CAPÍTULO XVIII

Pelota maya

Desde el momento en que recibimos la visita de Wanda Cooper, Franc y yo entramos a una especie de remolino. Es la última noche que pasamos con nuestra familia Suhuy y muy temprano tendremos que recoger nuestras pocas pertenencias; nos despedimos de nuestros compañeros sordomudos, se emocionan cuando se enteran de adónde seremos transferidos, mueven las manos de un lado a otro, a modo de silencioso aplauso.

—¿Ustedes, guerreros sagrados? —exclama Alma, atónita—. Y tan feítos, ¿cómo le hicieron? No entiendo. ¡Qué suerte tienen!

Es verdad, tenemos mucha suerte, pero seguro que recibimos ayuda de Marián. ¡Qué ganas tengo de hablar con ella y preguntarle tantas cosas! Al fin podré hacer planes para pasear como un ciudadano cualquiera. Los amigos de mis padres deben de estar orgullosos de que haya conseguido entrar al juego de pelota; al fin tengo la vida resuelta.

Cuando Franc y yo terminamos de despedirnos (Ahau llora de emoción), nos trasladan a una pequeña habitación subterránea donde están los otros chicos que también fueron seleccionados para los equipos de reserva de pelota maya. Son cinco suplentes de la familia Ookot, y, como todos los bailarines, tienen un envidiable cuerpo delgado y fibroso. También hay tres muchachos de la familia Kuh, de las deidades de servicio; tienen un aspecto más normal, aunque uno de ellos es enorme, eran aprendices de bartender.

—Éramos más, creo que sacaron a dos de nuestra familia —dice el grandote.

—¿Qué pasó con ellos? —pregunta Franc.

—No sé y la verdad lo único que importa es que yo estoy aquí —sonríe el muchacho que hasta hace poco preparaba cocteles cosmo Pakal.

Todos asienten. No podemos negarlo, estamos eufóricos.

—¿Pueden creerlo? —comenta uno de los bailarines—. ¡Vamos a conocer a Iktan!

—Dicen que es muy sencillo, que le habla a todos —dice el otro ex bartender.

Hablan entre sí emocionados. Franc y yo preferimos no comentar lo que sabemos del pobre Iktan.

—Hasta afuera se oyen sus gritos —Wanda entra a la habitación, de buen humor—. Pero los entiendo, ¡ya son parte de la familia sagrada! Hoy salió la lista oficial, todo el casino sabe que ustedes son los elegidos.

Acompaña a la entrenadora un muchacho rubio y muy serio, debe de ser su asistente. Nos da a cada uno una pequeña cajita roja con nuestro nombre.

—Es un regalo de bienvenida —explica la entrenadora—. Dentro van a encontrar un medallón con la insignia de nuestra familia, los Koox. La parte de atrás ahora está vacía, pero llevará su nombre de guerrero cuando pisen la cancha por primera vez.

El mío, detrás, dice made in China, imagino que pronto dirá Keej o Kalam o algún tipo de esos heroicos nombres mayas.

—¿Y esto qué es? —Franc señala algo; en la cajita, al lado del medallón, hay una bolsa de tela muy delgada, casi transparente, adentro brilla algo.

—Es un grano de café de oro —explica Wanda—. Es un pequeño detalle, simboliza la fortuna personal que cada uno va a reunir.

Hay murmuraciones de sorpresa, no podemos creer que sea un regalo.

—Sí, es suyo y es oro de verdad, dieciocho quilates —Wanda sonríe divertida—. Se los doy a título personal por ser mis hijitos, eso es lo que ahora son. Soy mamá Lool, pero no olviden que también soy su entrenadora y su jefa; tienen que obedecerme en todo, ¿entendido?

Asentimos, deseosos por cumplir cualquier orden.

—Bien, acompáñenme al centro de entrenamiento —hace un ademán con una mano—, a su nueva casa, para que conozcan a sus hermanos.

Seguimos a mamá Lool. Las instalaciones subterráneas del casino tienen varios niveles de profundidad; debajo de nosotros están las oficinas donde trabajan los empleados administrativos, y hay varias bóvedas forradas de acero para resguardar el dinero. También hay pasajes intermedios que usa el personal de limpieza y servicio; en esa parte hay muchos ancianos que se encargan del mantenimiento y la lavandería, llevan unos tristes uniformes grises que se confunden con el cemento de las paredes. Wanda tiene acceso a todas las áreas, las cruzamos de camino a la parte trasera de la Kin Pyramid.

—Grábense muy bien esto —explica la entrenadora en el trayecto—. Cada uno de ustedes es como el eslabón de un hermoso collar. Hay de varios tamaños, pero si falta uno, así sea el eslabón más pequeñito, se rompe la cadena. Voy a entrenarlos según sus aptitudes: los bajitos por lo general corren muy bien, los grandes son perfectos para bloquear y los fuertes son anotadores, sólo que antes debo ver su potencial. Cuando estén en un equipo recuerden que todos son uno y eso los hará invencibles, ¿por qué?

Hay un silencio, nos miramos.

—¿Porque somos como una cadena? —me atrevo a decir.

—¡Tenemos a un chico listo por aquí! —Wanda, sonriente, me da una palmada.

En un día esta mujer me ha brindado más sonrisas que las que me dio mi verdadera madre durante toda mi infancia. Ya siento que quiero a mamá Lool.

Llegamos al centro de entrenamiento de pelota maya, está en el exterior, adosado al casino, es una pequeña pirámide de color verde traslúcido y el edificio es una atracción en sí mismo. El público puede ver a los jugadores con el cuerpo lleno de aceite en el gimnasio o en los patios de entrenamiento al aire libre (¡podré tomar el sol!); ahí se realizan juegos breves de exhibición. Los turistas también pueden ir a un temazcal sagrado para algo llamado “abluciones divinas” (incluye algo llamado spa-pitz); a una tienda con recuerdos donde se pueden comprar petos y protectores de plástico. Además hay un área como una cancha simulada para que los niños jueguen, aunque ahí las paredes están acolchadas y la pelota es de suave hule espuma.

—Jan, llévalos con los demás jugadores al Gran Salón —le avisa Wanda a su asistente—. Yo los alcanzo después, terminaré la papelería y los trámites.

El hombre joven asiente, silencioso, y nos lleva hasta un salón, en realidad se trata de un comedor con largas mesas y las paredes pintadas de rojo y blanco. En las esquinas hay incensarios en forma de enormes mascarones mayas que imitan los rostros de los ancianos; en las paredes está en primer lugar la imagen de la directora del corporativo Ángeles Díaz-Wilson y en los otros muros, frases y poemas:

Nada es para siempre en la tierra:

sólo un poco aquí.

Aunque sea de jade se quiebra,

aunque sea de oro se rompe,

aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.

No para siempre en la tierra:

sólo un poco aquí.

Como una pintura

nos iremos borrando.

Como una flor,

nos iremos secando.

Aquí nadie vivirá

por siempre.

Aún los príncipes

a morir vinieron.

Son palabras bonitas aunque un poco tenebrosas.

—Los nuevos, ¡los jugadores de reserva llegaron! —grita una voz.

El salón está lleno, hay unos treinta muchachos que se acercan a nosotros, ¡son los jugadores sagrados! Llevan un calzón de cuero y un cinturón de fibra teñida de blanco, amarillo o negro. Siento algo de miedo; todavía recuerdo la horrible bienvenida en la Estación de Tránsito Vasco.

—Atención —dice un muchacho de cabello largo recogido en un apretado peinado—. Sentencia y oración.

Los treinta jóvenes gritan al mismo tiempo: “Guerreros sagrados. Somos la sangre de Mexicoland, los huesos de la corporación; somos alimento y sustento del casino; nuestro sacrificio es grandeza y orgullo para México Nuevo. Sagrados, sagrados guerreros somos”.

Al final hacen una especie de reverencia y se acercan a nosotros, sonrientes.

—Soy Canek —dice el muchacho de cabello largo—. Jefe de comedor. Los estamos esperando para darles la bienvenida.

Señala las mesas, hay bandejas con abundante comida fresca: ensalada de hoja verde con pollo, trozos de sandía, melón, uvas.

—¿Es para nosotros? —pregunta Franc un poco incrédulo.

—¿Y para quién más? —dice otro de los jugadores, tiene un ojo ligeramente desviado—. Ustedes son nuestros queridos hermanos menores. Soy Bej, jefe de dormitorios.

—Y queremos que se sientan bienvenidos desde el primer día —retoma Canek.

Vaya, este recibimiento no tiene nada que ver con la Estación de Tránsito Vasco.

—Gracias, me llamo Manolo, aunque me dicen Manolito —dice el enorme chico que trabajaba como bartender—. Jamás pensé que me escogerían ni que sería hermano de ustedes y de… —estira el cuello y mira alrededor, ansioso.

—Si buscas a Iktan, no está aquí —explica Canek—. Sigue en la clínica. Nos dijeron que su recuperación será muy lenta, pero está luchando como todo un guerrero.

Todos murmuran frases entusiastas como “¡es el mejor!”, “lo extrañamos”, “¡nadie como él!”.

Franc y yo nos miramos en silencio. Me pregunto si les habrán mentido a los muchachos para no preocuparlos o si Chuck nos mintió a nosotros para asustarnos.

Pasamos a las mesas para comer y nuestros hermanos mayores nos miran expectantes, con una gran sonrisa en sus rostros morenos.

—Esto sabe increíble —reconoce Franc al probar unos trocitos de pollo con aderezo.

Hay risas de satisfacción.

—Claro, es comida verdadera —explica Bej, orgulloso—. No son frituras, ni congelados FoodTech. Mamá Lool nos mima, dice que merecemos sólo lo mejor.

—Tenemos a un nutriólogo que cuida de nuestra alimentación —agrega Canek—, un masajista para después del juego y una piscina para relajarnos.

—El agua es muy fresca —grita alguien por ahí—. ¡Tienen que nadar hoy!

Es como si acabara de entrar al paraíso; quiero llorar, después de tanto sufrimiento como huérfano, después del BaVe con mis espantosos tíos, de la Estación de Tránsito, sobreviviendo en los terribles desagües de Mexbla, incluso de la incierta llegada a la casta plebeya de Mexicoland y el enfrentamiento con Marcy; pero al final, gracias a mi suerte, a los amigos de mis padres y a Marián, ha valido la pena todo para llegar a este punto.

—Mamá Lool es muy buena, pero cuando hay que entrenar es estricta —advierte Canek—. Y no soporta a los perezosos. Entrenamos diez o doce horas al día, según el color de la fajilla.

Bej nos muestra esa especie de cinturón con el que se sujeta el calzón y explica:

—Las blancas son para jugadores de reserva, las amarillas para suplentes y las negras para jugadores ya bautizados con nombre maya.

—Ustedes serán fajilla blanca mientras aprenden las reglas básicas del mayan pitz o pelota maya —sigue Canek—. Eso dura unos días o semanas, según su habilidad. Luego mamá Lool decide para qué son buenos.

—Son cuatro posiciones de juego —adelanta Bej—: capitán, atacante, bloqueador y despejante. Puedes ser bueno en una o en varias posiciones.

—¡Y todas son importantes! —asegura Canek de buen humor—. Entrenan como suplentes hasta que se vuelven jugadores. Ya sea de exhibición o en el casino.

—¿Y cómo sabemos en qué equipo nos va a tocar? —pregunta Franc.

Todos ríen, como si el comentario de mi amigo fuera gracioso.

—Aquí no hay equipos —asegura Canek—. Sólo dos polos, el de la luz: de los gemelos sagrados del Popol Vuh; y el de las sombras: de los señores del inframundo. En un partido te puede tocar estar del lado de la luz y al día siguiente en el de la oscuridad. Hasta el día del juego sabrás quién es tu aliado y quién tu adversario.

—Mamá Lool inventó ese sistema —sigue Bej, con los ojos más desviados que nunca—. ¡Es muy lista! Así no hay alianzas previas. Nos llevamos bien todos, porque puedes necesitar de cualquiera en un juego. Estamos entrenados para servir como en una cadena.

Parece que la palabra desata algo, los treinta muchachos repiten sincronizados:

—Cadena de luz, cadena de oscuridad, yo, guerrero sagrado, soy parte del todo, del cosmos y del casino, mi trabajo hace la suma que vuelve grande a la familia sagrada, al casino, a Mexicoland.

—Es lo que repetimos siempre antes de los sorteos, cuando se forman los equipos —Canek sonríe con orgullo.

Es interesante la mecánica de la organización, pero ahora me importa otra cosa.

—¿Y los paseos a Costamar? —intento que no se note la ansiedad en mi voz—. ¿Eso es verdad?

—¡Por supuesto! —ríe Canek—. Pero primero debes tener al menos fajilla amarilla y no tener amonestación esa semana.

—¡Costamar es increíble! —reconoce Bej—. Hay algo que llaman películas envolventes, es como si vivieras otra vida durante dos o tres horas. Tocas y hueles cosas.

—¡Y las tiendas! —recuerda Canek—. Quieres comprar todo, pero mamá Lool nos recuerda que debemos ahorrar.

Cada vez estoy más entusiasmado, todas las cosas buenas que escuché están resultando ciertas.

—Y lo de la ciudadanía —Manolito me gana la siguiente pregunta—. ¿Es cierto que a las cien victorias eres ciudadano de Costamar?

El tema emociona a los treinta muchachos. “Es verdad.” “Claro que sí.” “Es lo mejor de todo”, dicen.

—¿Y quién la ha ganado? —pregunto, ansioso.

Estalla una risa general.

—¡Nadie! —reconoce Canek—. Apenas ha habido un juego oficial, el del otro día. A los que estuvieron en el equipo de Iktan, que ganaron, sólo les faltan noventa y nueve victorias.

—Aunque… tengan cuidado —advierte Bej—. Si cometen una falta o infracción les van a descontar los puntos ganados.

—¿Y hay que empezar de nuevo? —pregunta Manolito—. Es un poco injusto.

—¿Eso crees? —sonríe Canek—. Mamá Lool dice que debemos dar las gracias, los mayas de antes les cortaban las cabezas a algunos jugadores, nosotros sólo recibimos amonestación.

Los chicos ríen.

—Pero si haces algo verdaderamente grave te confirman —explica Bej.

Todos sabemos o sospechamos qué significa eso: estás fuera de Mexicoland.

—Eso le pasó a Yaax —comenta Canek.

—¿Fue el jugador que golpeó a Iktan? —me animo a preguntar.

Varios chicos quieren hablar, dicen frases como “se puso como loco”, “él no era así”, “intentamos detenerlo”.

—No sabemos qué le pasó —reconoce Bej—. Tal vez le tenía una envidia secreta a Iktan, quién sabe, pero creo que no lo volveremos a ver jamás.

Canek se acerca a nosotros y nos da palmadas en el hombro.

—Pero no se preocupen, hermanitos, si siguen las reglas y juegan con su corazón, todo saldrá bien y muy pronto serán ciudadanos.

Sus palabras son miel para mis oídos.

—Además tenemos la ayuda de las vitaminas —apunta Bej—. Sirven mucho.

Se oyen murmullos de emoción, risitas.

—Nos inyectan una vez a la semana —explica Canek—. Y antes de cada partido hay que tomar una dosis, ayuda a evitar el agotamiento.

—Es normal si al principio te duele el estómago —previene Bej—. Algunos escuchan como un zumbido, pero te acostumbras, ¡y lo agradeces cuando sientes tanta potencia!

—Pero no se confíen —recomienda Canek rápidamente—. Si no mides tus fuerzas puedes romperte un brazo o una pierna. Algunos hermanos siguen en el hospital.

Estoy a punto de preguntar más detalles sobre las vitaminas pero estalla una exclamación de alborozo, ven hacia la puerta. Acaba de entrar mamá Lool con su asistente y nos mira, feliz, desde la puerta.

—¿Cómo están, mis queridos hijos sagrados?

Los muchachos gritan: “Listos, siempre, dispuestos a ganar, para sacrificarnos y ser los mejores”.

—Al fin estamos completos —anuncia la entrenadora—. Jugadores y reserva. ¿Están listos para ver algo? Pongan atención.

Apunta a la pantalla principal y a una seña, el asistente activa un control remoto y aparece un reloj que marca un conteo en reversa, son 359 horas, 59 minutos, 59 segundos. Todos lanzamos una exclamación al ver los enormes números brillantes.

—Es el tiempo que falta para la inauguración oficial del parque —explica mamá Lool, emocionada—. ¿Se dan cuenta? ¡Sólo tenemos quince días para estar listos! Cuando el contador llegue a cero, todo en Mexicoland estará abierto: tiendas, atracciones, bares, restaurantes, el casino, los espectáculos y, por supuesto, los partidos de pelota maya. A partir de ese día, ya no podremos detenernos.

Hay un gran alborozo. ¡Tengo quince días para entrenar!

—Sé que es poco tiempo, pero ¿quiénes somos? —pregunta la entrenadora.

Los treinta jóvenes repiten la letanía del principio: “Guerreros sagrados. Somos la sangre de Mexicoland, los huesos de la corporación; somos alimento y sustento del casino…”.

El anuncio emociona a todos. Pronto comenzarán los partidos y mi libertad y ciudadanía están a sólo cien victorias; me prometo que seré disciplinado, obediente. Estoy tan feliz, hasta tiemblo. Me urge hablar con Marián para darle las gracias y hacer planes.

Canek nos muestra el resto de las instalaciones. Busco algún teléfono rojo de emergencia, pero no hay ninguno a la vista, tendré que investigar después, aunque debo tener cuidado, aquí hay demasiada gente: médicos, masajistas, nutriólogos, vendedores de tiendas, más entrenadores, turistas detrás de las paredes de cristal, ancianos de limpieza con sus tristes uniformes grises, los infaltables Bacabobs vigilantes, y claro, los muchachos; en total hay cuarenta y cuatro, y sólo veintiuno tienen fajilla negra, el resto somos suplentes y de reserva. Bej, el jefe de dormitorio, nos muestra las literas triples donde vamos a dormir y nos da el guardarropa básico de entrenamiento. Nos explica que las actividades comienzan a las seis de la mañana y terminan a la una de la madrugada del día siguiente.

—¿Sólo cinco horas de sueño? —pregunto sorprendido.

—En realidad son cuatro y media —asegura sin inmutarse—, pero cuando tomen las vitaminas se van a dar cuenta de que no necesitan dormir más, van a tener mucha energía.

El primer día de entrenamiento resulta agotador. Estoy varias horas en la cancha de prácticas y descubro que es muy difícil controlar la pelota sin tocarla con los pies o las manos, y pesa más de lo que imaginé, poco más de tres kilos. Es casi como una piedra.

—Debes saber usar las protecciones —recomienda Canek—. O te puedes romper las costillas, ya ha pasado con otros… —me mira con detenimiento—. Y debes tomar más el sol. A los turistas les gusta que parezcamos muy nativos. ¿Listo para seguir?

Asiento. Veo del otro lado al pobre Franc, sudoroso; lo hacen avanzar con un armazón y cuerdas elásticas para que desarrolle fuerza y resistencia.

Practico atajadas de pelota, cargo peso, corro como quince kilómetros. Termino molido. Cerca de la una de la mañana voy a la cama, casi arrastrándome.

—Esto fue divertido pero infernal —reconoce Franc desde la litera de abajo—. ¿Y así será todos los días? No sé si pueda levantarme mañana.

—Ni yo —reconozco—. Espero que nos den las vitaminas que dijo Bej, porque…

Guardo silencio, sorprendido por algo.

—¿Qué pasa? —pregunta mi amigo luego de un rato.

Le hago una seña para que se asome, le muestro lo que acabo de encontrar bajo mi almohada: es uno de esos sobres misteriosos, los que envían los amigos de mis padres.

—Ábrelo —pide Franc, muerto de curiosidad—. A ver qué dicen.

Decidimos ir al baño para leer el mensaje entre los dos.

Estimado Cuauhtémoc:

Estamos muy emocionados por ti. Hay algo que debemos confesarte: hicimos todo lo que estuvo de nuestro lado para que entraras a la pelota maya, pero nos topamos con algunas dificultades. Era casi imposible que quedaras en esta ronda; y ¿sabes qué ocurrió? ¡Que fuiste tú quien nos dio la sorpresa! Fue impresionante la rapidez y astucia con la que cumpliste tu misión, te felicitamos calurosamente. Estamos anonadados.

Como ya lo sabes, los jugadores sagrados son la élite del casino, pero llegar a este punto es sólo el comienzo, ¡tenemos muchos planes para ti! Tranquilo, prometimos despejar tus dudas y lo haremos en breve. Ahora concéntrate en mantener un perfil bajo, obedecer a la entrenadora, llevarte bien con tus compañeros y conseguir la fajilla amarilla o negra. De momento sólo te pedimos que hagas una cosa, es algo fácil. Vimos que te serviste de una jovencita influyente para entrar al juego de pelota, ¡brillante movimiento! La muchacha denunció a unos jóvenes de casta noble, aseguró que interactuaron con ella (que, como sabes, está prohibido), parte fue verdad, pero ella los instigó. Como sea, fueron confirmados de inmediato; por esta razón tú pudiste entrar a esta ronda. Si bien esta joven fue de gran ayuda, ahora ya no es necesaria. No vuelvas a hablarle, su amistad podría interferir y si te descubren, todo se echaría a perder. Ahora te has vuelto prioridad del Movimiento. Aunque podemos sonar autoritarios, tenemos buenas razones.

Estimado Cuauhtémoc, grábate bien esto: las historias personales son insignificantes cuando la que importa es la historia de todos. Los que estamos aquí hemos hecho grandes sacrificios, pronto lo sabrás cuando te

No consigo leer la parte final, las letras desaparecen, pero me quedo unos momentos mirando el papel ennegrecido, atónito. Franc tiene la boca abierta.

—Marián hizo que sacaran a los otros seleccionados —dice mi amigo—. Pobres, les echó a perder sus vidas; pero gracias a eso nosotros estamos aquí, ¡qué fuerte! No sé cómo sentirme… ¿Temo? ¿Por qué no dices nada?

Yo sí sé cómo me siento: molesto, y sólo pienso en una cosa.

—No voy a dejar de ver a Marián —declaro—. ¿Quién se cree esta gente para darme tantas órdenes? ¡Ni siquiera tengo idea de quiénes son!

—Son los amigos de tus padres y buscan tu bien —me recuerda Franc.

—Entonces que ya me dejen en paz —resoplo, indignado—. Ya estoy en la mejor familia del casino, ya no necesito ayuda ni que hagan planes para mí. Deberían dejar de vigilarme. No puedo creerlo, ¡hasta espiaron a Marián! No entiendo por qué se meten tanto.

—Dicen que van a aclararte todas las dudas —recuerda Franc—. Por ejemplo, ¿qué es eso del Movimiento?

—No tengo idea y ya no me interesa. Creen que por hacerme algunos favores ahora debo hacer todo lo que dicen. ¿No volver a hablar con Marián? —repito, incrédulo—. Pero si ella es lo mejor que me ha pasado en la vida! La amo.

—Sólo la has visto dos veces —señala mi amigo, con tacto.

—¿Y eso qué? Es el destino, tú no sabes qué es eso, es algo de un horóscopo. Nunca dejaré de contactarla; es más, me urge llamarle para darle las gracias por su ayuda; necesito encontrar uno de esos teléfonos rojos.

—Pero te dicen que no le hables —Franc pone su cara de mortificación.

—Obvio no pienso obedecer… ¡Es mi vida! ¿Estás conmigo?

—Sí, lo sabes —asegura, resignado—, pero debes tener cuidado con las reglas del casino; si te descubren rompiendo una… Date cuenta de que cada vez tenemos más que perder.

Lo sé. La cabeza está a punto de dolerme de tantos pensamientos que chocan en mi sesera.

Tardamos tres días en encontrar uno de los teléfonos rojos de emergencia. El mismo Franc es el que me avisa que hay uno en el gimnasio, en una alacena donde hay equipo y material de primeros auxilios.

—Ahora no vayas —me recomienda—. Hay muchos jugadores entrenando, tenemos que esperar a que todos salgan.

Pero ese mismo día tenemos un golpe de suerte: la entrenadora avisa que habrá un juego para turistas; éstos no son partidos de verdad sino coreografías de exhibición que duran un par de horas, y a mí, como parte de la reserva, me toca estar en la banca, y tengo un golpe de suerte adicional cuando mamá Lool nos avisa que los nuevos integrantes debemos ir con el médico a recibir la primera dosis de vitaminas.

Mientras se forma la fila frente al consultorio, voy con Franc al gimnasio, ahora vacío. Localizo la alacena; tal como dijo mi amigo, al lado del botiquín está un teléfono rojo de emergencia. Siento un alivio y una emoción que me entibian el pecho.

—Tienes unos minutos —advierte Franc, que se queda en el pasillo para vigilar.

Marco los números de memoria. El tono de llamada suena repetidas veces, demasiadas… Desilusionado, estoy a punto de colgar, cuando escucho una voz.

—¿Marián? —pregunto con temor.

—¿Cuauhtémoc? —la reconozco, es ella.

—Sí, seguro sabes desde dónde te llamo —debo controlar mi emoción—. Estoy en el centro de entrenamiento de pelota maya. ¡Entré! ¡Lo conseguí! Gracias a ti…

—Me da gusto, pero… —le tiembla la voz—. No me marques, por favor.

—¿Hay una reunión en tu casa? Si quieres llamo más tarde. Oye, también podrías venir a verme a los entrenamientos. Hay acceso a los visitantes.

—No, no entiendes —hay algo raro en su voz, ¿miedo?—. Perdóname, Temo, pero no debemos volver a hablar. Voy a pedir que cambien la clave del intercomunicador.

Las manos y los pies se me ponen helados. Tardo en reaccionar.

—¿Es una broma?

No contesta y me mareo del horror.

—Pero ¿y lo de las estrellas? —suplico—. ¿Y lo del destino que nos unió? Iremos a pasear juntos a Costamar, lo prometiste. Sólo cien victorias y seré ciudadano…

Temo que Marián haya colgado, pero escucho un débil quejido al otro lado de la línea.

—Me gustas mucho, todo lo que te dije era verdad —reconoce—. Pero esto fue una locura, no sé qué me pasó. Se volvió peligroso…

—¡Pero todo salió bien! —casi grito—. Ya estoy con los jugadores sagrados.

—Sí, y es mejor dejarlo así, antes de que los dos tengamos problemas.

No entiendo. ¿Por qué ella tendría problemas? Entonces, me llega una sospecha.

—¿Recibiste un mensaje? —siento un ardor de furia—. ¿Un sobre de papel grueso?

Marián responde en voz tan baja que no sé si lo hace de verdad o lo imagino.

—¿Cómo sabes eso? —dice.

—A mí también me han llegado —confieso—, y el papel es tan raro que…

—… se vuelve negro —completa Marián—. Les pregunté a las muchachas de servicio, no saben nada. Sólo apareció con mi nombre. ¿Tú sabes algo?

—No estoy seguro, pero creo que los mandan unos antiguos amigos de mis padres. Están vigilando, saben muchas cosas.

—¡Demasiadas! —Marián ahoga un grito, pero al fin se atreve a hablar—. Me han estado espiando, ¿puedes creerlo? Saben de mis escapadas, de cuando entré a las oficinas de la pelota maya, de que les tendí una trampa a otros seleccionados, hasta del dinero que he tomado del fondo familiar para tapar mis gastos…, pero eso no fue lo peor.

Sospecho lo que me va a decir.

—Me amenazaron —comprueba Marián—. Dicen que si sigo en contacto contigo, le dirán a mi padre todo, tienen pruebas. Y si papá se entera, ¡no quiero ni pensarlo! Se pondrá furioso, más por lo del dinero que me gasté, por lo nuestro, por relacionarme con un neonativo; y a ti te irá peor, te confirmarían. He visto que lo hacen por cosas mucho menores, tú no volverías a pisar el parque, ni Costamar; irías al nivel tres de labor social para menores criminales —toma aire, se oye agotada—. No sé quiénes sean estos amigos de tus padres, pero nos vigilan. Temo, por nuestro bien, creo que será mejor que me aleje un rato.

—Espera… Si quieres, puedo hablar con tu familia, con tu papá —ruego, me aferro a esa posibilidad—. Si hacemos pública nuestra relación nadie podrá chantajearnos. Entre los dos podemos explicarle. Además, cuando tenga las cien victorias tendré la ciudadanía de Costamar y seré como tú.

—Papá no va a entender nada de eso —suspira—, y se va a volver loco cuando sepa que hice cosas a sus espaldas. Odia que le mientan y le lleven la contraria. Tú lo conoces.

Me extraña que diga eso.

—Seguramente él fue joven y amó por primera vez. No creo que se oponga a nuestra amistad. Estoy en el mejor empleo del casino, no soy cualquier neonativo.

—Cuauhtémoc, ¿de verdad no lo sabes? —insiste Marián.

—¿Saber qué? —pregunto desesperado.

—Creí que el día del accidente en el Poseidon Inferno te habías dado cuenta, por cómo se puso. Soy Marián Ferrati.

Sigo sin entender, pero el apellido me suena.

—Mi padre es Carlo Ferrati —explica—. El coordinador de personal y suministros.

—¿Chuck? ¿Tu papá es Chuck? —repito sin aire.

—Así le dicen —confirma Marián—. Y cuando sepa que cenamos juntos, que nos hablamos por los intercomunicadores, que un menor delincuente de los otros distritos besó a su hija… ¡Uf! Él mismo se va a encargar de confirmarte…, de quitarte todo.

Me recargo en la pared, me he quedado sin fuerzas.

—Cuauhtémoc, lo siento mucho —Marián se oye triste—. Fue divertido mientras duró. Pero lo mejor es que ya no tengamos contacto; ya lo decidí, me iré al extranjero, a Europa, estaré fuera unos meses, mientras las cosas se tranquilizan.

—Espera, no puedes irte. Debe de haber otra solución, ¡estoy seguro! Déjame pensar…

—No hay nada que pensar. Ya tengo el boleto —confiesa—. Hay que quedarnos con lo bueno: te ayudé, nos divertimos. Por favor, no vuelvas a marcar. Hoy mismo desactivo este número… Adiós, Temo, te deseo una buena vida.

La llamada se corta y me quedo pasmado, segundos, minutos, no puedo saberlo. No creo lo que acabo de oír. Pero muchas piezas comienzan a encajar. Ahora entiendo, por eso Chuck se alteró tanto cuando vio caer a Marián en el Poseidon Inferno, y por eso nos premió a Franc y a mí con un puesto dentro del casino: ¡salvamos a su hija! Él es ejecutivo, descendiente de los Fundadores, en su casa come Ángeles Díaz-Wilson…

Busco con la mirada a mi amigo Franc, debo decirle lo que acaba de pasar, organizar mis ideas, digerir estas revelaciones. No quiero resignarme, debo encontrar alguna solución.

Pero Franc no está vigilando en la puerta del gimnasio, la zona parece vacía. Salgo para ver dónde se pudo haber metido y me topo directamente con un Bacabob, uno de esos vigilantes disfrazados de columnas mayas. No puedo verle los rasgos detrás de la careta. A su lado hay uno de esos carritos para ropa sucia.

—Ven conmigo —dice con voz profunda.

—No estábamos haciendo nada malo —doy unos pasos hacia atrás, asustado—. ¿Dónde está mi amigo?

—No, no entiendes —dice el vigilante tranquilo pero firme—. Te están esperando.

Intento escapar pero siento un pinchazo en el brazo.

—¿Qué? ¿Quién? —alcanzo a exclamar débilmente.

Veo que lleva una jeringuilla en la mano, me ha inyectado algo, una droga.

—Las respuestas… —murmura el Bacabob.

Es lo último que reverbera en mi cabeza cuando entro al carrito de ropa sucia y el mundo deja de existir.