CAPÍTULO VII

Oficina de Menores Infractores

El dolor se vuelve furia y muy pronto miedo, mucho. No sé qué me espera ahora. ¿Me van a desterrar a los Territorios Perdidos? Supongo que tengo derecho a un juicio para defenderme, podría buscar testigos para demostrar que mi tío Pepe y Sole me engañaron, aunque sospecho que los clientes que recibieron los paquetes van a negar todo, no van a reconocer que recibían alcohol fuera de la ley. No puedo creer que haya caído en esto. Ninguno de los policías responde a mis preguntas. He viajado en el tren durante horas, esposado; el vagón no tiene ventanas pero estoy seguro de que voy de regreso al otro extremo de Mexbla. En el último tramo me dormí un rato.

Llegamos a una estación extraña, no parece de pasajeros normales; un policía me saca del vagón. Cruzamos un túnel larguísimo, veo un letrero que dice: Estación de Tránsito-OMI, Oficina de Menores Infractores (también es una filial del grupo Jusnova). Es el nombre oficial de los calabozos para niños. Por lo visto era mi destino llegar aquí, pero como huérfano, no como ladrón ni traficante de alcohol. ¡Soy inocente! Me llevan a un cuarto estrecho y al fin me quitan las esposas. El guardia me advierte que no me mueva.

Estoy sentado en una plancha de cemento, parece como un consultorio médico, huele a desinfectante, me pica la nariz. Entra un doctor, usa bata raída y lee un expediente.

—Quítate la ropa —dice sin verme.

—Necesito hablar con un abogado.

—Si no te encueras llamaré a un par de guardias para que te quiten la ropa —sigue sin dirigirme una mirada.

—Es que, perdón, pero yo no debería estar aquí.

—Todos dicen lo mismo.

—Pero lo mío es de verdad, es un error, caí en una trampa de mi tío Pepe y de su esposa, Sole; usted no los conoce…

El médico, o lo que sea, hace una seña y entran otros dos guardias enormes, uno me inmoviliza y otro me quita la ropa con tres movimientos. Como si le quitara la envoltura a un burrito Foodtech.

—¡Exijo respeto a mis derechos humanos y civiles! —grito—. ¡Fascistas!

No tengo idea de qué signifique, es lo que le oí decir a aquel anciano. Mis reclamos no sirven de nada. Me quitan todo, hasta los calzones. Nunca me he sentido más insignificante, flaco, débil. Las baldosas están heladas.

—Debo hacerte una revisión —el médico se pone guantes de plástico—. Tú decides si lo hacemos por la buena o por la mala. ¿Vas a estar quietecito y en silencio o pido que te vuelvan a esposar?

—Voy a estar quieto —prometo.

Tiemblo.

Sale un guardia y otro se queda para vigilar mi conducta. El médico me examina, me pesa y me mide, revisa con su lámpara mis orificios… Todos. Nunca me había sentido tan humillado. Me trata como si estuviera preparando un pollo descongelado para la cena, me mueve y me gira con indiferencia (aunque ahora que lo pienso, prefiero que sea así). Anota en el expediente y luego abre una gaveta y me lanza una bolsa de papel, adentro hay un par de zapatos de lona y un overol, son esos pantalones que están cosidos a una camisola. No hay ropa interior, ni calcetines.

—Perdón, esto no es de mi talla —digo en voz baja.

—Es lo que hay —el médico se encoje de hombros—. A menos que quieras quedarte como estás. A mí me da igual, ¿y a ti?

Tomo el overol antes de que el doctor me lo quite y me lo pongo, está limpio pero demasiado usado, la tela es fría, áspera. Las mangas me quedan muy altas, igual que los bajos de los pantalones. ¿Habré crecido en estos días? Tal vez ya di el famoso estirón. Al menos los zapatos me quedan casi bien, aunque me aprieta el izquierdo, creo que es un número más chico que el otro.

Paso a dos cubículos más, uno para revisión de ojos, con una luz rara que cambia de color; en otro lugar me obligan a hacer un examen con figuras y me pasan por un pequeño túnel de metal que gira y me deja los oídos zumbando por un rato. Cada vez que intento preguntar algo me dicen que guarde silencio.

Un guardia me lleva a otra sala de espera donde hay tres muchachos, tienen entre nueve y diecisiete años, visten los mismos overoles gastados que yo; me doy cuenta de que corrí con suerte, a uno de ellos le queda tan grande que tropieza a cada paso.

Los cuatro nos miramos, todos tenemos esos ojos asustados. Uno de ellos intenta decirle algo a otro pero el guardia armado exige silencio.

Nos quedamos pasmados un rato, hasta que aparece un hombrecito medio calvo y sonriente, viste traje con una corbata manchada con goterones de café. Lleva un fajo de expedientes. Trae un gafete colgado en la camisa que dice: B. Meneses, Coordinador de Estación de Tránsito.

—¿Son los casos que llegaron en la última hora? —pregunta al guardia, que asiente. El hombrecito llamado Meneses nos cuenta y revisa los expedientes—. Acompáñenme, muchachos.

La sonrisa del hombrecito es tan fea como la corbata que lleva.

Avanzamos por un largo pasillo de cemento, el suelo está mojado, de un lado hay una alta ventana con una reja, muy larga, abarca todo el pasillo.

—¿Alguien nos va a explicar algo? —se atreve a preguntar el muchacho más grande.

—¿Explicar qué? —Meneses se detiene sin dejar de sonreír—. Desde que pisaron este lugar son parte de la Oficina de Menores Infractores.

—Eso ya lo sabemos —dice uno que tiene el overol más pequeño que el mío y parece que se le va a romper—. ¿Qué va a pasar con nosotros?

—¡No quiero morir en los calabozos! —dice el más bajo de todos; se levanta los pantalones con las manos.

—¡Yo no soy ni huérfano ni criminal! —dice el grande—. ¡No sé qué hago aquí!

—Mi tío Pepe y su esposa me pusieron una trampa —aprovecho el momento de las confesiones—. Quiero ver a un abogado, esto es un error.

Todos hablamos al mismo tiempo, exigiendo respuestas, ver a familiares, hacer una llamada, ir al baño. El primer muchacho exclama:

—¡Tenemos derechos!

—Oh, no…, ésos ya los perdieron —asegura tranquilo el hombrecito—. Ustedes, como casos criminales que son, serán analizados antes de asignarles una labor. No se preocupen, ¡no están en los Territorios Perdidos! Están en la corporación de México Nuevo, aquí hay leyes y reglas. Sólo les pido un poquito de paciencia y sobre todo silencio. ¿Entendido?

Me da desconfianza que nos llame “casos criminales”.

Obedecemos y avanzamos durante unos minutos más hasta que llegamos a una parte del pasillo donde hay dos puertas metálicas.

—No se muevan de aquí, voy por sus cárdex —anuncia el hombrecito Meneses.

Entra por una de las puertas y nos quedamos en compañía del guardia armado que tiene la expresión perruna (pienso en Paqui y me da un retortijón del coraje, debe de estar dormido en el que debía ser mi cuarto). De pronto escuchamos unos gritos espantosos, vienen del otro lado de la ventana con rejas, nos asomamos y vemos algo extraño.

Hay un salón iluminado con luces muy potentes y una pantalla de televisión que transmite el Canal Nacional. En un extremo hay tres escritorios, cada uno lo atiende un hombre de traje. Los gritos son de un muchacho que está vestido como nosotros y aúlla de manera espantosa: “¡No es justo! ¡No quiero ir! ¿Por qué yo? ¡Prefiero que me maten! ¡Háganlo ya! ¡De todos modos lo van a hacer!”. A su lado hay otro muchacho llorando, sentado en el suelo, y otro más, muy pálido y tembloroso. También hay dos señoras vestidas de blanco que abrazan a un niño pequeño. Un guardia se acerca al llorón y le exige que se calle; como no obedece, usa una de esas macanas que dan descargas eléctricas. El muchacho al fin guarda silencio, se convulsiona y cuando se detiene otros guardias lo esposan y se lo llevan a rastras.

En el pasillo, los cuatro nos volteamos a ver, asustados.

Sale Meneses junto con una señora que trae unos tarjetones de plástico de colores, son los cárdex, y nos los coloca alrededor del cuello, como si fuéramos mascotas. El cable de plástico está tan apretado que se me hunde en la piel. Alcanzo a revisar mi cárdex, es de color guinda, tiene mi foto y dice: Caso T-492. Cuauhtémoc Rojo. Huérfano. Ladrón nivel C. 16 años. Traficante de alcohol y mercancía prohibida. Hay más información que no alcanzo a leer. Supongo que es una lista con mis horribles crímenes.

—El cárdex lo deben tener siempre a la vista mientras estén en la Oficina de Menores Infractores —explica Meneses—. Si intentan quitárselo o dañarlo, se activará un sensor y serán duramente penalizados.

—Yo no tengo cárdex —dice el más pequeño del overol gigante.

—Cierto, tú quédate aquí, hay un problema grave con tu caso —dice el hombrecito y el chico palidece—. El resto sígame.

Los tres restantes avanzamos unos pocos metros, todos estamos muy asustados y confundidos. Llegamos al final del pasillo, donde hay otra puerta con guardias a los lados. El hombrecito toca una ventana y del otro lado se asoma otro guardia que asiente y se abre la pesada puerta.

—Entren —nos hace una seña—. Vamos, ¿están sordos o qué? Rapidito. Tengo que ir a la sala de asignaciones a firmar las actas. En un rato los van a llamar, mientras apréndanse el número de su cárdex.

Los tres entramos tropezándonos (ayudados por un guardia que nos empuja con un arma). Se cierra la puerta.

Ya en el otro lado avanzo unos pasos y me quedo sin saber qué hacer, la visión es alucinante. Es un vestíbulo muy largo y de una altura como de unos quince o veinte metros; a los extremos hay oficinas, y sobre nuestras cabezas y a los lados hay cientos de celdas, dan la sensación de estar suspendidas, son como racimos; cuento seis niveles, están conectados por rampas y escaleras de metal. Todo es visible porque está hecho de rejillas. Hay cámaras de video por todos lados, y en las esquinas, unas cabinas con cristal de espejo, supongo que son módulos de vigilancia. Al frente de todo, sobre unos escalones como gradas, la foto de la directora de la corporación de México Nuevo, Ángeles Díaz-Wilson, sonriente, y abajito el lema, que parece más grande que nunca: México Nuevo, México unido. Ante criminalidad y corrupción: tolerancia cero. Lo que más me sorprende de este sitio es algo que cuelga a la mitad del vestíbulo: es un esqueleto enorme, no sé qué animal sea, casi todos están extintos.

El sitio está lleno de muchachos, debe de haber unos mil o más; los hay desde muy pequeñitos, de unos siete años, que parecen asustados, hasta jóvenes enormes, con incipiente bigote. Todos llevan overol como yo, y al cuello llevan los cárdex, esos tarjetones de plástico de colores. Por todos lados rebotan las voces, los gritos, alguien llora, también hay risas. Siento un miedo anticipado, no sé cómo describirlo, es como si en el aire flotara una combinación inflamable: miedo, ira, adolescencia.

—Yo que tú me movía —dice una voz cerca de mí.

Veo frente a mí a un niño, es más bajo que yo, muy moreno y de cabellos tan duros y tiesos como alambres. Tiene unos dientes grandes.

Como no entiendo lo que me quiere decir, el niño moreno me toma de un brazo para que me mueva; en ese instante sale un chorro de vapor caliente del suelo, por una rejilla. Da un silbido, no había visto que hay un letrero que dice: ¡Peligro! ¡Mantenerse lejos de esta zona!

—Estabas parado en un respiradero de las calderas —explica el niño moreno—. Te pudiste quemar. He visto a algunos, créeme que no te gustaría quedar como pescado cocido.

No alcanzo a darle las gracias, porque en ese momento se oye un chillido y luego un caos de gritos. El escándalo viene de una de las rampas cerca del vestíbulo, ha comenzado una pelea: un muchacho muy grande y otro gordo someten a otros dos más pequeños, uno de ellos tiene algo en la mano, parece un tubo de plástico con la punta afilada. Muchos corren para animar la pelea.

Un coro estalla: “¡San-gre-san-gre-san-gre!”.

Un sonido muy agudo retumba en el edificio, es la alarma, y una voz vocifera por un altavoz: “Todos en posición. Posición segura, de inmediato”.

Los dos mil o más muchachos que están en ese edificio se ponen de rodillas, con las manos entrelazadas en la nuca y la cabeza apuntando al suelo. Lo hacen en donde están: en los pasillos, escaleras, celdas, en el vestíbulo, debajo del esqueleto misterioso. Los imito cuando veo que los que se tardan en hacerlo reciben una bonita descarga eléctrica por parte de los guardias que han entrado para controlar la pelea.

En menos de tres minutos todo vuelve a estar en orden, los guardias sacan al gordo y a los dos muchachos que tenían el arma, estoy seguro de que lo hirieron, porque en la rampa se alcanza a ver un charco de sangre. Poco a poco nos levantamos y cada quien retoma lo que estaba haciendo, como si no hubiera pasado nada.

Cada vez estoy más asustado, miro a todos lados, no tengo idea de dónde están los dos muchachos con los que me crucé en el pasillo, se perdieron entre la multitud. Evito mirar a los ojos a los demás y busco algún sitio tranquilo que me sirva de escondite. Alguien grita.

—Nuevos, ¡llegaron nuevos! —es una típica voz adolescente, aguda y chirriante.

La fea voz es de un muchacho rubio, tiene una nariz grasosa y unos labios grandes, el inferior le cuelga un poco. Lo acompaña un pelirrojo muy flaco y pecoso y otros dos que tienen overol larguísimo. Se dirigen directamente a donde estoy.

“Me van a matar”, pienso. “Aquí terminó mi triste y corta vida, por culpa de mis padres irresponsables suicidas y de mi tramposo tío y su mujer.”

Ya casi puedo sentir algún tubo de plástico enterrado hasta el fondo de mi estómago, pero entonces el grupito pasa a mi lado y va tras alguien que está detrás de mí.

—¡No soy nuevo! —exclama una vocecita—. ¡Tengo un montón de días aquí! ¡Lo juro!

Reconozco a la víctima, es el niñito que me advirtió sobre el escape de vapor caliente de las calderas. Entre todos lo empujan de un lado a otro.

—Mentiroso —dice el güero—. A ver, ¿qué haces aquí solo?

El sentido común me dice que me aleje, no es bueno para mi estado nervioso ver cómo masacran a ese niño, pero algo me lo impide. No es justo, cuatro contra uno y además es más chico que los demás. No sé qué hacer.

—¡Y no estoy solo! —asegura el niño, asustado—. ¿Qué no ven? Ya soy esclavo de calabozo.

—Mentiroso —gruñe el güero—. A ver, ¿quién es tu amo?

—¡Él! ¡Es él! —el niñito extiende su mano.

Me señala.

—¿Vieron su cárdex? —dice el niño moreno—. Si fuera ustedes no lo haría enojar.

El güero suelta al niñito y se me acerca junto con toda su comitiva de abusones. El pelirrojo toma la tarjeta de plástico que llevo al cuello. Lee algo y le da un codazo al güero que se acerca.

—Huérfano. Ladrón nivel C. Dieciséis años —lee lentamente, con cierta dificultad—. Traficante de alcohol y mercancía prohibida —el güero me mira burlón—. ¿De qué mercancía?

—Tabaco… —murmuro, entre temeroso y avergonzado—. También dijeron que llevaba varias botellas de alcohol, tequila, mezcal…

—¿Dijeron? —repite el güero con su voz de vidrio roto—. ¿Eres de esos llorones que aseguran que son inocentes y que todo fue una trampa, que no estaban haciendo nada?

—Cuando me agarraron sí traía todo eso encima —reconozco—, pero es largo de explicar.

Los muchachos se miran entre ellos, parecen divertidos.

—¿Y de dónde lo robaste? —pregunta uno de los que llevan overol enorme.

—Yo no lo robé directamente, alguien me daba eso —no entro en detalles—. Pero la mercancía venía de Wortons, eso es seguro.

Al mencionar la tienda todos abren los ojos, impresionados. Es la reacción que tenían mis compañeros en la escuela al escuchar la marca.

—¡No se puede entrar a robar en Wortons! —asegura el pelirrojo, molesto. Parece muy seguro de lo que habla.

—No me metí a robar, trabajaba para la tienda —explico tranquilo.

Todos se ponen muy serios.

—¡Ya me estás hartando con tus mentiras! —exclama el güero, es claro que se trata del líder—. Tendrías que estar cerca de un Barrio Vertical.

—No estaba cerca, vivía en uno —explico—. En el Corregidora 9 de Cholula, vengo de ahí. Tenía hasta mi tarjeta magnética de fondos.

Los muchachos dejan de sonreír de golpe. Me siento nervioso, no sé de qué sean capaces, o tal vez sí y por eso tengo miedo, aunque sigo sin entender sus miradas.

—Se los dije —dice el niñito, triunfal—. ¡No se metan con él! Viene de un Barrio Vertical. No como ustedes ni como yo. ¿Ya vieron el color de su cárdex? Es guinda. Todo lo que dice es verdad: es un ladrón, es traficante de alcohol, tabaco y quién sabe qué más.

Los muchachos parecen confundidos.

—Demuéstralo —me reta el güero.

Es curioso que para salvar mi pellejo en el calabozo para niños tenga que demostrar que soy culpable de algo que no lo soy. Entonces recuerdo algo muy importante:

—Voy a salir en la tele. En el programa de Félix Abundis. Él mismo me detuvo, soy uno de los casos.

Sus expresiones cambian.

—¿En Radar de Criminales? —se atreve a murmurar el pelirrojo, atónito.

—¡Eso es mentira! —dice el güero con rapidez—. Yo he visto todos los programas y no sale.

—Me acaba de detener ayer —explico—. Seguro todavía deben de estar armando el episodio, pero seguro voy a salir… en el programa de hoy o tal vez en el de mañana.

—Yo creo que es verdad —remarca otro muchacho de overol enorme, el que no había hablado—. Tiene cárdex guinda, debe de ser cierto, no cualquiera.

El güero y su comitiva murmuran, luego fijan su mirada en mí. Entonces me doy cuenta de qué está pasando y es una sensación muy extraña. Me contemplan con admiración y respeto. Nadie había mostrado eso por mí, no sé si sonreír, cruzar los brazos o poner cara de delincuente peligroso.

—Cuauhtémoc Rojo —el güero lee mi cárdex, para estar seguro. No se burla de mi nombre, como lo hacían en mi antigua escuela.

—Temo —murmuro.

—Okey. Temo, como tú digas —asiente el güero—. Soy Mike, y lo que necesites…

—… nomás dinos —agrega el pelirrojo—. Yo soy Noé —señala a los pequeños de overol grande—. Ellos no tienen nombres, son esclavos… No nos vamos a meter con tu gente.

—Tú dices quiénes son y ya está —el güero, Mike, hace una seña con la mano—. Paz, hermano, paz.

No lo puedo creer. De pronto me he convertido en una especie de dios, okey…, en un dios de la delincuencia, del robo y del tráfico de alcohol y cigarros, pero un dios al fin.

Tendría que aclarar todo, pero no digo nada. En mucho tiempo es la primera vez que me siento bien.