaría de la compañía sincera de los niños y no pensaría en la profundidad de los sentimientos que aquel lugar arrancaba a su malhumorado marido.

 

 

Marc regresó con Larry y Jake y seis cubos de helado. Esperaba encontrar la cocina en el más tremendo caos, y a su princesa abrumada después de un rato con todos aquellos niños duros que habían sufrido más dolor del imaginable y aun así habían sobrevivido.

Esperaba no haber dañado la confianza que esos niños tenían en él dejándolos a solas con una mujer que podía hacer mucho daño con solo un comentario envenenado. Claro que era cierto que ella nunca había menospreciado sus cicatrices ni sus orígenes, pero incluso después de hacerle el amor esa mañana, había una mirada distante en sus ojos.

Había deseado borrar parte de la altivez y la sofisticación para ver si realmente había una mujer de carne y hueso bajo el hielo. No quería que fuera solo un bonito envoltorio sin emociones.

Entró en la cocina llena de risas. El pequeño Brian estaba profundamente dormido en los brazos de Hira y el alto y tímido Beau estaba sonrojándose mientras bromeaba con ella. Los demás estaban reunidos a su alrededor.

Tenía harina en la nariz y los codos, y una marca de zapatos de Brian y de dedos en la falda. Cuando llegó, llevaba el pelo recogido, pero Brian la había despeinado. Tenía un aspecto desordenado, y sin embargo su rostro relucía con tanta alegría que por un momento sintió como si el corazón le dejara de latir. Era preciosa cuando se arreglaba, pero llena de manchas de cocinar y con un niño en brazos, estaba realmente devastadora.

Pinchazos de ternura se clavaron en su corazón. Aquella no era ninguna princesa de hielo. A pesar de las muchas veces que su fachada se había derrumbado, ¿cómo no se había dado cuenta de la mujer que era en realidad?

–¿Qué es eso tan divertido? –preguntó uno de los niños.

–Hira nos ha estado contando historias –dijo Damian levantando la cabeza.

–¡Y nosotros nos lo hemos perdido! –se lamentó Larry.

–No te preocupes. Os contaré más.

Marc no podía creer cómo había conseguido tenerlos a todos en la palma de la mano. La tarde dio paso a la noche y Marc estaba seguro de que la demanda de atención de aquellos niños faltos de cariño acabaría abrumándola, pero estaba resplandeciente. Más tarde, después de cenar y revisar que habían terminado los deberes, se sentaron a ver una película, una recompensa que los niños recibían a mitad de semana si se habían portado bien.

Sin embargo, al poco era evidente que no estaban disfrutando de ella. A pesar de sus intentos por aparentar tranquilidad, estaban preocupados por Brian. Apenas había comido. Cuando todos estuvieron sentados, Hira fue a la cocina y preparó algo con leche, azúcar y los otros ingredientes que le había pedido a Marc. Después se puso al niño en el regazo y trató de darle una cucharada con una mano mientras lo acariciaba con la otra.

–Vamos, laeha, tienes que comértelo. Lo he preparado especialmente para ti –dijo ella con su musical acento de una lejana tierra en el desierto.

El pequeño de rostro triste abrió entonces la boca y tomó la cucharada. De pronto, abrió mucho los ojos. A la segunda cucharada, no protestó. Con cuidado, Hira consiguió que se tomara todo el tazón. Con la tripita llena, se acomodó en el regazo de Hira y se volvió a quedar dormido con el dedo pulgar en la boca. Había desarrollado tal hábito después de que lo separaran de su hermana.

Marc le retiró entonces el tazón y la cuchara. Sentía el pecho henchido de orgullo.

–Gracias.

–Es tan pequeño –dijo ella mirándolo con preocupación.

–Lo sé, cher –susurró–. Estoy intentando encontrar a su hermana –dijo él acariciándole la cabeza antes de salir hacia la cocina.

 

 

Hira se despertó cuando Marc le quitó a Brian del regazo.

–¿Ya nos vamos? –preguntó restregándose los ojos.

–Los demás ya se han ido a la cama. Dieron las buenas noches y quieren que vuelvas pronto –dijo él mirándola con una ternura que Hira no podía comprender.

Mientras Marc llevaba al niño a la cama, ella se dirigió a la cocina para recoger, pero cuando llegó lo encontró todo reluciente. Sonriendo, vio los zapatos que se había quitado y se los puso. Cuando fue a despedirse del padre Thomas encontró el despacho vacío.

–El padre Thomas no quiso despertarte cuando fue a despedirse antes de irse a la cama –dijo Marc apoyando su mano en la cadera de Hira.

–Es un buen hombre –dijo ella girándose para mirar a su marido con rostro cansado pero feliz.

Marc le dio un beso en la frente. Fue un gesto tan alejado de su habitual pasión, tan tierno, que Hira se quedó mirándolo.

–No quiero que conduzcas hasta casa. He aparcado el coche en el aparcamiento que hay detrás del orfanato. Ya vendremos a recogerlo –dijo él sonriendo ante la expresión sorprendida de Hira.

El camino de vuelta fue rápido porque estaba exhausta. Cuando despertó, Marc la llevaba en brazos a la habitación.

–¿Me he quedado dormida? –preguntó, y Marc la miró con ojos divertidos.

–Te quedaste dormida sobre mi hombro, igual que Brian contigo.

Hira bostezó y se limitó a acurrucar la cabeza en el hueco del cuello de Marc. Apenas se dio cuenta de que la desnudó y la metió en la cama. No le puso el camisón y a continuación Marc se acostó desnudo a su lado, pero no hizo más que abrazarla toda la noche.

–Duerme, princesa –dijo dándole un beso en el cuello.

Hira sonrió complacida. Era muy agradable sentirse abrazada por su cazador.

 

 

Al día siguiente, Hira fue a buscar a su marido confiando en que podría pedirle algo que era importante para ella. A menos que hubiera imaginado la ternura de la noche anterior, parecía que había cambiado su opinión sobre ella. Se sentía feliz. Y lo encontró en el patio trasero cortando madera.

–Buenos días –dijo él mirando complacido su cuerpo oculto tras un conjunto de color verde al estilo de su país.

–Buenos días –dijo ella sonrojándose involuntariamente–. ¿Por qué cortas leña si no parece que sea necesario encender fuego en esta zona? –preguntó tratando de tranquilizarse hablando de algo mundano.

–Prefiero cortar madera a levantar pesas –dijo él, y los ojos se le iluminaron–. Le doy la madera a gente que la necesite de verdad –dijo mirando hacia el pantano.

–Comprendo –Hira se quedó pensando en el enor-me corazón de su marido y empezó a retorcerse las manos–. Quería pedirte algo.

Marc clavó el hacha y la miró. Los marcados músculos de su abdomen parecieron dejarla sin habla unos segundos.

–Dispara.

–¿Por qué habría de hacer algo así?

–Lo decía en sentido figurado, princesa. Significa que adelante, di lo que tengas que decir.

–Vosotros los americanos sois muy extraños –dijo ella mirando el suelo en vez del magnífico torso de su marido–. Quiero estudiar.

–¿Quieres tomar clases? ¿Alfarería o algo así? Me parece bien.

Hira trató de convencerse de que el tono de Marc no había sido condescendiente.

Estaba segura de que ya no la veía como una mujer bonita sin intereses.

–Quiero estudiar Teoría Empresarial y Económicas. Dan clases en la Universidad de Louisiana, en Lafayette. Y ya que éste es mi nuevo hogar, había pensado que también podría estudiar algo de cultura acadia en el Centro de Estudios de Louisiana.

–Claro, princesa –dijo él riéndose.

–¿De qué te ríes?

–¿Esperas que me lo tome en serio? –dijo él dejando de sonreír–. Cariño, sé que eres muy inteligente. Dije que no te detendría y no lo haré, pero sinceramente, no creo que sepas lo que son los rigores del estudio en la universidad. Te criaron como a una princesa consentida, no para ser académica.

Debería haberse sentido contenta de que Marc no fuera a entrometerse en sus deseos. Sin embargo, se dio cuenta de que no solo quería su permiso, sino también su apoyo.

–No solo soy inteligente. Soy trabajadora –insistió–. Aprendo con facilidad. Ayudé a mis hermanos mayores muchas veces cuando se atascaban con sus estudios, pero nunca se lo dijimos a nuestro padre.

–Mira, he dicho que me parece bien. Pásame las facturas.

Era como si la estuviera despidiendo después de haberla escuchado. La rabia la cegó una vez más después de haber vivido durante años con un tirano. Hira lo empujó con su manita obligándolo a mirarla. Marc esperó verla enfurruñada, pero no fue eso lo que encontró. Hira estaba de pie delante de él, con los brazos en jarras. Estaba temblando de ira.

–¡Eres… eres un hombre horrible! ¡Me has hecho daño y ni siquiera te molestas en pedirme perdón! No quieres conocerme. No soy más que un juguete para ti. Escucha –dijo imitando la voz de la presentadora de un anuncio televisivo–, aprieta este botón y la pequeña Hira se retorcerá de placer bajo tus caricias, después tira de esta palanca y volverá a su lugar como una estúpida y linda muñeca ¡con menos cerebro que un mosquito!

Marc se quedó petrificado. Aquella no era la princesa sosegada y pacífica a la que estaba acostumbrado. Aquella mujer hablaba como si le hubieran partido el corazón y la sinceridad con la que habló impactó en él con fuerza.