CAPÍTULO X
La asignación
Me encierran en un cuarto tan estrecho como un pozo, ni siquiera puedo acostarme, permanezco en cuclillas. Hasta arriba hay una potente luz y una cámara de video. A mi lado, en el suelo, en una esquina hay un simple agujero inmundo, supongo que es el baño. Poco a poco recupero la sensibilidad: me duelen los brazos y las piernas, la cabeza me palpita de dolor y la lengua me sabe a hierro; al menos se detuvo la hemorragia. Lo peor es mi estado de ánimo. Sé que todo está perdido para mí, por culpa de los bravucones y su tonto plan, y ahora con lo del incendio, me van a enviar al nivel tres. ¡Si tan sólo me dejaran explicar! Miro a la cámara, lloro y les digo que no hice nada, que no tengo la culpa, yo sólo estaba trabajando en la lavandería sin meterme con nadie.
Nadie viene.
No sé cuánto tiempo he estado aquí, unas horas o unos días; no hay ventanas y no se puede medir el tiempo. Tampoco escucho ruido ni voces y eso me desespera. Por una rendija pasan a veces un plato con un caldo donde flota un pan rancio y un contenedor de plástico con agua. La otra vez vi por el agujero del suelo unos ojos.
Sé que es imposible.
Muevo las piernas y los brazos para que no se entuman y pronto invento una rutina de ejercicio. También pienso, repaso las palabras de Pascual, el anciano: ¿quiénes eran realmente mis padres? ¿Por qué sabía sus nombres? ¿Fue su amigo, su profesor? ¿Qué era su proyecto? ¿Y por qué arrojarse al metro resultó valiente? Mis pensamientos me llevan a conclusiones delirantes: ¿y si los Chispas y Chapitas que vi en el Barrio Vertical eran sus fantasmas y querían comunicarme un mensaje? También pienso en mis tíos Pepe y Sole. Lo que más coraje me da es que no recibieron castigo y deben de seguir traficando felizmente con alcohol y cigarros para juntar dinero, y algún día se van a retirar a Costamar con Paqui. Me arde el estómago.
¿Quién me ve por el agujero del baño? ¡Están esos ojos! Creo que eso que me ve tiene cara de payaso, es la Parejita Alegre. Estoy soñando, no estoy seguro de nada.
Dicen que los locos nunca se dan cuenta cuando se vuelven locos.
Me repito que aunque parece horrible esta vida, al menos estoy en la corporación de México Nuevo. Aquí hay ley, sí, estricta, pero al menos existe. Si viviera en los Territorios Perdidos, ya sería un cadáver comido por los perros… ¿Quién me observa desde el agujero?
¿Esto es volverse loco?
Se abre la puerta. No me muevo, desconfío de todo. Ingresan unos guardias y al darme cuenta de que son reales me entran ganas de abrazarlos; son las primeras personas que veo en mucho tiempo. Uno de ellos me pasa una toalla húmeda para que me limpie, debo de oler fatal; me rocían con un fuerte desinfectante en aerosol. Luego me ponen unas esposas y me arrastran por un patio. Es la primera vez que veo por el exterior la Estación de Tránsito Vasco de la Oficina de Menores Infractores; es un edificio geométrico lleno de rejas horizontales, seguramente hace muchos años había jardines porque todavía se ve algún tronco requemado de algún árbol. El aire y el sol se sienten deliciosos, hasta escucho el canto de algunos pájaros, pero debe de ser parte de mi locura. Volvemos a entrar a otro pasillo y llegamos a un salón estrecho de techo alto y luz muy blanca. De inmediato reconozco el lugar, es el que vi cuando recién llegué, es donde se dan las asignaciones.
Hay una pantalla encendida en el Canal Nacional, transmiten discursos de la directora Ángeles Díaz-Wilson. Algunas cámaras graban el proceso de la asignación, y al otro lado hay tres escritorios, detrás están sentados unos hombres de traje, ahora entiendo: son los funcionarios de justicia; y también están unas señoras vestidas de blanco. Hay algunos empleados que están ahí como apoyo. Veo a ancianos, a policías que hacen guardia al lado de unas puertas y al coordinador Meneses. Aunque los protagonistas somos nosotros, unos veinte menores infractores, nos forman en una fila; todos están igual o más aterrados que yo. No podemos hablar entre nosotros pero alcanzo a ver a Franc, más pequeño que nunca, y también a Mike y Noé; los dos se ven muy sucios y con los ojos desorbitados, seguro también estuvieron aislados.
—La corporación de México Nuevo les está dando una gran oportunidad —explica el coordinador Meneses con su rutinaria sonrisa—. Les recomiendo que la aprovechen. Por el delito que cometieron tendrán que realizar una labor social. No importa qué nivel les toque, todos tienen una oportunidad. He visto a jóvenes infractores que terminan su labor en el nivel tres y continuaron con una vida de adulto útil y productiva.
Lo que no explica es que por cada muchacho que se salvó en ese nivel, murieron noventa y nueve.
El coordinador Meneses nos anima a cantar el himno del corporativo México Nuevo. Desde que estaba en la escuela no lo repetía; es el que dice que seremos leales, honestos, trabajadores y lucharemos por los valores de la corporación de México Nuevo, por la paz, el orden, las leyes, y que honramos a la directora Ángeles Díaz-Wilson y a los Fundadores. A todos nos tiembla la voz, del miedo.
—Cuando mencione la clave de su caso, favor de salir de la formación y dirigirse al escritorio que señale —explica el señor Meneses—. Si no pueden hacerlo, un guardia lo hará por ustedes. Comenzaré con los que van al nivel tres.
No es sorpresa que al primero que menciona es a Sebastián, Sebas, el niño del cárdex negro que quemó su escuela. Es la primera vez que lo veo. Es más pequeño de lo que imaginé y, aunque camina y respira, parece que murió hace tiempo. Sus ojos están vacíos, no hay expresión en su cara. No necesita ayuda, él mismo va hacia donde dicen: un escritorio donde hay dos guardias armados que lo sacan por una puerta. A continuación Meneses menciona a otros dos más que no conozco; seguramente son de los amos de calabozo que estaban armando el plan para culpar de intento de asesinato a sus esclavos. Uno de los muchachos se pone muy pálido y rígido, le cuesta reaccionar. Después, Meneses menciona otra clave y se hace un gran silencio en el salón al darnos cuenta de quién se trata.
Nadie puede creerlo. Es Ángel, el niño con cara de pescado triste, el huérfano de calificaciones de excelencia que perdió a su familia en un horrible incendio y está esperando reunirse con su hermanita.
—Pero no he hecho nada malo —dice el pequeño niño.
—Si estás en la lista debe ser por algo —Meneses se encoje de hombros—. Los funcionarios de justicia no se equivocan.
Ángel comienza a llorar.
—Confía en las leyes de la corporación y todo saldrá bien —le dice el hombrecito, con impaciencia—. Rápido, que no tenemos mucho tiempo.
Ángel niega con la cabeza y dos guardias lo toman de los brazos, se lo llevan a rastras. El pobre grita de una manera que parte el corazón.
Todos estamos asustados: si el mismo Ángel fue al infierno, ¿qué nos espera a los demás? Meneses nombra una clave y de inmediato el pelirrojo Noé comienza a gritar.
—¡No, al nivel tres no! ¡Yo sólo tomé cerveza! ¡Ni siquiera la terminé, fueron dos tragos! ¡Mi papá sólo quería darme una lección! ¡Tienen que hablar con mi papá!
Cerca de mí está el güero Mike, que se pone furioso.
—Noé no ha hecho nada malo —grita también y su voz retumba en el salón—. No lo pueden castigar así. ¡No es justo! ¿Por qué hacen eso?
—Nadie puede hablar durante las asignaciones —dice Meneses, quien con una mano se frota los párpados. Parece aburrido. Se nota que está acostumbrado a estas escenas.
—Pero Noé no hizo nada malo —Mike defiende a su amigo—. ¡Deben explicar por qué lo mandan al nivel tres! Se equivocaron.
—No hay error —asegura Meneses—. También cuenta su comportamiento en la Estación de Tránsito de la Oficina de Menores Infractores —hace una seña a los guardias para que vayan por él—. Y además de provocar un incendio, lo descubrieron con un arma.
—Era sólo un cuchillo de plástico —se defiende Noé; tiembla—. Y lo del incendio no fue mi culpa… Fue un accidente.
El pelirrojo se arroja al suelo. No sirve de nada; los fornidos guardias lo levantan. Ningún adulto parece conmovido, ni los funcionarios de justicia, ni las damas de blanco, ni los ancianos; todos miran sus documentos.
—¡No quiero morir! —grita Noé—. ¡Llamen a mi papá! ¡Que pague la multa! ¡Por favor! ¡No dejen que me lleven!
El señor Meneses hace una seña a los guardias para que se den prisa.
Mientras trasladan a Noé, que se retuerce como si recibiera otra descarga, pasa cerca de mí y sus ojos inyectados de sangre me reconocen.
—¡Es tu culpa! —gruñe—. ¡Yo estaba bien antes de conocerte! ¡Es tu culpa!
Su piel se pone del mismo color que el pelo: roja como la sangre.
Siento las miradas de todos. Quiero explicarles que ni provoqué el incendio ni tampoco fragüé el tonto plan del cuchillo de plástico. Pero no sé si eso ayude.
Sacan a Noé por una puerta y durante un buen rato se alcanzan a oír sus gritos.
—Bueno, bueno. Ya dejemos el drama —suspira el coordinador Meneses—. Al menos se acabaron las asignaciones al nivel tres por hoy.
Los menores infractores tardamos un momento en entender lo que acaba de decir y entonces se oye un suspiro colectivo de alivio.
—Aunque me temo que nadie de los que está aquí tiene los méritos para hacer su labor social en el nivel uno —Meneses mira a las señoras vestidas de blanco—. Una lástima, pero supongo que saben qué significa. Los casos criminales que quedan aquí van al nivel dos —como no hay respuesta, Meneses insiste—: ¿Entendido?
Los muchachos que quedamos decimos que sí a coro.
—Pero recuerden, siguen a prueba, así que pórtense bien. En los años que les quedan para pagar sus faltas todavía pueden bajar al nivel tres o subir al uno. Honren a la corporación de México Nuevo y arrepiéntanse de sus delitos. Ahora pongan atención porque les daré las actividades específicas de su asignación.
Cuando nombran mi número, T-492, paso a uno de los escritorios, donde descubro al viejo Pascual Plaza, que me sonríe levemente.
—Por poco, ¿eh? Me la pusiste difícil —murmura—. Ahora aguanta un rato y eso es todo, un poco nada más.
¿Por qué siempre dice palabras misteriosas? Nunca tengo tiempo de preguntarle nada. Me sacan del salón y me llevan a un cubículo, donde poco a poco comienzan a llegar más muchachos; a todos nos tocó trabajar la misma labor social. Me emociono al ver que llega Franc, pero el corazón se me encoge cuando veo a Mike con nosotros. Se me acerca.
—Vas a pagar por lo de Noé —dice con su voz chirriante—. Va a morirse por tu culpa.
—Sabes que yo no hice nada…
—Vas a pagar —repite, amenazador—. De eso me encargo.
No lo puedo creer. Hasta que cumpla los dieciocho años estaré al lado de mi peor enemigo.