CAPÍTULO XX

Hermanos

259 horas, 11 minutos, 21 segundos. ¿Qué he hecho? ¿A qué me comprometí? ¿A cometer un acto de terrorismo? ¿A matar a la directora general del corporativo y a otros dirigentes para que todos tengamos los mismos derechos? ¿Seré un héroe, como dicen ellos, o sólo un asesino? Las preguntas no dejan de hundirse en mi cabeza como aguijones. Tengo miedo de tantas cosas: de que me descubran, de que atrapen a Pascual o a mis padres, de que falle el atentado… ¿Y si muero en la explosión? Mi pavor es tan extremo que tengo miedo hasta de que las cosas salgan bien. ¿Cuántos daños colaterales voy a causar? ¿Morirán diez, cien, quinientas personas? ¿Podré vivir con eso en mi conciencia? ¿Y qué va a pasar con las familias de los descendientes de los Fundadores? ¿Irán a la cárcel? ¿Y Marián? No, ella estará bien. Ya debe de estar en Europa, me consuelo. El otro día intenté llamarla pero cumplió su promesa y la clave marcaba error, ya no existe. ¡Y yo que pensé que tendría un futuro con ella! ¡Que el destino nos había unido! Pero tal vez es lo mejor, no volvernos a ver. Estoy a punto de convertirme en un asesino.

—¿Estás bien? —me pregunta Franc, preocupado.

Estamos desayunando en el comedor, antes del primer entrenamiento del día. Ya no me emociona comer fruta fresca, ya nada es como antes.

—Estoy perfecto —digo con una sonrisa tensa.

No le dije nada a Franc sobre la reunión. El día en que el falso Bacabob me narcotizó para llevarme al escondite de los infiltrados, un guardia similar apareció para amonestar a mi amigo por estar en el gimnasio fuera de horario. Cuando finalmente nos vimos, le dije que estuve escondido en el armario hasta que pasó el peligro. Aunque sí le conté de la plática que tuve con Marián: quedó igual de sorprendido que yo al saber que era la hija de Chuck.

—¡No deberías volver a buscarla! —me recomendó, asustado—. No ahora, hasta que te conviertas en un ciudadano legal, porque pronto lo serás —remató con ingenuidad—. Recuerda que estamos en la mejor familia del casino, todo será increíble.

Pobre Franc, me hubiera gustado decirle la verdad, lo que hay detrás del cruel sistema de la pelota maya, de mi misión como terrorista. Me sentiría menos mal si pudiera compartir mi preocupación, aunque, por otro lado, está bien que no sepa nada, que no sufra como yo con este horrendo secreto.

Sin embargo, dentro de esta pesadilla hay algo que me tranquiliza. Sé que mi misión es participar en el juego inaugural, ganar y dejar una bomba oculta en el palco de los descendientes de los Fundadores, pero para llegar a ese punto faltan demasiadas cosas. Ni siquiera soy jugador suplente, apenas estoy en reserva; algunos chicos llevan semanas o meses aquí, me aventajan por mucho, y mamá Lool será la que decidirá qué equipos van a jugar ese día. Es difícil que pise la cancha en la inauguración. Y no será cobardía, ni mi culpa. Tal vez no mate a nadie, respiro con alivio, hay una esperanza.

218 horas, 22 minutos, 07 segundos. Están volviendo a aparecer los mensajes misteriosos, son breves, apenas una línea. Por ejemplo, recibí uno que decía: No subas a la plataforma. Otro más advirtió: Evita la primera ronda de ducha. Y uno misterioso de: No sopa. Todos tuvieron que ver con algún incidente: colapsó la plataforma de madera donde practicamos saltos; se rompió una tubería en las duchas con agua a presión y quemó a dos chicos; y media docena de muchachos se enfermaron por la comida. Sé que detrás de los accidentes están los ancianos de uniforme gris, a los que nadie presta atención, como el que trabaja limpiando la cocina, la mujer mayor que recoge y dobla las toallas de los baños, los que tienden las literas y sacan la basura del comedor, las señoras que barren las bodegas de vestuario. Ninguno me habla, pero cualquiera de ellos podría ser un infiltrado del Movimiento… aunque el mayor infiltrado de aquí soy yo.

He comenzado con las vitaminas. En los últimos días me han dado nueve dosis, entre pastillas y ampolletas. Las inyecciones duelen mucho, son de un aceite espeso. Muchos de los compañeros tienen la piel cubierta de granitos, y un muchacho que era bailarín ha empezado a orinar sangre, el médico le dijo que no se preocupara, que era parte de los efectos secundarios. A mí me zumban los oídos y tengo un constante dolor de estómago, la visión borrosa y sudo como regadera, pero sé que esta ansiedad que me devora no es por las vitaminas.

198 horas, 12 minutos, 02 segundos. Mamá Lool está molesta por los accidentes, no se detienen, aunque los achaca a las prisas; nos recuerda que debemos ser cuidadosos, no importa que estemos entrenando tan duro.

—¡Tenemos sólo ocho días! —repite mamá Lool en el patio de entrenamiento—. Ya sé que es una locura. Faltan muchísimos detalles para tan poco tiempo. Tenemos que esforzarnos.

¿Más? No veo cómo, han recortado las horas para descansar, a las cinco de la mañana debemos estar bañados y listos. Corremos y hacemos ejercicios de resistencia en el campo de entrenamiento exterior, a veces cargando peso en la espalda y hombros. Si alguien dice que está cansado o hace trampa, se le castiga con ejercicio físico intenso, como correr ochenta vueltas al campo o hacer doscientas lagartijas. Gracias a las vitaminas podemos hacer eso. Un muchacho tuvo un desgarre, pero estaba tan entumido que no se dio cuenta y siguió corriendo hasta que comenzó a salirle un líquido por la rodilla.

—Y esto no es nada —asegura mamá Lool—. Los mayas les habrían atravesado la piel con espinas o les habrían arrancado las uñas. ¡Yo soy demasiado blanda con ustedes, hijitos!

De momento no consigo dominar la pelota, que sólo se puede golpear con la cintura, la rodilla, el codo y el hombro. Casi siempre pierdo el saque y no consigo mantener el rebote. Reconozco que el juego es muy vistoso por el vestuario, los efectos y las jugadas peligrosas, aunque he descubierto algunos trucos. Por ejemplo, hay unos pequeños ganchos en los muros y unos cables de acero con agarraderas que usamos para que parezca que podemos caminar por las paredes y hacer bonitos giros, aunque deben ser rápidos porque puedes caer y romperte la espalda o el cuello. Las protecciones, que parecen de cuero de venado, al interior están revestidas por un gel que absorbe parte del impacto. También usamos un recubrimiento especial que evita que nos quememos cuando la pelota está encendida (aunque nadie se libra de algunas ampollas), y para hacer más espectacular el juego podemos guardar unas pequeñas bolsas con sangre artificial en el cinturón o en las espinilleras, son como almohadillas que revientan durante una jugada o caída; se supone que los espectadores agradecen mucho este dramatismo. Aunque no es tan necesario, la mayoría de los chicos tiene cicatrices de verdaderas lesiones y es normal que se pierdan dientes en un partido. Escuché del caso de un jugador que al golpearse contra la pared se le rompió la quijada, no conseguía cerrar la boca. Lo llevaron a una clínica y nunca volvió.

Todo el día repetimos las llamadas oraciones y sentencias. Hay para todo, para entrenar, para comer, para entrar a la cancha, para antes de dormir. La que repetimos más es la de: “Cadena de luz, cadena de oscuridad, yo, guerrero sagrado, soy parte del todo, del cosmos y del casino, mi trabajo hace la suma que vuelve grande a la familia sagrada, al casino, a Mexicoland”. O la versión resumida de otra: “Nuestro sacrificio es grandeza y orgullo para México Nuevo. Sagrados, sagrados guerreros somos”.

Lo que más me gusta de la pelota maya es que cada partido tiene una historia. Por ejemplo, algunos representan la lucha de dos reinos, deidades o elementos, como el aire y el fuego. Hay trajes para cada ocasión y muchos tipos de pintura ritual, aunque los de ceremonia de fertilidad se suavizaron para no ofender a los turistas. Me pregunto si se ofenderían si supieran que somos jugadores desechables, o qué pensarían si supieran que me estoy entrenando para matar. No, no lo haré, me repito, es imposible que juegue ese día.

131 horas, 13 minutos, 06 segundos. Hay tantos chicos lastimados o enfermos que Franc y yo recibimos la fajilla amarilla; me horrorizo por ascender, somos oficialmente suplentes, aunque todavía no tenemos definida una posición de juego.

—Sólo hay una forma de ver eso —dice mamá Lool—. Van a jugar un partido blanco.

Así se les llama a los partidos de entrenamiento, no suman victorias y duran hasta que algún jugador marque el primer punto. Comenzamos a jugar pero mamá Lool no indica en qué posición. “Sólo jueguen”, ordena. A Franc y a mí nos toca en equipos contrarios; el suyo es mejor que el mío, tiene de su lado al enorme Manolito (le decimos Monolito), es como una gigantesca roca, y a Canek, que es experto en dar órdenes.

El juego dura más de lo que pensé, nadie anota y ya ha pasado una hora. El capitán de mi equipo es Bej, y no sé si me distraen sus ojos torcidos pero no entiendo sus órdenes, ni siquiera sé si me habla a mí: “¡Corre hacia el fondo!”. “¡Sácala de la zona de riesgo!” “¡Bárrete y envíala a otro, hermano!” “¡Despeja! ¡Ya!” No quiero destacar, pero siento que ahora lo hago, aunque en el peor de los sentidos; todo lo hago mal, dos veces me estrello contra Monolito; en una ocasión le paso sin querer la pelota a Franc, que consigue cruzarla casi milagrosamente corriendo al otro extremo de la cancha, hasta que tropieza con Monolito (todos tropezamos con él). Lo peor son las barridas, porque hay que lanzarse al suelo a toda prisa y si no sabes caer, te lastimas el coxis y te quedas con las palmas de las manos despellejadas; me ocurrió dos veces seguidas.

Estoy harto, le digo a Bej que deje de gritar órdenes. “¿Tienes alguna idea mejor?”, pregunta de mal humor. Claro que la tengo. No se necesita ser un genio para organizarnos. Digo que no tenemos que ir todos como locos por la pelota, sólo nos golpeamos; uno solo debería hacer eso, como el chico ágil que parece mono. Otro de nosotros, el más grande, debe marcar y contener a Monolito, que es el adversario más fuerte, y sobre todo hay que distribuirnos por la cancha. Bej se encoge de hombros molesto y mis compañeros me hacen caso. Las cosas mejoran un poco, no nos atoramos tanto y la pelota alcanza a llegar del otro lado, y casi por accidente, diez minutos después, el chico que parece un ágil mono se sostiene de uno de los ganchos ocultos de las paredes para responder un golpe alto y toca el aro, es un roce, pero basta con eso para que se encienda.

Jan, el asistente de la entrenadora, da el silbatazo final del juego blanco.

—Nunca lo habría pensado —se acerca mamá Lool, con entusiasmo—. Tienes madera de Alfa, de capitán.

—¿Capitán? —repito aturdido.

—No eres rápido ni muy fuerte —reconoce—. No tienes tanto tino, pero tienes el poder de la organización. No te preocupes, yo te ayudaré a que desarrolles tus talentos.

Mis compañeros me felicitan. Mamá Lool confirma que Franc es Gamma, jugador de fondo, y será un excelente despejante: rápido, veloz, es tan pequeñito, parece que nació para eso. El enorme Monolito es un claro bloqueador. No tiene caso que intente ir tras la pelota o anotar, su objetivo es frenar jugadas del equipo rival gracias a su tamaño y fuerza.

Me asusto. ¡Y yo que no quiero destacar! ¡Soy Alfa y podría ser capitán!

96 horas, 51 minutos, 02 segundos. Lo único bueno de estos días es que he conocido mejor a mis hermanos de linaje, algunos son huérfanos y otros vienen del nivel dos del Programa de Labor Social, de campos de perforación de petróleo, de ahí salió Monolito, aunque no quiere dar muchos detalles; sólo dice que si existe el infierno debe de ser como lo que vio en esos pozos. La mayoría de mis compañeros viene de algo llamado Reeducación de Deudores. Son familias cuyo delito fue no poder pagar alguna deuda de un crédito de vivienda, de educación o de un tratamiento médico de un familiar. Como los intereses son altos, si no pagas rápido, la cantidad se multiplica. Lo peor es que las deudas nunca desaparecen, se heredan a hijos y nietos; pero el corporativo es comprensivo y por eso inventó la Reeducación de Deudores: la familia deudora (incluyendo a los menores a partir de diez años) tiene la opción de pagar con trabajo en alguna empresa de la corporación, se hace por algunos meses o años hasta llegar a un saldo positivo. Recuerdo a la señora con el bebé del día que llegué a Mexicoland, estaba pagando la deuda de su difunto marido y aceptó el empleo porque la dejarían quedarse con su hijo.

Así me entero de que algunos de mis compañeros tienen a sus hermanos trabajando en otras partes del parque, en Mayan Town, o a sus madres como camareras en algún hotel de Sun Land y a sus padres atendiendo una barra en Fiesta Land. Obviamente el salario de todos se lo queda el corporativo. Para que no se distraigan, la familia no vive junta, aunque les permiten escribirse correspondencia y reunirse una tarde cada dos meses.

—Nosotros somos los que tuvimos más suerte —explica Bej mientras estamos en la ducha—. En la pelota maya vamos a ganar tanto dinero que pagaremos la deuda familiar antes de tiempo.

—Y seremos ciudadanos —recuerda Canek.

—¿Creen que podamos hacer el trámite para que nuestros padres también tengan la ciudadanía? —pregunta Franc, con interés.

Nadie sabe la respuesta, muchos chicos dicen que sí, es obvio. Parecen emocionados, creo que hasta Monolito se limpia una lágrima.

—Somos privilegiados —asegura Bej.

—¡Sentencia y oración! —grita Canek.

Todos repiten orgullosos: “Guerreros sagrados. Somos la sangre de Mexicoland, los huesos de la corporación…”.

Yo me siento fatal, porque sé que eso nunca va a suceder. Nadie de aquí será ciudadano, muchos de mis compañeros ni siquiera van a sobrevivir más de diez o quince partidos. “Trituradora para muchachos”, resuena en mi cabeza la voz de Pascual.

Al salir de las duchas nos intercepta el asistente Jan para avisarnos que los jugadores y suplentes vamos a cenar en otro lado. Nos pide que usemos un traje de torneo, es decir, taparrabos, penacho, coderas, espinilleras y el grueso cinturón.

—Pero no van a jugar, no se preocupen, al menos no de verdad —explica—. De prisa, la señora Wanda los está esperando.

Hay un autobús eléctrico para nosotros, ¡vamos a ir de paseo a Costamar!, tal como lo habían prometido. Será un viaje muy corto, anuncia el asistente, porque con la inauguración encima no sobra el tiempo, pero mamá Lool nos quiere tanto que quiere cumplirnos el capricho y también ayudará a mantener nuestro ánimo en alto.

Y funciona.

La euforia es absoluta. Jan apenas puede controlar a dieciséis muchachos (los elegidos) dentro del autobús cerrado y climatizado. Salimos desde un costado de la Kin Pyramid y cruzamos por un camino de servicio alrededor de varias zonas del parque. Se ve a lo lejos la enorme piñata de Fiesta Land, los toboganes acuáticos de Sea Land, los hoteles con forma de pirámide en la línea de la playa de Sun Land. En todas partes hay obreros, como diminutas hormigas, trabajando, para tener todo listo. En el autobús no paramos de cantar consignas hasta que poco a poco se hace un súbito silencio. Todos miran en una dirección, me asomo y quedo igual de petrificado: detrás de las serpenteantes vías del monorriel Quetzal está una enorme muralla de unos veintidós metros de alto, con torres de vigilancia y centenares de soldados armados, hay alambradas eléctricas, cámaras y sensores, la muralla es tan larga que entra al mar. La reconozco, es la temible frontera con los Territorios Perdidos. No deja de asustarme; todos sabemos que detrás de ese muro está el caos y la muerte, el viejo y podrido México, el infierno al que nadie quiere volver y por lo que soportamos tantos sacrificios. Pensar que el suelo que pisamos ahora fue parte de ese infierno, hasta que se recuperó.

Salimos del parque por una puerta de servicio y a los pocos minutos entramos a la zona metropolitana de Costamar. Es de noche y la ciudad me parece todavía más bonita. Todo está iluminado, las palmeras de las calles, los espectaculares Barrios Verticales con más de ochenta niveles y sus piscinas voladizas; los parques con flores y cascadas; los campos de golf; los rascacielos cubiertos con pantallas donde se repiten anuncios en otros idiomas. Reconozco los símbolos de los edificios, las banderas de los socios extranjeros, el signo de dinero para edificios de inversionistas, el báculo y las serpientes de sanatorios y casas de retiro. Todo limpio, lujoso, para que estén cómodos el uno por ciento de los novomexicanos.

—¡Yo voy a vivir ahí! —Monolito señala un edificio BaVe que tiene al exterior unos tubos transparentes por donde suben y bajan ascensores—. Van a ver.

Cada quien elige dónde va a vivir: en un bonito chalet con vista a la laguna, en un penthouse que tiene un jardín tropical a más de quinientos metros de altura, en una mansión entre los campos de golf.

—Lo primero que voy a hacer con mis propinas es comprar un auto como ése —Canek señala un automóvil plateado, casi parece que flota sobre el concreto.

Todos lo felicitan como si ya fuera de su propiedad.

Los muchachos siguen haciendo planes, de cuando tengan la ciudadanía, de los regalos que les darán a sus madres, a sus padres, a sus hermanos menores. Odio escucharlos, duele saber que eso nunca va a suceder. Este viaje me está resultando una tortura.

Todos hacen una exclamación al pasar por el edificio del comité fundador, esa pirámide alta de cristal rojo y en cuya punta está una estrella verde con siete picos, al centro un águila.

—Ahí vive la directora general del corporativo —explica Monolito—. Ángeles Díaz-Wilson.

—No seas tonto, es sólo su oficina —interviene Bej—. Ella tiene otra casa más grande.

—¿Creen que ahora esté ahí, trabajando? —Canek se pega a la ventana.

—Claro, ella siempre está trabajando, por nosotros —dice Jan desde el frente del autobús—. Muestren respeto.

Como si fuera una orden, mis compañeros comienzan a cantar el himno que enseñan en las escuelas Educorp: “Te saludamos, oh, Ángeles Díaz-Wilson, pacificadora, directora, líder y faro de la infancia y juventud. Tu valor nos guía, tu inteligencia nos inspira, tu entereza nos reconforta… Eres madre, padre, patria…”.

¡Lo que me faltaba! No quería pensar en Ángeles Díaz-Wilson, en el objetivo de mi misión. Pero ahora, a donde mire, me topo con su imagen; está en los anuncios de las calles, en las enormes pantallas de publicidad: ella dirige el corporativo, ella mantiene la paz, ella nos protege de los Territorios Perdidos, es la madre de los novomexicanos.

—Ahora acomódense los penachos y los trajes de combate —recomienda Jan—. Ya estamos por llegar.

Quince minutos después, el autobús se estaciona frente a un edificio que parece un montón de burbujas de cristal al lado de un muelle, se llama Kukulkan Falls Shop-Center. Es un centro comercial que tiene un patio central cubierto, está atiborrado, una multitud rodea una plataforma donde hay un escenario. No lo puedo creer, ahí están algunos de nuestros antiguos compañeros, la familia Suhuy, el del Sacrificio de la Doncella. Sólo veo a media docena, han montado un trampolín y una pequeña fosa y hacen clavados de exhibición. El público aplaude, mujeres con niños, hombres muy gordos en carritos, ancianos en traje de baño. Del otro lado hay periodistas que toman fotos.

—¡Francisco, Cuauhtémoc! —escucho un grito de emoción. Es Ahau, nuestro anterior entrenador—. ¡Qué gusto verlos!

Corre a abrazarnos.

—¡Mírense nada más! ¡Todos unos guerreros! —nos examina.

En el escenario dos chicos morenos, vestidos de murciélagos, se lanzan a la fosa, hacen un bonito giro en el aire, reciben aplausos.

—Son sus reemplazos —explica Ahau—. Me consiguieron a dos excelentes nadadores, no son sordos pero casi, no entienden mucho; son filipinos, aunque los turistas no se dan cuenta, para ellos todos los neonativos son iguales. ¡Pero ustedes siempre serán mi orgullo! ¿Cómo les ha ido? ¡Cuenten!

Decimos lo que sabemos que nuestro ex entrenador quiere oír, que avanzamos del grupo de reserva a suplentes, que entrenamos mucho; no dura mucho la plática, mamá Lool nos hace una seña para que subamos a la plataforma.

Nos despedimos de Ahau a toda prisa y entramos al escenario. Desde ahí veo a la multitud, de un lado turistas, del otro los fotógrafos. Hay una gran pantalla que dice: Mexicoland, the best experience in the world, opening soon! Un potente reflector nos apunta y sale una voz de una bocina, habla en un idioma que no conozco. Se oyen exclamaciones de entusiasmo y sorpresa. Mamá Lool nos pide que hagamos gestos de fiereza, saltos y que devolvamos las pelotas que lleguen al escenario, como en las prácticas.

No entiendo, ¿devolvamos a quién? Hasta que noto que le reparten al público unas escopetas que disparan pelotas de hule, las lanzan al escenario y hay que responder con un golpe de cadera y codos. Tenemos entrenamiento, ya no es tan difícil, pero por alguna razón eso emociona mucho al público, estallan aplausos.

Luego los turistas suben a la plataforma para tomarse fotografías. Nos despedimos con la oración: “Guerreros sagrados. Somos la sangre de Mexicoland, los huesos de la corporación…”. La gritamos en perfecta sincronía.

—¿Se dieron cuenta de que nos aplaudieron más que a todos? —señala Bej en el autobús, de regreso al parque.

—¡Por supuesto! Somos los Koox, la familia de los guerreros sagrados —dice Canek.

—¡Nos admiran! —exclama Monolito—. Y respetan. Nos ven como dioses.

A mí me pareció que nos veían como animales amaestrados, pero no lo digo. Tampoco estoy seguro de que haya sido un paseo, parecía más bien un evento publicitario.

Reconozco la calle con los anuncios monumentales: Foodtech gourmet, All Golf, Videogames-Videolives, y enormes pantallas anunciando la apertura de Mexicoland. Mis compañeros están eufóricos, hacen más planes acerca de su futura vida como famosos jugadores, y yo me siento tan mal. Quisiera ayudarlos, pero ¿cómo? No puedo decirles que la pelota maya es una estafa y que incluso podrían quedar lesionados o morir en las próximas semanas. Tal vez ni me creerían… Si de verdad quiero ayudarlos tendría que liberarlos a ellos y a sus familias del programa de Reeducación de Deudores. Para que eso pase tendría que caer el corporativo…, es decir, seguir el plan del Movimiento Libertario, matar a Ángeles Díaz-Wilson, volverme un asesino. ¿De verdad es la única manera de ayudar?

Tomo aire. Soy suplente pero no soy jugador oficial. En cuatro días es la inauguración, es complicado que participe ese día. Muchas cosas siguen fuera de mis manos, me aferro a esa esperanza, más que nunca.

71 horas, 11 minutos, 02 segundos. Han seguido ocurriendo accidentes: se cayó parte la plataforma de entrenamiento y dos muchachos se dislocaron un brazo, uno despertó con unas manchas rojizas y se lo llevaron de inmediato, dicen que podría ser una vieja enfermedad llamada viruela, y otro chico más tuvo un dolor en los riñones, aunque supongo que fue por las vitaminas. Cada vez somos menos en el centro de entrenamiento.

Mamá Lool manda llamar a un grupo, entre los que estamos Franc, Monolito y yo. Parece muy agotada, casi como nosotros. Su oficina está llena de reproducciones de estelas mayas. Jan, su asistente, le lleva un montón de expedientes que apila con otros que están en el escritorio; todos tienen fotografías de muchachos, los que mueren por entrar al juego de pelota maya (pobres). En una esquina está uno de esos anticuados teléfonos rojos, siento un agujero en el pecho al recordar a Marián.

—Adelante, hijitos —mamá Lool señala unas sillas—. Siéntense. Les tengo noticias.

De inmediato me pongo nervioso. Para mí, buenas noticias en la pelota maya son malas noticias en mi vida.

—Las cajitas son suyas, ¿recuerdan qué tienen? —señala las que están en el escritorio.

Busco la que tiene mi nombre; dentro hay un medallón con la insignia de los Koox, está envuelta en una tela negra.

—Es el mismo que les di cuando nos conocimos —reconoce la entrenadora—. Denle la vuelta.

Lo hago. A mi medallón le han agregado la palabra Kukulkán.

—¿Nuestros nombres de guerreros? —pregunta Monolito, atónito. Su medallón dice Yum—. Eso quiere decir que… ¿nos está bautizando?

Mamá Lool asiente y Franc saca la tela de la caja, en realidad es la fajilla negra.

—De ahora en adelante serán sus nombres como jugadores oficiales —explica mamá Lool—. Ya pueden pisar la cancha de la Kin Pyramid.

Quiero gritar del terror. ¡Volví a ascender!

—Pero… ¿estamos listos para jugar en el casino? —las palabras se me hunden en un pantano que se me forma en la garganta—. No es que no quiera, ¡es un honor! Pero siento que todavía nos falta entrenamiento.

—Lo sé, hijito. ¡Les falta demasiado! —reconoce con pesar—. Pero muchos de sus hermanos se han enfermado o tuvieron accidentes, ¡tengo doce en la enfermería! La mitad de ellos no sé si pueda volver pronto —mamá Lool se frota los abotagados ojos—. Jamás pensé que en vísperas de la apertura nos quedaríamos sin tantos jugadores, no tienen idea de la presión que hay sobre mí.

—Entonces… —pregunto con alivio—, ¿no jugaremos en la inauguración?

—Somos la familia sagrada, ¡tenemos que hacerlo! Sé que no tienen el entrenamiento suficiente para durar en la cancha, por eso se me ocurrió que en lugar de que jueguen un partido agotador, habrá tres cortos, de exhibición. Como obras de teatro, pero preciosas. Tienen tres días para aprenderse la coreografía.

—¿Y nosotros estaremos en esos partidos? —Monolito brinca de la emoción.

—¿Y por qué creen que los mandé llamar? —sonríe mamá Lool.

Monolito (ahora Yum) se lleva las manos a la cabeza, asombrado. Franc abre la boca y yo comienzo a escuchar a la entrenadora como si hablara de un lugar distante, a muchos kilómetros de ahí. Nos explica que participaremos en uno de los juegos de exhibición; Franc (ahora llamado Nahil) y yo representaremos a Hunahpú e Ixbalanqué, los gemelos sagrados del Popol Vuh; en la cancha vamos a enfrentarnos a los seres del Xibalbá, los demonios ajawab. Normalmente la entrenadora no dice el nombre de los rivales, pero en esta ocasión, al ser un partido de exhibición, explica que Monolito será uno de ellos, y otro chico, uno grandote y muy callado, que ya tiene su nombre de guerrero, Imox, será el otro ajawab.

—Ustedes serán el último partido —revela mamá Lool—. Van a cerrar la ceremonia de inauguración. Tienen que hacerlo muy bien, habrá gente muy importante.

Estamos atónitos, Monolito llora, Franc aplaude, yo apenas consigo moverme. Lo deben de interpretar como emoción intensa.

—Es una noticia maravillosa —dice Franc con la voz temblando, carraspea un poco—. Mamá Lool…, ¿cree que yo podría ser uno de los demonios? Es que me hace mucha ilusión ser de los malos aunque sea una vez.

Me extraña que Franc se atreva a pedir algo así a la entrenadora.

—¿Tú? —ríe mamá Lool, obviamente lo toma a broma—. Si eres una cosa tan pequeñita. No, de ningún modo. Ya verás, serás un gemelo sagrado maravilloso —y eleva la voz para preguntar—: ¿Quiénes somos?

Me cuesta reaccionar, pero Monolito y Franc recitan a todo volumen: “Guerreros sagrados. Somos la sangre de Mexicoland, los huesos de la corporación; somos alimento y sustento del casino…”.

Repito maquinalmente la oración pero me siento fuera de mi propio cuerpo, mi mente quiere escapar. No lo puedo creer, mis peores terrores se volvieron realidad. Pese a todos los pronósticos, jugaré el día de la inauguración. Los infiltrados se salieron con la suya, ahora debo prepararme para hacer mi parte… Matar.