CAPÍTULO XXVI

Libertarios

Los helicópteros no dejan de patrullar el parque; no sé si es por la desaparición de Franc o por mi propia fuga. Cuando se oyen cerca de la torre de enfriamiento de la antigua termoeléctrica, Pascual nos obliga a escondernos bajo unas planchas de asbesto. Parece que así es más difícil que nos detecten.

Ahora que llevo un par de días en el escondite, descubro cómo han estado viviendo los libertarios. Casi no comen, les quedan apenas ocho latas de comida y unos cuantos congelados Foodtech para todos. No hay dónde asearse, y muy poca agua potable. En total son una veintena, casi todos ancianos; duermen hacinados en los pasillos de la planta y se turnan para hacer labores de vigilancia y cuidarse entre ellos. La mayoría tiene más de setenta años y hay alguien de casi noventa. Al parecer, mi visita y las revelaciones les han dado energía. Me piden que vuelva a relatar mi encuentro con Ángeles Díaz-Wilson y que muestre de nuevo imágenes del otro lado del muro, pero mi teléfono no capta señales de televisión, y estoy a la espera de un mensaje o una llamada de Marián. También he oído que lloran, que suspiran con intensa tristeza. Oí que un viejo se quejó con amargura: “La noticia llegó muy tarde, ya no me queda vida”, y la anciana Celia le respondió: “Tarde para ti, pero la noticia llegó a tiempo para salvar a millones de jóvenes”.

La relación con mis padres se ha suavizado; con mi madre no tanto, creo que es la primera vez que la veo tal como es: dura y a veces cruel, para ella el Movimiento está por encima de todo. Nico todavía no confía en mí. Pero he podido restablecer mi amistad con Franc, aunque no ha sido tan fácil como imaginé.

—¿Siempre supiste del Movimiento? —me atrevo a preguntarle.

—¿Estás molesto conmigo? —replica, preocupado.

—Sólo quiero saber si desconocías sobre los infiltrados, del plan maestro y esto —controlo mi tono lo más que puedo—. O si sabías todo y te dedicaste a verme la cara.

—Nunca te vi la cara —se defiende—. Únicamente conocía una parte del plan.

—No sé si creerte —murmuro con tristeza—. Quién sabe cuántas mentiras me dijiste.

—¡Siempre te dije la verdad! —exclama mi viejo amigo.

—¿Hasta lo de tu padre? —le recuerdo—. Dijiste que tenía una tienda de antigüedades y, según tú, te culpaste de poseer un libro prohibido para que no lo detuvieran a él…

—Casi todo eso fue verdad —reconoce Franc.

—¿Casi?

—La diferencia es que no vivía con mi padre, sino con mi abuelo. A mis padres los desterraron a los Territorios Perdidos cuando tenía cinco años.

Hacemos un silencio; ahora entendemos lo que quiere decir desterrados.

—Mi abuelo me adoptó —sigue Franc—. Me terminó de educar en casa porque según él lo que me daban en la escuela no servía. Él me introdujo al Movimiento Libertario. Un día me preguntó si estaba dispuesto a entrar a una misión: debía ir a una OMI y hacer lo posible a fin de que me eligieran para el primer nivel de labor social.

—Entonces, ¿sabías que te iban a traer a Mexicoland?

—Era lo más seguro, porque les hacía falta personal para abrir el parque. Pero mi abuelo me advirtió que la misión era muy peligrosa. Temo, de verdad, te juro que cuando te conocí en la Estación de Tránsito Vasco no sabía nada de ti…

—¿No sabías que mis padres estaban vivos?

—No. Pensé que eras un huérfano más, como todos. Si me hice tu amigo fue porque me caíste bien y porque creí que podíamos ayudarnos a sobrevivir.

Su cara inocente comienza a convencerme… un poco.

—Lo que no sé es… ¿cómo le hacías para dormir? —me cuesta expresarme—. Sabiendo que ibas a participar en un atentado contra Ángeles Díaz-Wilson.

—Porque no lo sabía. Creo que no entiendes. Pertenecía a una célula inferior del Movimiento. Las células inferiores no se comunican entre sí. Vas recibiendo información de a poco, según avanzas. Al principio, cuando me lo explicó mi abuelo, mi misión era ir a la Estación de Tránsito Vasco, conseguir entrar al nivel uno del Programa de Labor Social y llegar a Mexicoland, ¡eso era todo! Sólo si completaba la misión me darían otra.

—¿Y cuándo supiste que yo era parte de otra… célula?

—Por Marcela —revela Franc.

—¿Sabías que era infiltrada?

—No, pero lo sospeché desde que la conocimos. Se esforzaba demasiado por quedar bien con Chuck. Al segundo día que estábamos con la familia Suhuy, Marcela me buscó para darme mi segunda misión: debía hacer un reporte de tus actividades…

—¿Comenzaste a espiarme?

—Podría decirse —reconoce mi amigo, apenado—. Ver si hablabas con alguien, y además debía dejarte los sobres con los mensajes en tu cama.

—¿Qué? —doy un salto—. ¡Eras tú!

—Sí, pero nunca supe qué decían las cartas; me daban los sobres cerrados —se adelanta a explicar—. Eras parte de otra célula; me dio mucho gusto pero entendí que tú todavía no lo sabías, aunque quise decírtelo.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Marcela me dijo que el mismo Movimiento Libertario te explicaría todo. Que eras alguien que no tenía entrenamiento como yo y no podías soportar la presión demasiado tiempo. Y bueno, fue verdad…

—¡Y cómo querían que reaccionara! ¡Me usaron! —digo con resentimiento—. Al menos tú entraste a esto de manera voluntaria. Yo no. ¿Y cuándo supiste que había que hacer el atentado?

—Me lo dijeron casi al mismo tiempo que a ti —suspira—. También vine a este escondite, conocí a Pascual y, como a ti, me dio mi tercera misión; me explicó que yo era tu reemplazo por si fallabas. Había que jugar el día de la inauguración, ganar y subir al balcón para dejar la bomba que estaba en el arreglo floral. En ese momento yo pensaba lo mismo que todos los del Movimiento, creí que si moría la directora, iba a caer el corporativo, y no sabía el secreto de los Territorios Perdidos.

Me cuesta trabajo encajar todo, pero de alguna manera tiene sentido.

—Si al menos me hubieran dicho antes —digo dolido—. Todos me engañaron.

—No todo fue engaño —insiste Franc, lloroso—. Te convertiste en mi mejor amigo, me salvaste la vida, yo debía cuidarte y al final tú me cuidaste a mí. Pero entiendo si no quieres volver a hablarme.

Baja la vista, se ve tan pequeñito.

—Eres el único amigo que tengo —reconozco—. Y quiero conservarte, pero no más mentiras.

—No más mentiras —repite y pone su mano herida sobre el corazón. Se da cuenta de mi cara de lástima y levanta la mano—. No te preocupes, esto no es nada, son sólo unos dedos; muchos compañeros perdieron mucho más.

“La vida”, pienso.

Ese mismo día por la tarde suena mi celular, es un mensaje breve de Marián que avisa que viene en camino y tiene mucha información para darnos. Se los comunico a los demás ancianos y la esperamos con ansiedad. Llega justo al atardecer. Pascual la lleva al interior de la torre para una reunión general. Están todos: el viejo líder, Celia, Nico, mis padres, la veintena de ancianos, Franc y yo. Marián me reconoce y me abraza.

—Te dije que volvería —me sonríe—. No tienes idea del caos y el escándalo que hay por tu culpa.

—¿Por mí? —pregunto confundido.

—¡Por tu desaparición! —asiente Marián—. Primero las autoridades pensaron que los rebeldes te habían secuestrado, pero luego el capitán dedujo que eras un espía que se coló a las zonas exclusivas para sacar información.

—Y así fue —asegura mi padre, orgulloso.

—Los que están más indignados son los descendientes de los Fundadores —sigue Marián—. Hoy hubo un gran desayuno en Sun Land y tú fuiste el tema principal de conversación. Se quejaban de que te dieron regalos y te organizaron un torneo de golf. Lo único que los consuela es que capturaron a los culpables de haberte introducido con ellos.

—¿Ya hay culpables? —pregunta Pascual.

—Para el capitán Elizarrarás, mi papá es el principal sospechoso —reconoce Marián.

—¿Chuck está detenido? —salto.

—Junto con Nelly y Fabiana —asiente Marián—. Debían vigilarte e instruirte hasta que tuvieras la ciudadanía; cuando te fugaste, se volvieron los responsables directos.

Se oyen murmullos de satisfacción entre los viejos.

—Al menos algunos están comenzando a pagar —sonríe Nico.

Pero yo me siento mal por Marián.

—Tu papá no tiene que ver —intento consolarla—. Vas a ver que quedará libre.

—¿Eso crees? —suspira—. ¿Qué crees que pase cuando el capitán descubra que la habitación por la que escapaste estaba alquilada a nombre de mi padre?

—Lo siento mucho —lo digo de verdad.

—¿Por qué lo sientes? —estalla mi madre—. ¡Merecido se lo tienen! Son escoria, son descendientes de los Fundadores. ¡Todos ellos deben terminar en la cárcel!

—Marián es descendiente de los Fundadores y nos está ayudando —le recuerdo.

—Ella ya es parte de nosotros —explica la señora Celia—. Por cierto, querida, debes tener cuidado. ¿No sospechan de ti?

—De momento nadie me presta atención —reconoce Marián—. Todo es un caos, además nunca me vieron públicamente al lado de Temo.

—Ten cuidado, seguro van a comenzar a rastrearte —reflexiona Pascual—. Van a investigar tus movimientos, tus llamadas. No te confíes.

—Yo estoy más preocupada por ustedes —Marián mira alrededor—. Disculpen, pero este lugar no es nada seguro.

—Es más seguro de lo que parece —defiende Nico—. El parque es demasiado grande, dieciocho mil hectáreas, y no terminaron de instalar el circuito de cámaras de seguridad; esta zona está muy alejada. Podríamos estar semanas y no darían con nosotros.

—Quién sabe… —suspira Marián—. El capitán está iniciando la fumigación.

La palabra no suena bien. Hay miradas de tensión. Marián se explica:

—Están revisando cada sección del parque, si hay escondites o zonas remotas; pero antes de eso van a sacar a los turistas. No quieren que se enteren de que hay terroristas, como los llama el capitán, porque dañaría la imagen del parque a nivel internacional. Los directivos ya están furiosos por los millones de dólares que pierden a diario desde que se retrasó la inauguración, por eso se autorizó esto.

—¿Y piensan exterminarnos, o qué? —pregunta mi madre.

—Algo así —reconoce Marián, apenada—. De momento tienen encerrados a casi todos los muchachos que venían de las Oficinas de Menores Infractores y a los ancianos de intendencia.

—¿Siguen en el Mayan Town? —pregunto con pesar.

—Es un campo de concentración declarado —reconoce Marián.

—¡Pero los están matando de hambre! —les recuerdo, preocupado—. Hay heridos sin atención médica.

—Eso es una crueldad, nadie de ellos sabe de nosotros —reconoce Pascual—. Por el sistema de células que manejamos, no conocen detalles del plan maestro.

—Tenemos que ayudarlos —propone Franc.

Se oyen voces, llenas de preocupación.

—Lo haremos si podemos —dice el líder—. Pero recuerden que hay prioridades. Primero tenemos que trazar el plan de nuestro propio escape. Hay que buscar las posibles salidas.

—Hablando de eso, conseguí el mapa del parque —Marián enciende su teléfono portátil. Algunos ancianos sacan sus gafas para ver—. No es muy detallado, pero creo que servirá —señala la pantalla—. ¿Ven estos cuadrados amarillos? Son los cuarteles de los guardias y soldados corporativos.

Me siento orgulloso de mi amiga. Es maravillosa.

—Están concentrados en la zona de hoteles y de las compras —observa mi padre.

—Son las prioridades de los directivos: resguardar turistas y mercancía —explica Marián—. También tienen rodeada la bodega de armamentos y los accesos principales del parque.

—¿Y los accesos secundarios? —pregunta Pascual—. Recuerdo que hay varias puertas de servicio para insumos y para sacar la basura.

—En total hay siete puertas secundarias —confirma Marián—, pero todas están vigiladas por los caballeros del orden del parque, los ocelotes y águilas.

—¿Y los accesos subterráneos? —pregunta mi madre.

—Vigilados también —suspira Marián—. Y son los que tienen más cámaras.

Nos quedamos en silencio un momento, ¿de verdad estamos atrapados? La señora Celia se alisa el cabello, nerviosa. Franc se masajea la sien con su mano buena, como para animar a que se muevan las neuronas.

—¿Qué es esto? —mi padre señala una parte azul en el mapa.

Marián hace un acercamiento a la pantalla.

—Es la laguna donde se construyó Sea Land, el parque acuático —observa.

—Pensé que era el mar —comento con sorpresa.

—Es un mar falso —explica—. Más bien, un estanque de agua salada donde trasplantaron corales y peces, pero todo es artificial. El nivel del agua se mantiene siempre igual gracias a una puerta de metal que está al límite de un canal.

—Esclusa —explica Franc, sabiondo—. Así se llaman esas compuertas náuticas.

—¿Y qué hay del otro lado? —pregunta Pascual, con más interés.

—Nada —reconoce Marián—. Quiero decir, ahí se acaba el parque y sigue la laguna de Costamar, que se usa para pesca recreativa.

—¿Se dan cuenta? —Pascual se remueve, entusiasmado—. No hay vigilancia en ese punto. Podemos salir por ahí —señala la parte azul—. Sólo le tenemos que hacer un agujero a la esclusa, buscar el muelle, cruzar la laguna y finalmente ir al escondite del tren subterráneo de Costamar.

—¿Es posible hacer eso? —le pregunto a mi amiga.

—Tal vez —reconoce Marián—. Nadie imaginaría que puede servir como escape.

Hay cierta emoción en el ambiente, pero mi madre lanza uno de sus bufidos.

—Este plan es imposible —asegura—. No creo que podamos derrumbar una compuerta de ese tamaño.

—Esclusa —corrige Franc en automático.

—Tal vez tenemos pocos explosivos —reconoce Nico—. Pero podemos completar con las granadas, usaremos todo lo que hay en nuestro poder.

—Es que ahí está el problema —dice mi madre—. Íbamos a dividir las municiones para dos frentes…, ¿recuerdan? ¿Uno para distraer y otro para escapar? ¡Y ya no alcanzan! Tú propusiste ese plan —me clava su dura mirada—. ¿Cómo podemos remediarlo? O tú, muchachita, dinos; se supone que eres muy lista.

Marián y yo nos quedamos congelados.

—Por favor, mujer —interviene mi padre—. No pidas que los muchachos solucionen todo.

—Hay que generar el distractor sin usar municiones —propone el líder.

—Disculpa, Pascual, pero eso es imposible —gruñe Nico—. ¿Sin explosivos ni armas? ¿Cómo haríamos algo así?

—¿No lo ven? Estamos parados justo en la solución —señala el anciano.

—¿La termoeléctrica? —mi madre mira alrededor, atónita.

—Debe de funcionar con gas —explica Pascual—. Debe de haber debajo un depósito; y ese gas se enciende, ¿no?

—¿Estás hablando de volar esta planta? —confirma Celia.

—¿Se imaginan la distracción que eso causaría? —sonríe el anciano—. Cimbraríamos el parque.

—Yo puedo investigar cómo se llega a los depósitos —se ofrece mi padre, con entusiasmo—. Debe de haber alguna compuerta de seguridad; sólo necesitaremos una fracción de la carga de explosivos. Aunque sería extraordinariamente riesgoso, casi suicida.

—No, si se hace bien —asegura Pascual—. Y mientras los guardias y los soldados van a la explosión, nosotros estaríamos escapando por la esclusa. Es perfecto.

El entusiasmo se extiende y, de inmediato, se forman grupos de trabajo. Unos ancianos van a revisar la termoeléctrica, otros van a trazar la ruta de escape a la esclusa, copian en papel el mapa. Todos tenemos algo que hacer.

—El destino de este país está en un puñado de jóvenes y viejos —dice el viejo líder.

—Y un par de ex payasos —anota mi madre—. Pero verán de lo que somos capaces.

Cuando la sesión termina, Celia nos dice a Marián y a mí que Pascual quiere hablar en privado con nosotros. Nos acompaña a una pequeña bodega que sirve como la habitación del líder.

—Calma, no es nada malo —nos tranquiliza el anciano—. Es sólo una petición. Querida, ¿crees que puedas darme tu teléfono?

—¿Ahora? —pregunta Marián, algo sorprendida.

—Lo vamos a necesitar para convencer a los demás infiltrados —asiente el anciano—. Así como lo hicieron tú y Cuauhtémoc, tenemos que mostrar la vida real del otro lado del muro cuando lleguemos al asilo azul de Costamar.

—¿Ahí está la estación del tren subterráneo? —interrumpo—. ¿El asilo que tiene la cascada que cae por un lado?

—Sí, pero no todo el asilo —sonríe Celia—. El escondite sólo está en la conserjería. Casi siempre, donde hay un viejo, hay un infiltrado.

—Él nos llevará a la siguiente estación segura; claro que con un teléfono como ése —Pascual lo señala— todo sería más fácil. ¿Tiene también cámara?

Marián asiente.

—¡Excelente! —reconoce el anciano—. Podría hacer un video y hacérselo llegar a los otros.

—No crean que Pascual es el único líder —explica Celia—. Hay más en los otros distritos. Cada uno comanda su propia red de células.

—¿Entonces, querida? —el anciano extiende la mano.

—Deme uno o dos días y se lo doy —repone Marián, luego de pensar un momento—. Ahora lo necesito para contactar con Temo. Pero la próxima vez que nos veamos les traeré, además de este teléfono, tres o cuatro más, y todos con la copia del video que dicen.

—¿Se puede? —pregunta Celia.

—Claro —señala Marián—. A todos los aparatos que se quiera.

Pascual, lleno de curiosidad, quiere hacer la prueba del video. Está maravillado; en realidad todos, Celia y yo. Para Marián la tecnología debe ser algo rutinario: para nosotros, una novedad a la que no teníamos acceso. Nos muestra la cámara, el micrófono, y el viejo líder graba un mensaje de prueba; explica que Ángeles Díaz-Wilson es una estafa y que no existen los Territorios Perdidos, ya que el antiguo México se recuperó, mientras que nosotros, en el corporativo de México Nuevo, llevamos cincuenta y dos años presos y los descendientes de los Fundadores se volvieron nuestros celadores, y nos mantienen en una jaula de mentiras. “Debemos llevar la verdad a todos los distritos”, cierra Pascual. “La verdad nos hará libres.”

—Copiaré este video a todos los aparatos que consiga —promete Marián.

Celia y Pascual parecen admirados. Yo estoy orgulloso de ella.

Ya es casi medianoche cuando acompaño a Marián afuera de la chimenea; cada vez es más difícil despedirme.

—De verdad, siento mucho lo de tu papá —insisto—. Espero que no termine en la cárcel por mi culpa.

—No te preocupes —Marián se encoge de hombros—. Mi papá ha hecho cosas terribles, igual que las señoras Nelly y Fabiana. Vi cómo manejaban a los chicos y chicas que traían de los otros distritos; nunca los trataron como seres humanos, para ellos eran… suministros, y a varios los confirmaron.

Por fin veo la oportunidad de aclarar una duda:

—¿A dónde llevan a los confirmados? —pregunto.

—Al nivel tres de labor social —reconoce Marián, con pena.

Me estremezco. Son trabajos forzados y prácticamente la muerte. Recuerdo a la vieja maestra, Rita: la confirmaron con su compañero el día que llegó al parque, tan sólo por dar su opinión sobre las incongruencias de Mexicoland.

—Si castigan a mi padre, será por algunas de las cosas que ha hecho —retoma Marián, aunque detecto cierta tristeza.

—Pero ¿tú? —es lo que me preocupa—. Eres su hija. ¡También podrían ir tras de ti! No quiero que te pase nada.

—Por eso debo actuar con rapidez. Voy a vaciar las cuentas de banco, a hacer un equipaje mínimo y a conseguir los teléfonos que pidió Pascual. Recuerda que me iré con ustedes, contigo.

—¿De verdad vas a renunciar a tu vida de privilegios?

—Esa vida está por desaparecer y comenzaré otra. Estoy tan emocionada, y asustada también —reconoce en voz baja—. Jamás pensé que viviría algo así.

Quisiera detener el tiempo, congelar este instante, tenemos planes…, maravillosos planes que nos conducirán a la libertad, a la victoria. Pero por dentro también muero de miedo, ¿y si alguno sale mal? ¿Y si todo se estropea? No, no, debo tranquilizarme.

Me ayuda el beso que le doy a Marián. Por esos segundos, el mundo es perfecto.