CAPÍTULO XII

Nivel uno

—Soy Nelly Coudurier —se presenta la dama rubia en el tren—. Fabiana y yo los llevaremos a su nuevo hogar.

—Siempre acompañamos a los pequeños infractores a su nueva vida —dice la señora morena—. Hagan de cuenta que somos como sus hadas madrinas.

—No exageres, Fabiana, sólo hacemos nuestro trabajo —suspira Nelly—. Aunque esta labor social es preciosa: es como convertir la basura en oro. Amiga, ¿estás bien?

La otra dama se cubre media cara con un pañuelo.

—Perdón, no es personal —se excusa—. Es que apestan un poquitín.

—¿Qué esperabas? —ríe Nelly—. Si son pobres criaturas del desagüe. Pero aquí traigo algo.

La rubia busca en su bolso de piel. Miro el vagón, está repleto de obreros y familias que viajan de pie, entre ellos hay un hombre con gorra, nariz rota y torcida, nos mira de reojo. Tanto las damas como Franc y yo estamos cómodamente sentados en un gabinete.

—Lo encontré… —la señora Nelly saca un frasquito; a Franc y a mí nos arroja un chorrito de perfume. Me da justo en los ojos—. Es fragancia francesa.

Supongo que por ser francesa no debemos quejarnos. Lo raro es que mi amigo y yo nos bañamos muy bien antes de salir de la enfermería; tal vez ya no somos capaces de oler.

—Pero, jovencitos, ¡quiten esa cara de susto! —sonríe la señora Nelly—. Su vida acaba de dar un cambio maravilloso. Los acaba de adoptar una compañía. De ahora en adelante no serán considerados como menores infractores, niños delincuentes, huérfanos, seres indeseados o viciosillos… Desde hoy son jóvenes en situación vulnerable en proceso de recuperación. A que suena bien, ¿no lo creen, Panchito y Huitzilopochtli?

—Cuauhtémoc —corrijo—. También me pueden decir Temo.

—Antes de que se me olvide —Nelly se dirige a la otra dama—. Amiga, ¿traes los permisos a la mano?

Fabiana busca en su bolso, saca dos tarjetas parecidas a los cárdex que teníamos. Pero éstos son de color crema y tienen la fotografía de Franc y la mía y en una esquina hay unos sellos muy bonitos que cambian de color.

—No lo puedo creer —exclama Franc—. Son… ¿permisos de cruce de distritos?

—Lo son, jovencito —reconoce Fabiana—. Adelante, los pueden ver, son auténticos.

Había escuchado de esos documentos, te permiten cruzar de un distrito a otro. Nunca he conocido a nadie que tuviera uno de esos permisos, dicen que son carísimos y se necesitan mucho dinero y contactos para tener uno.

—Ya los vieron, ahora hay que guardarlos —Nelly nos quita los permisos y los mete en su bolso—. Estas cosas no se pueden exhibir así nada más, ¡con lo que cuestan!

—La compañía que los adoptó está fuera de Mexbla —explica Fabiana—. Es una empresa fabulosa, muy caritativa; últimamente ha adoptado a muchos jóvenes en situación vulnerable para puestos de…

—Fabiana, no seas boquifloja —interrumpe Nelly, es obvio que se trata de la jefa—. Ya lo verán ellos mismos. Sólo podemos adelantar que su nuevo hogar está en el distrito de Costamar.

Estoy atónito. ¿Costamar? ¡El distrito más bonito de México Nuevo! Volteo a ver a Franc, está pasmado.

—No es necesario que nos abracen —se adelanta la señora Nelly para evitar que la toquemos—. Digo, con dar las gracias es más que suficiente.

Lo hacemos, claro, nos deshacemos en agradecimientos, estamos conmovidos; Nelly aprovecha para lanzarnos otro chorro de perfume. Sigo sin creer el traslado, debe tratarse de una trampa, a mí no me pasan estas cosas tan buenas. ¡A Cuauhtémoc Rojo! Al hijo de los payasitos sangriento, al infractor de Radar de Criminales con genes patibularios. Rompo a llorar.

—Qué ternura… ¡Me encanta cuando pasa eso! —exclama Nelly.

Compruebo que todo es verdad cuando el tren se detiene en el límite de distritos y entran unos agentes de la frontera a revisar la documentación. Las damas blancas muestran los permisos y podemos continuar el viaje. Los pasajeros que no tienen el documento para cruzar de distrito bajan. Luego de unos minutos el tren se llena con más obreros y familias. El aire es distinto aquí, se siente un calor húmedo y pegajoso.

Estamos en otro distrito. Por la ventana se ve una ciudad llena de edificios de cemento y torres que emiten un denso humo oscuro. Las calles están atestadas de obreros que llevan el mismo uniforme color gris; hay unos tranvías destartalados que suben las colinas, anochece.

—Es Tuxtitlán —explica la señora Fabiana—. La ciudad principal de Veramar.

—Pensé que era más bonito —comenta Franc.

—¡Y lo es! A su modo, claro —asegura la señora Nelly—. Es una ciudad muy próspera con muchos yacimientos petrolíferos. Está integrada con dos ciudades que se unieron. Fabiana, ¿te acuerdas cómo se llamaban?

—Tuxtepec y Minatitlán.

—Cierto, amiga, ¡siempre se me olvida! —Nelly señala con sus manos blancas, con uñas perfectas—. Más allá, en la parte histórica, hay un malecón y una zona súper linda, con hotelitos muy… típicos; aunque no recomiendo bañarse en el mar, por los desechos industriales, ¡pero hay mucho trabajo en los pozos de extracción!

—Eso es importante… El trabajo nos hace mejores novomexicanos —repito en automático. Es algo que nos decían en la escuela.

—Has dicho una gran verdad, jovencito —asiente Nelly, satisfecha—. Es lo que hace grande a México Nuevo: el trabajo arduo y la honradez intachable.

—Además vivimos en paz, con seguridad, gracias a los directores que hemos tenido. Sólo hay que respetar las leyes —acota Fabiana.

—Y ustedes aprendieron su lección —completa Nelly—. ¿No es así?

Los dos asentimos de inmediato.

El tren cruza Tuxtitlán por un costado; sigo sin ver la zona “súper linda”, todo es gris, las calles están atestadas y hay enormes multifamiliares con miles de diminutos departamentos; el aire es de un color gris marrón, mucha gente usa unas mascarillas por la contaminación de las refinerías; por todos lados hay chimeneas. Recuerdo que Veramar es el distrito a donde envían a los ganadores de Talento de Barrio Vertical. Supongo que van a la parte turística, donde está el malecón. No alcanzo a ver más, anochece y el tren entra a un túnel. Las damas nos avisan que van al coche comedor a cenar y nos recomiendan que durmamos un poco y por ningún motivo salgamos del gabinete.

Franc y yo obedecemos, queremos demostrar que somos obedientes, y también porque nos da desconfianza el hombre de la gorra y la nariz torcida; ahora está sentado a tres lugares de nosotros, nos sigue mirando de reojo. Debe de ser parte de la Oficina de Menores Infractores, algún guardia o policía encubierto que nos vigila.

—¿Cómo crees que sea Costamar? —aprovecho para preguntar a mi amigo.

—Más bonito que Veramar, eso seguro. Es la sede permanente del corporativo México Nuevo, donde están las oficinas centrales.

—Muero de curiosidad por saber qué empresa nos adoptó —digo con emoción—. Tal vez sea alguna oficina administrativa del corporativo.

—La verdad es que me conformo con cualquiera que no esté bajo tierra.

Río. ¡Hace tanto que no lo hacía! Definitivamente se ha ido la tiricia. Hablamos de nuestra increíble buena suerte; Franc comenta que va a hablar con su padre cuando pueda. Se abre una nueva (e inusitada) vida ante nosotros. Estoy feliz, agotado; entre el traqueteo del tren, comienzo a arrullarme y caigo rendido. Despierto unas horas más tarde, Franc me sacude suavemente.

Acabamos de llegar a la frontera del distrito de Costamar, ya amaneció y entramos a otra estación. Todos los pasajeros tenemos que abandonar el tren; las damas blancas nos llevan a un vestíbulo donde reúnen a todos los viajeros, son cientos. En una pared hay una enorme foto de la directora del corporativo México Nuevo, Ángeles Díaz-Wilson, y su famoso lema: Ante criminalidad y corrupción: tolerancia cero. Por todos lados hay soldados y policías.

—Es migración —explica Fabiana—. Cruzar la frontera a Costamar es muy difícil.

—Por favor, Fabiana, no los asustes, ¡ellos no son ilegales! —sonríe Nelly—. Tenemos todos los documentos en orden, sólo deben mostrarse obedientes y tranquilos.

Pero Fabiana tiene razón, el proceso es más complicado que entrar a Veramar. Además de enseñar el permiso, debemos pasar por una máquina de rayos X, nos toman las huellas, fotografías. Un policía nos pregunta quiénes somos, qué vamos a hacer en Costamar, por cuánto tiempo, a dónde vamos a llegar. El agente fronterizo revisa con detenimiento los documentos y los cárdex que muestran las damas blancas. Comienzo a sudar, ¿y si me reconoce como el joven de genes patibularios de Radar de Criminales? Intento permanecer tranquilo; para distraerme, miro alrededor. Hay mucha gente apretujada en otras ventanillas: familias, con su equipaje, y algún padre o madre que lleva en la mano un montón de expedientes. Algunas personas lloran. “Pero es la novena vez que hago el trámite”, dice un señor bajito. “No es justo, traigo todo lo que me pidieron, sólo quiero volver a mi trabajo”, solloza una mujer joven. “Les juro que soy servidor legal, allá está mi esposa”, dice un hombre joven. Hay una puerta que dice Residentes y por ahí pasan familias bien vestidas sin tener que formarse ni hacer entrevista.

—Bien, pueden pasar —dice al fin el agente. Pone un gran sello sobre los permisos.

Respiro. Subimos a otro tren para continuar el viaje. Oficialmente ya estamos en Costamar, y desde el principio me doy cuenta de que todo es distinto, comenzando con el tren: los vagones son impecables, con alfombras en los pasillos, las luces funcionan, ¡nadie viaja de pie! La gente está limpia y muy elegante, algunos portan joyas, todos llevan muchas maletas que cargan empleados de uniforme. Hasta los niños parecen muñecos de tan bien peinados.

—Súper bonito, ¿no? —dice Nelly al ver mi cara de asombro—. Este tren es de una tecnología especial que sólo se usa en Costamar, funciona con algo llamado…

—… levitación magnética —agrega Fabiana.

—Por Dios, ¡cómo te gusta interrumpirme! —resopla Nelly y Fabiana baja la cabeza—. Les decía que éste es un tren supersónico. Como viajan muchos empresarios en Costamar, se necesita rapidez y comodidad, ¿no creen?

Los demás pasajeros nos miran con cierto asco, no los culpo, yo también lo haría; nuestra ropa y aspecto son desastrosos, nadie es como nosotros.

—Vamos al camarote —sugiere Nelly con tacto—. Es súper comodito. Vengan, Panchito y Tlalocan.

—Cuauhtémoc —le recuerdo.

Las damas blancas nos llevan a un camarote que se cierra con una puerta corrediza. Adentro hay unos asientos de piel que se reclinan, un armario para maletas (ni Franc ni yo tenemos equipaje, en realidad no tenemos nada).

El tren arranca, se mueve de manera suave pero increíblemente rápida; cruzamos por un lugar muy verde. Nunca había visto tantos árboles juntos, creo que todos son reales. Según la señora Nelly, es una reserva ecológica llamada Refundación.

—¿Por qué esos valles están alfombrados? —señalo el exterior.

—¡No es alfombra, son campos de golf! —ríe la señora Fabiana.

—Se trata de un deporte —explica Nelly—. En Costamar nos preocupa mucho que nuestra gente tenga condición física y salud; se practica equitación, críquet, natación, un poquito de todo. Por cierto, Fabiana, no te caería mal darte más vueltas al club.

—Ya sé, amiga. Ni me lo recuerdes —suspira la aludida—. Iré este mes, lo prometo. También debo ver a la nutrióloga.

No comprendo cómo se juega el golf, sólo veo señores al lado de carritos y resguardados bajo sombrillitas, apenas se mueven. En la escuela, en la clase de deportes teníamos que patear una vieja pelota contra una pared, durante una hora, sin parar.

El tren pasa por una zona muy bonita con lagos y luego entramos a la zona urbana de Costamar; la señora Nelly explica que fueron varias ciudades costeras que se conectaron con el tiempo. Entre las palmeras veo BaVes, esos Barrios Verticales, pero no se parecen casi nada al gris y algo ruinoso Corregidora 9; aquí parecen como recién hechos, con enormes ventanales, están rodeados de follaje con flores y cascadas. Franc y yo estamos mudos de la impresión. Algunos son de cristal y otros tienen el elevador por fuera. Me pregunto si cobrarán muy caro por subir a los departamentos de arriba.

—¿Qué significa eso? —Franc señala unos símbolos que tienen los edificios en lo alto.

—Son escudos de clasificación —explica la señora Fabiana—. En Costamar todo está ordenado. Las banderas indican que son edificios para residentes y turistas extranjeros; los que tienen el símbolo del águila son para empleados de la corporación, los del signo de dinero son para los banqueros, empresarios, inversionistas y sus familias.

—Hay muchos con ese símbolo —señala Franc.

—Claro, les debemos mucho a los dueños de las fábricas y compañías —reconoce la señora Nelly—. Ellos dan trabajo a los novomexicanos. Merecen todo nuestro agradecimiento.

Hay un edificio impresionante, de cristal rojo, que parece una pirámide alargada y tiene el escudo de una estrella verde de siete puntas en lo alto.

—¿Y ése? —pregunto sorprendido—. ¿De qué es?

—Del comité fundador… —explica la señora Nelly—. Son oficinas administrativas.

—Es muy bonito, demasiado —murmura Franc—. Los edificios, las oficinas, todo.

Las dos damas ríen.

—¿Y qué esperabas, jovencito? ¿Que fueran jacales? —dice Nelly—. La corporación hace un gran esfuerzo por mantener esta zona con un aspecto agradable.

—Aquí llega el turismo de alto nivel —recuerda Fabiana—. Hay que dar la mejor cara, ¿no creen?

Supongo que tiene razón.

—¿Y ese símbolo? —vuelve a preguntar Franc—. El que tiene la serpiente sobre el báculo. ¿Son hospitales?

Señala unas torres preciosas; una de ellas es de un azul intenso y tiene de adorno una cascada de agua que cae por una pared de cristal.

—Uno es un sanatorio, y el otro, un asilo —explica Fabiana—. En la corporación de México Nuevo tenemos uno de los índices más altos de calidad de vida del mundo y un gran respeto por nuestros viejitos, que han dado su trabajo a la corporación.

—¡Son los asilos VIP! —exclamo y vuelvo a experimentar un hondo resentimiento al recordar a mi tío Pepe y a Sole.

Las damas blancas me voltean a ver.

—Los asilos VIP —repito, insistente—. Esos lugares a donde puedes ir de viejo cuando ahorras y compras el traslado; al final vives entre piscinas y baños de sol. ¿Son ésos?

—Algo así —reconoce Nelly—. Los asilos de Costamar son muy eficientes, pero son exclusivos para trabajadores de este distrito. No existen los… ¿cómo dijiste? ¿Traslados?

—Venir de otro distrito sería estafa o delito —asegura Fabiana—. Cada ciudad tiene sus propios asilos. Los trabajadores no pueden mezclarse, jamás.

—¿Dónde oíste esa barbaridad del traslado? —pregunta Nelly, preocupada.

—Pensé que se podía —digo para ganar tiempo.

—Los pequeños delincuentes son tan imaginativos —suspira la dama rubia.

Estoy a punto de decir la verdad, que mis tíos llevan años pagando por un traslado VIP, pero en ese instante tengo una revelación. Ellos me engañaron para traficar con alcohol, tabaco y hacer dinero, pero la verdadera estafa es la del tal Rafita, su amigo del trabajo, que lleva años quitándoles sus ahorros para un supuesto retiro en Costamar, ¡y eso nunca va a suceder! Si los denuncio los castigarán de inmediato, es posible que los destierren a los Territorios Perdidos y mueran; aunque si no digo nada, a la larga recibirán un castigo peor. Cuando estén viejos y quieran retirarse van a descubrir que no tienen ahorros, ni derecho a un asilo ni nada. Si tienen suerte les darán un mísero trabajo en las inmundas calderas del BaVe, para sobrevivir. Decido lo último, es decir, no decir nada. Supongo que debo sentirme feliz por el destino de mis tíos, aunque realmente no me importa, será lo que ellos mismos se buscaron; su futuro ya es parte de mi pasado.

—¿Ya viste? —Franc me codea y me saca de mis pensamientos.

Señala un espectacular edificio de quince pisos; es una tienda, brillante, llena de luces. Jamás había visto algo tan llamativo.

—¿Es un… Wortons? —pregunto sorprendido.

Lo es. Tiene el símbolo de los almacenes, aunque supongo que éste debe de estar lleno de productos increíbles. Voy a decir algo, pero entonces aparece la línea costera y por primera vez veo el mar, es incluso más azul que en el cartel. Me quedo sin aliento. Es una brillante cobija líquida sobre la que flotan pequeños barcos; a la orilla hay más rascacielos. Hay un BaVe con pequeñas piscinas que sobresalen en cada nivel, como aspas.

Ahí está la respuesta a mi pregunta de si Costamar era de verdad bonito. Donde uno ponga los ojos hay algo increíble: tiendas que ni sabía que existieran: Foodtech gourmet, All Golf, Videogames-Videolives; automóviles deportivos, unas pantallas enormes con anuncios que cambian cada tres segundos: Mexicoland, próxima apertura, lo mejor de México Nuevo para el Mundo. I Love Mexico Nuevo, Be Smart, Be Rich, Be Mine. Hay publicidad de programas televisivos que no reconozco, debe de ser un canal de televisión especial para la zona turística.

Después de tantos estímulos, Franc y yo estamos totalmente confundidos.

—Todos los menores infractores ponen esa cara cuando entramos al centro de la ciudad —asegura Fabiana, orgullosa.

Comienzo a llorar, como si se activara una fuga en mis ojos, no puedo detenerme.

—¿Estás bien? —pregunta Franc.

—Es que… esto es como un sueño… —me limpio la cara con las manos—. Todavía no creo que vaya a vivir aquí, en uno de esos edificios tan modernos, y que pueda entrar a un Wortons tan lujoso, y que cuando sea mayor me retire a uno de esos asilos. ¡Nunca pensé tener una vida tan bonita! ¡Gracias!

Las damas cruzan una mirada turbia.

—Bueno, jovencito —carraspea Nelly—. Primero, de nada. Aunque el mérito no es nuestro, sólo cumplimos con nuestro trabajo de voluntarias. Además… lo que acabas de decir no es muy exacto que digamos. ¿Verdad, amiga?

—Hay ciertos detallitos —completa Fabiana—. Reglas y leyes que todos debemos respetar para que funcione la corporación. Por ejemplo, las viviendas, negocios y servicios de Costamar son exclusivos para residentes.

—Pero nosotros ahora viviremos aquí —dice Franc.

—En calidad de trabajadores temporales —especifica Nelly—, aunque eso también es importante, ¿eh? Es un gran privilegio, no crean que no.

—¡Millones de novomexicanos querrían un permiso así! —acota Fabiana—. Cada empresa tiene destinado un espacio para que vivan sus trabajadores temporales. No es un Barrio Vertical como los que ven, pero no se preocupen, tienen todas las comodidades, agua y luz.

—Ese permiso vale mucho —sigue la rubia—. Y si se portan bien y trabajan duro se les podrá renovar de manera indeterminada. ¿Quién no querría trabajar en Costamar? ¡En este lugar tan hermoso! Es un privilegio.

—Pero si vivimos aquí para siempre, ¿no nos volveríamos residentes de Costamar? —pregunto.

Las damas blancas lanzan una carcajada que suena a graznido.

—No, ¡pero qué barbaridad! —se estremece Nelly, divertida—. La residencia no tiene que ver con los trabajos temporales. A menos que ustedes sean dueños de alguna fábrica o de un banco. ¿O lo son y no nos lo han dicho? ¿Son grandes inversionistas disfrazados?

—Nelly, no seas así —interviene Fabiana—. ¿Qué no ves que son unos pobres delincuentes, unos viciosillos en recuperación?

—Claro que lo sé, pero es para que les quede claro —continúa Nelly—. Las residencias permanentes de Costamar se otorgan a banqueros, inversionistas o dueños de fábricas, pero eso está bien… ¿y saben por qué?

Por su mirada noto que es una pregunta verdadera.

—Porque dan trabajo a millones de novomexicanos —me atrevo a murmurar.

—¡Exacto, Tlatoani! —señala Nelly.

—Cuauhtémoc.

—Pasa lo mismo con los turistas extranjeros —continúa Fabiana—. A todos nos conviene que vivan aquí y gasten con su moneda extranjera.

—¿Ustedes son residentes? —pregunta Franc.

—Bueno, jovencito —asiente Nelly con orgullo—, creo que eso se nota.

—¿Y qué son? ¿Turistas o inversionistas?

La pregunta de Franc deja a las damas un poco sorprendidas. Nelly se aclara la garganta para responder.

—Nuestro caso es distinto. Somos residentes de nacimiento. Pertenecemos a las familias fundadoras. Eso quiere decir que descendemos de empresarios y Fundadores.

—Pero tranquilos, ¡nos pueden tratar normal! —sonríe Fabiana—. Tampoco nos sentimos especiales.

—¿Fundadores? —repito.

—Se los enseñaron en la escuela —dice la señora Nelly—. Se les llama fundadores a las primeras familias que se enfrentaron a los delincuentes, políticos criminales del viejo México, y decidieron hacer otro gobierno y refundaron un nuevo país libre de corrupción.

—¡Nuestros abuelos fueron tan valientes! —a Fabiana le tiembla la voz.

—Eso lo vimos en la escuela —reconozco—, pero pensé que los fundadores eran gente normal. ¿O sólo eran familias ricas, de empresarios?

—Bueno, no seas tan tontito y piénsalo un poco —dice Nelly—. Se necesitaba mucho dinero para financiar una guerra y armar un ejército. ¿Crees que sale gratis hacer un gran muro de cientos de miles de kilómetros que divida un país y aísle la parte podrida?

—Nuestros ancestros apostaron todo —dice Fabiana, emocionada—. También entraron socios extranjeros porque creyeron en ese gran sueño, y al final recibieron una justa recompensa, ellos y sus descendientes. ¿O les gustaría seguir viviendo entre la criminalidad y la anarquía? ¿A ver? —su voz se vuelve más aguda—. ¡Claro que no! A los fundadores y a sus socios extranjeros les debemos todo: paz, orden, leyes, igualdad…

—Bueno, igualdad no tanto —digo sin pensar—. Sólo el uno por ciento de los novomexicanos tiene derecho al nivel de vida de Costamar.

—Temo… —murmura Franc, con estupor.

Me doy cuenta de que sin querer cité las palabras del viejo revoltoso Pascual, que protestaba por la libertad e igualdad y algo que él llamaba derechos ciudadanos.

Mi comentario no es bien recibido por parte de las damas blancas.

—Por supuesto que no todos somos iguales —resopla Fabiana; de sus ojos parecen emerger púas—. ¡Cómo te atreves a decirlo como si fuera algo malo! No puedo creerlo. ¡Es indignante!

—Déjame a mí, querida. Yo le explico —interviene Nelly, con gelidez—. Primero que nada, no somos iguales, es un hecho, ¿y sabes por qué? Porque tus ancestros y los nuestros no hicieron lo mismo para construir la corporación de México Nuevo. O dime, ¿tus abuelos o tus padres —remarca la última palabra— aportaron algo para la paz y el orden social? ¿Nos dieron leyes y tranquilidad? Por favor, dímelo, debe de ser algo increíble, me encantaría saberlo…

Por el tono y la mirada feroz es obvio que conoce mi expediente, sabe de los payasitos sangriento, de su suicidio, de las acusaciones de terrorismo ciudadano.

—Mis papás no… no hicieron nada de eso…, yo…, perdón —bajo la cabeza avergonzado—. No sé por qué dije eso de la igualdad y del uno por ciento. Debí escucharlo de algún viejo de la calle; muchos están locos y dicen cosas… y se me quedó por ahí en la mente.

—¿Y qué otros pensamientos tienes en tu cabecita? —pregunta Nelly con voz dura—. Si tienes otro comentario, ¡adelante! ¡Que no se diga que no hay libertad en México Nuevo! Tal vez ni siquiera quieres vivir en Costamar y nosotras te estamos obligando. ¡Seguro extrañas los desagües de Mexbla! ¿Es eso? Con los pequeños delincuentes nunca se sabe.

Tiene gotitas de sudor encima de los labios y su piel se ha puesto de un feo color rojizo. Estoy petrificado, no sé qué hacer.

—Cuauhtémoc respeta a todos los Fundadores y sus descendientes —interviene mi amigo—. Como yo, como todos. Es justo que se hayan quedado con Costamar, el mejor distrito. ¡La paz no tiene precio! ¿Verdad, Temo?

—Sí, es lo mismo que pienso —reconozco, lloroso—. Preferiría estar muerto que vivir en los Territorios Perdidos o en los desagües.

—Y estamos muy agradecidos por la oportunidad que nos dieron —sigue Franc, con voz tranquila—. Le debemos la vida a la empresa que nos adoptó para que podamos cumplir con nuestra labor social, a las familias Fundadoras, que son nuestro camino a seguir. Porque ustedes —remarca la palabra—, damas blancas, como llevan sangre de los Fundadores, saben de justicia, orden, paz y respeto. En su gran sabiduría pueden perdonar a dos muchachos delincuentes que no saben nada y quieren ser mejores personas si seguimos su ejemplo.

Franc es un genio con los discursos, consigue tranquilizar algo a las señoras; poco a poco Nelly recupera su color normal.

El resto del viaje es breve y lo hacemos en tenso silencio. El tren baja de velocidad y comienza a hacer paradas en distintas estaciones: Kukulkan Falls, Lagartos Residences, Chichen Paradise, Holbox Deluxe. Justo cuando empiezo a relajarme, veo algo que me impresiona. El tren atraviesa una zona de una laguna y de golpe aparece una enorme muralla de más de veinte metros de alto, es enorme e incluso entra varios kilómetros al mar. Por arriba está protegida por alambradas eléctricas, sensores de calor, cámaras, unos garfios. Y al frente y encima de unas torres hay soldados armados.

—La frontera con los Territorios Perdidos —digo sin aliento.

No me queda duda de que lo es. Jamás la había visto así tan cerca, sólo en libros de la escuela. Siento escalofríos. Del otro lado están el viejo país sin ley, el caos, el verdadero infierno. Es el sitio donde se destierra a los indeseados, a los criminales, a los corruptos, que no son dignos de vivir en México Nuevo.

—Ésta es nuestra parada —anuncia la señora Nelly—. De pie, rápido.

—¿Aquí? —digo casi sin voz—. ¿Es por lo que dije?

Las damas blancas me miran un poco confundidas.

—¿Nos van a desterrar por lo que dije de la igualdad entre los novomexicanos? —pregunto entre balbuceos y señalo por la ventana—. Es ésa la frontera, ¿no?

Las dos vuelven a reír, divertidas.

—¡Pero qué ocurrencias! —suspira la rubia Nelly—. Estamos en la zona recuperada, por eso se ve el muro fronterizo, no por otra cosa.

—¿Qué es la zona recuperada? —pregunta Franc.

—Es un nuevo programa de la corporación —explica Nelly, y nos hace una seña para que la sigamos por el vagón—. Se está usando al ejército para recorrer la frontera a nuestro favor. Ya se recuperaron casi dos mil kilómetros cuadrados.

—Los salvajes y asesinos de los Territorios Perdidos no sabrían qué hacer con estas bellezas naturales —explica Fabiana—. Aquí hay unas bahías preciosas y arrecifes. Las playas más hermosas del mundo. Por eso se eligió este emplazamiento para construir el…

—No digas más, querida —interrumpe Nelly—. Ya lo verán, es la sorpresa.

Sonríe pero no me tranquiliza. A estas alturas, ya me dan miedo las sorpresas.